Capítulo 23

—Alguien extrañó a su madrina.

Norma y Jimena se hallaban sentadas al rededor de la mesa tomando desayuno cuando Sarita apareció con Juan David en brazos. La mayor de las tres dejó al niño en su silla y se sentó al lado de él, sabiendo que su sobrino no dejaría que se sentara lejos. Aparentemente dos días lejos de ella era mucho para él, pues esa mañana no dejó que nadie más lo vistiera, y solo tenía ojos para Sarita.

—¿Qué puedo decir? Soy su tía favorita, sí señor —respondió la castaña haciéndole gracias al niño. Norma le pasó un pocillo con fruta y otro con yoghurt a Sarita para que ella lo pusiera al alcance de Juan David, que ya insistía en comer solo.

—Mentira, su tía favorita soy yo —respondió Jimena con un puchero.

—Ya, no se peleen. Ambas son sus favoritas. —Sarita le sacó la lengua a Jimena, ésta última respondiéndole de la misma forma. Norma rodó los ojos ante el gesto infantil—. Aprovechando que no está mamá, deberíamos hablar sobre qué vamos a hacer por la hacienda.

Las hermanas se miraron en silencio mientras Juan David trataba de cucharear su yoghurt. No habían querido hablar del tema desde aquel día que discutieron con Gabriela, pero Norma tenía un punto, y uno importante.

—No sé que podríamos hacer, la verdad —habló primero Jimena—. Claramente nuestras opiniones no valen nada, y mamá espera que solo obedezcamos.

—Es cierto. Pero creo que si las tres nos ponemos firmes con esto, mamá no tendrá otra opción. No hablo de reclamar nuestra parte, pero sí de exigir nuestro derecho. Mamá tiene que comprender que todas formamos parte de esta familia, y por ende, del negocio familiar y las decisiones que se toman en la hacienda.

—Norma, eso es lo que hemos estado haciendo.

—Sí, pero ahora debemos involucrarnos de manera activa. Que cada una de nosotras, incluida mamá, tenga alguna responsabilidad. Y de paso exigir que Fernando se vaya de aquí. ¿Sara, qué opinas? —la mayor de las tres hasta el momento se había mantenido en silencio, absorta en sus pensamiento que diferían bastante de lo que Norma estaba planteando.

—Creo que deberían irse. —Norma y Jimena no dijeron nada y solo la miraron sin comprender—. Me refiero a que, ¿qué están esperando? ¿Qué las detiene? Norma, el papá de tu hijo se muere por tenerlos viviendo con él. Lo mismo va para ti, Jimena. Ese par con lo único que sueña es con tenerlas allá con ellos, y en verdad no comprendo porqué no lo han hecho ya.

—Sara, ¿cómo se te ocurre que te vamos a dejar sola?

—Escuchen, he pensado en esto un montón, y creo que es momento de iniciar mis propios negocios. Por supuesto que podemos hacerlos las tres juntas, pero a lo que quiero llegar es que ¿para qué seguir con este martirio? Me cansa pelear todos los días, no tener el apoyo de mamá y que vaya en contra de cada cosa que sugiero. Esto no significa que la vaya a dejar sola, o al abuelo, pero no estamos funcionando como negocio. A lo mejor sería bueno enfocarnos en funcionar como familia.

—No sabía que estabas así de harta, Sara.

—Desde mi accidente con la yegua me he replanteado muchas cosas. ¿Se imaginan mamá se hubiese enterado que estaba embarazada? Me echa de la casa y todos mis esfuerzos no hubiesen valido nada. Y no digan que no. —Jimena y Norma se miraron de inmediato. Sarita nunca había sacado a tema el fatal accidente, y ahora hablaba de ello como si nada. Pero así como surgió el asunto, Sarita lo terminó de inmediato—. Tengo unos ahorros, que si bien no son suficiente para comprarme una hacienda, sí me alcanza para empezar algo pequeño con caballos. Además de los ejemplares que ya poseo y son míos, como el frisón que me dejó papá. Uh, ¿les conté que Manuel Cabello al fin me dejó cruzarlo con su yegua andaluz? ¿Se imaginan sale un potrillo warlander? Sería la envidia de todas las haciendas de la zona.

—Espera un momento. Yo sé que no nos dirás nada sobre ese novio que tienes, pero necesito saber… ¿Te estás cuidando? —preguntó Norma, provocando que Sarita se sonrojara de inmediato—. Ocurrió una vez, y podría volver a ocurrir. ¿A no ser que quieras que ocurra?

—¡No, no! Definitivamente es muy pronto para eso. Así que sí, me estoy cuidando. Uso la inyección.

—Ay, Sarita. ¡Ya danos detalles! —pidió Jimena—. Por favorsito, somos tus hermanas. Tenemos derecho a saber.

—¿Podemos terminar el tema de la hacienda?

—¡Saaaraaa!

Hasta ahí quedó la conversación. Sarita, sin soltar nada de información, pronto se paró de la mesa alegando tener muchas cosas que hacer por ser día lunes. Las hermanas menores se quedaron un rato más, conversando sobre lo que Sara les había planteado. La verdad no sonaba nada mal la idea de independizarse, aunque Jimena admitió que lo de tener un negocio de caballos no era para ella. Pero la idea ya había sido sembrada en sus mentes, y tal vez, como bien dijo Sara, dedicarse a reparar los lazos familiares era un mejor enfoque que intentar tomar el control de la hacienda.

A la mañana siguiente volvían a sentarse las tres juntas a desayunar, y esta vez don Martín las acompañaba. La charla iba animada como nunca. Era obvio para todos los presentes que Fernando era el culpable de todos los disgustos que pasaban a diario, y aunque Gabriela ahora gobernaba sobre ellas de manera tirana, todos estaban seguros que si lograban sacarle a Escandón de encima, su actitud cambiaría a la de antes. Que sí, era una actitud controladora, pero al menos más flexible de lo que era hoy en día.

—Sarita —habló don Martín—. ¿Cuándo nos vas a presentar ese novio tuyo?

—Ay no, ¿tú también? —Sara puso los ojos en blanco cansada de la insistente pregunta—. ¿Por qué no mejor comemos tranquilos, ah?

—Niña, ¿hasta cuando tendrás a ese hombre en las sombras?

—El tiempo que se me plazca, abuelo. Ahora tenemos otras cosas de las que preocuparnos. Quisiera… quisiera saber tu opinión sobre algo.

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Al mismo tiempo, los hermanos Reyes desayunaban también juntos en su hacienda, Franco aún con una sonrisa plasmada en el rostro, esa que Sarita le dejó ahí desde el fin de semana.

—Flaco, ¿por qué tan risueño? —Oscar lo miraba burlón. Sabía de sobra el motivo de ese tan buen humor que traía su hermano, pero no podía evitar molestarlo.

—¿Acaso uno tiene que andar amargado siempre?

—Apuesto que es por una vieja.

—Oscar… —gruñó Juan en advertencia—. Ya déjalo tranquilo. —Franco le tiró un pedazo de pan a Oscar, pensando que se había salido con la suya—. Tú también párale, canijo.

—¿Por qué Jimena y Norma no están aquí? —preguntó Franco luego de un rato—. Doña Gabriela sigue de vacaciones, ¿no? Uno pensaría que ustedes aprovecharían esta semana para tenerlas cerca. —Oscar y Juan se miraron como un par de estúpidos. Las palabras de Franco tenían todo el sentido del mundo, y ahora ambos se miraron preguntándose lo mismo—. Creo que el panorama del día de hoy ha cambiado —. Franco los miró con sorna mientras seguía con su desayuno.

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Al medio día los hermanos Reyes llegaban a la hacienda Elizondo muy sonrientes. Don Martín se encontraba afuera en compañía de Dominga, y el ex-militar exclamó contento cuando los tres bajaron del vehículo.

—¡Muchachos! ¿Vienen a ver a sus mujeres? Entre, entren. Dominga, no se quede ahí. Traiga algo para beber.

Se saludaron con entusiasmo antes de entrar a la casa, Franco ayudando a don Martín con la silla de ruedas. Llegaron al recibidor donde se encontraron con Jimena, quien besó contenta a Oscar como saludo.

—Que sorpresa. ¿Qué hacen aquí?

—Verás, ratoncita. El flaco aquí tuvo una idea maravillosa. ¿Qué tal si tú, Norma y Juan David se van a nuestra hacienda por lo que queda de semana? Aprovechando que tu mamá no está. —Oscar esperaba una respuesta positiva, pero por la expresión en el rostro de la morena, supo de inmediato que la idea no le caía muy bien—. ¿Acaso no te pone contenta?

—Ay, Oscar. No es eso. Tenemos cosas que resolver con Norma y Sarita.

—Mira quién vino. ¡Es papá! —Norma apareció en escena con Juan David en brazos, y el mayor de los Reyes no perdió el tiempo en ir a besar a su mujer para luego cargar al niño y besarle sus cachetes regordetes.

Pasaron a la sala, Franco observando a su al rededor atento por si aparecía Sara. Pero de la castaña ni señales. Supuso que se encontraría con los caballos, como siempre, pero no se atrevió a preguntar para no levantar sospechas.

—¿Pasa algo, Franco? —preguntó Jimena divertida sentándose al lado de Oscar, dejándose abrazar por su esposo.

—¿Y Sarita? —al demonio el secretismo. Se moría por verla y esa es la única razón por la cual había ido hasta allí.

—Salió. Fue a la hacienda de los Cabello para arreglar unos detalles de la cruza que planean.

—¿Esa es la hacienda de… Manuel Cabello? —el rubio no pudo esconder el disgusto de su tono de voz. Sí, estaba celoso, y todos en la habitación lo notaron. Jimena asintió como respuesta—. ¿Tienen negocios con él?

—Nosotros no, pero Sarita sí. O eso planea.

Acto seguido, las hermanas empezaron a contar la idea de Sarita, con la cual, sinceramente, todavía no se convencían del todo. Empezaron con los planes de su hermana, que quería dedicarse a la cría de caballos y tenía como meta tener su propia hacienda. Franco se preguntó porqué no había hablado con él, pues él tenía una hacienda, caballos, y si bien Juan era el encargado, perfectamente Sarita podría prestar servicios o hacer negocios con ellos. Pero no dijo nada, de echo fue Juan quien lo mencionó.

—¿Y acaso nosotros no somos lo suficientemente buenos como para asociarse? —Jimena y Norma solo se encogieron de hombros— Franco, ¿a ti no te mencionó nada?

—¿Qué- por qué a mí? Tú eres el encargado de los caballos.

—Pero tú administras los negocios, ¿no?

—Bueno, a mi no me dijo nada, ¿sí? —dijo algo molesto, pues Juan metió el dedo en la herida sin saberlo.

—A lo mejor le gusta ese hacendado —comentó Oscar con toda la intención de molestar a su hermano menor—. Sarita a veces sale con sorpresas.

—¿Sabes, amor? Puede que sí. Yo la vi muy coqueta con Manuel en la fiesta de Leandro. —Franco se mordió la lengua para no gritar su descontento.

Las hermanas siguieron explicando sus opciones. Jimena rápidamente admitió que los caballos no eran para ella, y que si llegaba a seguir la idea de Sara, pedirle ayuda a Leandro para meterse en el mundo de la moda sería su mejor opción. Oscar la apoyó con gusto, ilusionado con la idea trabajar junto a su esposa. Porque sí, tenía todas las intenciones de adentrarse en esos negocios de su familia si Jimena se decide a seguir esa ruta.

Pero Franco no escuchó nada de eso. Su mente absorta en la castaña y el estúpido de Manuel, en lo que estarían haciendo ahora. Se debatía entre las imágenes que su cerebro le proporcionaba y la voz de la razón que le decía que no debía preocuparse. Sabía que Sara no estaba interesada en ese hombre, pero las ganas de ir hasta allá y marcar su territorio se lo comían.

Por su parte, Norma explicaba que aún no tenía nada claro. Sabía que sola no podía seguir insistiendo en ser parte de su hacienda, pero tampoco sabía qué otra cosa podía hacer. El trabajo de clínica era una buena opción, era cierto, pero la mera idea de separase de Juan David le hacía rechazar ese plan.

—¿Y por qué no te vienes a vivir conmigo, mujer? No tendrías que preocuparte por esas cosas. Yo puedo velar por ti y nuestro hijo.

—Eso mismo nos preguntó Sarita, pero no sé. Dejarla sola con mamá y Fernando no parece una buena idea. Además, si nos vamos ahora, no sé si mamá querrá volver a hablarnos.

—Sara puede cuidarse sola, cuñadita —dijo Oscar—. Con ese carácter que tiene no dejará que Fernando le pase por encima.

—No lo sé, amor. No sabes cuantas veces esos dos se han agarrado a golpes en el último tiempo. —Esto último sacó de sus pensamientos al ojiazul.

—¿¡Que ese desgraciado se ha atrevido a ponerle una mano encima!? —Franco saltó del sofá enrabiado. Sarita no le había comentado nada, probablemente para no preocuparlo, pero de solo pensar en ese desgraciado pegándole, se le subía la sangre a la cabeza.

—¿Qué está pasando aquí? —Sarita entraba a la sala vestida con su ropa de montar, aún con el lazo en la mano. Mantuvo su distancia, aunque se moría de ganas de acercarse a Franco para abrazarlo, besarlo y calmarlo. Porque se notaba a kilómetros que algo lo había disgustado.

El rubio la miró encandilado, con tan solo su presencia a Franco se le olvidaba todo. Estaba preciosa, con la blusa amarrada a la cintura, esos pantalones de montar de cuero negro que sabía enmarcaban ese trasero que lo enloquecía, su sombrero vaquero todavía encima de su cabeza, y hasta esa gota de sudor que le corría por la sien le asentaba bien.

Alguien carraspeó incómodo.

Sarita y Franco desviaron las miradas al mismo tiempo, la castaña se movió nerviosa en su puesto, y Franco recordó porqué estaba molesto.

—¿Es verdad que Fernando te ha- le ha puesto la mano encima de nuevo? —Sarita suspiró preparándose para responder.

—Ha insinuado que no tendría problemas en hacerlo, en cierto. Pero no, no ha llegado a hacerlo. —Jimena se paró del sofá y se acercó a su hermana.

—¿Y ese moretón que tienes ahí? —la morena hincó su índice en la cadera de Sarita, y ésta saltó al contacto—. Te lo vi esta mañana.

—Delirios tuyo. ¡Y ya!, ¿vamos a comer o qué? Tanto cabalgar me dejó hambrienta.

Sarita se dio media vuelta con la excusa de querer preguntar si la comida ya estaba lista, pero en verdad arrancaba de una situación incómoda y que a nadie le incumbía. Bueno, a uno de ellos sí. Al mismo que le dejó ese moretón, pero que fue bajo circunstancias muy distintas a las que pensaba Jimena.

La castaña se sonrojó al recordar el fin de semana anterior, la escena muy clara en su cabeza: ella sobre Franco, sujetada a su cuello, mientras el rubio la sostenía de las caderas con firmeza. Tanta así que su clara piel cedió a las horas, los dedos de Franco claramente marcados sobre ese lugar. Sarita sonrió para sí misma.

—¡Sara! —susurró fuerte Franco, que venía detrás de ella. Su excusa había sido que quería utilizar el baño, pero había salido directo en busca de su amada. Sarita lo miró apenas un segundo, y agarrándolo de la muñeca, lo sacó de la casa por la puerta de atrás hasta llegar al cuarto de herramientas donde habían hablado hace ya tantas semanas.

—Hola, tú. —Sarita no perdió el tiempo, lo agarró de la chaqueta para acercarlo a ella y Franco gustoso besó sus labios. La tomó de la cintura, casi levantándola del suelo para devorarla, explorando su boca con afán. El aire llegó a faltarles, viéndose obligados a separarse—. Ese sí es un saludo.

—¿Es verdad que tienes un moretón aquí? —Franco le tocó la cadera con una caricia suave, sus ojos aún clavados en la mirada de la castaña.

—Sí, sí es verdad. Pero… —Sarita calló al ojiazul posando el índice sobre sus labios—. No me lo hizo Fernando. Me lo hiciste tú. —Franco la miró escandalizado. Queriendo ver por sí mismo, le bajó un poco el pantalón, lo justo para ver que efectivamente la piel de Sarita se encontraba adornada por fuertes colores—. El otro lado está igual.

—Sara, perdóname. Soy un bruto.

—Tranquilo. Se ve peor de lo que es. No duelen nada. —Franco la tomó de las mejillas, y la volvió a besar pero esta vez suavemente, con devoción. Pidiéndole disculpas sin palabras.

—Perdóname. —Sara unió sus labios una vez más envolviendo los brazos en su cuello, y Franco volvió a abrazarla por la cintura.

Se perdieron en ese beso, sus lenguas rozándose una con la otra, sus manos recorriendo el cuerpo del otro. El calor subió por sus cuerpos, la pasión rápidamente apoderándose de ellos, los besos tornándose necesitados al igual que sus caricias.

Franco la guio hasta la mesa que se encontraba allí, y agarrándola de las nalgas, la subió sobre ésta. Sarita se aferró a las caderas del rubio con sus piernas, sus muslos firmes contra él mientras del cuello lo atraía más si es que era posible. Franco embistió de puro instinto, el bulto dentro de sus pantalones apegándose a la entrepierna de la castaña. El contacto les arrancó un gemido a ambos al mismo tiempo.

—Ay, Sara. ¿Por qué no puedo resistirme a ti? —Intentó volver a besarla, pero Sarita lo detuvo con una mano en su pecho.

—Debemos volver —dijo con la respiración agitada—. Ya deben estar sirviendo el almuerzo. —Sarita se disculpó con la mirada, y Franco solo le sonrió. Tomándola de la cintura la bajó de la mesa, y antes de separarse, le besó los labios de manera casta.

—¿Quién sale primero?

Finalmente Franco fue el primero en salir de la habitación, Sarita esperando unos cinco minutos antes de ir a unirse al resto de la familia. Cuando llegó al comedor, observó a todos y cada uno de los presentes. Norma y Juan tenían las manos enlazadas sobre la mesa, ambos prestándole atención al balbuceo de Juan David como si comprendieran todo lo que hablaba el niño. Oscar abrazaba a Jimena por los hombros, la morena apoyada sobre él mientras ambos escuchaban la historia que Don Martín contaba animosamente. Se quedó parada en el umbral mientras pensaba en la dinámica de sus hermanas con los Reyes, envidiando un poco la libertad con la cual se amaban frente a todos. Pensó en Franco, sentado al lado de Oscar mirándola curioso, en cómo debía sentirse él al tener que esconder sus expresiones de amor para con ella. Sarita también quería lo que sus hermanas tenían: amar con libertad, sentarse al lado de su novio y tomar su mano mientras esperaban la comida; poder abrazarlo sin esconderse, y besarlo al verlo llegar.

—Tengo que contarles algo —dijo fuerte para atraer la atención de todos mientras se sacaba el sombrero. Franco la cuestionó con solo la mirada, y Sarita asintió mirándolo de vuelta.

Había llegado el momento de desenmascarar a su hombre misterioso.