Capítulo 24

"Tengo que contarles algo"

La conversación paró, hasta Juan David calló sus balbuceos, y de repente Sarita se encontró con la total atención de la familia. Tener todas esas miradas encima la pusieron nerviosa, pero ya no había vuelta atrás, necesitaba hablar, confesarse, y no le importaba si a alguien no le caía bien la noticia.

Tragó el nudo que se le formó en la garganta, la boca se le secó y sintió la necesidad de beber agua, pero resistió ante las miradas insistentes de sus hermanas.

—¿Sara? —la nombrada se aclaró la garganta, pero aun así no logró emitir sonido. La ansiedad se la estaba comiendo, la incertidumbre de cómo iba a reaccionar su familia era la culpable de bloquearle las cuerdas vocales.

Vio como Franco se paraba de su puesto y lentamente se acercaba hasta ella. Cuando estuvo frente a Sarita, el rubio tomó su mano y mirándola a los ojos ahora fue él el que asentía en un gesto empático, tratando de mostrarle que estaría a su lado cualquiera fuera la respuesta que recibieran. Sara carraspeó una vez más

—Amm… ¿Recuerdan a mi novio misterioso? —Don Martín asintió lentamente con la sospecha en la mirada. Sus ojos pasaban de fijarse en Sara y luego en Franco, atento a sus acciones—. Es Franco. Él y yo… estamos…

—¿Viéndose en secreto? —preguntó Jimena. Sarita asintió mirando hacia el suelo, aterrada de ver las reacciones de los presentes. Franco en cambio miró a cada uno de sus hermanos, y notó que Oscar sonreía mientras que Juan trataba de no hacerlo. Fijó sus ojos en las hermanas Elizondo y tampoco vio sorpresa ahí.

—Ustedes ya sabían, ¿no? —Sarita levantó la mirada al escuchar las palabras de Franco, y comprobó por sí misma las miradas cómplices entre sus hermanas y cuñados. El único con el ceño fruncido era su abuelo.

—Así es, hermanito. Nos preguntábamos cuándo iban a contarnos, y debo decir que creí que demorarían mucho más.

—¿Abuelo? —Sara empezó a preocuparse ante el silencio de don Martín. Apartó la información de que su secreto no era secreto para la mayoría de los presentes para más tarde, y se enfocó en la única persona que no sabía de su relación.

—Estoy… sorprendido. ¡Se lo tenían bien guardado el parcito!

—No lo sé, don Martín —dijo Oscar—. Su usted se hubiese enterado como nosotros nos enteramos… —Juan le dio una patada por debajo de la mesa para hacerlo callar. El ex-militar no tenía porqué saber las actividades de su hermano y cuñada.

Dominga y otras empleadas entraron con la comida justo en ese momento, interrumpiendo la conversación. Sarita caminó hasta su puesto, y sin decir nada cambió de lugar el servicio y vaso para quedar al lado de Franco. Se sentó junto a él, y por debajo de la mesa le tomó la mano buscando calmar sus nervios.

Sara tenía el corazón latiendo a mil por hora, todavía con una mezcla de ansiedad y adrenalina en el cuerpo. Su confesión no produjo ninguno de esos escenarios que había imaginado, los cuales todos terminaban de manera dramática. Pero resultó que la sorprendida fue ella. ¿Cómo es eso que los hermanos de ambos ya sabían sobre ella y Franco? Pensaba que habían sido discretos, pero era obvio que no. Ahora que le daba vueltas al asunto, el echo que al devolverse del viaje escogieran llegar a la hacienda Elizondo y no a la Reyes posiblemente fue influenciada por su relación con Franco. Se sonrojó al pensar en sus hermanas sospechando que ella se hallaría en la hacienda Reyes en la ausencia de Juan y Oscar.

—Bueno, propongo un brindis —dijo Don Martín retomando la conversación—. Por este inusual trío de parejas, ¡las tres hermanas con los tres hermanos!

Sarita y Franco se sonrieron, contentos porque todo salió mejor de lo que esperaban. De ahora en adelante no tendrían que pretender más, podrían saludarse sin fingir que no se agradaban y no tendrían que buscar excusas para verse.

Unas horas más tarde, ambos paseaban por la hacienda, o más bien, Sarita iba de aquí para allá terminando las labores pendientes de la mañana y Franco la seguía embobado. Hace tiempo deseaba verla así, en acción, al mando de su hacienda, con esa voz firme, y qué decir de la vista que tenía. Iba caminando detrás de ella, Sarita sin tener idea que sus caderas traían hipnotizado al rubio, solo despegaba la vista de su trasero cuando de reojo notaba a algún vaquero girar la cabeza cuando Sara pasaba cerca. ¡Esa mujer no se daba por enterada de lo atractiva que resultaba! En esos momentos su mirada se volvía asesina, pero sabía que no podía decir nada. Sí, la familia se había enterado, pero todavía faltaba doña Gabriela. Y los vaqueros no eran discretos cuando de chismes se trataba.

—Disculpa que te haya hecho esperar, —dijo Sarita sacándolo de sus pensamientos asesinos—. ¡Pero ya terminé! ¿Qué quieres hacer ahora?

—Ahora —susurró acercándose coquetamente sin llegar a tocarla—, me llevas a tu habitación y te devoro la boca. —Sarita le dio un manotazo en el brazo, aguantando la sonrisa vergonzosa que quería arrancársele.

—Comparto habitación con Jimena, bobo.

—Entonces te llevo a mi casa, donde no comparto habitación con nadie, y te devoro la boca.

—¿Solo la boca? —Bastaron esas tres palabras para que a Franco se le despertara el lado animal. La agarró de la mano desesperado y empezó a caminar hacia el frontis de la hacienda.

—Nos vamos de aquí ahora, Sara.

—¡Franco! Aún llevo la ropa de montar.

—Para cuando termine contigo, no vas a llevar nada, así que da igual.

—¡Franco! —La castaña rio a carcajadas mientras se dejaba guiar por el ojiazul, llamando la atención de algunos empleados.

Olegario sonrió al verlos. Se alegraba de ver a su patrona tan feliz y libre como nunca antes había estado, y aunque Franco Reyes les había dado bastantes dolores de cabeza en su momento, no podía evitar ponerse contento al ser testigo de ese romance. Porque era obvio para cualquiera que esos dos tenían algo, y por eso mismo haría prometer a cada uno de los vaqueros que no hablarían de aquello. Su lealtad, y la de todos, se hallaba con la señorita Sara y no con con la hacienda, y mucho menos con Fernando.

Cuando Franco y Sara llegaron a la entrada de la casa, la castaña todavía riendo, vieron a Oscar y Juan acarrear un par de bolsos cada uno hasta el coche. Ambos hermanos pusieron su atención en la pareja que entraba en escena, y Sarita, algo avergonzada al notar sus miradas, trató de aplacar su comportamiento.

—¿A dónde van? —preguntó la castaña.

—Mi ratoncita y Norma aceptaron pasar la semana con nosotros en la hacienda —respondió Oscar—. ¿Qué dices, cuñadita? ¿Vienes tú también? —el ojiverde hizo la pregunta acompañada de un gesto sugerente de cejas. Franco la miró expectante, con carita de cachorrito.

—Vayan ustedes primero —respondió poniéndose en puntillas para besar a Franco en la mejilla—. Yo llego más tarde. Me gustaría tomar una ducha primero.

—Te espero, para que no manejes sola.

—O para acompañarla en la ducha— susurró Oscar a Juan cuando la pareja ya se había alejado unos metros.

Sara entró a la casa seguida de Franco, subió hasta su cuarto y cuando el rubio se disponía a entrar a la habitación junto a ella, Sarita lo detuvo.

—Ah no, señor. Usted me espera afuera.

—Prometo portarme bien. Ahora que todos saben de nosotros, no pienso despegarme de ti.

—No puedes engañarme, Franco. Yo sé de primera mano que tú no pierdes oportunidad, y mi abuelo está en casa. Así que ve y hazle compañía o algo. No demoro nada. —Cerró la puerta en su cara y le puso seguro.

—¡Saaaraaaa! —La castaña rio por lo bajo, y cuando iba a dirigirse al baño se le ocurrió algo. Volvió a abrir la puerta y ahí seguía Franco, quien la miró emocionado.

—No te hagas ilusiones. Solo quiero saber si está bien invitar al abuelo, para que no quede solo aquí.

—Sara, esas cosas no se preguntan. Por supuesto que está bien. —Sarita se acercó y lo besó en los labios como agradecimiento. Pretendía que fuera un beso corto, pero antes que pudiera alejarse, el rubio la acercó a su cuerpo tomándola de la cintura.

—Consíganse un cuarto que no sea el mío.

Jimena entró a dicho cuarto pasando por al lado de ambos pretendiendo no prestarles atención, pero bastó que Sarita echara a Franco de ahí y cerrara la puerta para que la menor de las hermanas empezara a dar saltitos de emoción. Se acercó a una sonrojada Sara y la abrazó con fuerza.

—Ay, Sara. ¡Nunca te había visto así! El amor te queda muy bien. ¿Porque lo amas, cierto? Ay, ¿quién lo diría? ¡Te enamoraste del "más cochino de todos"! —La morena terminó su monólogo con una carcajada.

—¿Tú no te ibas?

—Ay, no te pongas así. Y sí, ya nos vamos. Solo vine a empacar unas cosas que olvidé. —Jimena se dispuso a buscar esas cosas, pero antes de hacerlo, volvió a abrazar a su hermana. Sara esta vez la abrazó de vuelta, agradecida del gesto aunque por dentro se moría de la vergüenza al ser pillada besuquéandose con su novio.

Cuando Sarita volvió a la primera planta ya duchada y con el cabello mojado, vio a Franco y al abuelo hablando animadamente. Sonrió para sí misma ante la escena, todavía en las nubes por el buen recibimiento de la noticia. Le encantaba el hecho de que Franco se llevara bien con su familia, y aunque por un segundo pensó en su mamá, decidió no amargarse en imaginar lo que diría doña Gabriela al enterarse de todo.

—Abuelo, ¿estás listo?

—¡Claro que sí!

Los tres se dirigieron hasta la hacienda Reyes, Sarita al volante en su todoterreno. La moral iba alta, pero no se imaginaban la escena que los esperaría al llegar a su destino.

Sarita bajaba la silla de ruedas del maletero mientras Franco ayudaba a don Martín a bajar del vehículo cuando gritos se escucharon desde la entrada. El trío miró hacia esa dirección curiosos, los gritos haciéndose más fuertes a medida que pasaba el tiempo, y cuando vieron lo que pasaba, a Sarita le hirvió la sangre. Rosario venía a medio vestir, con la mitad de su ropa y botas en las manos. Venía apurada gritando hacia atrás, Juan no muy lejos de ella gritándole cosas de vuelta.

—¿¡Cuándo va a entender que aquí no es bienvenida!? ¡Ya váyase!

—¡Bruto! ¿¡No ve que ya me estoy yendo!? —La cantante se percató de la presencia de Franco y empezó a caminar hacia él—. Franco, ¿no me vas a ayudar? ¡Mira como me trata tu hermano!

—Bueno, por algo será —dijo Sara interponiéndose entre su novio y la otra mujer. Rosario se detuvo de golpe, y dándose cuenta que estaba en desventaja, caminó hasta su descapotable hecha una furia. Tiró sus pertenencias al asiento de atrás, y mirando con rabia a todos los presentes, finalmente se dignó a retirarse del lugar.

Franco había quedado anonadado, no entendiendo nada. ¿Qué mierda hacía Rosario en su hacienda y en ese estado? Terminó de acomodar a don Martín en su silla sin prestar más atención a la cantante, mientras que Sarita siguió con la mirada al vehículo que se retiraba hasta que éste desapareció de vista.

—Esa mujer no tiene vergüenza —comentó Juan sacando a Franco de su trance.

—¿Qué hacía aquí? —preguntó el rubio acercándose a Sarita, que tenía el ceño fruncido y los labios apretados. Le tomó la mano para besarle los nudillos, y el gesto pareció funcionar. El rostro de la castaña se relajó un poco, pero todavía se podía ver el descontento en sus facciones.

—¡Qué se yo! Oscar subió con los bolsos cuando escuchó ruidos en tu habitación y cuando entró la encontró desnuda en tu cama. ¡Desnuda, canijo! —A Sara le volvió la furia como un tsunami, y dando dos pasos hacia atrás, miró incrédula a Franco. El rubio negó con la cabeza con ímpetu, ansioso por explicar que él no tenía nada que ver.

—¡No sé qué hacía Rosario aquí!

—Señorita Sara, le puedo jurar que ella no estaba aquí en la mañana —dijo Quintina, a quién ya habían actualizado con la noticia sobre Franco y Sara—. Yo misma ordené los cuartos cuando los señores se fueron a su hacienda.

Sara se quedó en silencio, tratando de calmarse. Sí, le creía a Franco. ¡Pero cuánto detestaba a esa entrometida!

El resto de los presentes también guardaba silencio atentos a la reacción de Sarita, la tensión en el aire era tan palpable que ni siquiera las aves cantaban. Franco se atrevió a dar un paso adelante, luego otro y otro hasta quedar pegado a su novia. La tomó de las mejillas obligándola así a mirarlo.

—¿Sara? —la castaña cerró los ojos posando sus manos sobre las de él.

—Ay, amor. Es que no puedo creer hasta donde es capaz de llegar esa… cantante. —Cuando volvió a abrir los ojos, se topó con la sonrisa más amplia que le había visto ese día a Franco—. ¿Qué?

—Me llamaste "amor".

—¿Acaso… no puedo?

—Es primera vez que me llamas así. —Sara no alcanzó a responder, pues el rubio le plantó un beso que la dejó sin aliento. Respondió gustosa, dándole permiso de inmediato a esa lengua juguetona.

—¡Ya, ya! —exclamó el abuelo—. Dejen eso para otro momento. ¿Vamos a entrar o qué?

Sara rio contenta, y ni le importó que toda la familia los estuviera mirando. Estaba total y completamente enamorada, y ya estaba harta de ocultar sus sentimientos. De hoy en adelante sería libre, y besaría a Franco donde y cuando se le diera la gana.