Capítulo 29

Nada cruzaba por su cabeza excepto por una cosa: encontrar alguna puta evidencia. Necesitaba algo que incriminara a Sara para que Gabriela le creyera por completo, porque ahora se daba cuenta que no tenía todo controlado como él creía. Una cosa era discutir con Gabriela a solas, y otra muy distinta era recibir regaños en frente de las tres hermanitas Elizondo. Se sentía humillado, pasado a llevar. Hace apenas una hora, Gabriela le había gritado que no podía seguir tratando así a sus hijas, que ese comportamiento "no es de un hombre decente" y mucho menos "de un hombre de familia".

Y todo por culpa Sara Elizondo.

Ya no la soportaba, ni siquiera pelear con ella podía disfrutar ahora que Gabriela parecía estar de su lado. «Debí haberle apretado el cuello más fuerte, a ver si así se callaba un rato».

Ni le importó desordenar toda la habitación que Jimena y Sara compartían, total, cuando encontrara algo -porque lo iba a hacer-, podría convencer a la patrona de la hacienda que la única persona que valía la pena en esa casa era él. Revisó los cajones del tocador y vació por completo los de la mesita de noche, buscó debajo de la cama, debajo del colchón, hasta agitó los pocos libros que encontró por si había algo entre sus páginas. Pero no tuvo éxito.

—Tranquilo, tranquilo —se dijo a sí mismo cuando empezaba a frustrarse—. Todavía queda mucho que revisar.

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Casi no se veía el camino cuando Sara llegó de vuelta a su hacienda. Como siempre le ocurría cuando estaba con Franco, la tarde se le pasó volando, y cuando se dio cuenta de lo tarde que era, el sol ya empezaba a esconderse en el horizonte.

A esa hora era extraño ver movimiento en las caballerizas, por lo que cuando desmontó a Caprichoso, se sorprendió de ver luz en los corrales y a algunos vaqueros aún dando vueltas por ahí. Sus empleados la miraron nerviosos, pero ninguno dejo nada, a excepción de uno que se ofreció a guardar al caballo por ella. Si bien el acto no era para nada nuevo, la desconcertó un poco el ambiente.

—Señorita Sara —habló Olegario, entrando con paso apurado e igual o más nervioso que el resto de los empleados—, su mamá la está esperando desde hace unas horas.

—¿Pasó algo?

—Nada que yo sepa, pero se veía furiosa. Y cuando no la encontró por ningún lado… —La cara del capataz decía todo lo que Sara necesitaba saber.

—Gracias, Olegario.

Preocupada, emprendió camino a la casa principal, y cuando finalmente llegó a su destino, su mamá la esperaba ya en la sala de estar. A penas la vio entrar a la habitación, doña Gabriela hizo contacto visual y sin decir una sola palabra, se dirigió al estudio, haciéndole entender a Sara de inmediato que su presencia era requerida.

La mayor de las hermanas la siguió sin chistar tragando el nudo de nerviosismo que se le había formado en la garganta. Deseaba con todo su ser estar equivocada sobre el tema que iban a tratar, pero en el fondo sabía que Fernando finalmente había abierto la boca.

—Cierra la puerta. —Sara obedeció de inmediato sin meter ruido en un acto inútil de intentar no enfurecer más a Gabriela. Luego, se giró lentamente y la miró a los ojos. Sabía que, si no lo hacía, su madre tomaría el gesto como insolencia y empeoraría el asunto.

Gabriela la miró por varios minutos con el rostro tenso luego de haberse sentado detrás del escritorio, provocando que Sarita se moviera nerviosa en su silla, frente a Gabriela.

—¿Querías hablar conmigo? —preguntó Sara cuando no soportó más el silencio.

—¿Desde cuándo sales con Franco Reyes? —preguntó Gabriela yendo directo al grano. Sarita quedó en silencio en seguida, y ni siquiera se atrevió a pestañear—. Contéstame, y no te atrevas a negarlo.

—Desde hace unas semanas —susurró la castaña.

—Cuántas, Sara.

—No lo sé. Unas pocas.

—¿Entonces qué significa esto? —Gabriela sacó bruscamente un montón de papeles de uno de los cajones del escritorio y los tiró sobre éste. Sarita se acercó con cautela, y su sorpresa fue abismal cuando reconoció aquellos documentos del hospital.

—¿De dónde sacaste eso?

—¿Cuándo comenzaste a comportarte como una cualquiera? —preguntó la matriarca ignorando por completo a su hija mayor—. ¿No te bastó con que Norma pusiera en ridículo el nombre de la familia? ¡Tenías que ir y abrirte de piernas para quién sabe cuántos hombres! Pero eso no fue suficiente, ¿no? ¡Tenías que dejarte embarazar! —las palmas de Gabriela sonaron estruendosamente sobre la madera del escritorio cuando la mujer finalmente cedió ante la frustración y la ira. La silla chocó contra la pared y Sarita no pudo evitar sobresaltarse en su puesto—. ¿¡Quién era el padre de tu hijo!?

—Mamá, no fue así —contestó finalmente Sarita, con la voz media quebrada por intentar guardarse las lágrimas, pero sin desviar la mirada de su madre, quien se paseaba de un lado a otro como león enjaulado.

—¿¡Y entonces cómo!? —Sarita se tomó unos segundos para ordenar las palabras en su cabeza. Gabriela la miraba expectante, respirando fuerte tal como un toro furioso lo haría—. ¡Habla ya!

—Franco Reyes era el papá de mi hijo —respondió finalmente la castaña. Lo hizo en un susurro que apenas logró escucharse—. Eso no significa que te mintiera al decir que salgo con él hace apenas unas semanas.

—Vas a tener que explicarte mejor, Sara, porque estas empeorando todo con cada palabra que sale de tu boca.

—Hace varios meses empezamos algo, pero hubo malos entendidos entre medio, lo que nos hizo separarnos por un tiempo. Hace unas semanas arreglamos las cosas y ahora sí es oficial.

—¿¡Y cuándo planeabas decírmelo!?

—Juro que te lo iba a contar —Sara esta vez miró al suelo avergonzada—, solo no encontraba el momento para hacerlo.

—Estoy muy decepcionada. De todas mis hijas, tú eras la más correcta, ¡y mira con lo que saliste! ¿Por qué Franco Reyes, de todos los hombres en los que pudiste fijarte? ¿¡Por qué tuvo que ser uno de esos sinvergüenzas!? Y para peor, ni siquiera tienes las agallas de contármelo tú misma. ¡Fernando tuvo que contarme! Si no fuera por él, yo viviría en las sombras y sola.

—¡Eso no es verdad! Mamá, tú no estás sola. ¿Cuándo te darás cuenta? —Sara se paró de su silla y se acercó hasta Gabriela para tomarla de las manos—. Mis hermanas y yo siempre estaremos para ti. Somos tus hijas, y te amamos a pesar de todo.

—¡Mentiras! —gritó empujando a Sarita lo suficientemente fuerte como para hacerla retroceder unos pasos.

Ambas se quedaron en silencio unos segundos, Gabriela sumergida en su visión delirante, y Sara sopesando sus opciones. Sabía que su mamá en ese estado era algo inestable, y una palabra errónea podía convertir esta discusión en una pelea. Pero tampoco podía quedarse callada. Armándose de valor, decidió volver a acercarse a Gabriela, con cautela.

—Mamá, escúchame con atención. —. Sarita volvió a tomarle las manos, pero Gabriela se las quitó con algo de brusquedad. Sin dejarse intimidar, la castaña volvió a hacer contacto, pero esta vez la tomó del rostro, obligándola a mirarla a la cara—. Jamás te dejaría de lado, jamás podría irme y olvidarme de ti, me quede con Franco o con cualquier otro hombre.

—En cualquier momento esos rufianes se las llevarán de mi lado y probablemente se olviden de mi por el resto de sus vidas. —La voz de Gabriela había perdido el tono furioso, y dejó paso a la vulnerabilidad. Sarita la leyó como un libro abierto, y supo que éste era el momento. Si no lograba convencerla ahora, jamás podría hacerlo.

—Hablo por mí y mis hermanas cuando digo que tú eres familia, tú y el abuelo lo son todo para nosotras. —Para entonces el tono de voz de Sarita se volvió dulce, y sus pulgares limpiaban con ternura las lágrimas que brotaban de los ojos de su mamá—. Si no hubiesen sido los Reyes, serían otros hombres los que llenarían nuestros corazones, y de igual manera la vida seguiría su curso.

—¿Qué haré cuando las tres decidan irse? —preguntó doña Gabriela, titubeante.

—Vivir una vida tranquila con el abuelo. Tampoco es que no nos vayas a ver nunca más. Mamá, nuestra relación no se termina en el momento que Norma, Jimena y yo dejemos el nido. Este es el ciclo natural, en algún momento los hijos deben empezar a vivir sus propias vidas.

Ante la vacilación de Gabriela, Sarita la abrazó, y como nunca antes había ocurrido, Gabriela se dejó envolver por los brazos de su hija sin decir nada. Allí se encontraban, de pie en la mitad de la habitación, en silencio y con los roles invertidos.

—Algún día serás una maravillosa madre, Sarita— susurró Gabriela sin soltar a la mayor de sus hijas.

Sarita al escuchar aquellas palabras no pudo contener más las lágrimas que hace rato amenazaban con salir. Por primera vez en su vida, escuchaba un cumplido por parte de su mamá sin haber hecho algo para complacerla. Por primera vez en su vida, Gabriela la escuchaba y parecía comprender su punto de vista.

Esa noche, mientras trataba de conciliar el sueño, Sarita se preguntó si imaginó todo el asunto. Todo le parecía irreal: la conversación, la respuesta de su madre, que se dejara consolar, que le dijera que sería una buena madre cuando le llegara el momento. Repetía la escena una y otra vez, y con cada repetición, estaba más segura que todo había sido una creación de su cabeza. ¡Ni siquiera había recibido una bofetada! Ni una sola. «Mientras más lo pienso, más raro se pone».