Capítulo 30
Después de la conversación con su mamá, Sarita no supo muy bien qué esperar. A la mañana siguiente se permitió despertar esperanzada, si bien no habían hablado todos los temas que le hubiese gustado tocar, creía que habían hecho un avance abismal. Aun así, se dirigió al comedor con una actitud apaciguada, incluso con algo de recelo, por si doña Gabriela mostraba indicios de haber "olvidado" lo conversado la noche anterior.
Por eso mismo, cuando la matriarca de la familia se sentó a la mesa para el desayuno y Fernando trató de decir la primera pesadez que se le cruzó por la mente, fue sorpresa para todos que Gabriela lo parara en seco.
—Si solo vas a hablar para incordiar, mejor no digas nada —le dijo sin siquiera mirarlo, untando mantequilla en su tostada como si nada pasara.
Fernando quedó pasmado en su puesto, sin entender la actitud repentina de Gabriela. Don Martín por su parte quiso burlarse, pero un rápido gesto de Norma, quien, junto a Jimena, ya se había enterado de lo ocurrido, lo hizo cerrar la boca antes de poder emitir sonido.
Sin duda aquella mañana estaba resultando muy extraña para todos en la hacienda Elizondo, y ninguno lo supo en ese momento, pero el día se volvería más extraño al pasar las horas.
La segunda sorpresa de ese día ocurrió justo antes del almuerzo. Sara se encontraba supervisando la doma de una yegua, apoyada en el cercado del picadero dando indicaciones o palabras de aliento según correspondiera, cuando Fernando se le acercó por la espalda.
—¿Con qué mentiras le saliste a Gabriela para que no esté de mal humor? —Sarita pegó un pequeño brinco de sorpresa al ser interrumpida, pero se recompuso rápidamente. Se giró en el puesto y lo enfrentó.
—Lo que converse con mi mamá no es asunto tuyo. Y te agradecería que me dejaras terminar con mi trabajo, porque a diferencia de ti, yo quiero que esta hacienda triunfe. —Sarita se volvió a girar, pretendiendo poner atención a los vaqueros cuando en verdad estaba en alerta esperando el siguiente movimiento de Fernando.
—No te vas a salir con la tuya, Sarita. Gabriela eventualmente se dará cuenta que ustedes tres la abandonarán en cualquier momento.
—¿Y por qué no lo hemos hecho aún? —preguntó la castaña volviendo a girarse para mirarlo con ojos desafiantes—. Tenemos todo a nuestro favor para agarrar nuestras cosas y marcharnos. Entonces, según tú, ¿por qué todavía seguimos aquí?
—¡Para molestarme!
—Por favor, bájate de esa nube en la que vives. No todo tiene que ver con tu persona. Contigo aquí, o fuera de nuestras vidas, ni Norma, ni Jimena ni yo dejaremos sola a mamá. Así que deja esos aires de grandeza que, lo único que eres, es una molestia.
Fernando, con la cara roja de furia, dio dos pasos en dirección a Sarita y tan solo hizo el ademán de levantar la mano para abofetearla, cuando desde el fondo se escuchó la voz imponente de Gabriela.
—¿¡Qué está pasando!? —Fernando retrocedió de inmediato, y como un niño acusete, pretendió justificarse antes que Sarita tuviera la oportunidad de hablar. Pero doña Gabriela, una vez se hubo acercado, levantó la mano para detener sus intentos, dejándolo con la palabra en la boca—. Fernando, ¿por qué no te tomas la tarde libre?
—Pero Gabriela…
—Que te sirva para calmar los ánimos. ¡Y ustedes vuelvan a sus labores! —Y así sin más, se dio la vuelta. Solo se giró para mirar a Fernando, quien enfurecido salió en la dirección opuesta.
Sarita quedó como piedra mirando la figura de su madre desaparecer, e incluso cuando Gabriela ya no se veía, Sara seguía mirando en su dirección. Solo salió de su estupor cuando la yegua relinchó prácticamente en su oreja.
Apenas una hora después, llegó la tercera sorpresa del día.
Recién habían terminado de almorzar, Dominga retiraba los platos y una de las hermanas Elizondo se armaba de ánimo para hablar. Luego de que Norma y Jimena se pusieran al día sobre la reciente discusión que tuvo su hermana con Fernando -quien se ausentó a la comida-, las tres quedaron de acuerdo en tantear el terreno con su madre con respecto a los Reyes, y Norma sacó el premiado para ser la primera.
—Mamá —dijo la hermana del medio para llamar la atención de doña Gabriela—, quería avisarte que hoy visitaré a Juan en su hacienda junto a Juan David durante la tarde.
Las tres miraron expectantes a su madre, Norma de manera directa mientras que Sara y Jimena lo hacían de reojo para no presionar. Gabriela quedó en silencio por varios segundos, y no movió ni un solo músculo mientras pensaba en lo recién informado. Rápidamente le dio un vistazo a todas sus hijas, y exhalando el aire que no sabía tenía retenido, finalmente respondió.
—¿Te esperamos para la cena?
Sara y Jimena se miraron de inmediato con un intento de disimulo, sin creer lo que acababan de escuchar. Por su parte, Norma no dejó ver su sorpresa, y con una sonrisa le respondió de manera afirmativa.
—Por supuesto, mamá.
—¿Ustedes dos también irán?
—De hecho, no —respondió Jimena—. Quería llevar al abuelo de compras, si es que no te molesta. —Doña Gabriela solo afirmó con la cabeza—. Puedes unirte, si quieres.
—No puedo esta tarde. Tengo que revisar las últimas facturas. ¿Sara?
—Tampoco iré, debo ir a la hacienda Cabello. —Ante la mirada inquisitiva de su madre, procedió a explicar—. Luego de… la cita que nos organizaste —esta vez fue el turno de Norma y Jimena de mirar curiosamente a su hermana—, otro día les cuento esa historia. Como decía, luego de eso, Manuel y yo quedamos en cruzar su yegua andaluz con nuestro potro frisón y eso ocurrió mientras estabas de vacaciones. Hoy irá el veterinario para comprobar si la yegua quedó preñada y quiero estar presente cuando diga que sí lo está. —La emoción de Sarita se sentía en el ambiente, la tensión de la mención de los Reyes pasando a segundo plano rápidamente.
—¿Eso quiere decir que usarás el carro? —preguntó Jimena.
—Ay, sí. ¡Pero usa el de Norma! Puedo llevarla yo a donde los Reyes, prácticamente me queda en la ruta.
—No, no hay problema. Cuando se trata de esa famosa cruza tuya, se te pasa el tiempo. Saldré con el abuelo otro día. Mamá, ¿te parece si te ayudo con esas facturas?
Las tres miraron a su madre esperando una respuesta, pero no obtuvieron nada. Doña Gabriela se encontraba ensimismada en su cabeza, emocionada de tener una conversación tan trivial como lo era discutir sobre quién usa el vehículo. ¿Hace cuántos años no ocurría eso? Ni siquiera podía recordar la última vez que sus hijas se comportaban de esa manera frente a ella. «¿Cuánto me he perdido de sus vidas?».
—¿Mamá? —Finalmente Gabriela se unió nuevamente al presente, y sin decir nada pidió que le repitieran la pregunta—. Puedo ayudarte con las facturas, si quieres. —Gabriela se lo pensó un momento, sobrecogida con la sugerencia.
—Eso estaría bien.
.
Sarita aún pensaba en todo lo ocurrido ese día mientras conducía a la hacienda Cabello. Es que todavía no podía creer las últimas veinticuatro horas vividas. «¿Será que están suplantando a mi mamá?», se rio de las ridiculez que acababa de preguntarse. Pero es que no lograba explicar el cambio de actitud de doña Gabriela, y sabía que sus hermanas tampoco.
Tuvo que pasar un bache para percatarse que algo iba mal con el carro. La dirección se le iba hacia un costado, y sospechando un neumático pinchado, se orilló en el camino.
Efectivamente, el neumático delantero derecho estaba completamente desinflado. Maldijo por lo bajo por no haberlo revisado antes de salir, pero no dejó que aquel incidente bajara sus ánimos, y tal como le enseñó su padre, procedió con el cambio. Tenía todo acomodado en el costado del vehículo, y se disponía a colocar la gata hidráulica cuando sintió otro carro acercarse a gran velocidad.
La camioneta frenó súbitamente, Sara intentó mirar hacia atrás, pero apenas logró ver por el rabillo del ojo cuando una figura ya se abalanzaba sobre ella.
Sintió como su cabeza era azotada contra el carro, desorientándola de ese solo golpe. El hombre luego la sujetó por la espalda en un apretado agarre y el pánico rápidamente se apoderó de Sara, quien intentó forcejear con él de todas formas. Logró arañarlo en los brazos, pero el secuestrador, la única reacción que tuvo ante las heridas, fue enfurecerse, provocando que la apretara más fuerte. La castaña ahora apenas podía respirar, y por un breve momento pensó en el moretón que le iba a quedar.
—¡Deja de moverte! —gritó el hombre.
Pero Sara solo forcejeó más. Logró darle un codazo en la cara, golpe que dio en la nariz del secuestrador provocando que la soltara. La castaña cayó al suelo, intentó pararse y correr, pero en segundos él la volvía a tener sujeta, esta vez inmovilizando sus brazos contra su tronco. Y cuando Sara ya veía todo perdido, cuando estuvo a tan solo un metro de ser forzada a subir a la camioneta desconocida, logró darle un puñetazo en las bolas. Solo escuchó el quejido en su oído, y su cerebro rápidamente le dijo que repitiera el movimiento.
El hombre la volvió a soltar, esta vez dándole el tiempo necesario a Sara para correr a su todoterreno y arrancar de la escena a toda velocidad, aun con un neumático pinchado y la visión borrosa. Incluso así, apretó el acelerador a fondo con toda la intención de llegar a la hacienda Cabello -que era el lugar que tenía más cerca- lo antes posible.
Ni siquiera supo muy bien como logró llegar, pero cuando lo hizo, se bajó a duras penas del carro y cayó al suelo al instante, todavía consciente. Un vaquero acudió a socorrerla, y gritando a sus compañeros pidió que llamaran al patrón.
Lo último que Sara recuerda antes de desmayarse, fue pedir que llamaran a la hacienda Reyes, y de ahí, todo negro.
