Capítulo 31
Sara despertó desorientada en una cama de hospital, y hubiese jurado que estaba alucinando, pues Franco Reyes y Gabriela Elizondo se encontraban en la misma habitación y no se estaban peleando, lo cual era extraño de por sí. O a lo mejor sí se estaban diciendo cosas y había quedado sorda. Sí, seguramente eso fue lo que pasó, porque hasta donde ella sabía, su mamá jamás podría guardarse algún comentario en contra de cualquiera de los hermanos Reyes.
Se hubiese apegado a esa versión si no hubiese sido por su hermana Norma quien fue la primera en percatarse que había abierto los ojos.
—Sara, despertaste al fin.
Franco y Gabriela quisieron acercarse al mismo tiempo y por el mismo lado, generando que se chocaran suavemente. Con rapidez, Jimena guió a Franco al lado contrario antes que su mamá pudiera decir algo pesado.
—Hija, ¿qué pasó?
—Amor, ¿cómo te sientes?
Hablaron al mismo tiempo.
Sus miradas se encontraron con intensidad, y Sara solo reaccionó a interrumpir una muy probable pelea preguntando lo primero que se le vino a la mente.
—¿Qué día es hoy? —su voz sonaba ronca por las horas de desuso, y tuvo un repentino deseo de beber agua.
—Jueves. —Lo que significaba que no llevaba muchas horas inconsciente, pues aun era el mismo día y afuera todavía no se veía la noche. Suspiró aliviada—. Sarita, ¿qué te pasó?
—Creo que será mejor que llamemos a la policía.
Sarita esperó a que un oficial llegara al hospital para poner una denuncia y dar su declaración de los hechos para contar la historia completa. A medida que iba relatando, expresiones de sorpresa y preocupación llenaron la habitación. Franco le tenía la mano agarrada desde el momento que Sara despertó, y aunque la rabia y el coraje lo invadieron enormemente al escuchar a Sarita, no la interrumpió en ningún momento. En cambio, besaba sus nudillos cada vez que respondía alguna pregunta del policía, diciéndole sin palabras que estaba ahí para ella.
Estaba impresionado con su valentía, pero no sorprendido. Sabía que Sara era una mujer que daba su opinión sin miedo, y que era capaz de cualquier cosa por proteger a los suyos. Su escape de ese intento de secuestro solo demostraba lo fuerte que era la mujer que amaba. Y aunque sintió miedo al escuchar la historia, miedo de lo que pudo haber pasado, miedo de haberla perdido, su pecho se llenó de orgullo.
—Sara, por favor dime que no fue Fernando quien intentó llevarte—inquirió Norma apenas Sara terminó de relatar todo.
—¿¡Fernando!? —Gabriela casi gritó de la sorpresa. Sabía que sus hijas y su administrador no se llevaban para nada bien, ¿pero de ahí a pensar que podría hacer algo tan grave?
Sarita se apresuró a negar con la cabeza.
—No, no. No fue él, estoy segura. Su voz era totalmente distinta, y además era mucho más alto.
—Señorita Elizondo, ¿estaría de acuerdo con que un dibujante la visite para poder obtener una imagen más clara de su atacante?
—No creo que eso sirva de mucho. La verdad es que no lo vi muy bien. Solo recuerdo que andaba de negro, botas y sombrero vaquero. La cual es una descripción de casi cualquier persona de la zona.
—¿Alguna característica que resaltara? ¿Alguna marca, tatuajes, barba tal vez?
—Creo que llevaba barba y bigote, pero no sabría decirle con certeza. En serio no lo vi muy bien.
La entrevista terminó con aquello.
Las horas de visita se habían terminado, por lo que una enfermera sacó a todos de la habitación de Sarita, quien tendría que quedarse al menos una noche hospitalizada bajo observación. Y si bien a la castaña le hubiese encantado poder irse a su casa, o mejor aún, irse con Franco a su hacienda, no tuvo mucho tiempo para lamentarse. El dolor de cabeza era insoportable para cuando todos se fueron, por lo que el doctor ordenó una nueva dosis de medicamentos que la noquearon casi al instante.
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Los hermanos Reyes se reunieron en el estacionamiento del hospital para discutir lo ocurrido una vez las Elizondo se habían retirado para volver a casa.
—Esto debe ser obra de Rosario y Armando. ¡Nadie más nos ha declarado la guerra como ese par! —gritó Franco frustrado.
—Necesitamos encontrarlos a como de lugar.
—Y contratar más seguridad mientras este asunto no esté zanjado. Es probable que nos hayan estado vigilando hace días, y no solo a nosotros. Es obvio que esperaron el momento justo para atacar a Sarita.
—¡Demonios! Sara el otro día creyó escuchar a alguien fuera de nuestra hacienda. Sacó la escopeta y todo. ¡Y yo no lo creí!
—Bueno, no sacamos nada lamentándonos ahora. Lo que importa es hacer algo al respecto. Deberíamos salir a buscar a Rosario, no se puede esconder para siempre.
Y así lo hicieron. Sin esperar a escuchar noticias de la policía, por varios días se dedicaron a buscar pistas.
Y en todos esos días, Fernando no se presentó en la hacienda Elizondo.
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Fernando todavía no podía creer lo mal que le había salido todo. Pensó que con contarle a Gabriela sobre la relación de Sara y Franco, las cosas cambiarían a su favor. Pero estuvo muy equivocado. En vez de reforzar su "relación" con Gabriela, el asunto le explotó en la cara y terminó siendo él el perjudicado.
Cómo detestaba a las hermanitas esas. Sobre todo a la estúpida de Sarita. Ni Norma le había dado tanto problema cuando aún era su esposa.
Luego de que le dieran "la tarde libre", Fernando salió hecho una furia de esa hacienda. Terminó en el bar de Armando, maldiciendo el día en que los Reyes se presentaron en la que él consideraba su casa, acompañado de una botella de whisky.
Así mismo lo encontró su amigo, borracho y aún furioso. Le aconsejó no volver esa noche en ese estado, sabiendo que Gabriela no apreciaría aquella actitud. Le pasó las llaves de una antigua cabaña que poseía en las afueras de la ciudad para que pasara la borrachera ahí, y mandó a uno de sus empleados a llevarlo hasta allá.
Y a Fernando no se le ocurrió nada mejor que desaparecerse no solo esa noche, sino las siguientes también. De hecho, su nuevo plan consistió en desaparecerse por completo, ni siquiera llamando a Gabriela para hacerle saber que se tomaría varios días. En su cabeza el plan era perfecto, hacer que la patrona de la hacienda lo extrañara tanto que para cuando volviera a la hacienda lo recibiera con los brazos abiertos.
Pero no contó con que Gabriela, en esos días, abriera los ojos ante quién era realmente él.
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La hacienda, como hace tiempo no ocurría, funcionó como una máquina recién aceitada. A falta de su administrador, doña Gabriela retomó las funciones administrativas de su negocio con ayuda de Jimena. Los números de las últimas semanas no calzaban para nada con los de la cuenta bancaria. Primero pensó que faltaban facturas, pero Olegario amablemente le confirmó que las facturas que tenía en su poder eran todas, pues coincidían con los gastos que se habían hecho con los caballos.
Definitivamente lo que faltaba era plata.
Decidió revisar las facturas más antiguas, yendo tan atrás en el tiempo que terminó comparando la contabilidad hecha antes de poner a Fernando al mando, con la más reciente. Y no le gustó nada lo que vio.
Además de faltar dinero, los recursos obtenidos no estaban siendo optimizados. Con las decisiones tomadas por Fernando, la hacienda debió estar al borde la banca rota hace tiempo, y Gabriela sospechó que lo único que la había salvado de aquella situación, era la constante pelea que Sara le ofrecía a su ex yerno.
Sus hijas tuvieron razón todo este tiempo.
Por su parte, Sara se dedicó a los trabajos en terreno de la hacienda. Sí, estaba convaleciente, y sí, ahora era responsable de cada detalle que se presentaba, ¿pero acaso no llevaba haciendo eso mismo desde hace tiempo? De hecho, ahora parecía que tenía menos trabajo que antes. Ya no había nadie que le revocara sus decisiones, ni nadie que la hiciera perder el tiempo a ella o al resto de los empleados. Hasta el ánimo entre los vaqueros había mejorado de la noche a la mañana, y eso incidió de manera positiva en la productividad de la hacienda.
Cuanta diferencia hacía la ausencia de un solo hombre.
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Había pasado casi una semana cuando Fernando decidió que ya era momento de volver a la hacienda.
Esa mañana se arregló lo más que pudo. Se afeitó la barba que le había crecido en esos días, se vistió con ropa nueva y se perfumó como si a una cita fuera. Le pidió a Armando que mandara a alguien a por él y que lo fueran a dejar a la hacienda Elizondo.
Pasado las diez de la mañana, hacía su entrada como todo un galán. Iba sonriente, muy confiado de sí mismo, y cuando a lo lejos escuchó la molesta voz de Sarita, decidió ignorarla para que no se le arruinara el humor. Entró a la casa como si fuera suya, ignoró también a don Martín y a Dominga, y fue directo a la oficina, donde sabía encontraría a Gabriela.
—Hasta que decidiste aparecer. —Fue el saludo que le dio la mujer. Fernando pasó por alto el tono de voz molesto de ella, y sin perder tiempo le respondió.
—Decidí tomarme unos días. Pero he vuelto listo para retomar mi labor como tu administrador. —Le regaló una sonrisa desarmante, o eso pensó él. Pero Gabriela lo miró aún más molesta que antes.
—¿Y tú crees que puedes ausentarte a tu trabajo por días y que cuando te presentaras de nuevo aún tendrías dicho trabajo? —La sonrisa le tembló. La conversación no estaba tomando el rumbo que él esperaba, y si no hacía algo rápido, todo se le saldría de manos.
—Gabriela —dijo acercándose a ella—, lamento no haberte avisado. Pero tenías razón, necesitaba un tiempo alejado para calmar los ánimos. He tenido mucho trabajo en el último tiem…
—Escucha, no voy a alargar más esto —lo interrumpió mientras ponía nuevamente distancia entre ellos—. Mientras te relajabas quién sabe dónde, mis hijas y yo nos hicimos cargo de la administración, ¿y quieres saber qué encontré? —preguntó sin esperar respuesta—. Solo desbalances. Me di el trabajo de revisar todos los libros, y además del desorden que tenías, muchas cosas no calzaban. ¿Dónde está el dinero que falta?
—¿Me estás llamando ladrón? —preguntó ofendido.
—¿Por qué? ¿Debería hacerlo?
Gabriela lo miró desafiante por unos segundos, poniendo nervioso a Fernando. Definitivamente la conversación no resultó como él quería. Se vio enjaulado, las palabras le fallaron y la creatividad para las mentiras se le esfumó.
—Gabriela, no sabes de lo que hablas. Por algo yo soy el administrador de esta hacienda. Puedo explicarte todo si nos sentamos y revisamos los libros juntos.
—¡No me ofendas en mi propia casa! Se te olvida que por años ayudé a Bernardo. No solo fui una esposa para llevar del brazo en lujosos eventos, sino parte de sus negocios también.
—Lo siento, no quis…
—Estás despedido, Fernando.
—Gabriela, no puedes despedirme.
—Claro que puedo. Ya lo hice. Aquí está tu cheque con lo que se te debe, y te recomiendo ir a empacar tus cosas. Ya no puedo mantenerte en esta casa.
Con eso dicho, doña Gabriela se acercó hasta él y le dejó el cheque en la mesa de centro. Pero antes que pudiera retirarse, Fernando la tomó del brazo con fuerza y la giró para quedar frente a frente.
—¡No tienes derecho! ¡Soy el único que se ha mantenido fiel a tu lado! Lo he dado todo por ti, ¿¡y así es como me pagas!? —Gabriela intentó zafarse del agarre pero no lo logró. El miedo empezó a crecer en su interior rápidamente al ver la furia en sus ojos. Pero de repente la puerta se abrió de golpe.
—¡Suéltala, gran imbécil! —Don Martín entraba acompañado de Dominga, agitando los brazos desesperado. Si pudiera pararse de esa silla, ya hubiese corrido a darle su merecido a Fernandito.
—¡No se meta que no le incumbe!
—¡Claro que me incumbe, es mi hija a la que tienes agarrada!
En eso llegó Norma con Juan David en brazos, atraída por la bulla. Apenas vio la situación, depositó al niño en el regazo de su abuelo y apurada se acercó hasta Fernando para obligarlo a soltar a Gabriela.
Logró su cometido, pero le costó una bofetada que la tiró al piso.
—¡Fernando, ya es suficiente! —Gabriela ayudó a su hija a pararse del suelo, sin quitarle la vista a Fernando.
Escandón bufaba como animal salvaje, sin saber cómo hacer saber su enojo. Tenía toda la intención de golpear a Gabriela, pero terminó golpeando a una de sus hijas. Deseó haberla golpeado más fuerte. «¡Se lo tendría bien merecido!».
Pero ahora se veía superado en número. A lo lejos escuchó pasos acelerados de un grupo de gente, y supuso que más personas venían en su dirección.
No lo pensó dos veces, y rápidamente salió del lugar, queriendo evitar a como dé lugar la escopeta de Sara.
