Capítulo 32
Franco Reyes se había dedicado a tres cosas en la última semana.
Por las mañana iba a la oficina junto a Oscar y se preocupaba de sus negocios tratando de no pensar en nada más para optimizar el poco tiempo que le asignó a las empresas.
Luego, por la tarde, visitaba a Sara en la hacienda Elizondo. Ahora que Gabriela sabía sobre su relación con la mayor de sus hijas, ella y él habían llegado a algo parecido a un acuerdo silencioso de intentar llevarse bien por el bien de Sara. Gabriela lo permitía solo porque no quería que Sara se moviera entre haciendas preocupada por su salud (y su eterno miedo a que sus hijas la dejaran, pero eso no lo volvería a admitir), y Franco aprovechó el cambio de actitud para ver a su castaña favorita a diario. Y aunque siempre se moría por comerle la boca a Sara cada vez que la veía, Franco era cuidadoso con las muestras de cariño dentro de la hacienda para no empujar los límites de Gabriela. Al menos ahora se le permitía la entrada a esa casa.
Pero al caer la noche, él y sus hermanos se dedicaban a buscar a Armando Navarro por todo San Marcos. Esa, por ahora, era su misión y preocupación número uno. Y si bien los hermanos Reyes estaban seguros de su participación en los intentos de secuestros, la policía no podía levantar cargos contra él, y por ende, no podía dar la orden de búsqueda, por la falta de evidencia.
Aun así, los tres estaban decididos en enfrentarlo y darle un ultimátum.
Pero el hombre no había dejado señales de vida en ningún lado. Su bar estaba siendo administrado por un tercero, y nadie, ni siquiera Pepita, lo había visto por ahí hace semanas. A Rosario tampoco le habían visto ni la punta del cabello.
La frustración ya se apoderaba de los tres Reyes, cuando a Franco una noche se le iluminó la ampolleta. Se golpeó mentalmente por no haber tenido antes la idea.
El puto galpón.
Ese galpón donde lo habían llevado luego de que lo secuestraran. Ese lugar donde Sara llegó a su rescate como si fuera la mismísima Mujer Maravilla.
Así, la frustración de no encontrar a Armando se transformó en optimismo, lo que les dio determinación para encontrar mencionado galpón, pero prontamente ese optimismo se volvió a transformar en frustración, y esta vez fue por no poder dar con el maldito lugar.
Dos noches llevaban dando vueltas por los caminos cercanos a su hacienda, y otros no muy próximos, pero pareciera que el galpón fue tragado por la misma tierra.
Franco maldijo por pasar otro día más sin éxito.
—Flaco, yo sé que vas a decir que no… —rompió el silencio Oscar. Los tres se encontraban en la sala de estar de la hacienda Trueba, cansados hasta los huesos y con la moral por el suelo— …pero tal vez mañana podríamos traer a Sarita con nosotros.
—Para qué sugieres estupideces si sabes que voy a decir que no.
—Escúchame un poco. Sara fue la que te rescató y te trajo de vuelta hasta acá, ¿no? Ella ha vivido en la región desde siempre, y de seguro debe tener una idea mucho menos vaga que tú sobre dónde está ese lugar.
—Absolutamente no. Además eso significaría tener que contarle lo que hemos estado haciendo todas las noches, lo que significa que Jimena también se van a enterar. ¿Eso quieres? —Oscar se lo pareció pensar.
—Escuchen ambos —esta vez fue Juan quien habló—. Así como vamos, no lograremos nada. La idea me gusta tanto como a ti, canijo, pero puede que sea más rápido si traemos a Sarita con nosotros. No interrumpas, Franco. —El rubio cerró la boca y se cruzó de brazos de manera infantil ante el regaño—. Si fue capaz de enfrentarse a dos hombres armados ella sola, estará bien con nosotros tres de compañía, ¿no crees?
La discusión se alargó un buen rato, pero finalmente Franco fue convencido por muy en desacuerdo que estuviera. No le parecía nada bien exponer a Sara una vez más, pero reconocía que la castaña podría ser de gran ayuda para al menos tener una pequeña pista del paradero de Armando.
Así fue como la siguiente noche se convirtió en la noche clave para resolver el pequeño problema que los atormentaba.
—Dobla aquí a la izquierda… ¡a la izquierda, Franco!
—¡Ya, ya! —El rubio movió rápidamente el volante hacia el lado contrario al cual él había virado originalmente, justo antes de pasar la intersección.
—No entiendo por qué no me dejaste conducir a mí. Has confundido todas las indicaciones que te he dado.
—Tu presencia me tiene nervioso, Sara.
—Hermanito, no es momento para ponerse coqueto.
—No seas estúpido, Oscar. —Franco lo miró con cara de pocos amigos por el espejo retrovisor. Oscar solo le sonrió con sorna. El menor de los Reyes rodó los ojos en exasperación y luego puso su atención nuevamente en Sara, apoyando su mano derecha en el muslo de ella—. ¿Qué tal si nos encontramos con alguno de ellos y no puedo hacer nada para protegerte?
—Por eso traje la escopeta, amor. Ahora pon atención en el camino, ¿quieres? Pasando esta colina debería estar el galpón. Deberías apagar las luces aquí.
—¿¡Y seguir a ciegas!?
—¿¡Prefieres que nos vean llegar!?
—Ya, párenle —interrumpió Juan, que parecía ser el más sensato—. Y hazle caso, Franco. Ahora entiendo por qué Sara fue quien te rescató y no al revés.
Franco solo gruñó por lo bajo.
Efectivamente, pasando el trayecto que iba en subida, lograron divisar a lo lejos algo que parecía ser una construcción. La luna esa noche era menguante, por lo que la oscuridad era máxima y la visibilidad mínima.
Sara le indicó estacionar varios metros lejos, y cuando dijo que seguirían a pie, Oscar fue el único en quejarse. Franco por su parte tomó a Sara de la mano, entrelazando sus dedos, y juntos caminaron al frente del grupo, la castaña con la escopeta colgando del hombro.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, vieron que habían tres vehículos estacionados. Sara se detuvo en seco, reconociendo de inmediato dos de ellos.
—Franco, están acá —susurró Sarita—. Ese es el auto en el cual te llevaron, y… a ese me intentaron subir el otro día.
—¿Estás seguras, cuñadita? —Sarita solo asintió con la cabeza sin quitar la vista de los vehículos—. ¿Y el tercer carro?
—Ese es de Armando —esta vez fue Franco quien respondió.
El grupo de cuatro se quedó mirando unos a otros, sin saber qué hacer a continuación. Que los tres vehículos estuviera ahí solo significaba una cosa, que había al menos cuatro personas dentro del galpón, probablemente todos armados, mientras que su propio grupo solo llevaba un arma.
—¿Ahora qué?
Pero nadie alcanzó a responder nada. Se escuchó una puerta de metal abrir con escándalo, pronto gritos le siguieron y el sonar de la gravilla. Los cuatro se apuraron en esconderse detrás del galpón, aguantando la respiración y con el corazón acelerado. Sara apretó la mano de Franco y él le respondió el gesto, mirándola para asegurarse que estuviera bien. En cambio Juan, quien siempre parecía enfrentar todo con los puños por delante, quiso salir de su escondite para terminar de una vez por todas con el problema, pero Oscar lo tomó del brazo con fuerza y negó con la cabeza con vehemencia cuando su hermano lo fulminó con la mirada.
Momentos después, vieron el carro de Armando alejarse a toda velocidad por el camino, sin siquiera notar los cuatro pares de ojos que lo siguieron.
—¡¿Por qué me detuviste!? —susurró con fuerza Juan luego que el vehículo se perdiera de vista.
—¿Y qué pretendías hacer? ¿¡Matarlo!?
—Deberíamos ir a la policía —comentó Sara mirando a los tres hermanos, pero ninguno de los tres dijo algo. Ante el silencio, se acomodó la correa del arma en el hombro y empezó a caminar de vuelta.
Los Reyes se miraron por un segundo, y pronto empezaron a caminar detrás de Sara, alcanzándola rápidamente. No demoraron en llegar hasta el jeep de Franco, cada uno se acomodándose en el mismo lugar en el que venían sin decir nada, y el silencio siguió reinando por gran parte del camino, hasta que Sarita notó que Franco se desviaba de la ruta.
—¿A dónde vas? San Marcos queda hacia el otro lado.
—Lo sé, pero primero debo ir a dejarte a tu casa.
—Estás loco si crees que no voy a acompañarte hasta la mismísima estación de policía. La última vez que te dejé a cargo de poner una denuncia, nunca lo hiciste.
—Me distraje esa noche.
Sarita abrió la boca pero no logró emitir sonido. Sus mejillas se sonrojaron de inmediato al recordar que ella fue la distracción de Franco esa noche, y solo pudo desviar la mirada hacia la ventana. Franco la miró de reojo, y sonrió de medio lado con satisfacción al ver la reacción que su novia tuvo ante la mención de aquella vez.
Óscar y Juan miraban atentos a la parejita del frente, pendientes de la discusión, hasta que la conversación se volvió privada de un momento a otro. Se miraron con la pregunta en mente, pero claramente ninguno de los dos hermanos tenía respuesta.
—A ver, ¿de qué nos estamos perdiendo? —preguntó Óscar divertido al notar las expresiones de su hermano y de su cuñada. Ya tenía una idea de qué iba tema.
—Nada que te incumba —le respondió Franco bruscamente.
—¡Claramente! —el ojiverde rio estruendosamente. No necesitó que nadie le dijera nada, con tan solo la actitud de su hermano menor supo que Sarita tenía algo que ver con la distracción de Franco.
—Franco, date la vuelta. Ya te dije que de ninguna manera me devolveré a casa—. El susodicho desvió la vista del camino por un segundo para mirar a Sara, y vio determinación en su rostro. Suspiró con fuerza.
No le quedó otra que dar la vuelta.
