Capítulo 33

Franco miró de reojo el bostezo de Oscar. Era el tercero en menos de un minuto, y si eso no era suficiente indicación del poco descanso que todos habían tenido la noche anterior, las oscuras ojeras bajo sus ojos de seguro lo eran.

Y a diferencia de Oscar y Juan, que no estaba mucho mejor a lo que nivel de energía se refería, Franco estaba más despierto que nunca. Las palabras del detective a cargo de la investigación del casi secuestro de Sara aún resonaban en su cabeza, y una mirada a su novia fue suficiente para saber que ella también seguía pensando en esas mismas palabras.

"Tenemos a cuatro hombres en custodia, uno de ellos es Armando Navarro. Los tres hombres restantes confesaron todo, y admitieron que el señor Navarro les pagó para efectuar el secuestro de usted, señor Reyes, y de la señorita Elizondo. El señor Navarro no quiso hablar al principio, pero finalmente terminó confesando también. Además admitió que la idea de raptar a la señorita Sara fue de Rosario Montes. De ella aún no sabemos su paradero, pero la orden de búsqueda ya fue emitida."

Franco aún maldecía el día en que se fijó en la cantante. Rosario no había hecho nada más que generarle angustias y problemas desde el día uno, y una vez más se preguntó por qué no le había hecho caso a sus hermanos cuando le decían que ella no era mujer para él. Pero lo hecho, hecho está y ahora solo le quedaba rogar que a la loca esa no se le ocurrieran ideas como hacerle daño a Sarita o a él mismo, y que se entregara a la policía sin muchos problemas.

Pero con Rosario nada era tan fácil, y Franco estaba por descubrirlo.

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Rosario hace semanas sabía que Franco y sus hermanos la andaban buscando. Había convencido a Armando que el menor de los Reyes la hostigaba desde hace tiempo, cuando la verdad era otra, pero su marido le creyó cada palabra y decidió por ambos en que debían mantener un bajo perfil. No, no se estaban escondiendo, pero Armando había vivido lo suficiente como para saber que los hermanos Reyes, en especial el mayor de ellos, preferían regirse por la ley de la calle y del más fuerte. Así que para tener la ventaja de la situación, obligó a Rosario a retirarse de los escenarios por un tiempo para así poder tomar el asunto entre sus propias manos y enseñarle a Franco Reyes que su mujer estaba muy por fuera de sus límites.

Así fue que terminaron viviendo algo alejados del pueblo, en una casa que tenía la familia de Armando desde hace generaciones. Era cómoda y lo suficientemente grande para ambos, pero Rosario no estaba contenta. El estilo campestre no lo era lo suyo y despertar ahí cada día la ponía de un mal humor que ni ella misma soportaba. Aún así, cuando una noche Armando salió a hablar con sus matones como lo hacía casi a diario y a la mañana siguiente aún no regresaba, se preocupó un poco. Pero no por él, no. No le importaba ni lo más mínimo el bienestar de su esposo. Pero el que no haya regresado para entonces significaba que algo malo había pasado y a esas alturas Rosario tenía mucho que perder si no contaba con su ayuda.

A pesar de todo, Armando era fácil de manejar si ella actuaba bien su papel de dama en peligro, pero el hombre era lo suficientemente desconfiado como para no darle acceso a su dinero y a minimizar su autoridad como su esposa ante sus empleados.

Decidió no entrar en pánico y darle hasta el mediodía para aparecer, aunque más tarde se arrepentiría de esa decisión. Bastó con una llamada al bar para preguntar si Armando se encontraba allí para enterarse que a su marido y esos matones con los que siempre trabajaba los habían detenido durante la noche.

Sabía que su esposo hablaría.

Sabía también, que si él caía, se aseguraría que ella cayera con él.

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Estaba anocheciendo cuando Fernando sintió un vehículo detenerse justo afuera de la cabaña. Había vuelto ahí luego de que Gabriela lo echara de la hacienda Elizondo como a un perro, y era justamente así como se sentía, como un perro herido. Los primeros días se había dedicado a lamerse las heridas, las cuales se encontraban en su orgullo y en su ego, pero luego de tanto quejarse al aire—porque no tenía a nadie que lo escuchara. Armando era el único amigo que conocía realmente la oscura naturaleza de sus deseos hacia la familia Elizondo, y por ende, el único que podría escucharlo; pero hace días no se dejaba ver, ahogado en sus propios dramas—comprendió que nada sacaría con lamentarse por más tiempo.

Si quería justicia, tendría que obtenerla por sus propias manos y para eso tenía que idear un plan, esta vez, uno a prueba de fallas. Y para eso, tenía que pensar con la cabeza fría.

Pero redirigir su ira para aplicar lógica le estaba resultando casi imposible. Sentía un deseo abrumante de destruir todo lo que lo rodeaba, especialmente a Sara Elizondo y a sus hermanas. La quería ver hundida tal como él estaba ahora mismo, o mejor aún, enterrada bajo metros de tierra. Sí, la quería muerta.

El cómo no le importaba, aunque con frecuencia fantaseaba con envolver sus manos al rededor de su frágil cuello y apretar y apretar hasta que la vida se esfumara de sus ojos y su cuerpo quedara lánguido contra el piso.

El problema era el cuándo.

Esa mujer no pasaba un minuto sola. Si no estaba rodeada de trabajadores o por sus hermanas, Franco Reyes de seguro andaba pegado a ella como animal en celo. Necesitaba encontrar una oportunidad, o crearse una, para poder acercarse lo suficiente y concretar esa fantasía que hace rato lo venía persiguiendo.

¿Pero cómo lograrlo? Encerrado y prácticamente escondido en aquella cabaña que ya lo tenía harto, sin nadie que pudiera darle algo de información sobre la rutina de aquella hacienda. No quería admitirlo, pero necesitaba ayuda.

Y mientras se partía la cabeza pensando cómo reclutaría, o compraría con el poco dinero que le quedaba, a alguien que pudiera darle el tipo de información que necesitaba, fue que apareció como salida de algún tipo de invocación, Rosario Montes.

La cantante se bajó de su carro sin el glamour que la había caracterizado hasta entonces. Si bien vestía con su estilo de siempre, ropa sugerente y accesorios brillantes, había algo en su actitud que la hacía ver fuera de control. Tal vez era la desesperación en sus ojos, o la histeria de sus movimientos—probablemente ambos—pero fuese lo que fuese, ciertamente algo no iba bien con ella y Fernando apostaría su vida a que los Reyes tenían algo que ver.

Y no tuvo que esperar mucho para enterarse de lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Escuchó atento pero para nada sorprendido, pues era obvio, al menos para él, que más temprano que tarde Armando sería víctima de sus propias acciones. Y aunque lamentaba mucho el destino de su amigo, había algo positivo en todo esto al menos para Fernando: Rosario estaba lo suficientemente desesperada, y tal vez tan hambrienta de venganza, como él.

Sería un tonto si dejaba pasar la oportunidad que la vida le ponía en frente. Pero esta vez, no dejaría nada a la suerte. Vería a Sarita expulsando su último aliento así fuera lo último que hiciera en su vida.