CAPÍTULO 15: EL VERANO DE LA ÚLTIMA BANCA.

Frío.

Eso era todo cuanto podía sentir mientras la claridad parecía desvanecerse y el cuerpo se le entumecía como si de una rama seca se tratase. Era tal la sensación de estar envuelta en hielo que, al intentar mover un dedo, tuvo la desgarradora certeza de que estaba a punto de quebrarse. Sabía por instinto que se encontraba atrapada en aquel perímetro anochecido, del cual no podría escapar pues apenas osara deslizar un solo músculo fuera de ese espacio, terminaría rompiéndose en mil pedazos. Lo sabía, como sabía que ese era su lugar, que debía estar ahí.

Frío.

Oscuridad.

Frío.

Si solo fuese la ausencia de luz lo que la rodeaba, quizá hasta se hubiese sentido a gusto, pero no era eso lo que ocurría a su alrededor. No cuando no podía entender si tenía o no los ojos cerrados. No cuando no comprendía los flashes de luces azules y rojas y en enfermizos tonos violáceos que bailaban frente a ella con pasos macabros. No cuando el frío se transformaba en una humedad calante hasta lo más hondo de sus huesos. No cuando el silencio sobrecogedor iba desapareciendo en medio de gritos desesperados, como una sirena que chillaba hasta lograr que sus oídos sangraran.

Asustada y temblando, su mirada se posó en el extraño charco de agua que rodeaba sus pies. La manera en que las tonalidades azules y rojas se deformaban con las pequeñas olas le parecía siniestro. No estaba segura de dónde provenían los chasquidos que rompían la quietud del charco hasta que lo notó: eran los latidos desbocados de su corazón los que provocaban aquel ruido sordo, como el de un terremoto recién iniciándose; las placas tectónicas reacomodándose, sacudiéndola, y cuando sus tímpanos parecían a punto de reventar ante la presión y el dolor en su pecho quebraba sus costillas… fue cuando pudo volver a la realidad. Su realidad.

Jadeando pesadamente, Chiharu abrió los ojos a su lóbrego entorno. El repiqueteo de la lluvia fuera de su ventana. Las luces de las farolas callejeras danzando en formas fantasmales por su ventana. Las incontables lágrimas cubriendo su marfíleo rostro. Los latidos de su corazón resonando en sus oídos igual que en su sueño, como martilleos constantes sobre un yunque imaginario. El cuerpo helado en pleno verano que la obligó a doblarse sobre su vientre, abrazando sus piernas en posición fetal.

Chiharu lloró en silencio hasta quedarse dormida nuevamente, con el tañido de la lluvia arrullándola como la más horrible canción de cuna en las tinieblas de su habitación.

Pero todo había quedado atrás para ella al día siguiente; todo había vuelto a ponerse silenciosamente en su lugar. Chiharu gritaba, esta vez de alegría y nerviosismo, en el partido de Shohoku contra los monstruos de Ryonan. Ya no sentía el cuerpo cubierto de hielo sino de fuego, su voz chillaba cánticos de apoyo y no sollozos aterrados, sus brazos subían y bajaban para enfatizar las porras a favor del equipo y no para escapar… Su sonrisa era completamente honesta, amplia, luminosa. Centelleaba como un faro entre Norio Hotta y los demás muchachos del grupo, que agitaban enormes banderines confeccionados a mano con los que apoyaban —y horrorizaban— a Mitsui. Junto a ellos, Chiharu supo que estaba ocupando su sitio. Ese era su lugar. Encajaba por fin, luego de tanto tiempo, junto a otras personas como si siempre hubiese sido parte de ellos.

Con el corazón en un puño, la muchacha rezó para que la pesadilla de anoche se desvaneciera de una vez por todas y no volviera a alcanzarla…

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Hisashi Mitsui recordaba sus caminatas por la playa con los zapatos puestos, porque la sensación de la arena helada entre sus dedos se sentía demasiado bien para lo que sabía, era un castigo autoimpuesto. Porque él sabía que cada cigarrillo que consumía desde el desayuno era contraproducente. Cada laceración en sus nudillos iban a tardar en sanar. Cada cortada en su rostro iba a ser para siempre. Cada centímetro crecido de su cabello era un paso más lejos de lo que una vez fue. Y por eso seguía permitiéndolo.

Por eso escupía bilis a cualquiera que se le acercara, incluso a aquellos que llamaba «amigos» en lo profundo de su mente. Porque aquello implicaba una connotación positiva y él no la merecía. Una basura como él no era merecedor de algo bueno en su vida. De algo que sacara una sonrisa sincera y no la mueca de odio y desdén que tenía hacia otros seres vivos. Por eso, solo hacía cosas que le supieran a veneno. Amargo y espeso.

Pero todo lo anterior cambió una mañana de mayo, cuando por venganza volvió al lugar donde había perdido su alma. Y tal como la había dejado, la recuperó, tendida hacia su pecho por la misma persona que ahora deseaba que lo hubiera visto dar su máximo esfuerzo una vez más. Por los mismos compañeros que seguían partiéndose el lomo cansado en la cancha, allá, al final del pasillo donde aún oía los gritos ahogados y el chirriar de los tenis sobre la madera lustrada. Porque recordaba levantarse con energía. Recordaba los insultos de Akagi y Sakuragi cuando le rezó por ayuda a la foto que llevó del profesor Anzai. Recordaba la risa descontrolada de Chiharu y Norio en la tribuna y hasta cómo les había gritado que cerraran el culo. Recordaba su duelo personal contra Koshino, y como pareció ganarle mil y ocho veces, hasta que ya no pudo hacerlo más.

Era como visualizar en su mente la barra de energía bajar hasta cero sin poder hacer nada. Sentir cada uno de esos cigarrillos tomar posesión de sus pulmones y el peso de su pasado sobre los hombros cansados, hasta que el único sabor que logró paladear en su boca fue el del óxido.

Y ahora, mientras luchaba contra sus dedos con la poca motricidad fina que le quedaba, lograba al tercer intento abrir una lata de Pocari Sweat. Sentía el cuerpo helado por el sudor secándose sobre su piel. Y el rostro cálido por las lágrimas que no dejaban de salir.

Los latidos de su corazón resonando en sus oídos, como martilleos constantes sobre un yunque imaginario. El cuerpo helado en pleno verano que lo obligó a doblarse sobre su vientre, abrazando sus piernas en posición fetal.

Mitsui lloró en silencio. El sonido del partido que se vio obligado a dejar arrullándolo como la más horrible canción de cuna en las tinieblas de ese pasillo interminable.

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Mientras Hanamichi Sakuragi sentía la madera helada traspasar la tela de la camiseta hasta su piel acalorada, podía percibir los segundos pasar tan lentos como los latidos de su corazón habían mermado. Sabía que las miradas de todos estaban puestas sobre él; no sobre Rukawa. No sobre Sendoh. No sobre el imbécil de Fukuda. Sobre él. Era su sueño húmedo hecho realidad, y no estaba sonriendo ni disfrutándolo. Y es que todos esos ojos estaban sobre él mientras la sangre de su frente brotaba a borbotones mientras Ayako procuraba frenarla y sus puños se presionaban con fuerza, sintiendo el temblor en los huesos.

Sabía que el partido continuaba. Sabía que Yasuda había entrado en su lugar. Que Kogure jugaba en pos de Mitsui. Sabía que estaban en desventaja y que ese viejo desgraciado de Taoka se reía por lo bajo. Que su cuerpo cayendo entre las gradas iba a quedar registrado como un logro de Ryonan fuera cual fuera el resultado. Y esa humillación le recorría las venas como un veneno negro y espeso y sabía que había sido justo. Esa palabra dolía más que un rechazo de Haruko.

Y ahí se quedó. Los latidos de su corazón resonando en sus oídos, como martilleos constantes sobre un yunque imaginario. Y Sakuragi lloró en silencio sin lágrima alguna. El sonido del partido que se vio obligado a dejar arrullandolo como la más horrible canción de cuna en las tinieblas de sus ojos cerrados, con la sangre aún queriendo brotar.

Pero todo había quedado atrás para él cuando, en compañía de sus camaradas, celebraron la mayor victoria de Shohoku hasta ese minuto arrojando al convaleciente profesor Anzai por los aires como si no pesara nada. Él era un genio, fue gracias a sus increíbles jugadas que pudieron derrotar a Sendoh y a todos esos desagradables jugadores comandados por Taoka. Era una prueba más de su indispensable presencia en el equipo, nadie osaría cuestionarlo de ahora en adelante… ni siquiera el zorro apestoso de Rukawa.

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Hisashi Mitsui aún sentía el gusto amargo en la boca de ese Pocari Sweat que le devolvió la vida pocos días atrás, luego del partido contra Ryonan. Esa agua de la vida significaba que debía entrenar el doble si quería retornar lo más posible a su estado preestupidez antes de que los Nacionales comenzaran. Por eso había hablado con el profesor Anzai y este le explicó que su problema no eran sus perfectos tiros de tres ni sus asombrosos movimientos en la cancha, sino la falta de estamina. Todo se reducía a la maldita falta de estamina, joder.

Por eso, religiosamente y dos veces por día desde que el verano había comenzado oficialmente, salía a correr un mínimo de cuarenta y dos kilómetros. ¿Era una locura? Seguramente. Pero nunca se había considerado demasiado cuerdo de todos modos.

Esos eran los pensamientos que cruzaban su mente cuando la llave de su casa giró por segunda vez y el picaporte lo dejó ingresar a la vivienda familiar. El aroma a casa inundando sus sentidos. El aire acondicionado instalado hacía dos años salvándole la vida y atentando contra sus pulmones al mismo tiempo. Y la voz de su hermana pequeña riendo como desquiciada desde la última habitación del pasillo a la derecha.

—¡No puedo creer que dijeras eso! —la oyó gritar.

«Lo que faltaba», pensó. «La enana hablándole a la nada y contestándose a sí mis…»

—Puedo ser muchas cosas, pero jamás una mentirosa, Miyuki-chan.

Sus pasos se detuvieron en seco. Los pies descalzos en el vestíbulo, aún sin avanzar más allá del recibidor de madera. El sudor helado recorriendo su nuca. Conocía esa voz. Maldita sea si la conocía…

—Acabas de darme un susto de muerte solo con una frase —continuó su hermanita.

—¿Quieres tener fans reales, o solo señores tenebrosos agitando abanicos con tu nombre? —respondió la misma voz.

Sí. Definitivamente era ella. Sus pies se transformaron en borrones, guiándolo rápido y certero como una flecha a la puerta entreabierta de la habitación de su hermana menor. Y la visión de Chiharu Nijiyama sentada en falda corta y camiseta amplia le llegó junto al rostro manchado de migas de galletas.

—¡Hisashi! —gritó su hermana—. ¡Volviste!

Pero el aludido pasó olímpicamente de ella para centrarse en su molesta compañía.

—¿Qué carajo haces aquí, Chiharu tonta?

—Tu hermana me invitó —soltó de un solo fiato. Los ojos miel abiertos de par en par.

Era como estar viviendo una pesadilla.

—¿Desde cuándo te hablas con mi hermana?

—¿Crees que eres el único Mitsui que merece mi amistad?

Silencio.

Silencio.

Silencio.

Y Miyuki susurró con cautela:

—Mira, es la vena de nuevo.

—Estoy pensando seriamente en llamarla con mi nombre —respondió Chiharu.

—¡Cállense las dos!

La vena seguía presente en su frente cuando se giró sobre sus talones, haciendo que la madera temblara bajo sus pies por las enormes zancadas que daba su odio al caminar. Y estaba seguro que la vena seguía ahí latiendo mientras su enorme y marcado cuerpo era recorrido por el agua de la regadera mientras sus propios murmullos sonaban como un mantra. Y desde luego, la vena seguía ahí cuando las mismas zancadas lo llevaron hasta la última habitación del pasillo a la derecha, sentándose de golpe justo entre su hermana y la molesta imbécil que se hacía llamar su amiga.

Esa iba a ser una tarde extremadamente larga.

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La segunda cita de Yohei Mito y Fujii Inouyama fue tan diferente a la primera, que sin duda podrían catalogarse como si pertenecieran a dos mundos completamente diferentes. En vez de comportarse igual a la mayoría de los adolescentes de preparatoria yendo nuevamente al cine y luego a comer, el muchacho la desafió a elegir un lugar que a ella le gustara sin importarle nada más que su propio gusto.

Así fue como terminaron en un bonito parque al que Yohei nunca había ido antes, el cual albergaba toda clase de peces japoneses en sus variados estanques.

Fujii, bolsa de plástico en mano, apoyó los codos sobre la barandilla de madera y empezó a arrojar con aire distraído pequeños puñados de comida a los coloridos peces. Al principio hablaba muy poco, más que nada respondiendo preguntas de Yohei acerca de cómo se les cuidaba o cuántas clases había en ese estanque, mas pronto su entusiasmo cobró forma y fue acaparando la conversación en un tono cada vez más animado.

—Los peces dorados pueden vivir hasta treinta años —explicó de pronto, portando una sonrisa dulce que Yohei no había tenido oportunidad de atisbar anteriormente—, y tienen una memoria de tres meses, incluso más.

—Entonces, ¿les puedes enseñar algunas cosas?

—¡Sí! También pueden oír… No de la misma manera que una persona, pero sí cambios en la corriente y todo eso. El pez dorado de allá —señaló hacia un punto del estanque— es del tipo «oranda», se reconocen por esa masa roja arriba de la cabeza. ¿Sabes, Mito-kun? A veces he conseguido que salte para atrapar comida. Veamos si lo logro esta vez…

Le tomó unos buenos dos o tres minutos hacer que el pez dorado oranda se elevara unos centímetros por encima del agua del estanque, pero cuando sucedió, Yohei se descubrió hipnotizado por el increíble gorjeo en las risitas animadas de su acompañante. Era un sonido delicado, femenino y, a la vez, muy dulce. Luego se le ocurrió que era la primera vez que la escuchaba reír. ¿Por qué era tan seria el resto del tiempo? Esta Fujii era muy distinta a la que veía en la preparatoria; parecía luminosa en comparación a la del uniforme escolar, más opaca y tímida.

Repasó nuevamente su atuendo con disimulo, compuesto de un vestido de verano en color damasco, aretes de perla, collar también de perlas, y un bonito sombrero a juego para proteger su rostro del sol. El cinturón de cuero con hebilla plateada no hacía sino resaltar la bonita curva de su estrecha cintura. Los zapatos de tacón bajo en color marfil creaban un sugerente arco que no pudo evitar apreciar en sus blancas piernas. Y él, con su ropa de salir habitual (camisa amplia, vaqueros azules) se había sentido un poco fuera de lugar por un rato, si bien desechó ese pensamiento muy pronto. Había aprendido en la cita anterior que Fujii gustaba de utilizar accesorios y perfumes en su tiempo libre, como también un brillo de labios transparente que atraía silenciosamente su mirada. Eran facetas de su personalidad que todavía estaba descubriendo, y le agradaban. Bastante.

—¿Lo viste, Mito-kun? ¿Viste cómo saltó? —exclamó Fujii mirándole de frente. Una extensa sonrisa de oreja a oreja dividía su armónico rostro de manera adorable.

Él sonrió de costado.

—Nunca imaginé que alimentar peces fuera tan emocionante.

La frase podría haberse malinterpretado, pero Yohei la pronunció con tanta sinceridad y tan exenta de sarcasmo, que Fujii no pudo más que asentir con un ligero sonrojo complacido apoderándose de sus mejillas de manzana.

Algún rato después, ambos estaban sentados lado a lado en un banco de madera rústica que parecía parte del parque mismo, y no un añadido externo. Fujii había llevado dos bentos; Yohei se encargó de los bebestibles.

—¿Tienes peces en tu casa? —inquirió el joven luego de dar un gran bocado al onigiri de atún más rico que había probado.

Ella dio un breve respingo, muy suave. Dejó a un lado la botella de Calpis en la que estaba bebiendo hasta escuchar la pregunta, tragando con parsimonia antes de responder.

—No. A mamá no le gustan los animales.

Su tono repentinamente melancólico parecía decir mucho más que aquellas palabras.

—Creo que no me has contado de tu familia aún. —Quizás, si indagaba de esa manera, lograría comprender un poco más en ese cambio de actitud.

—Papá trabaja en la bolsa de valores, mamá está en casa. Mis abuelos maternos viven en Okinawa. Soy hija única —largó sin pausas ni respiraciones de por medio, como si se tratara de una respuesta prefabricada. Ante la expresión curiosa de Yohei, unió los dedos sobre su regazo bajando la cabeza. Había vuelto a ser la Fujii de siempre, y aquella luminosa expresión que acompañaba su rostro mientras le hablaba de su pasatiempo terminó definitivamente por esfumarse—. ¿Y tu familia, Mito-kun? ¿Cómo es?

—Normal, supongo. Papá, mamá, hermana pequeña…

—¿Se parece a ti?

—Se parece más a mamá. Yo soy como mi viejo.

Estuvieron conversando una media hora más —en donde ella supo un poco más de su familia, como que tenían una tienda de conveniencia en el barrio donde vivían—, hasta que llegó el turno de Yohei para liderar la segunda parte de la cita. Fujii se había prometido a sí misma ser muy comprensiva con el lugar elegido por su acompañante, dado que él no había dicho ni media palabra en contra de ir a un parque y se lo debía… O esa era su intención, pues cuando se detuvieron frente a un ruidoso y extraño local lleno de carteles coloridos y luces de neón parpadeantes, pensó que había cometido el peor error de su vida.

—¿Qué es…?

—¡Vamos a jugar en las máquinas arcade, Fujii-chan! —exclamó Yohei sin ocultar su entusiasmo. Mientras la guiaba hacia el interior, se fijó en su expresión envarada y enarcó una ceja—. No me digas que nunca has entrado a un arcade…

—¡Claro que no!

¿Estaba loco? Una chica como ella jamás iría por voluntad propia a uno de esos antros de perdición, en donde los jóvenes se comían la cabeza gastando dinero en máquinas de videojuegos que solo aportaban una diversión momentánea, pues apenas se quedaban sin créditos para seguir jugando, volvían a sus casas sin haber hecho nada bueno por sus vidas. Sin haber aprendido nada de provecho. Ese tipo de negocios y las casas de Pachinko únicamente servían para que los ludópatas pudieran satisfacer sus retorcidos anhelos.

«Aléjate siempre de ese tipo de lugares», susurraba en su oído la voz castrante, amarga, severa, de su progenitora, «recuerda que su único objetivo es lavarte el cerebro y dejarte lerda».

Yohei torció el gesto con ademán disconforme.

—No es necesario que respondas como si estuviéramos haciendo algo malo —le recriminó entrecerrando los ojos.

—Yo no dije eso.

Tu cara lo dice. ¡Parece como si estuviera arrastrándote al infierno! —Elevando dramáticamente la mirada hacia las alturas, se plantó frente a ella con los brazos en jarra—. Mira, ya sé que esto es muy diferente a lo que estás acostumbrada, pero no por eso es algo malo. Solo… ten la mente abierta, ¿de acuerdo?

Fujii dio un vistazo al interior del local, luego a Yohei, y al local otra vez. Era tan ruidoso que la hacía sentir ganas de dar media vuelta y salir corriendo tapándose los oídos con las manos, aunque… le debía intentarlo. Al menos eso se lo debía.

—Bueno…

Y, tras ese singular intercambio,, finalmente terminaron de sumergirse entre el mar de jóvenes y adultos que aliviaban el estrés de la semana golpeteando los botones de la máquina como si no hubiera un mañana.

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Mitsui no era el tipo más religioso del universo. Si forzosamente tuviera que encasillarse en alguna definición concreta, creía ser un shintoísta no practicante. El sintoísmo afirma la existencia de divinidades o seres espirituales que se pueden encontrar en la naturaleza o en niveles superiores de existencia. Algo que él mismo podía considerar cierto. Algo superior a él mismo, sin magia, sin nada que no tuviera un vínculo con «el aquí». No creía en el cielo, ni en el purgatorio, ni en el infierno… pero si creyera en este último, estaba totalmente seguro de que debía ser algo muy parecido a Miyuki y Chiharu gritando en tonos agudos y riéndose de él.

Sí, no le quedaba ninguna duda: en ese instante, estaba en el infierno.

—¿Por qué viniste a sentarte con nosotras si no vas a emitir sonido, hermanito? —le presionó la niña, gozando cada bufido de fastidio que emitían sus dilatadas fosas nasales.

—Es mi casa, nací primero y puedo meterme donde quiera —respondió tratando de no rechinar los dientes—. Y no me digas hermanito.

—¡Pero es que tu cara larga nos deprime! —volvió a la carga. Los ojos oscuros mostrando su disconformidad.

—¡Pues te aguantas, enana!

—¡No me digas enana!

—Después de pasar a los nacionales, hubiera jurado que ibas a tener el ceño menos metido en el trasero, Hisashi-kun —murmuró la otra chica a su lado.

Solo en ese momento pareció notar el cabello recogido en una coleta alta. La ceja levantada en total desaprobación. Y las migajas de galleta todavía en la comisura de sus labios.

—No tienes cintura moral para decirme nada cuando no te puedes limpiar bien la cara, Chiharu tonta.

Entonces, la vio pestañear varias veces, fruncir el entrecejo y arrugar la nariz. El mentón levantado con dignidad.

—Ahí me gusta dejarlas por si sigo teniendo hambre.

«Hija de la…»; iba a tener que aplicar cambio de táctica para no seguir por ese camino o terminaría por hundirse.

—¿Se puede saber de qué mierda estaban hablando? Las oía desde la ducha. Van a quejarse los vecinos.

Las chicas ladearon la cabeza en un movimiento sincronizado que lo aterró hasta los huesos, tras lo cual las vio sonreírse mutuamente con ternura. Chiharu pareció hacerle una seña con la cabeza a su hermana, como si en silencio le dijera que estaba bien. Un secretismo que le molestó y enterneció al mismo tiempo, sobre todo por la expresión de absoluta luminosidad que Miyuki terminó mostrándole como si fuese una dedicatoria únicamente para él.

—¡Quiero ser una idol, Hisashi! —exclamó, notoriamente feliz.

Silencio.

Hisashi Mitsui tenía el leve recuerdo de los momentos que pasó con su hermana en el pasado. Esos días cuando sus padres estaban ocupados y él quedaba a cargo del almuerzo. Cuando su hermana se aburría, a veces se iba al parque con una pelota de baloncesto y la llevaba con él. Recordaba el rostro iluminado de Miyuki alentándolo, diciendo que era el mejor, que quería ir a verlo a un partido real, que lo quería mucho.

Y en algún momento, ya no la vio. En esa transición, su hermana había crecido. Y antes de eso, supo, que conocía a su hermana por la admiración que sentía hacia él. Porque si esta era Miyuki frente a sus ojos, no podía decir que supiera quién era su hermanita menor… un hecho que dolió como una puñalada helada directo al corazón.

Quiso responderle. Quiso. Realmente quiso.

—Miyuki-chan creció mucho, ¿no es así Hisashi-kun?

Mitsui giró la cabeza a su izquierda. El rostro de Chiharu cayó sobre su hombro, sonriendo. ¿Acaso se había…?

—Sí —le respondió. Carraspeó con fuerza, girando hacia su hermana—. No pensé que quisieras hacer eso.

—Bueno… —comenzó a decir—, siempre me gustó la música. Y creo que no canto mal. Además, soy adorable.

Mitsui dejó que una mueca con inclinación de sonrisa le brotara en el rostro.

—Y modesta —apuntilló.

—No soy muy distinta a ti.

—Pero yo sí soy bueno en lo que hago.

—¡Oye! ¡No me has oído cantar! —se quejó.

—No tengo que oírte para saber que soy mejor jugando que tú cantando.

—Hisashi-kun… —intervino Chiharu tras unos instantes.

Mitsui conocía ese tono. El mismo tono de voz que usaba cuando, por algún motivo, sus palabras excedían cierto máximo de tolerancia. La exacta cadencia que solía salir de sus labios cuando se pasaba de confianza en sus habilidades, cuando molestaba a otros compañeros, o cuando sus palabras herían a Miyuki. Porque ahora que lo pensaba bien, esa escena no le era totalmente extraña.

Había estado ahí antes, sentado como un poste de luz entre las dos chicas. Un muro de celos por su amiga y su hermana menor, procurando que el único nexo entre ambas fuera él. Porque él era su hermano y él era su amigo. Y…

—No dije nada malo —respondió con voz parca—. Si quiere ser una Idol me parece perfecto, pero va a tener que ponerse a estudiar en serio. Es un mercado muy competitivo.

Chiharu pestañeó varias veces, las migas de galleta ya no estaban en su rostro. La expresión fruncida de Mitsui no le recordaba a la de un niño celoso, sino a alguien que genuinamente está diciendo algo con veracidad a sabiendas de ello.

—Sé que es competitivo, hermano— respondió la pequeña—. Mamá me lo dijo. Por eso tengo que tener todo por encima de ochenta en mis exámenes si quiero hacer esto.

Mitsui pareció imitar el movimiento previo de Chiharu al inclinar la cabeza tratando de comprender las palabras de su hermana. ¿Acaso su madre creía que Miyuki tenía capacidad par…? Y lo recordó: recordó ese momento a sus trece años en la cocina de su hogar, a no más de seis metros del pasillo donde se hallaba la habitación. Se vio a sí mismo con los puños apretados, el cuerpo inclinado hacia delante con su uniforme de Takeishi aún puesto. Vio las mejillas de su rostro sonrojadas, el ceño siempre fruncido, y vio a su madre. Vio los brazos cruzados, algo que muy raramente hacía, porque su madre era el ser más puro sobre la Tierra. Pero cuando su padre estaba lejos en viajes de negocios, por supuesto que era la máxima figura de autoridad, y se ponía en la piel de los dos. Y las palabras de su madre volvieron a sus sentidos como si estuviera observándola: sé que vas a triunfar como basquetbolista, pero tus notas deben ser superiores a ochenta en todo momento.

Ahora, viendo el rostro de Miyuki frente a él, lo notó: notó los puños blancos apretados con fuerza, tanta que sus nudillos ya parecían verdes. Los ojos oscuros clavados en él con el ceño fruncido de la familia Mitsui como marca de calidad en su frente. Así fue como pudo entender una verdad arrolladora: su madre creía en Miyuki de la misma forma que creía en él.

Y él…

—Eres mi hermana —afirmó, sin abandonar su expresión adusta—. Desde luego que eres buena, pero más te vale estudiar.

Silencio.

Y Miyuki sonrió. Tan brillante como una estrella en una noche clara.

—¡Claro que sí!

Hisashi Mitsui trató de controlar el rubor en sus mejillas, porque su hermana sonreía así cuando de verdad estaba feliz, y hacía tanto tiempo que no se mostraba de esa forma con él que casi se sintió como una primera vez. Por eso quizá sus defensas bajaron, y logró notar la suave presencia de su amiga al otro lado. Por eso volteó a verla, y ahí su mirada permaneció. Porque la sonrisa de Chiharu siempre le había parecido como ver el sol de frente. Un golpe a la nariz que te deja mareado, pero sin dolor alguno. Y la luz reflejada en su cabello pareció darle la razón en todo lo que su pecho y su mente le estaban gritando a viva voz, pero sus oídos aún no estaban listos para escuchar.

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La muchacha seguía a Yohei con expresión suspicaz y se mantuvo tras él mientras compraba una cantidad ridícula de fichas. Se preguntó vagamente si también tendría una afición incontrolable por los videojuegos, pues sus compañeros de clases rumoreaban que él y el Ejército de Sakuragi eran asiduos visitantes de las casas de Pachinko. Pero eso era imposible, a los estudiantes de preparatoria no les permitían ingresar… ¿O sí?

—¿Has probado un videojuego alguna vez, Fujii-chan?

—Eh… —Le costaba concentrarse con ese enjambre de personas ruidosas—. Sí: una vez jugué Galaga en una Nintendo Famicom.

«¡Galaga! ¡Pero si ese juego tiene más de diez años!», caviló Yohei intentando no suspirar de pura frustración. Porque negarlo resultaba absurdo; estaba muy frustrado con Fujii, no parecía una chica de quince años sino una señora mayor. Podría aventurar incluso que su propia abuela era más jovial que ella. ¡Qué complicado!

Sin embargo, se había propuesto no ser prejuicioso e iba a cumplir con su palabra. Ojalá esa no fuera la última cita entre ellos, pues si cada vez que salieran se iba a portar como una remilgada tiquismiquis se le iba a ulcerar el estómago y no pensaba pasar por eso de nuevo…

—A ti te falta un poco de acción de la buena —expresó tratando de conseguir interesarla en el apasionante mundo de los videojuegos—, así que hoy aprenderás a jugar Cadillacs & Dinosaurs. Mira, aquí hay un arcade que lo tiene. Fíjate en lo que hago, Fujii-chan.

Yohei se posicionó frente a una estrambótica máquina arcade que anunciaba el exitoso juego de Capcom, lanzado tan solo poco más de un año atrás y que era el preferido por los jóvenes como él. Tenía de todo: aventuras, puñetazos y patadas, dinosaurios, hombres musculosos, ¡y un Cadillac, por supuesto! Si Fujii no se interesaba en ese juego es que algo andaba mal en su cabeza, no podría comprenderlo de otra manera.

Con una sonrisa de pura expectación, cogió la palanca con una mano, echó una ficha a la máquina, y presionó el botón de start apenas fue posible. Tras elegir a Mustapha Cairo, su personaje favorito, comenzó a jugar dándole indicaciones a Fujii de cómo moverse, cómo golpear, cómo correr, y todo lo básico que debía saber para lograr superar el nivel. Ella se limitó a asentir, un poco intimidada por los niveles de violencia que se mostraban en el juego; es decir, que pelearse con un montón de gordos era una cosa, pero ¿dispararles? ¿Arrojarles cuchillos? ¡Y después había que pegarle a un dinosaurio naranjo! Y a pesar de todo lo anterior, no era capaz de apartar la mirada de la pantalla. Le parecía tan horrible como fascinante. ¿Por qué a los hombres les gustaba tanto jugar a las peleas?

—Fujii-chan, es tu turno. ¿Te fijaste en lo que hice?

—Uhm…

Visto desde fuera parecía muy fácil, pero apenas la chica cogió la palanca con la izquierda y empezó a presionar botones con la derecha, supo que sus habilidades de coordinación no estaban particularmente desarrolladas. Se concentró lo más que pudo pues tenía una veta competitiva y no quería quedar mal (no tanto) con Yohei por su falta de experiencia en los videojuegos, así que se empeñó concienzudamente en no morir… tan rápido.

—¿Quién era yo? —preguntó de pronto.

—El de verde.

Uf… No tenía cómo saberlo con tantos personajes en pantalla…

—Usa la palanca dos veces hacia delante y el segundo botón. Haces un golpe especial.

—Okay…

—Eso es arriba. Adelante es hacia el lado.

—Ajá.

—Vienen más gordos, ten cuidado.

—¿Dónde?

—¡Apareció el subjefe!

—¿Quién?

—¡Agarra el pollo para que te suba la vida!

«¿Cómo que "agarra el pollo"?», se preguntó Fujii, demasiado concentrada como para decirlo en voz alta. Pero se las arregló de alguna forma para cogerlo y «comerlo» mientras apretaba todos los botones frenéticamente.

—¡Pégale al dinosaurio hasta que se ponga verde!

—¡Ya!

—¡Usa el rifle!

—¡No lo veo!

—¡La granada está más cerca!

—¡Voy!

Qué raro era escuchar a Fujii elevando la voz. Ya fuera por el ruido del local, o porque se estaba entusiasmando con el juego, Yohei no pudo dejar de notar que su rostro tenía ahora una expresión muy diferente de cuando entraron, pues no solo estaba concentradísima, sino que sus ojos brillaban de una nueva manera y sus labios entreabiertos portando una ligera sonrisa le conferían un aspecto desafiante. Daba gusto verla así.

La tarde continuó avanzando hasta que a Yohei finalmente se le acabaron las fichas. Fue una extraña mezcla de Virtua Racing, Street Fighter, Ninja Gaiden, y cuando se detuvieron en un arcade de Mortal Kombat, el joven se echó a reír con ganas cuando vio a Fujii cubrirse los ojos con ambas manos para no tener que presenciar el sangriento fatality en donde le explotaban la cabeza a un personaje.

—¡Ahh, qué bien estuvo eso! —Yohei salió del local con los brazos cruzados sobre la nuca. Llevaba en el rostro la misma sonrisa guasona que portaba siempre en compañía de su grupo de amigos.

Fujii no tenía un semblante tan gustoso. Bueno, debía reconocer que estar al interior de un local de videojuegos no había sido tan malo como su madre le advertía, pero lo que no estaba dispuesta a admitir ni muerta era que igual se había divertido... un poquito. No mucho. Casi nada. Vamos, que no había sido una tortura, pero tampoco algo memorable. Una anécdota más en su vida.

La compañía, en cambio, quizás…

—¡Comamos algo! Tanta acción me dio hambre. Seguro que a ti también —señaló Yohei, que por haber conseguido llegar a la batalla contra Goro andaba de un humor excelente que no fue empañado por su posterior derrota.

Sorprendida, Fujii se llevó ambas manos hacia el estómago. Pues sí, tenía hambre de verdad. Qué raro, pero si no había pasado tanto rato desde el bento en el parque… menos de dos horas, sin duda.

—Hay un lugar que tiene comida deliciosa cerca de aquí —añadió el muchacho, que no esperó una respuesta pues la expresión de Fujii le dio la razón—. No te extrañes, jugar en las máquinas arcade es un ejercicio completo y tienes que reponer energías. Sígueme.

«¡Oh… vamos a comer!», se maravilló la chica en su interior, emocionada con la visión de una preciosa cafetería como las que solía visitar junto a Haruko y Matsui en donde podían pasar tardes enteras hablando, estudiando, comiendo ricos pasteles y bebiendo chocolate caliente por montones en vajilla fina con ribetes dorados y tonos rosáceos. Luego de estar prácticamente toda la tarde juntos, terminarla dentro de una cafetería era el broche de oro. ¡Qué emoción!

Sí, qué… emoción…

Y así como un cristal partiéndose en mil pedazos, la ilusión de Fujii se rompió apenas Yohei señaló con una mano un carrito que vendía okonomiyaki…

¿Comida callejera? ¿En serio? ¿Qué pasó con la cafetería?

Su rostro de absoluta decepción era tan evidente, que Yohei estuvo a punto de tropezar con sus propios pies al detenerse de golpe y darse la vuelta.

—Te aseguro que el okonomiyaki de allí es exquisito, ya lo he probado —afirmó. Aún no se daba cuenta de lo que ocurría realmente.

Fujii se mordió el labio inferior con fuerza.

—No podemos comer ahí.

—¿Por qué no?

—B-bueno —balbuceó—, ya sabes: las bacterias en la comida callejera…

¡Las bacterias! Yohei estalló en histéricas carcajadas que lo obligaron a doblarse sobre su eje como si hubiera recibido un golpe en la boca del estómago. Por dios… de todo lo que podría preocuparle en la vida, ¿su mayor miedo eran las bacterias? Era un comentario tan impropio de una muchacha de su edad que ni siquiera alcanzó a sentir enfado, todo lo contrario: se rio hasta que le dolieron los músculos abdominales y el diafragma le saltaba con espasmos enloquecidos.

—Mito-kun —pronunció Fujii de mala gana. El ceño fruncido, los ojos cerrados y la boca ligeramente curvada le conferían un aspecto casi tan cómico como sus palabras.

—¿De dónde sacas esas ideas tan anticuadas? —le preguntó Yohei entre jadeos de risa.

—No son anticuadas —se defendió, abriendo los ojos y clavándoselos en el rostro como si quisiera acusarlo de algo—, mamá siempre dice que debo ser una hija modelo y hacerle caso en todo.

—Estamos hablando de comer okonomiyaki, no de robar una tienda.

—Me puedo enfermar —espetó. Su entonación, usualmente mansa, sonó más grave y acerada de lo acostumbrado.

—No te va a pasar nada, lo prometo. —Sus ojos rodaron hacia arriba por inercia. Qué niña tan frustrante—. Además, no puedes estar siempre escapando de las bacterias, es imposible. Lo dice el profesor de biología.

Fujii, por estar en una clase avanzada, tenía una profesora de biología y no un profesor; dicho lo cual, no quería seguir en ese tira y afloja porque terminaría encontrándole la razón y sería muy humillante, por eso se limitó a asentir, completamente resignada. Con un poco de suerte no iba a dolerle el estómago después, y si le dolía, ya se lo podría echar en cara a Yohei cuando se encontraran en la preparatoria. En eso pensaba Fujii Inouyama, la chica que con quince años solo había jugado al Galaga una vez, tenía por pasatiempo alimentar peces en un parque, y no había probado jamás comida callejera, cuando Yohei apareció de nuevo frente a ella portando un plato de cartón humeante. En su interior se encontraba un okonomiyaki de preparación clásica con tocino caramelizado, salsa, mayonesa y muchos copos de bonito que aleteaban con el calor de la comida, como si fuesen extrañas mariposas probando sus alas antes de echarse a volar. Fujii se quedó mirando la comida sin poder creer lo apetitosa —y artística— que se veía.

—Pruébalo —la instó el muchacho, cortando un pedazo con los palillos—, y luego me dices qué opinas.

Acto seguido, le cedió el plato y los palillos a Fujii para que pudiera comer sin echarse nada sobre el vestido. Ella guió el pedacito de okonomiyaki hacia el interior de su boca, masticando muy despacio, de manera casi exasperante. Tenía los ojos cerrados y una de sus manos cubría delicadamente su boca por costumbre. Yohei no apartó la mirada de ella en todo ese rato esperando su reacción para poder pronunciar las celestiales palabras «¿viste? Te lo dije», mas no llegó a concretar sus planes porque entre su cerebro y su boca se interpuso el adorable sonrojo de Fujii, la expresión de haber alcanzado el nirvana que adoptó su semblante, y cuando por fin abrió los ojos, estos brillaban de una forma muy similar al rato que pasaron en el parque. Como si el chocolate en ellos estuviera próximo a derretirse.

La observó en silencio cortar otro pedazo de okonomiyaki, masticarlo y comerlo. En realidad, no dejó de mirarla mientras repetía el proceso una y otra vez hasta que se acabó la tortilla por completo, totalmente idiotizado con su expresión tierna e inocente. Parecía una niña probando el caramelo más dulce del mundo.

—Disculpa —murmuró en voz baja—, me lo acabé sin esperarte.

—No importa, compraré otro. ¿Quieres más?

Ella asintió, todavía sonrojada.

Yohei le quitó el plato de las manos para tirarlo al basurero más próximo, pensando que si esa iba a ser su reacción cada vez que le hiciera probar algo nuevo… entonces tenían muchas citas más por delante.

.

.

A esas alturas de la improvisada velada, ya habían perdido la cuenta de cuantas jarras de té verde y jugo de frutas devoraron entre los tres. Los platos de galletas seguían viniendo, y ninguno cenaría esa noche si querían despertar sin dolores estomacales al día siguiente. Pero ahí estaban: sentados en ronda en la pequeña mesa de estudio de Miyuki Mitsui, viendo performances grabadas de la televisión protagonizadas por las Idols favoritas de la menor. Namie Amuro sonaba en sus oídos, con movimientos de baile perfectamente coreografiados con sus vestimentas de buri-buri isho.

—¿Tengo que creerme que esa mujer de casi veinte es una colegiala? —murmuró Mitsui mientras trataba de seguir sus movimientos eclécticos en el escenario.

Chiharu logró satisfactoriamente no ahogarse con su propia saliva y jugo de frutas.

—Es la idea, hermanito —respondió Miyuki—. Ese es el estilo.

—¿Sabes lo enfermizo que es eso? —continuó en tono grave, señalando con una mano a los hombres claramente mayores de edad vitoreando entre el público —. Míralos. Mira a esos viejos de la tribuna.

Miyuki pareció querer responder algo, pero su mirada se desvió a la joven amiga de su hermano, que levantaba los hombros con la vista fija en ella. Los ojos de un claro color miel sonriendo con cariño.

—Es lo que trataba de decirte hace un rato, Miyuki-chan —habló finalmente—. Si quieres elegir el público al que apuntas, siempre es bueno contar con herramientas que no sean un vestuario colorido.

—¿Te refieres a tocar un instrumento?

—Es una posibilidad, sí.

—Eso suena muy difícil.

—Es una posibilidad, —volvió a decirle, la sonrisa más tranquila y dulce de su repertorio en sus labios—. Pero siempre puedes empezar ahora.

Tal vez, en ese instante, fue que Miyuki notó que lo que había traído Chiharu como bolso no era realmente un bolso, sino un estuche de guitarra. Los parches de bandas en otro idioma que no llegaba a reconocer más allá de X Japan extendidos en todas direcciones, tanto que apenas lograba ver el color original de la funda bajo todos ellos.

La joven de cabello claro la tomó entre sus manos, extrayendo cuidadosamente el instrumento de su interior. El brillo en la guitarra acústica la encegueció por un momento cuando el reflejo lumínico alcanzó la madera lustrada en colores ocre.

Mitsui reconoció los pequeños stickers en el interior del traste. Los mismos que solía colocar cada vez que cambiaba las cuerdas.

—¡Gracias, Haru-chan! —gritó con alegría—. Pero no sé si mamá me comprará una guitarra solo por querer aprender.

—Mi recomendación es que aprendas poco a poco con la mía, y si realmente te gusta, ahí puedes poner ojos de perrito apaleado y pedir una —afirmó en un tono que revelaba tener experiencia con esa técnica.

—Voy a necesitar mucho más que eso si quiero convencer a mi papá…— murmuró, recordando que quien manejaba el dinero finalmente no era su progenitora, sino él.

Mitsui observó el intercambio en silencio. Su vista cambiando de rostro a rostro, y los dedos de Chiharu, tan suaves y callosos a la vez. Tanto que le recordaron a los suyos, entendiendo el entrenamiento que parecía haber en ambos.

—No hay nada que una hija poniendo cara triste no pueda lograr, Miyuki-chan.

Y entonces, Mitsui habló. Aún con la mirada oscura fija en las manos blancas de su amiga.

—Si algo pasa, yo pagaré por la guitarra.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

Y el cuerpo de Miyuki se sintió tibio contra el suyo, aún cuando contrajo un insulto bajo y gutural por el golpe recibido contra sus costillas. Los brazos delgados de su hermana rodeando su cuello, el perfume a frutas de ese shampoo infantil que le suplicaba a su madre comprar. La mirada de su amiga, ahora sentada con las piernas blancas y descubiertas sentada en su cama, con los dedos recorriendo las cuerdas tensadas, probando su afinación.

—No le respires muy cerca, quizá se asuste.

—Cierra el pico, Chiharu —respondió con fingido disgusto mientras separaba el cuerpo de su hermana como quien arrastra el queso fundido de una sartén con una espátula—. Si vas a tocar algo, hazlo de una vez.

La joven rió con fuerza. Esa risa que siempre parecía perforarle el pecho, la mente, y básicamente cualquier sitio que él creyera, eran de acero. El cabello recogido parecía resplandecer a contraluz, con los últimos rayos del sol entrando por la ventana de su habitación tras ella. Y su hermana guardó silencio cuando los dedos pasaron de un traste a otro, los acordes formándose en sus dedos con una celeridad que él no lograba entender, aún cuando el tempo fuera lento, calmo, casi como un arrullo.

Era una canción propia, les había dicho antes, algo en lo que había trabajado durante muchas semanas y no estaba del todo terminado. Que si aprendía un instrumento y tenía sus propias ideas en composiciones, la tomarían mucho más en serio, había hablado con Miyuki, y él estaba de acuerdo, aún cuando no entendiera un carajo de lo que estaba ocurriendo. Y entonces, Chiharu cantó:

Summer comes and winter fades,

Here we are just the same,

Don't need pressure, don't need change,

Let's not give the game away

There used to be an empty space,

A photograph without a face,

But with your presence and your grace,

Everything falls into place…

Mitsui conocía su voz. La había oído cantar en recesos durante tres años en secundaria baja, y estaba acostumbrado a ese timbre liviano y grave, como si elevara el sonido a los pómulos con una sonrisa, porque eso era: Chiharu cantaba con una sonrisa. La había oído cantar canciones de Metallica con una sonrisa, un hecho que había sido fascinante y terrorífico a partes iguales. Pero esto era… era algo más. Y aún cuando su dominio del idioma inglés resultaba lamentable, juró que entendía cada palabra. Que era su interior el que las comprendía.

Just please don't say you love me,

Cause I might not say it back,

Doesn't mean my heart stops skipping

When you look at me like that

There's no need to worry when

You see just where we're at

Just please don't say you love me

Cause I might not say it back

Mitsui sabía que no era el ser humano más receptivo del universo. Que tenía la profundidad emocional de una piedra, le había dicho ella alguna vez. ¿Dolió? Sí. ¿Era mentira? Claro que no. Por eso no lloraba con todas esas películas lacrimógenas que hacían vaciar los lagrimales de su hermana y su madre. Para él, las procesiones iban por dentro. Y aún así, por algún motivo que escapaba a su comprensión esa tarde de verano de 1994, sentía las emociones a flor de piel mientras la figura de Chiharu Nijiyama se movía con lentitud de lado a lado, como meciendo su instrumento.

Fools rush in

And I've been fooled before,

This time I'm gonna slow it down,

Cause I think this could be more,

The thing I'm looking for

Mitsui conocía su voz. La había oído cantar en recesos durante tres años en secundaria baja, y estaba acostumbrado a ese timbre liviano y grave, como si elevara el sonido a los pómulos con una sonrisa, porque eso era: Chiharu cantaba con una sonrisa, joder, y por algún puto motivo que no lograba dilucidar, siempre lo hacía mirándolo a él. A los ojos, como dos flechas color miel perforándole el pecho en cada palabra. Por eso lo aterraba cuando Master of Puppets salía de sus labios y entre sus dedos. Por eso había sentido un escalofrío repentino cuando le dedicó su versión de Fear of the Dark de Iron Maiden. ¿Pero esto? Esto era distinto. Esa mirada se sentía distinta. Igual que su mente. Igual que su pecho. Igual que sus manos sudando y la boca seca como una rama de otoño a pesar de haber tenido que ir al baño cinco veces por el líquido consumido esa tarde.

Just please don't say you love me,

Cause I might not say it back,

Doesn't mean my heart stops skipping

When you look at me like that

There's no need to worry when

You see just where we're at.

Just please don't say you love me

Cause I might not say it back

Cuando sus dedos se detuvieron, Mitsui Juró que también lo hizo su respiración. Porque los ojos claros de la joven que, en cualquier otro momento, hubiera confundido con una figura del bosque a contraluz en su habitación, pareció volver en ella, pestañeando y sonriendo. Ladeando la cabeza, el cabello claro sobre su rostro pálido. Y los gritos agudos excitados de su hermana lo volvieron a la realidad. A esa habitación, a ese verano.

Una vez más, Mitsui conocía su voz. La había oído cantar en recesos durante tres años en secundaria baja, y estaba acostumbrado a ese timbre liviano y grave, como si elevara el sonido a los pómulos con una sonrisa, porque eso era: Chiharu cantaba con una sonrisa. Y ese verano de 1994, cada parte de ella se sintió diferente.

Porque era diferente.

.

.

N. de la A.:

Saturnine: ¡Holi! No tengo palabras para describir este capítulo no por el contenido, sino por lo que fue hacerlo. Y es que no lo hice sola: lo hicimos de la mano con una de mis fickers favorita y una gran enorme monumental amiga, Stacy Adler. No doy en mí de la felicidad. Es una persona que cuando la conocí, se tomó el tiempo de leer y aconsejar cada cosa que escribía, y le debo mucho de lo que actualmente soy como escritora.

Gracias querida Stacy por la paciencia, y la capacidad de siempre ser un faro encendido. Te quiero muchísimo, más hacer este fic en conjunto es un honor para mí, y una experiencia que voy a amar en cada paso. Y CASHESE, le digo.

Stacy: ¡Aloha! Sip, soy yo en el fic de mi queridísima amiga Saturnine. Si bien mi participación en esta maravillosa historia era como beta reader, función con la cual yo estaba muy feliz, Saturnine y yo terminamos hablando de colaborar juntas. Lo cierto es que es una decisión que me ha hecho inmensamente feliz, ¡amo su manera de escribir! Amo la forma en que pone en palabras sentimientos difíciles de describir y los convierte en algo tangible. Y que me elija para escribir juntas una historia tan hermosa como esta me ha llenado el corazón. Conozco la trama al revés y al derecho, sé qué cambios hemos hecho, qué cosas corregimos, qué líneas argumentales modificamos, y quiero que Saturnine reciba todo el crédito por haber planificado una trama preciosa, emocionante, profunda, en la cual yo únicamente he aportado con mi experiencia y mi visión. Saturnine merece todo el reconocimiento del mundo y más. No acepto que me contradiga nadie jajajaja, ni tú amiga mía. ¡Cáshese!

Un punto aparte que quisiera mencionar antes de hacer mi retirada magistral para continuar con mis labores (XD) es que… bueno, estoy segura de que para la mayoría de los lectores no será necesaria esta puntualización, pero de todos modos quisiera hacerla: este Yohei y esta Fujii NO son como los de Melodía. Son los mismos personajes, sí, pero planteados de una forma diferente, aunque conservan la esencia del canon. ¡Gracias! Jajajaja.