Shuumatsu no Valkyrie y todos sus personajes pertenecen completamente a sus respectivos autores y son usados aquí con puros fines de entretenimiento.

Este fic es Apolo/Leónidas, ambientado después de que Leónidas rompiera la estatua de Apolo.

Romance tóxico con una pizca de horror/sobrenatural para estas fechas de octubre. También es mi intento de Fictober, publicando cada capítulo de manera semanal porque qué flojera subir cosas diarias JAJAJA. Espero les agrade.


Leónidas despertó en plena madrugada, bostezando. A pesar de que tenía ganas de volver a dormir, no pudo hacerlo: se quedó sentado sobre la cama pensando en nada, simplemente ahí mirando la pared como si fuera la cosa más interesante del mundo. Gruñó y optó por despertar completamente, incorporándose y apartando la delgada cortina que cubría la ventana: la noche estaba fría y en paz. Una brisa le refrescó el rostro y lo hizo cerrar los párpados. Al abrirlos, se encontró en la rama de un árbol a una lechuza que lo miraba con sus brillantes ojos.

Leónidas consideró su presencia como un buen augurio: Esparta adoraba a los dioses de la guerra, Atenea y Ares; la estrategia y la fuerza. Se creía que las lechuzas eran emisarias de la primera y observaban todo para avisar a su diosa de que el mundo estaba en orden. A pesar de todo lo acontecido con el Oráculo, la diosa le decía que, bajo su protección, no había nada de qué preocuparse…

Sin embargo, existía otra deidad además de Atenea que usaba a las lechuzas como sus servidoras: una diosa siniestra de tres cabezas a la que se invocaba en los cruces de caminos cuando la noche caía. Una diosa que gustaba de tomar la forma de perra, anciana encorvada o lechuza de rojizos ojos. Una deidad que podía entrar y salir del Inframundo a voluntad y cuyo culto estaba reservado a sólo unos pocos elegidos… Hécate, reina de la noche, diosa de los brujos. Su presencia no significaba nada más que desgracia.

Leónidas bufó con molestia: no podía dejarse llevar por pensamientos funestos, no era dado a ellos. Nunca temió a la noche ni a los dioses oscuros que habitaban en ella. De hecho, era preferible mil veces la noche que el día, donde el sol brillaba y no podía hacer más que pensar en ese: se negaba incluso a pronunciar mentalmente su nombre. Pero tuvo que hacerlo después de un rato… Apolo. Dios del sol, de las artes, a quien el Oráculo más certero de Grecia estaba consagrado… al que le había destruido su estatua de un solo golpe tres días atrás, para demostrar que no debían depender de dioses. Menos uno conocido por engreído.

Apolo, Apolo, Apolo…

Un repentino dolor le punzó la cabeza, pero no le dio importancia. Recargó sus pesados brazos en la ventana bajo la mirada vigilante de la lechuza. Leónidas pensó que, desde que la encontró, esta no parpadeó ni una sola vez. Tampoco se mostró perturbada con su presencia, como ocurre normalmente con los animales salvajes que huyen al encontrarse con un ser humano. Tan sólo estaba ahí, mirando… Las plumas del ave parecían brillar bajo la luz de la luna.

Démones subterráneos, muertos y muertas antes de tiempo… vengan, vengan a mí… vayan, busquen…

Chasqueó la lengua. La punzada en su cabeza había aumentado de intensidad.

Levántense, vayan a toda casa, a todo callejón… rompan cualquier cerradura, entren, entren…

El dolor fue tan fuerte que lo hizo inclinarse contra la ventana. La lechuza lo contemplaba imperturbable.

Él, él… lo necesitas, jamás te alejarás…

Leónidas apretó los dientes y colocó ambas manos contra su cabeza, pero el dolor no se fue: la punzada en medio del cerebro ahora lo recorría, haciéndose más fuerte. Bajó rápidamente al resto de su cuerpo, a su columna vertebral, a la punta de sus pies. Y tan repentinamente como apareció, el dolor se fue. Leónidas tomó aire, quedándose en su lugar unos cuantos segundos… hasta que se alejó y comenzó a caminar. Apenas y tomó una capa para cubrirse, saliendo de la habitación, saliendo del viejo palacio. No se encontró a nadie en su camino: en otro tiempo hubiese reprendido a los guardias nocturnos por no estar en su lugar, pero ahora no le importó. Era como si… como si todo se alineara para dejarlo ir en paz, sin preguntas. Pero, ¿a dónde es que se dirigía? Se dio cuenta que nada menos que al templo de Apolo. Negó con la cabeza. Por un momento intentó dar media vuelta y volver, pero no pudo hacerlo. Algo, algo le ordenaba ir ahí, lo obligaba a apresurar el paso.

El templo al igual que el palacio, igual que todo el camino que recorrió, estaba vacío. No podía ser, los sacerdotes siempre estaban ahí… el Oráculo daba consulta a toda hora. Las antorchas iluminaban las amplias columnas, el fuego permitía contemplar la amplia estancia. Y en medio, la estatua… la estatua estaba entera. ¿Pero cómo, si él mismo la había destruido? No pudieron haberla reparado tan rápido, mucho menos traer otra. Ni una sola fisura, ni una grieta… ¿Era magia? Se acercó a la estatua y la contempló. Esta pareció sonreírle. Sintió una presencia a su espalda y volteó: la lechuza lo había seguido y estaba posada en el suelo. Por la luz de las antorchas, la sombra parecía mucho más grande de lo que debería ser. De pronto, el ave abrió el pico… y habló con voz femenina:

—¡Leónidas, hijo de Anaxandridas, rey de Esparta! ¡Jamás volverás a tu palacio! ¡Jamás volverás a ver a tus hombres! ¡Jamás volverás a ver a tu mujer! ¡Nunca verás otra cosa que el sol radiante que abrasara tu piel y tus ojos! ¡A partir de ahora, la noche no existe para ti… porque yo te constriño!

Leónidas sintió como unos delgados hilos se aferraban a su carne. Hilos que se encajaban en la piel, que le desgarraban. Hilos que lo amarraban y jalaban hacia… ¿Hacia dónde? ¿Hacia la estatua? La sombra de la lechuza lo cubrió, a él y a la estatua que lo atrajo con aquellos hilos y lo abrazó fuerte, tan fuerte como para no dejarlo huir, aunque ni siquiera lograda dar un solo paso para escapar. Antes de que la oscuridad lo consumiera, Leónidas observó como la lechuza se transformaba en una mujer de tres cabezas. La siniestra Hécate lo miró con sus seis ojos y elevó una mano hacia él.

—Adiós, rey de Esparta…

Los hilos se aferraron a su boca, cubriéndola por completo y ahogando el grito que se atoró en su garganta. En el templo las antorchas se apagaron durante unos segundos y en cuanto regresaron, diosa y estatua habían desaparecido. Y con ellos el rey Leónidas, que no sería visto por nadie nunca más.


Los démones no son demonios, sino espíritus que sirven de intermediarios entre los hombres y los dioses, para cualquier fin. En este caso, sirven a Hécate.

Espero les haya gustado este primer capítulo y dejen comentarios, gracias por leer. Nos vemos la siguiente semana para ver qué pasará con Leónidas.

Por cierto, se siente raro escribir sobre personajes que no son ni Buda ni Jesús JAJAJAJA.