Disclaimer: InuYasha y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Rumiko Takahashi. Esta historia está escrita con el único fin de entretener.

Notas:

[1] Nahual: palabra del náhuatl; brujo o ser sobrenatural capaz de transformarse en un animal, usualmente el espíritu de un animal con el cual la persona está vinculada al nacer.


"Si sigues haciendo ruido el nahual nos va a oír, con sus alas de paja y sus cuernos de cristal."

Un cuento de hadas mexicano —Leonora Carrington


Naraku

La noche está llena de maldad. Puede respirarla, alimentarse de ella. La oscuridad que lo recibe es abominable, abisal y espantosa, sólo iluminada por las llamas que arden y bailan tras él, esas de entre las cuales ha surgido; lo siente en su columna, aunque apenas es capaz de pensar, siquiera entender cómo logró nacer de entre ellas, surgir de la muerte y la podredumbre hasta el reconfortante manto de la tierra fría que lo recibió cuando las piernas, nuevas y aún débiles, le fallaron.

Respira con libertad por primera vez en mucho tiempo: aire rancio, plagado de humo, de calor, pero también del aroma de la hierba, del rocío nocturno, de la tierra que se le pega a la piel húmeda. «¡Piel…!». Se mira las manos sucias. «Piel lisa, tersa… ¡joven!»

Huele la tierra en sus manos, y en ella encuentra el aroma de la vida, del sándalo, de la hierba y la putrefacción de los mil y un animales y yerbajos que murieron en ese lugar mucho antes de que él existiese.

El dolor del fuego y los huesos rotos, de la piel que cicatriza con lentitud espantosa, parece ahora un recuerdo lejano de muchos siglos atrás. Algo dentro de él comienza a tomar forma con una rapidez tan pasmosa, que apenas es capaz de saber qué ha pasado, como una enfermedad largamente padecida que al fin se cura.

—Naraku… —susurra como primera palabra, más un impulso que otra cosa. «Escapaste de él… ¡Naraku!» Aún no es su nombre, pero muy en el fondo sabe que lo será, lo sabe con la misma certeza con la que sabe que ha nacido y venido de las profundidades del infierno, y Naraku así decide nombrarse, mientras se revuelca, aún débil y pasmado con su nueva vida y cuerpo, sobre la tierra insidiosa que lo albergó y sobre la cual renació. Ha logrado lo que pocos: ha escapado del infierno y todos sus reinos.

«Una araña mudando de piel», se dice después, cuando siente las extremidades de su espalda moverse con torpeza. Está cubierto de un líquido viscoso y transparente, no tan distinto al que albergan en sus vientres las mujeres grávidas, como expulsado con desdén por una oscura y maligna matriz.

Le duele la espalda, algo en ella se mueve; arde como el remanente de una quemadura que no ha visto, pero que sabe que permanece ahí. Por un segundo, se pregunta si realmente se ha librado de Onigumo.

—No… —susurra, haciéndose consciente por primera vez del sonido de su nueva voz. Es grave y profunda, un poco rasposa, y posee un talante cínico y cruel; de pronto se sabe no un hombre, sino un hombre nuevo.

—No un hombre… —«Una araña que muda de piel», se repite. Mira atrás. Más allá, las llamas siguen ardiendo, y de su espalda nace una docena de gigantescas patas de araña: son largas y oscuras, y se mueven con torpeza, demasiado jóvenes como para coordinarse aún, y ante la luz del fuego brillan como la obsidiana. Chocan entre ellas, y las garras en la punta de cada una de ellas remueven la tierra sobre la cual se arrastra. El sonido de sus duras corazas espinosas es atronador en el silencio de la cueva después de ser invadida por la legión de yōkais que lo ha devorado, ahora únicamente interrumpido por el crepitar de las llamas enormes e intensas; aquella hoguera ardería por días.

—No, no a mí… —Se da cuenta, como la certeza misma de que ahora es Naraku, de que debe deshacerse de su origen—. "Aún pienso como si fuera él…" —No se atreve ni a susurrar su nombre, temiendo invocar el palpitar aún fresco de su corazón anhelante y ambicioso.

Naraku se incorpora sobre el suelo con ambas rodillas, y una sensación de euforia lo invade cuando no siente dolor alguno. Levanta su torso, apoyando sus brazos en el suelo, y ve que su piel tiene una palidez cetrina, casi enferma, demasiado blancuzca todavía. Cuando nota los músculos jóvenes y bien formados que se adivinan bajo la piel de sus brazos o de sus muslos, no puede evitar sentir asombro al saber que jamás ha sido tocado por el sol.

«Como las crías de arañas… y las crías de escorpión».

Está desnudo, y la brisa nocturna logra helarle la piel húmeda, dibujada a todo lo largo y ancho por delgadísimas venas que corren azules, púrpuras y negras debajo de ella. Naraku nota que desaparecen de a poco: en su sangre corre puro veneno. Sonríe, y se maravilla al sentir cómo sus dientes castañean ligeramente entre la mezcla del frío y la emoción. Vaya, tiene dientes; «no sólo dientes, colmillos». Pasa la lengua por las afiladas puntas, tan emocionado que podría cortarse a sí mismo.

Siente las piernas y los músculos aún débiles, pero se arrastra con rodillas, codos y manos sobre la tierra, y aparece una sonrisa siniestra en sus labios. Todavía no tiene un plan en mente, pero ya puede saborear la victoria en la lengua, en la pequeña gota de sangre que surge de ella al apretarla contra sus colmillos. Lo hace un poco más, hasta que el sabor de la sangre invade su boca, entonces, siente algo animal y primitivo que, aunque aún no lo no sabe, jamás podrá satisfacer: tiene hambre.

Levanta la cabeza, con el rostro medio cubierto por el cabello negro y empapado. La sangre escapa de su boca y escurre por su barbilla, dejando unas cuantas gotas de ella en la tierra, que las absorbe pronto: sobre ella jamás volverá a crecer planta o hierba alguna.

Naraku mira la salida de la cueva, allá arriba, en lo alto de una pequeña pendiente rocosa, medio cubierta por yerbajos. Puede ver la luna, y su luz plateada se refleja en sus ojos aún pálidos, de un azul casi blanco. ¡Tiene dos ojos! La sensación de desequilibrio y la desesperación que sintiera al saberse con un único ojo útil y otro vendado, quemado y perdido para siempre, desaparece por completo.

—Los tengo… —murmura, enajenado, volviendo la cabeza al fondo de la cueva, ahí dónde los restos de Onigumo arden—. ¡Tengo dos… dos ojos! —grita, hipnotizado ante las llamas. Siente repugnancia por ellas, por su brillo y el calor que despiden, y lo invade la urgencia de alejarse, el recuerdo remanente de su espantoso calor y de su avasallador dolor sobre la piel viva. Y siente, por primera vez, algo que siempre detestaría: miedo.

El miedo se apodera de su mirada, instalándose para siempre muy en el fondo de su mente: sus ojos serían lo único que prevalecería en él, siempre, sea como sea. Tiene dos ojos, se dice: dos ojos para ver, para observar, para disfrutar del dolor que causaría muy pronto, para mirar la sangre roja sobre la hierba; tiene dos ojos, incluso, para llorar.

Naraku mira el fuego, y se jura jamás volver a caer en él, ni siquiera en las llamas del mismo lugar cuyo nombre ha decidido ostentar. El miedo refulge en él como el mismo fuego que observa: ahí se reduce a cenizas lo que jamás quiere volver a ser y lo que jamás será, y sus ojos, inyectados por su iracunda sangre, se colorean al fin de un borgoña profundo, cubierto de vetas purpúreas tan oscuras que parecen negras.

Se lleva las manos sucias al rostro, y con él se mueven también las patas de araña que le nacen de la espalda. Siente los remanentes del fuego, y se da cuenta de que no se ha librado por completo de aquel pobre diablo que arde inerte al fondo de la cueva.

Naraku grita a la noche como un lobo aúlla a la luna, lleno de furia, de euforia, de hambre y asombro ante el nuevo mundo que se abre ante él, ese mismo mundo al que azotaría con toda su ira cincuenta años después. Siente cómo el veneno hierve en sus colmillos, no tan diferente a los colmillos de las arañas, y cuando el fuego comienza a lamer el techo de la cueva, Naraku llena de aire sus pulmones y se arrastra, como una serpiente, sobre la tierra hasta alcanzar la salida; es su salida de aquel infierno, oculta entre enredaderas. Las patas de araña al fin lo entienden, acompasan sus movimientos con sus pasos, y lo impulsan sobre la tierra, se encajan en ella y en las rocas. Sus pies, rodillas, codos y manos se rasguñan entre la áspera roca, pero Naraku apenas puede sentir el ardor de las heridas entre la euforia, y descubre, pasmado, que sanan con la misma rapidez con la que se abren.

Al llegar a la entrada de la cueva lo golpea de lleno el aire frío, lo recibe la oscuridad del bosque y el rumor del viento espectral entre las hojas de los árboles y la alta hierba que rodea la cueva. Algunas enredaderas se le han quedado atrapadas entre las patas de araña, y cuando al fin ve la esfera de la luna en todo su esplendor en lo alto del cielo, sólo puede pensar en que al fin es libre, y ahí, entre enredaderas, se obliga al fin a ponerse de pie. Siente las pantorrillas acalambradas, los muslos tensos, los tobillos temblorosos, pero sabe que por dentro sus músculos son firmes, fuertes: tienen la juventud de un hombre, y la fuerza de un yōkai, y se sabe perfecto. Lo siente y lo cree con una vehemencia ciega hasta que cae en la cuenta, en la entrada de la cueva y bajo la luna, de que tiene la sangre de ambos y que, en realidad, está muy lejos aún de ser perfecto.

Se vuelve hacia la entrada de la cueva. Desde ahí puede ver los restos de Onigumo quemándose, y la luz naranja del fuego lo ilumina todo, como una entrada al infierno. Naraku comienza a reír; es una risa desquiciada y cruel, la misma que sabe que un día volverá a entonar, cuando al fin gane.

«¿Cuándo gane sobre quién?» Se detiene. Toma aire, endereza la espalda como la punta de una flecha. Se paraliza ahí mismo, ante la entrada de la cueva, y piensa que esa es la imagen que Kikyō debía ver todas las mañanas. Y ahí estaba, al fin, también él, acompasando sus pasos con los de ella.


Sale corriendo entre la hierba, trepa los árboles y huele la tierra, impulsándose con piernas, brazos, con las larguísimas patas de araña. El hambre lo vuelve más un animal que un hombre o un yōkai. Tiene la garganta y la boca secas, y su hambre es tan apremiante que le arde el estómago y le nubla la mente. Busca a un animal, a un humano, a un demonio, ¡le da igual! La sola idea de devorar la carne y la sangre de su primera víctima lo inyecta con una energía avasalladora en las oscuras venas que aún le palpitan bajo la piel.

Está entre las ramas de un árbol cuando lo escucha: el rumor del agua, no muy lejos, y hasta su nariz llega el aroma fresco de un río, tal vez un lago. La patas de araña que se encajan y sostienen entre las ramas se estremecen, abriendo y cerrando sus espinas, y desde ahí, con los ojos rojísimos brillando en la oscuridad, con el cabello oscuro pegado a su cuerpo todavía húmedo, parece una araña gigante a medio camino de convertirse en humano. Los dioses observan horrorizados aquel espantoso error de la naturaleza.

Naraku se mueve sigiloso, guiado por sus sentidos que todo lo sienten, todo lo huelen, los mil aromas de la naturaleza, de todo lo que ha vivido y muerto y todo aquello que se arrastra en la oscuridad. Cuando se acerca comprueba que se trata de un lago, no muy grande, pero cristalino y fresco, y el recuerdo viene a él como un sueño; nunca ha pisado esas tierras, pero sabe que se conecta al río alimentado por la cascada, al norte del bosque.

—Un animal… —susurra al viento cuando un aroma fuerte y agrio llega hasta su nariz. La boca se le llena de saliva como a un lobo hambriento, aunque al principio no logra adivinar de qué animal se trata.

Se acerca entre las copas, silencioso y ágil como un gato, y cuando llega a los árboles que nacen en la orilla del lago, la luz de la luna le muestra un pelaje abundante y grisáceo, casi blanco, alrededor de un rostro de piel azulada, ojos marrones y hocico alargado.

«Un babuino…» Una sonrisa insidiosa aparece en sus labios aún manchados de sangre. Es un macho adulto, y está tranquilamente bebiendo agua en la orilla. Está solo, piensa también, probablemente expulsado por su grupo.

—"Un animal solo es presa fácil…" —piensa con un regusto cruel, y enseguida una voz le responde dentro de sí, certera y no menos cruel: «tú también estás solo».

Naraku siente cómo su corazón da un vuelco dentro de sí, y por vez primera conoce el peso de la soledad. Ha nacido apenas, pero ya carga sobre su espalda todas las miserias que han atormentado a la humanidad desde que el mundo es mundo.

La ira regurgita dentro de sí, y el babuino apenas pueda reaccionar, percatándose de que no está solo. «A veces», se dice Naraku, expulsando de su boca un millar de hilos de seda, «es mejor saberse solo». La telaraña envuelve al animal con la misma rapidez con la que cualquier araña atrapa y envuelve a un mosquito.

Naraku apenas sabe cómo lo ha hecho, y baja, moviéndose entre los rincones y los nudos de la telaraña que está entre árbol y árbol. Se da cuenta de que las puntas de sus dedos se han ennegrecido, y que debajo de sus uñas brotan también telarañas.

Al llegar al suelo corta los hilos con sus propios dientes, y los restos que le quedan dentro de la boca los traga con la misma soltura con la que lo haría con la saliva. El pobre animal está atrapado, su pelaje se confunde con la blancura de la telaraña que lo envuelve, y aunque apenas puede moverse y respirar, Naraku sabe que no saldrá.

—Vamos a hacer esto rápido y fácil —le dice al babuino, como si pudiera entenderlo entre sus gemidos de ira y miedo. No le interesa hacerlo ni rápido, ni fácil, ni indoloro, «y dolerá», piensa, antes de clavar sus colmillos en el cuello del animal, que se estremece al aguijonazo de la mordida y el ardor del veneno inyectado directamente en su torrente sanguíneo. Pronto comienza a convulsionar, atrapado y desesperado en el fuerte capullo que forma la telaraña a su alrededor. Sus vías respiratorias se cierran, sus músculos se paralizan, y su cerebro se vuelve una melcocha de sangre y carne blanda dentro de su cráneo mientras delira; muy pronto el sólo dolor lo mata. Naraku ve por primera vez los efectos de su propio veneno y no puede sentirse más complacido.

Revuelve dentro de él, entre los órganos medio disueltos y la sangre, y empujado por un macabro instinto que lo acompañaría por el resto de su vida, llega hasta su corazón. Al arrancarlo está aún caliente, y la sangre le empapa el brazo entero. Es un puño rojo, fibroso y cálido. Se lleva el corazón a la boca, fascinado por su peso, por sus formas, por su aroma a hierro, por el calor que aún despide; encaja los dientes en él. La carne está cruda, dura, pero sus colmillos la desgarran con facilidad y su veneno la disuelve a cada mordisco. El líquido espeso explota en su boca como el jugo de una ciruela madura, esparciéndose por sus labios y barbilla. Naraku cae de rodillas, extasiado por el primer bocado de su vida, y sólo cuando el hambre disminuye se hace al fin consciente de que está vivo y sano, de que es poderoso y puede hacer ahora lo que desee. Los días de vivir postrado sobre la tierra y de comer arroz blando han pasado, igual que los días en los que se sabía demasiado débil como para derrotar a una sacerdotisa. Ambos recuerdos parecen ahora dos sueños muy lejanos, muy diferentes entre sí, como de diferentes épocas y diferentes seres.

El hambre al fin desaparece, y la carne le resulta tan deliciosa que casi tiene ganas de llorar. Devora el corazón entero hasta que de él no queda nada más que la sangre que le empapa las manos, los brazos, el rostro y el cuello.

No sabe en qué momento, pero para cuando acuerda, ha devorado también los pulmones del babuino, su hígado y riñones, y apenas ha comido un poco de la carne dura y fibrosa del brazo cuando se detiene y se da cuenta de que está satisfecho; incluso, tal vez, se ha pasado un poco.

Con la pesadez llega una ligera sensación de malestar, pero la ignora. Descansa un momento, y después de comprobar que sigue solo, mira el cadáver del babuino ya medio vacío colgando de la telaraña. Cuando la sangre sobre su piel comienza a secarse y a formar grietas entre sus dedos y en las palmas de sus manos, se hace consciente de su propia desnudez

«No sería mala idea». Se levanta, aún con las patas de araña tras la espalda, y saca de su trampa al animal muerto. Lo despoja de su piel, llevándose con ella el rostro azulado; pronto termina bañado de sangre. El pelaje está manchado también, pero poco le importa. Lo deja cerca de la orilla, y siente cómo el agua fresca le lame los dedos de los pies. Siente el lodo y el moho bajo sus plantas, incluso está a punto de resbalar en algún momento; es Naraku, y pronto sería el azote del Sengoku, pero esa primera noche es aún una cría de araña demasiado joven, todavía algo torpe, repleto de veneno, pero pálido y de coraza suave aún, lleno de la arrogancia de la ingenuidad y la inocencia propias de la inexperiencia de aquel que jura que todo saldrá según lo ha planeado.

Se mira el cuerpo: está lleno de tierra, de sudor, de hierbajos, de sangre seca y sangre fresca; el cabello se le ha apelmazado en mechones sobre los hombros y la espalda.

Naraku entra al lago, y el mordisco del agua fría le arranca un gemido de dolor, aun así no se detiene hasta que el agua le cubre la cabeza. Dentro todo es oscuro, silencioso, y Naraku puede jurar que aquello es como flotar en el aire; todavía no lo sabe, pero pasaría mucho tiempo hasta que lograse dominar el arte de la levitación. No sería el más fuerte de los demonios, pero sí el más astuto de entre todos, y lograría burlar desde al sencillo humano, hasta los tristes hanyōs, los arrogantes yōkais, hasta los más engreídos y poderosos daiyōkais.

Siente cómo la suciedad de su cuerpo se ablanda y se desprende de su piel. El cabello larguísimo flota alrededor de su cabeza como los tentáculos de una medusa negra, y sus patas de araña apenas se mueven, extrañadas de encontrarse en el agua.

—"Extraño…" —piensa—. "Qué extraño…" —se dice de nuevo. De alguna forma se siente en su elemento, y la tranquilidad y paz que experimenta en la penumbra del agua jamás volvería a sentirla hasta el final de su propia vida, pero todavía es demasiado joven e ingenuo como para siquiera vislumbrar su final.

Cuando abre los ojos, la luz rojiza que se desprende de ellos ahuyenta a todo ser vivo cerca de él, pero no le interesa, no tiene ningún interés en ellos, se dice, mientras ve las burbujas que dejan a su paso las colas de los peces que huyen rápidamente de él. Naraku siente que ha pasado eones dentro del agua, y desea pasar mil eones más; entonces, el aire en sus pulmones se termina.

Al salir ve que la luna y las estrellas apenas se han movido en el firmamento, pero para él la noche ha sido eterna. Esa sensación jamás lo abandonaría durante el próximo medio siglo: ahí a donde fuera, lo acompañaría siempre la penumbra.

Se termina de quitar los restos de suciedad con las manos y con agua, y aunque ningún otro incauto tuvo el infortunio de encontrarse con él aquella noche, si alguien lo hubiese visto ahí, a orillas del lago y desnudo, lo habría confundido con los demonios que se aparecen en los sueños nocturnos de los durmientes para ultrajarlos, hacerles arañar el cielo y el infierno, y extraerles la energía de entre la boca y las piernas. Extraño, fascinante, un ser hermoso y espantoso en partes iguales, limpiándose los brazos y el cabello con agua, las patas de araña moviéndose lentamente tras él como una docena de finos dedos negros. La belleza etérea de aquel hombre bajo la luna, corrompida por las hibridaciones monstruosas de los treinta mil demonios que residen dentro de él.

Al terminar, Naraku siente una tranquilidad similar a la que sintiera bajo el agua. Con los pies aún dentro del lago, se mira el cuerpo por primera vez, limpio y en calma. Las venas oscuras que invadían su piel han desaparecido casi por completo, y su tez ha adquirido un poco más de color, que aunque aún pálido, nota entre la oscuridad un tono ligeramente trigueño. Se palpa el torso plano, cincelado en los músculos del abdomen, al igual que los brazos. Las venas, que se han ido aclarando, conducen hacia su vientre y luego al pubis ligeramente cubierto por un vello oscuro y ensortijado. Las piernas, que al fin siente fuertes, han dejado atrás la sensación de acalambramiento, y palpa los músculos dentro de ellas.

«Puedo caminar», se dice, aún asombrado. «Ya no estoy postrado»; en el fondo, se asemeja a un bebé que logra dar sus primeros pasos. «No. Yo… nunca estuve postrado», se recuerda. «Yo soy Naraku…»

Se toca la cara, en donde siente una nariz recta, fina. Sus dedos adivinan sus pómulos altos y unos labios suaves, con un arco bien definido, ligeramente delgados. Toca su mandíbula, angulosa, y su barbilla, afilada, aunque en él aún no crecen los primeros rastros de vello. Tiene un cuello fino y largo, y por pura inercia se toca también el cabello; está mojado y es incapaz de adivinar si es ondulado o lacio, pero sabe que es largo, tan oscuro que logra confundirse con una noche sin luna.

Se muere por verse la cara; en su mente sólo vive el recuerdo, que aunque lejano, aún muy vivo de la carne chamuscada por el fuego, de las heridas abiertas y mil veces untadas con cataplasmas y hierbas, cubiertas otras mil veces por vendas viejas. Recuerda el sabor insípido del arroz blando que apenas era capaz de masticar con su boca cuasi desdentada; recuerda los músculos quemados y atrofiados de su cara que apenas le permitían hablar; recuerda la nariz cuyo cartílago desapareció frente a las llamas; recuerda el dolor crónico de sus piernas destrozadas, su piel reducida a un amasijo de carne medio cicatrizada que cubría su cuerpo por entero, la certeza de que tal vez, sólo tal vez, podría un día ponerse de pie, pero destrozado, lisiado, condenado por el resto de su vida a la miseria, a los miembros atrofiados, a la piel inflexible.

—"Y por eso se vendió…" —piensa Naraku, mirándose hipnotizado las manos de las cuales jura ver cómo escapa un humo oscuro y caliente—. "No podía ser vida."

Casi puede empatizar con él.

El recuerdo se transforma en sensación, y después en ilusión. Cae de rodillas, abrumado por mil dolores sin herida. Se inclina a la orilla del lago, ansioso por mirarse el rostro. Entre todo ello, percibe un aroma que pronto le resulta inconfundible, un aroma que va más allá del de la hierba, de la sangre, de la tierra, del agua o de sí mismo. Sí, se dice, sintiendo un deseo hirviendo en su pecho ahora que lo ha descubierto: es el mismo lago en donde se lavaban las vendas que usara el ya muerto y muy quemado Onigumo.

«¡Kikyō…!»

Sabe que jamás volverá a sentir sus finos dedos untando su cuerpo desfigurado con hierbas y cataplasmas. La sensación cobra forma al fin, como un fantasma que tuviese años persiguiéndolo, al fin mostrando su verdadera forma frente a él, tal vez en sus pesadillas. La ve flotando como una santa sobre las aguas del lago súbitamente teñidas de rojo, iluminada por un brillo fascinante, pálido, liliáceo y puro, como un alma renacida; «como yo…». Sostiene la Perla de Shikon contra el pecho, parece a punto de entregársela, y por primera vez en su nueva vida, urde el primero de sus muchos e infinitos planes; sobre la única razón por la cual ha nacido en ese cruento mundo, construye aquel primer plan y con él, el resto de su vida y muerte.

Naraku se mira en el reflejo del agua, pero no ve nada entre las aguas oscurecidas por la noche y aquella perpetua penumbra que siempre lo acompañaría.


Estuve trabajando en este fic hace meses, pero se me atravesó muchísimo trabajo y tuve que dejarlo de lado, así que estoy emocionada de regresar con él después de un tiempo.

No pude evitar relacionar el tema del nahual con Naraku, aunque sé que eso es parte de las culturas mesoamericanas, nada tiene que ver con la japonesa; aun así, casi todas las culturas del mundo tienen mitos en donde las personas pueden transformarse en animales como parte de una maldición, un don o una habilidad, usualmente relacionada a la brujería. Recordé que Naraku es un cambiapieles o cambiaformas y puede transformarse en quien quiera, sin embargo, también se le ve transformarse en araña, como en la segunda película o en la batalla final, o incluso en el manga, cuando los mechones de su cabello cortado se transforman en anguilas venenosas (es imperdonable que no se animara eso en la serie). Quise explorar en qué animales podría transformarse y en qué momentos, y me gustó explorar eso en una etapa temprana de su existencia, vaya, pues, en su nacimiento. En este primer capítulo no se da como tal ninguna transformación, eso se verá en siguientes capítulos, aunque aviso que este fic será corto.

¡Muchas gracias por leer!

Me despido,

Agatha Romaniev