Aquella mañana, Godrick y Malenia, debieron compartir una comitiva. El carruaje de oro y las ruedas como tal: reverberaban con los rayos del Gran Árbol, que era conocido en otras lenguas, como Terrarbol.
Tratábase de un día de paz, con el viento avanzando en las inmediaciones de Leyndell y el pasto recogiendo en sus bordes el llamativo rocío dorado. Y dio el caso de que, en aquel instante, el carruaje atravesaba una loma muy ardua, al borde de un claro, entre las hileras de un río.
Pero Godrick no había desprendido la mirada del paisaje, pues en sus ojos, en el refulgir del día, parecía navegar el oro. Y su admiración era profunda, tal como la de un navegante que, expuesto a otras tierras, imagina los rumores de la costa.
Mas la luz parecía concentrarse solamente en la mirada. Pues el techo del carruaje, y la inclinación del día, abandonaban gran parte de su cuerpo a la penumbra, tal como una estatua hecha a un costado.
Y Godrick era de nariz gacha y labios fijos -con el pelo del color de la ceniza-; todavía una composición, sin embargo, que podría llamarse bella; y no era él rey, ni lord de ningún lado; el Castillo de Velo Tormentoso no le llegaría sino muchos años después. Siendo, también él, diferente y despreciable.
Pero en aquel trayecto, distinto fue el caso de Malenia, quien en el más calmo silencio y los ojos algo heridos: poco había notado del paisaje, más que en manchas amarillas, y el breve traquetear del carruaje.
Y la luz la iluminaba entonces de tal forma que, en aquel costado del asiento, su melena roja caía como encendida. Y la luz subía entonces hasta sus dedos vendados, que tenían entonces protuberancias oscuras, tal como anillos de un reinado. Y allí sentada, con el casco sobre las rodillas, y el plumaje como de oro, enriquecido por la luz dorada, parecía imitar la figura de un atleta majestuoso. Sumido en el pensamiento y la armonía.
Pero fue entonces, de pronto, que Godrick ordeno a la caravana que se detenga. Y salió en dirección al claro, a un costado del camino y de toda aquella comitiva.
De todo ello se desprendió, yendo detrás de los elementos que habían bañado su mirada. Y nadie pudo detenerlo, pues él ya no escuchaba: quería sumar su vida a aquellos pastizales dorados.
Y el oro, el oro, refulgía en su caminata, pues él se sentía dentro de un cuadro, siguiendo el cauce de un río, ampliándose de a poco.
Y Malenia lo dejo estar. Entendía de qué se trataba. Y una sonrisa -cuando todavía existía en ella tal satisfacción- dejo que se le formara apenas.
Les agradezco la lectura! Si bien es breve, me pareció que podía servir como inicio. Cualquier cosa me pueden escribir.
Saludos y gracias!
