Disclaimer: InuYasha y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Rumiko Takahashi. Esta historia está escrita con el único fin de entretener.
Notas:
[1] Nureonna: «mujer mojada». Mujer demonio que aparece en cuerpos de agua lavándose el cabello. Ataca las embarcaciones y su cola de serpiente puede medir 300 metros.
[2] Oni: demonio u ogro del folklore japonés.
[3] Shiryō: «espíritu muerto», fantasma.
[4] Kyōkotsu: «huesos locos». Esqueletos fantasmales que están dentro de un pozo. Su despecho se vuelve tan intenso que enloquecen. Yōkai inventado por Sekien Toriyama.
[5] Tsuchigumo: «araña de tierra». Yōkai araña que suele devorar y robar la apariencia de los humanos.
[6] Jakotsubaba: «anciana víbora huesuda». Mujer vieja capaz de controlar serpientes; en la mano derecha lleva una serpiente azul, y en la izquierda lleva una serpiente roja.
[7] Kappa: yōkai acuático que se dedica a arrastrar a las personas que se acercan a los ríos para ahogarlos. Es de color verde, tiene ancas de rana y su cabeza tiene la forma de un plato lleno de agua.
[8] Onryō: fantasma vengativo de una mujer. Usualmente muere bajo circunstancias violentas y trágicas, o llena de sentimientos negativos (ira, rencor, celos), volviéndose un fantasma que busca únicamente venganza; su presencia es capaz de crear maldiciones.
[9] Ōmagatoki: «crepúsculo, hora de encuentro de los espíritus malignos». Momento de la tarde en el cual no es de día ni de noche; se dice que a esta hora la frontera entre «el otro mundo» y el mundo humano se adelgaza, y llegan a él toda clase de yōkais y fantasmas.
[10] Mokumokuren: «conjunto de ojos». Ojos fantasmales que observan a través de los agujeros de las puertas y ventanas corredizas de papel de las casas japonesas.
«—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Quiten esos tablones! ¡Ahí… ahí! ¡Dónde está latiendo su horrible corazón!»
El corazón delator —Edgar Allan Poe
Mil Animales
Naraku siente tras él la presencia de centenares de demonios y espíritus que hincan la rodilla sólo verlo. Tras la capucha de babuino sonríe satisfecho, regodeándose en el olor de su miedo, ese aroma a pesar, a impotencia, a servidumbre escapando de entre las escamas de las colas de trescientos metros de las nureonnas [1], de las pieles gruesas y las garras temblorosas de los onis [2], los cabellos ligeros y ropas fantasmales de los shiryō [3], y los huesos envidiosos y resentidos de los espectrales kyōkotsu [4], todos ellos pestilentes a muerte. Aquella peste a miedo escapa incluso de los afilados colmillos de aquellos monstruos que ahora para poco sirven ante él. Y sólo es un híbrido. «Lo que seré el día en que consiga lo que deseo», piensa al hacerlos parte de él.
Los yōkais al final se entregan de buen agrado, dispuestos a formar parte de algo más grande y fuerte, algunos motivados por la venganza, otros, movidos por el resentimiento, pero la mayoría de ellos están únicamente impulsados por el poder.
Oculto en las montañas, no muy lejos de la aldea donde Kikyō pasara sus últimos años resguardando la Perla de Shikon, se hace de su ejército en sólo unas horas: los demonios que lo habitan pelean a muerte con los que encuentran, y desfallecidos, Naraku se apodera de ellos, convirtiéndose en una amalgama de garras, cuernos y tentáculos. Canibaliza varias decenas de patas de tsuchigumo [5], y las serpientes azules y rojas de la jakotsubaba [6] intentan morderlo y asfixiarlo, pero él se apodera de la vieja bruja y cada una de sus escamas. Como pocas veces, se mancha las manos y mata a los líderes de cada clan oni, mientras los kappa [7], que observan todo desde la cascada, huyen y se ocultan en el lecho del río; incluso las onryōs [8], usualmente ciegas de ira y resentimiento y que bajo las tragedias de la guerra dominan ya toda la tierra de Japón, se alejan de la montaña con sus ropas y cabellos fantasmales, gritando con sus bocas ensangrentadas al crepuscular ōmagatoki [9], que en esa ocasión llega aún más ominoso, con sus vientos aún más helados, arrastrando consigo el aroma de la sangre y la podredumbre, y bajo el escalofrío que domina a los seres más terribles de Japón, Naraku se alza sobre todos ellos como su nuevo líder, sino, como verdugo.
No ofrecen mayor resistencia al verlo no sólo matar a sus líderes, sino devorarles el corazón y absorberlos hasta no dejar nada de ellos. Naraku aún tiene en la lengua el gusto amargo de la sangre al encaminarse a lo alto de las montañas, seguido por centenares de yōkais. Ninguno de esos monstruos le ha visto siquiera la cara, pero pueden percibir y oler la parte humana que impregna todavía el corazón de esa nueva criatura que se alza ante ellos bajo el nombre de Naraku, pero ninguno lo contradice, demasiado temerosos, y aún menos, después ansiosos, al prometerles la Perla de Shikon.
En lo alto de la montaña, en la copa del árbol más alto, como en un trono improvisado, Naraku apunta a la aldea de Kikyō. «Vayan, demonios y espectros… ¡todos!», susurra en sus oídos como una serpiente recitando un hechizo.
—La Perla de Shikon les dará poderes inmensos —asegura luego, aún apuntando al frente, viendo cómo el ejército de demonios se pierde tras los montes. «Pobres», piensa, cuando los ve al fin desaparecer. «No saben que la mayoría de ellos va ahí, volando rápido, a su propia muerte».
Una parte de él casi lo desea al sentir su corazón helarse imaginando a Kikyō muerta bajo las fauces de mil yōkais, pero destierra de su cabeza toda duda e inquietud al escuchar a lo lejos los gruñidos y gritos espectrales de los demonios llegando al fin hasta la aldea.
«Tal vez entre ellos también están los gritos de Kikyō». Naraku toma aire, aprieta los puños y los dientes; finalmente, se muerde los labios, y una gota de sudor le resbala por la sien hasta la mandíbula. Por primera vez, siente algo similar al ansia. «No importa si lo logran o no», se dice, escuchando los gritos de dolor de los yōkais derrotados. Kikyō debía estar peleando ya, probablemente en compañía de InuYasha. «De una u otra manera, conseguiré la Perla de Shikon».
Se acerca a la aldea. No debería hacerlo, pero no puede evitarlo. La idea de ver a Kikyō iracunda peleando contra ese ejército, desesperada intentando destruirlos mientras devoran a su gente y amenazan con matarla, remueve algo en su pecho, no sabe muy bien si ansia o desazón.
«No, no importa lo que pase». La ve pelear. Incluso sudada, ensangrentada y desesperada, luce hermosa. Aprieta los labios al pensarlo, al ver el contraste de la sangre roja contra la piel blanquísima. Naraku se jura algo ahí mismo: «seré el yōkai más grande… no me condenaré por siempre a esta miserable hibridación».Y finalmente se aleja, cuando la pelea alcanza su punto álgido; no hay más qué ver. A pesar de la desventaja numérica, prevé ya que Kikyō saldrá victoriosa. Se jura una cosa más: «y te destruiré… Kikyō».
Cuando todo pasa, cerca del mediodía, Naraku se instala en la rama de un nogal, oculto aún bajo la sombra de su piel de babuino; remanentes de sus tiempos como araña, esperando a sus presas en la telaraña. Sabe que Kikyō sigue viva.
—No va a morir en manos de ningún yōkai común —piensa hastiado, torciendo los labios bajo la sombra mientras tira de mala gana la cáscara de una nuez luego de llevársela a la boca. Incluso contra cientos de yōkais, ahora sabe que todos serán inútiles ante el poder y la astucia de Kikyō. Onigumo siempre lo supo, y por eso terminó cómo terminó—. Esa maldita mujer es todo menos frágil…
«Pero también está débil», responde algo dentro de él; es una voz envidiosa, lúgubre y mentirosa. «Ese hanyō la ha debilitado».
Y tiene todo de verdad, piensa Naraku, pero jamás sabría, hasta muchos años después, que no fue el amor al hanyō InuYasha lo que mermó los poderes de la sacerdotisa, sino su compasión a un bandido renacido, también, como espectral híbrido.
Tal vez la niñita lo pudo ver, pero no le prestó demasiado atención. La niña estaba ahora tuerta y lo último que podría pensar es en la misteriosa figura de babuino que se mantuvo cerca, inmóvil y silenciosa durante toda esa confusa batalla en la que resultaría herida bajo una flecha de su propia hermana.
«Pobrecita», se dice Naraku, sonriendo al recordar el consternado gesto en el rostro de Kikyō viendo la sangre correr por el rostro de su hermana. «Ah, sí; Kaede es como se llama la mocosa…». Y tanto es más su placer al recordar los dedos de Kikyō, temblorosos por la ira y la confusión, sostener la flecha y apuntar a la siguiente criatura que caería bajo sus poderosos pero ya mermados hechizos y conjuros.
—Igual debería cuidarme… —susurra al caer el atardecer, regresando al mismo lago donde ha pasado la noche, y ahí, en la orilla, oculto entre las sombras de los árboles, la piel de babuino cae al suelo. Naraku siente cómo sus músculos y huesos se reducen en una metamorfosis aterradora que los comprime hasta volverlo todo un amasijo de costillas que se mueven entre músculos tan pequeños como fuertes, todo unido por cuatrocientas vertebras que se doblan con una flexibilidad sinuosa. Su piel se oscurece hasta volverse negra, y pequeñas porciones de piel, antes lisa, se levantan en escamas queratinosas que se mueven una sobre otra, sus músculos y cuerpo entero flexionándose y luego comprimiéndose en cada curva. De entre la boca de la capucha surge una serpiente negra, larguísima, de escamas que brillan rojas y purpuras contra el sol rosado del atardecer. Tiene ojos borgoña y una lengua bífida, negra como carbón. Cada parte de su cuerpo es veneno sólido, y se arrastra por las piedras, silenciosa, y con el mismo sigilo, entra al agua; la superficie cristalina se ve apenas perturbada por su presencia.
Ahí, en el lago, cuya sencilla belleza resulta avasalladora contra los colores rojizos, rosados y naranjas de aquel atardecer de otoño, Naraku, transformado en sibilante serpiente, sigue de cerca un bote con dos ingenuos enamorados en él. No han cruzado palabra, pero casi puede oler el amor que ha nacido entre ellos: es profundo, sincero y joven. Lo encuentra asqueroso, y es tan abisal como el odio mismo que nace en él, mientras observa, con sus ojos rojos y sus negras pupilas verticales, aquellos ojos marrones y dorados mirándose uno al otro. Le resulta extraño y lejano, ininteligible e imposible de traducir a idioma alguno. Naraku se siente asqueado, fúrico, y fantasea con saltar por sorpresa y morderlos a ambos. «Tonto e infantil», se dice, reprimiendo sus impulsos. Ya ha urdido un maravilloso plan, uno mucho mejor y más espantoso que envenenar al hanyō y ahogar a la sacerdotisa. No desea convertir a ninguno de ellos dos en mártires ni en sacrificios. Por algo se ha nombrado Naraku, y se recuerda que tras él, debe sembrar los cimientos de un sinuoso camino al infierno.
Aún no anochece cuando los amantes llegan al muelle, y Naraku observa en su forma de venenosa culebra, oculto en el agua, el beso y la promesa que comparten. Los ve ocultarse en el bosque cuando al fin oscurece. Le revuelve tanto el estómago que muerde su propia cola, se devora a sí mismo. Se encaja los venenosos dientes en la carne, y el veneno desprende de su piel las escamas. Los huesos se le destruyen dentro del cuerpo hasta desaparecer, y en él se disuelven hasta transformarse en una coraza. La serpiente que había sido se divide en ocho patas y tres segmentos, todas unidas entre sí. Al caer la noche, la serpiente surge del lago, ahora convertida en araña.
Se mueve con tranquilidad entre la hierba, su cuerpo negro confundiéndose en las sombras del bosque. Es grande y demasiado hermosa como para ser una araña macho, y sus patas están repletas de espinas; en el lomo, como señal de advertencia, una enorme mancha roja se despliega, como una viuda negra, y está rodeada de franjas de brillante amarillo, como las arañas Jorō. Mira el mundo desde ocho ojos intensos como carbones encendidos, brillando entre las sombras de las ramas donde se ha ocultado. Desde ahí, posado en su telaraña, observa el encuentro secreto del hanyō y la sacerdotisa. Es una promesa que se hacen sin palabras, sólo con el calor de sus alientos mezclándose, alimentando la boca del otro, como impulsados por el miedo, por el cansancio de saberse solos en el mundo, empujados a pelear; sólo se tienen el uno al otro. Prometen sus vidas con la misma certeza de que es la piel bronceada del híbrido contra la tez pálida de Kikyō la que sus dedos recorren, de que el cabello blanco y negro de uno y otro es el que acarician, de que es la voz y los suspiros del otro los que escuchan contra sus oídos, en el recodo de sus cuellos y contra sus bocas. Son torpes y tímidos, pero recostados contra la hierba y sus ropas arrugadas, apenas sostenidas en sus cuerpos entrelazados, se saben demasiado abrumados por algo que sienten por primera vez y que Naraku jamás podría entender: amor.
El corazón de Onigumo vomita dentro de él, expulsa su venenoso rencor con tal fuerza que contagia a Naraku, y dentro de él, observando a la sacerdotisa y al hanyō yacer juntos, algo se retuerce y oscurece. Jamás volverá a ser el mismo, y siente, por primera vez, algo que sentiría durante mucho tiempo más, algo que jamás podría lograr ignorar por completo: celos, y comprendería muy pronto que aquellos eran los hijos bastardos del amor.
Poco después, antes de que la luna esté en lo más alto, el híbrido y a la sacerdotisa se sientan en la hierba fresca. Hablan sobre un futuro juntos, sobre promesas de amor, sobre dolor, la indiferencia del mundo y sus expectativas altísimas en un país cruento y duro, sobre lo agotador que es intentar cumplirlas. La sacerdotisa se muestra vulnerable por primera vez, y el híbrido responde de una manera que Naraku, aunque jamás pudo comprender, odió con todo su ser. El verlos lo asquea, un corazón que no le pertenece se retuerce dentro de sí, se agita celoso, dolido y envidioso, y lo ahoga en las aguas cenagosas de todo aquello que siente con tanta intensidad, mucho más que ellos, pero no mejor.
«Se aman tanto que están dispuestos dejar atrás lo que son y lo que podrían ser…»Tiene las tripas revueltas, y su rostro de ogro, bajo los cuernos y colmillos que le sobresalen de su boca de araña, se deforma a cada palabra que los escucha decir mientras un vacío abismal se abre en su pecho. «No entiendo cómo pueden ser tan… miserables».
«Tú también», lo reprende una voz dentro de él, esa que de vez en cuando le habla. «¿No dejaste atrás lo que eras, por algo más grande y mejor?»
Naraku casi siente ganas de reír; es verdad. Es tan grande, se siente tan bien, que el saberse postrado y casi desahuciado hace apenas un par de días, es como un mal sueño ya tan lejano que apenas puede recordarlo. Naraku ve a los amantes bajo él y la rabia lo invade. Nada dentro de sí es pacifico, ni dulce; no los entiende, pero los odia. «Los envidias», se dice como un regaño; sabe que esa es la verdad. Sus patas de araña se crispan ahí donde se doblan, tintadas de un amarillo tan intenso como el oro, y la telaraña dorada sobre la cual se posa tiembla ligeramente, empujada por su rabia y dolor. Lo siente en él, a él; «no soy yo», asegura como un niño al que atrapan haciendo una travesura demasiado grave, y siente miedo, como si su corazón pudiese empujarlo de a poco, lento pero certero, a un filo del que ni él, portador en su nombre del abismo infernal y todos sus reinos, podría escapar. «No soy yo: ¡es él!»
Con los días la voz se apagaría, con las semanas, se debilitaría con todos sus llantos y reclamos, y con los años, finalmente la silenciaría. Pero jamás desaparecería. Tal vez no podría verlo, muy de vez en cuando podría escucharlo, o tal vez, simplemente decidiría ignorarlo incluso en el profundo sueño al cual lo arrojaría; Onigumo no estaba muerto, no mientras su pútrido corazón aún latiese dentro de él. Pero en ese momento Naraku descubre que jamás desaparecería, y siempre su único ojo, el único que le quedó útil, se asomaría por entre las vendas viejas y roídas una vez, dos veces, tres veces y cien veces más, como un mokumokuren [10], observando y vigilando por los resquicios de su malévola alma, por entre las grietas del abismo donde residiría los siguientes cincuenta años, siempre con el peligro de que los remanentes de su consciencia regresasen para hacerle sentir una vez más ese dolor que lo carcomía por dentro. Y Naraku sabe, entonces, que para dejar de sentirlo, debe devorarlos a ellos primero. Destruir lo que lo destruye; matar lo que puede y lo está matando.
Ninguno de los dos lo nota, siquiera perciben su venenosa aura, demasiado distraídos con su balada de amor. Naraku en realidad no conoce a ninguno de los dos, jamás ha hablado con ellos, pero serán quienes odié por el resto de su vida. Ve a Kikyō, y sólo ve un obstáculo, todo lo que detesta y teme, todo lo que le impide conseguir lo que quiere y desea, la única en ese mundo pútrido y cruel que puede derrotarlo… y es todo lo que Onigumo puede y ama desde su pútrido anhelo. «Y está dentro de mí». La mira, y es tan pura que lo asquea; tiene que deshacerse de ella. «Y es hermosa…», se dice Naraku, casi con lástima, «pero la belleza siempre debe morir». Algo dentro de si protesta, pero pronto lo silencia.
Su amado, por otro lado, es harina de otro costal. Sólo un hanyō, un niñato tonto e ingenuo a quien puede usar para corromper a la sacerdotisa más de lo que él mismo ya la ha corrompido con sus besos, caricias y promesas ocultas sobre el agua y bajo un atardecer, sobre la hierba y bajo aquella noche estrellada, lo único que se interpone entre él y la Perla de Shikon. Conseguir lo que el maldito híbrido desea significaría la destrucción de la Perla misma. ¡Cuánto duele el amor cuando se transforma en traición y desdén! Naraku no sabe nada del amor, pero muy en el fondo puede sentir cómo es que el corazón se te parta en dos. Y el amor es frágil como el cristal, volátil e impredecible como el fuego al viento, aún más el primer amor.
—Corromperlos a ambos será lo más fácil… —susurra cuando se van, y él, convertido ya en hombre, se para sobre el mismo sitio donde los vio sellar sus promesas con un beso. Ahí roba dos hebras de cabello larguísimas: una brilla plateada contra la luz de la luna, y la otra, oscura, se pierde entre las sombras de la noche, profecía que Naraku ni siquiera toma en cuenta, de cómo la dueña de aquella cabellera oscura se perdería también entre las sombras que haría caer sobre ella.
Corre hacia la aldea. El cabello se le ha vuelto blanco, y bajo la piel de babuino su ropa se ha enrojecido. Incluso los ojos rojos se le han vuelto dorados, con apenas unas vetas rojizas en sus iris, imperceptibles entre la oscuridad en donde acecha como un depredador agazapado tras su presa.
—Es imposible —Escucha decir a la sacerdotisa, encerrada en el pequeño templo de la aldea, donde la Perla de Shikon se mantiene a resguardo—. La noche está llena de maldad.
«En eso no te equivocas, querida».
Naraku no puede evitar esbozar una sádica sonrisa; tras las sombras nocturnas que lo envuelven le es imposible verlo, y está tan embebida por su balada y promesas de amor, que ni siquiera nota que aquel que sonríe a la noche maligna no es su queridísimo InuYasha. Incluso podría tocar su rostro, abrazarla, besarla de la misma forma que vio hacer a su amado. Podría adentrarse en ella, jugar con ella, engañarla y ultrajarla a su vez; no hacerla suya, sino devorarla y jurarle amor eterno con un rostro y voz robados, y ella no lo notaría. Si tan sólo lo intentara… si tan sólo se atreviera; si no tuviera tanto miedo.
«¡Qué desperdicio!»,piensa después, embebido por su arrogancia. Es la mujer más poderosa y temible que ha conocido; la única dulzura que posee es la belleza de su joven rostro y esa vena sacrificada, generosa y cálida que cada día le pesa más, pero está dispuesta a tirar a la basura años de entrenamiento y sacrificio para convertirse en una mujer común y corriente, todo para compartir su vida con un hanyō transformado eternamente en humano. Le parece un destino tan patético y miserable, que por su cabeza pasa la fugaz pero tentadora idea de raptarla, justo después de proponerle, en la forma de InuYasha, apresurarse y usar la Perla de Shikon apenas amanezca.
«No».
Y antes de que otro pensamiento sin sentido cruce su mente, ya se ha ido.
—Ah, estás desesperado…
La escucha hablar a lo lejos, incluso su leve risa coqueta retumba aún en su cabeza, pero él ya se ha ido. El susurro de su suave voz, mecida por la brisa nocturna, llega hasta sus oídos, y siente que algo dentro de su pecho se retuerce. No lo puede explicar, pero es desagradable, y lo hace sentir enfermo. Es extraño escuchar tales palabras dulces, tales expresiones de coqueta timidez para él, y al mismo tiempo, para alguien más. «Para ese híbrido…». No puede evitar pensar que él, irónicamente, también lo es.
De pronto se encuentra desesperado, tal y cómo ella dijera un momento atrás. Desea que las horas pasen rápido, desea encontrarse pronto con ella usando la máscara de su amado. «Puedo hacerle lo que quiera». Y lo que decide hacer es desgarrarle el hombro hasta el esternón con sus garras robadas y decirle, entre siniestras risas, entre risas que InuYasha jamás podría alguna vez proferir, que matará a todo aquel que se interponga en su camino, y ella sólo podrá yacer ahí en la hierba, agonizante, en aquel charco rojizo.
—Puedes intentar embellecerte, pero no esconder tu verdadera naturaleza —Se acerca a ella, sonriente. La euforia lo invade, y quisiera hacer con Kikyō todas las cosas posibles al mismo tiempo. Hay ocho mil voces que gritan en su interior, pero Naraku las ignora todas.
—Este colorete no te sienta nada bien… —Levanta la mano frente a ella, que apenas puede enfocar la vista y levantar la cabeza, sacudida por el dolor. La desolación en sus ojos al romper la concha con la cera roja en su interior, lo llena de una emoción tan oscura que tiene que luchar para contenerse; luego, lo que sale de su boca es desprecio puro—. La sangre de demonio es lo único que te queda bien.
Cuando se va, ella lo maldice, pero Naraku está en la cima del mundo: ha herido de muerte a la sacerdotisa más poderosa de la época, tiene en sus manos la Perla de Shikon, ¡en sus propias manos!, y nadie, ni siquiera Kikyō, sospechan de él o su existencia misma. Su sonrisa desdeñosa, maligna y triunfal será la misma sonrisa en los labios del último hombre que pisará la tierra, ahí donde arderá junto a ella por su propia mano.
Cuando se transforma en Kikyō no puede evitar sentirse extraño, y se siente aún más ajeno a sí mismo dentro de ese cuerpo femenino, más de lo que se sintió en el cuerpo de InuYasha, pero tiene poco tiempo. Habla y responde con la misma crueldad con la que lo había hecho con Kikyō.
—Dije: hanyō. ¿No pueden esas feas orejas de perro escuchar lo que dije? —Le está apuntando con el arco, y el dolor en los ojos de InuYasha es apenas equiparable al de la pobre sacerdotisa agonizante en el campo, no muy lejos de ellos. Sus palabras despiden un desprecio tan denso y profundo que casi le queman la garganta; incluso le habla con más resentimiento al pobre híbrido de lo que lo habría hecho con la misma sacerdotisa—. No puedo dejar a un hanyō como tú tener la Perla. Te destruiré aquí y ahora.
Falla el tiro de la flecha a propósito, demasiado lento y torpe a comparación de la experticia de la sacerdotisa. La flecha se encaja en el árbol tras el híbrido, que escapa saltando entre los árboles. Lo ha visto tan desconcertado y decepcionado, tan dolido, que casi podría provocarle lástima; casi. «¡Pobre tonto!»
«Está tan cegado por la traición y el dolor, que no se percató de que Kikyō jamás fallaría un tiro tan sencillo».
Un solo error, se dice, y ambos se desconocen. «¡He aquí su gran amor!»
¡Y es muy curioso!, piensa Naraku, mientras ve con indiferencia, sin sonrisa alguna, cómo el mundo arde: anoche jamás lo notaron, hipnotizados por las gracias dulces del amor, pero ahora caían en la telaraña que tejió sólo para ellos dos con la inocencia de un par de niños, con la misma naturalidad del vuelo de una mariposa capturada por una telaraña invisible extendiéndose de rama a rama.
Y Naraku se regodea, lleno de sádico placer, ante las maldiciones de los amantes, ante las lágrimas, la sangre y el dolor, ante la confianza tan fácilmente hecha añicos y el carácter entorpecido, viciado ahora por la corrupción del veneno que ha inyectado en ellos. Lo observa todo, no muy lejos del Árbol de las Edades, donde ha quedado sellado el tonto híbrido… y está a punto de cantar victoria cuando después ve, horrorizado, cómo la sacerdotisa no pide vivir, sino que se deja morir, llevándose con ella la Perla de Shikon, devorados ambos por el fuego de la pira funeraria que arde esa misma noche, esa de la cual no quedaron más que las cenizas y trozos de hueso carbonizado de la alguna vez poderosa sacerdotisa Kikyō.
Algo dentro de su cabeza lo maldice y se burla de él cuando piensa, cobarde, y una vez que todo ha acabado, que debió arrojarse a la pira funeraria con ella.
Se sorprende a sí mismo cuando se despoja de su piel de babuino y corre por el bosque, primero en sus piernas, después a cuatro patas. Corre tan rápido que apenas siente la tierra y la hierba cuando las plantas de sus pies y manos se transforman en almohadillas negras, y sus uñas, en garras curvas y afiladas que levantan turrones de tierra, ahí donde ellas se encajan en su paso a través de las montañas. Su piel se oscurece, y cada uno de los vellos de su cuerpo brota largo, grueso y negro; de entre sus poros brotan muchos más, lo hacen hasta que está cubierto de pelo oscuro e hirsuto. Los huesos de su cráneo y su cuerpo entero se deforman, destruyéndose y reconstruyéndose todos al mismo tiempo, cambiando desde adentro sus formas, y Naraku deja a su paso los rastros de una piel pálida, húmeda y delgada como papel, no tan diferente a la muda de una tarántula. Su mandíbula se transmuta a la de un hocico alargado de boca negra, llena de colmillos que supuran veneno, y sus ojos se vuelven pequeños, redondos, rojos, y tienen incluso un aire aún humano; cualquiera podría verlo de lejos, en la oscuridad, y preguntarse si aquello era un lobo o sólo un loco de negro corriendo a cuatro patas.
Su pecho hierve desde que viera la pira funeraria ennegrecida y vacía, su corazón ardiendo como vio arder las llamas, y en su interior casi puede oler el aroma de su propio corazón cocinándose en los ácidos de su propio veneno, tal y como aspiró el aroma de la carne muerta y fría de Kikyō quemándose.
La ira y la decepción lo enceguecen y dominan con la misma fuerza con la cual encaja los colmillos en el cuello de lobo que ha encontrado en su camino. Es una manada pequeña, y aunque intentan proteger al macho alfa, Naraku lo acaba con tanta rudeza y con tanta fuerza, que sus fauces casi decapitan al animal, que cae rendido, apenas consciente y desangrándose en el suelo. Naraku incluso ha perdido un colmillo encajado en la carne, pero no le importa.
Acaba con los demás, enfrascándose en una lucha encarnizada contra seis lobos. Se lanza contra sus cuellos sin dudarlo, y los suelta luego con tanta brusquedad, que se lleva trozos de pelaje, piel y músculo en el hocico. Algunos lo alcanzan a él, le muerden alguna pata o se lanzan contra su lomo, pero el dolor de sus mordidas es débil en comparación a la suya, cuyo tamaño es mucho más grande, cuyo aspecto es más monstruoso, cuya alma es más oscura, y no está dominado por el primitivo y animal instinto de matar o morir, ni por el miedo primario de todo ser vivo, ni siquiera por la confusión y el dolor humanos, sino por la aberración que significa su existencia misma. Es una mezcla espeluznante de yōkai lobuno, de pelaje negro y ojos rojos; mide dos veces más que un lobo adulto, y sus garras son tan gruesas y tan grandes como las de un ogro. De lejos parece más un oso que un lobo, pero las orejas y el hocico alargado lo delata como uno, y con él mata a todos los que tiene que matar, y los que lo han mordido pronto se retuercen en el suelo, no heridos, sino envenenados.
Los últimos dos lobos, más débiles y pequeños, prefieren correr cuando se ven superados, y Naraku no se toma la molestia de seguirlos, ni siquiera los nota. Está tan enfrascado en algo que oprime con severidad su pecho, que cuando se hace consciente del sabor de la sangre en su hocico, de la tierra empapada por ella bajo sus patas, y de la luna en lo alto del cielo, algo tiembla en su pecho, retumbando en sus oídos; algo presiona en su cabeza. «Un latido», susurra, aunque de su boca sólo escapa un aullido. Desgarra el pecho del macho alfa, y como lo hiciera con el babuino, le arranca también el corazón.
Está tan viciado por el olor de la sangre y la adrenalina violenta que le embota los sentidos, que ni siquiera nota el momento en el que el músculo fibroso y sanguinolento va a su boca, no a ningún hocico, sosteniéndolo en ambas manos, de nuevo humanas, como un tesoro invaluable. Lo devora como un huérfano hambriento devora un triste plato de arroz.
Tiene la boca y el rostro llenos de sangre. Los brazos y su cuello empiezan a empaparse con el líquido espeso y rojo, y finalmente le escurre por el pecho hasta mancharle el abdomen, la pelvis y los muslos. Está cálido y Naraku lo siente casi como un abrazo, dejándose huellas sanguinolentas ahí donde sus manos y dedos tocan sus propios hombros y brazos al sentirse huérfano de sí mismo.
Grita a la noche, más un aullido espeluznante que un grito humano, y se encuentra, por primera y última vez en su vida, llorando.
Arranca otro trozo del órgano sanguinolento, y un par de lágrimas son apenas capaces de limpiarle las mejillas. Tiene unos deseos irrefrenables de arrancarse el propio corazón, pero se detiene. En ese momento no es más Naraku, sólo un lobo negro con el pelaje en llamas que se canibaliza; es también una araña que entreteje sombras y mentiras, una serpiente que muerde su propia cola, y algún día, será un alacrán que se encajará su propio aguijón, impulsado por el mismo fuego que ardera a su alrededor, desatado y avivado, también, por su propia mano.
Yo quería actualizar desde hace semanas, pero este último mes ha sido una locura, pero si todo sale bien, en unos cuantos días estaré por aquí con el capítulo final.
Ahora, sí: Naraku llorando. No sé si haya quedado muy fuera de personaje, en mi cabeza en este momento Naraku está sobrepasado por todo lo que sucede y quería explorar cómo sería un Naraku "joven" aprendiendo a dominar su propia existencia y lo que siente, sobre todo porque ahora que estoy releyendo el manga, no recordaba que Kikyō dice que Naraku no montó todo el teatro de hacer que ella e InuYasha se odiaran sólo para contaminar la Perla, sino empujado auténticamente por celos. Realmente las escenas que siguen luego son muy reveladoras, incluso una (que no fue animada) donde Naraku se burla y le insinúa a Kikyō que de alguna manera le es "infiel" a InuYasha con él.
Igualmente, mostrarlo así tampoco se me ocurrió de la nada, me inspiré mucho en el Naraku de la obra de teatro de InuYasha, estrenada en el 2017. Naraku en esa puesta en escena es tan caótico que lo amé más que nunca. Literalmente se le ve cometiendo actos de canibalismo, le dice a Sesshōmaru que es un envidioso, se traga, literalmente, la Perla de Shikon para que no se la quiten; hay una parte donde casi parece hacer una crítica al capitalismo antes de que siquiera existiese ¿?, mete a InuYasha en una ilusión tipo vídeo musical para atormentarlo, y hacia el final, se lamenta y atormenta, muy triste y enojado, diciendo que para él su condición de híbrido es un infierno porque no puede soportar la vergüenza que siente por culpa de sus "sentimientos" hacía Kikyō, y podría jurar, además, que hay una escena donde hasta parece llorar mientras habla de Kikyō.
Ah, también una disculpa por poner tantos incisos sobre yōkais, espero no quedara muy confuso, pero es que el tema me parece fascinante y no pude evitar meter algunos cuantos.
¡Gracias por leer!
Me despido,
Agatha Romaniev
