ALBERICH III

Sábado por la tarde.

Las tormentas de nieve propias del invierno imposibilitaban como ya se ha mencionado, una serie de actividades, tanto para la plebe, como para aquellos que habían sido entrenados. Tal era el caso de los guardias o incluso los dioses guerreros. Una actividad tan simple como una caminata podría volverse sumamente pesada dada la densidad de la nieve en el suelo y los escarpados caminos pertenecientes a la tundra. Para Megrez, las marchas que había hecho durante las últimas semanas también habían sido algo tortuosas, los pies a veces le dolían y el frío del suelo trasminaba su fino calzado, pero eso no aminoraba su avidez por cotillear y enterarse sobre lo que en el pueblo se urdía. Además, desde la mañana de ese sábado los vientos habían disminuido solo un poco su fuerza, permitiendo a la gente retomar a medias algunas diligencias o simplemente salir de sus cabañas para proveerse de alimentos. Todo ello previniendo la helada que seguramente vendría tras los pocos días de calma que el estado del tiempo les daba.

Era el momento propicio, Alberich lo sabía. La gente fuera de sus hogares buscando recursos para poder sobrevivir al invierno en puerta, un pueblo hambriento a causa de la escasez alimentaria que las tormentas aparejaban y, una clase alta a la cual nunca le hacía falta nada, ni siquiera en tiempos como estos. La sociedad asgardiana vivía al límite, como si de una bomba de tiempo se tratara.

La última semana, después de dedicar algunas horas a sus lecturas matutinas habituales, se dio a la tarea de circular por las calles de la aldea en donde se solían reunir los pobladores. Escuchaba las propuestas y discusiones con mayor atención para después dar vuelta rápida a su casa para comer y regresar al Palacio a pernoctar.

Ese sábado llevaba consigo una capucha en tono azul turquesa, cerrada con un elegante broche de oro en forma de hoja para realizar su andanza. La capucha contrastaba perfectamente con el color rojizo de su cabello, pero también le permitía pasar un poco desapercibido entre los grupos de personas que a veces se cruzaba en las calzadas del poblado. No quería que le prestaran más atención de la debida, sobre todo para que no pensaran que era un enviado más desde Valhalla que buscara reprimir las juntas clandestinas de la gente.

Alberich se había decidido a salir de Valhalla, sobre todo por lo que se avecinaba. Aunque normalmente hacía su vida cotidiana ahí, dada su afición por chequear las bibliotecas del Palacio y, que su sitio favorito de entrenamiento eran los bosques de este, no quería decir que no se quedara un tiempo en el lugar que lo vio crecer. Pasar algunos momentos en su casa durante esa tarde le ayudaría a organizar mejor sus ideas.

Una construcción grande rodeada por paredes de piedra y un gran portón hecho por uno de los herreros más famosos del pueblo. Éste cuidadosamente había esculpido con finas láminas metálicas el escudo de su apellido, circundado por formas de hojas hechas con el mismo material metálico, teñidas en color dorado. Al interior también tenía una biblioteca personal que, aunque no se comparaba con la gran colección de libros de Valhalla, era muy extensa. La estancia estaba instalada para tener una vista muy bella desde los ventanales. Un escritorio de madera de pino labrado estaba justo frente a la ventana, por debajo de un candelabro que iluminaba muy bien el lugar.

Ahí, en las paredes pendían grandes pinturas de los paisajes de Asgard, así como otras tantas obras al óleo que retrataban a algunos de sus familaires. También se encontraban repisas con pequeñas esculturas que asemejaban a las representaciones de algunos dioses nórdicos y amatistas (normales y en bruto) colocadas ahí. Sin contar que ahí almacenaba también las memorias y textos que sus ancestros habían dejado como registro de sus viajes y de los amplios conocimientos recabados generación tras generación. Igualmente, ubicada casi en el centro de la pared más grande del lugar, una pintura donde se apreciaba la imagen de sus padres y de él, siendo aún un niño.

Ambos pelirrojos, el padre un hombre barbado con porte y elegancia, con una capa de pieles muy gruesas, usando una cota de malla en su torso y una espada sobre su muslo. Claramente había sido alguna suerte de guerrero cercano a la corte real. La madre, en la pintura usaba una coleta larga, anudada con un prendedor de oro también con la forma de una hoja, una pequeña trenza caía junto a su oído derecho y usaba ahí un vestido azul claro con una blusa de cuello alto aterciopelada en tono negro. Él, pintado sentado sobre el regazo de su madre, incluso de niño, mostraba en su infantil rostro cierta cara de malicia.

El dios guerrero siempre había admirado más a su madre que a su padre. Su progenitor, siempre había sido un buen guerrero, leal a los designios de la corte imperial, notable en su medida. Pero de su madre era de quien había aprendido a ser crítico, a cuestionar el sistema y también a manejar con sutileza y astucia los problemas propios de la aristocracia. Era ella quien había cosechado en él el ideal de participar activamente en el gobierno de Asgard, pues siempre se le veía animada por opinar en lo que a política concernía. La consideraba una mujer revolucionaria para Asgard y para su tiempo. Esa mujer veía en su hijo el potencial de cambiar y gobernar a su pueblo, algo que ella siempre hubiera deseado, pero que, para la idiosincrasia de ese país tan retrógrada, resultaba casi imposible para una mujer, sobre todo si se trataba de ocupar ese privilegiado puesto. Una mujer nunca había podido ascender a hacerse cargo de ningún puesto político, hasta que se dio el caso particular de Hilda de Polaris, descendiente directa de la familia real.

Si tan sólo su madre hubiera vivido en una época más favorable, quizás, sólo quizás podría haber cumplido su sueño. Sin contar que ella era la descendiente en línea del más renombrado personaje de su familia, Alberich el XIII. Había sido una mujer fascinante hasta que una fuerte neumonía se la llevó.

Alberich el XIII, un hombre de al menos ocho generaciones previas a la de él. Había vivido su juventud durante las últimas décadas del siglo XVIII. Se trataba de uno de sus antepasados más prominentes, no sólo por haber asentado el precedente de la escritura de las memorias de la familia, sino que había sido el primero en narrar, ilustrar y describir sus viajes en busca de rivales más poderosos en distintos puntos de Midgard. Esto denotaba que había sido un guerrero de alta categoría. Igualmente, éste había recogido testimonios del aprendizaje obtenido en los viajes directamente de los sacerdotes descendientes de los druids, famosos por ser magos, bardos, médicos, astrónomos y hasta filósofos de las zonas boscosas de Europa Central desde la Edad de Hierro en adelante. Esto combinado con los saberes ancestrales sobre las plantas y las tradiciones que ya tenían las llamadas völur[1] vikingas. Esos talentos terminaron por volverse en una poderosa arma letal que su familia supo desarrollar por generaciones. Su madre, que era descendiente en línea de este personaje, había heredado los profundos conocimientos acerca del uso y manejo de las hierbas, así como la comunicación con las mismas y otra suerte de artes ocultas. Justamente fue de ella de quien Megrez había aprendido el arte de fusionarse con la naturaleza.

Alberich, el dios guerrero, era el décimo noveno hombre en portar ese nombre en su familia. Desde siempre había sentido que era su deber colocar en alto su apellido y los sueños de su madre. Esto y su bien interiorizado egocentrismo y megalomanía eran la fuerza que lo impulsó en un primer momento a tratar de derrocar a Hilda, a quien consideraba una gobernante tibia. Él, que era un hombre vanidoso pues se sabía brillante e inteligente, nunca iba a quitar el dedo del renglón. Se consideraba mejor en cualquier aspecto político y sobre esa premisa iba a actuar. Ahora sus ánimos no habían decaído, se sentía preparado para una nueva empresa, mucho más certera si avanzaba con sigilo y de la forma adecuada.

El pelirrojo se encontraba en la ya mencionada estancia, la capucha estaba colgada en el perchero de la entrada. Los candelabros y velas encendidos y dispuestos para facilitar la lectura. Megrez Delta leía justamente uno de los diarios de campo de Alberich XIII. Necesitaba algo de inspiración, algo que le ayudara a pensar cómo llevar el mensaje a aquellos legos iletrados del pueblo. Si bien, había ciertos sectores de la población que podían leer en nórdico latinizado, era mayor el número de personas que conocían el alfabeto rúnico. A pesar de esto, no eran los suficientes como para llegar a aquellos que eran completamente analfabetos.

Él sabía perfectamente dónde y de qué manera se llevaban a cabo las reuniones en el pueblo. Ubicaba también a algunos de los instigadores, la mayoría era gente trabajadora del centro de la aldea, uno que otro noble de baja categoría. Las inquietudes que rondaban acerca de los desaparecidos, los cuestionamientos hacia el gobierno. Todo lo sabía, incluso tenía nociones sobre lo que pasaba en realidad con los desparecidos. Sólo debía dar con el canal adecuado de comunicación y entonces todo marcharía por sí mismo, sin tener que manchar sus manos.

¿Pero cómo?

¿Qué había hecho hace siglos Lutero para llegar a las clases más bajas? ¿Cómo pensaba Marx que los obreros, la clase trabajadora tomaría el curso de la historia?

Entonces, como si de un relámpago se tratara, la idea llegó a su mente. Siempre había estado frente a él, esas lecturas previas le habían dado la clave. Cerró con fuerza el diario de campo de su antepasado y lo colocó en la repisa, justo frente a una estatuilla de Odín. Dio las gracias, en un susurro casi inaudible.

Caminó hacia una cajonera pequeña de madera que estaba en la esquina de la estancia, sacó un paquete de fojas grandes de papel y los llevó a la mesa central del lugar, donde solía sentarse a leer. Después, de la misma cajonera sacó tinta y pluma, para finalmente disponerse a escribir.

Pasó así varias horas, en esa ardua tarea hasta que cayó la noche.

Varios de los pergaminos grandes estaban perfectamente dispuestos sobre el escritorio de la estancia. Algunos de ellos redactados en alfabeto rúnico, mejor conocido como futhark, y otros con la fusión del alfabeto latino mezclados con los símbolos propios de algunas fonéticas nórdicas. Todos hechos con caligrafía perfecta, escritura que a él se le daba muy bien.

En ellos se leía un texto relativamente corto, desglosado en siete puntos:

1. Las condiciones de vida desiguales entre la clase trabajadora y aldeana contra la ostentosa clase adinerada de Asgard, crearán una tensión muy fuerte que llevará necesariamente a una revolución social.

2. Cuando las diferencias sociales desaparezcan la explotación, la esclavitud y la opresión desaparecerán.

3. Siempre ha habido confrontación entre opresores y oprimidos, la lucha entre ellos deberá llevar a un nuevo orden social, en donde alguna de las clases sociales sea vencedora o bien en la supresión de los opositores.

4. Es urgente la desaparición inminente e inevitable del acaparamiento llevado a cabo por la nobleza en su estado actual. La sociedad hambrienta no puede seguir llorando por sus desaparecidos y muertos, mientras la nobleza se burla de la miseria en sus bien servidos banquetes.

5. El gobierno deberá responder a las necesidades reales de su pueblo, más allá de seguir conservando la estructura que nos mantiene pobres. De no ser así, las clases trabajadoras tienen el poder máximo para derrocar y cambiar el sistema a su favor.

6. ¡Que las clases dominantes tiemblen ante una gran revolución social hecha por las clases trabajadoras!

7. ¡Habitantes de Asgard, únanse contra la tiranía del sistema que nos oprime![2]

Cuando terminó, enrolló todas las fojas, se puso nuevamente su capucha azul turquesa y salió de su biblioteca con brío. Ahí, uno de sus sirvientes le detuvo.

- ¿Por qué me interrumpes? – dijo Megrez algo molesto, apretando un poco los párpados en señal de disgusto.

-Mi señor, le ha llegado esta nota. – Alberich le miró suspicaz. -Viene desde Valhalla.

-¿De Valhalla? – La tomó entre los dedos para observarla. Tenía el sello de la familia real. – Debe tratarse de una suerte de invitación al evento de mañana. Según supe, la señorita Hilda quiere que todos los dioses guerreros estemos ahí. – Apuntó al tiempo que caminaba hacia la chimenea. Se detuvo frente al fuego unos segundos y después sin más arrojó la nota dentro. El papel chirrió un poco antes de convertirse completamente en cenizas.

El sirviente le vio estupefacto.

-No asistiré. - Se giró y observó atentamente al delgado hombrecillo que le había dado la nota.

-Pero señor.

-¡Basta! -dijo con fuerza. Guardó silencio unos instantes para acomodar mejor sus palabras. - Debes decirle a cada uno de los sirvientes de esta casa, que cuando asistan deberán portar una antorcha.

-Señor, eso podría parecer una clase de afrenta.

-Si quiere conservar su trabajo hará lo que le digo. -enunció con firmeza. Segundos después añadió con cierta suavidad, arqueando un poco las cejas, mostrando así su mirada maquiavélica. -Yo también estaré ahí, debajo del altar, donde se reúne todo el pueblo a rezar.

Se giró nuevamente en camino a la gran puerta de abeto que era la entrada a su casa.

-Mañana no seré un dios guerrero de Hilda. Mañana seré un aldeano más.

Cerró la conversación para salir definitivamente Emprendió de nueva cuenta su caminata entre las callejuelas del pueblo. El punto era colocar los desplegados justo en lugares estratégicos como, por ejemplo, los templos, tabernas e incluso los sitios de las reuniones de los últimos tiempos. El domingo que ya se acercaba sería un día para recordar.

Una brillante pieza en el tablero cuadriculado se movió por fin. La pieza tenía la forma de una hermosa amatista. Los apacibles ojos color púrpura solo observaron el delicado movimiento que la pieza hizo.

No hacía falta manchar las sagradas tierras nevadas con sangre, nunca había sido su estilo. Bastaba con romper el delicado equilibrio mental, emocional y social para caminar paso a paso a la victoria.


[1] Término nórdico antiguo ocupado para describir a una mujer que tiene capacidades de ver el pasado y futuro, considerada como hechicera y chaman. Völva significa "mujer que porta la vara o bastón" Se dice que la Völva (völur en plural) era practicante de un tipo de hechicería conocido como Seidr.

[2] Para este texto me base en los diez puntos que contiene el Manifiesto del Partido Comunista. Obviamente le hice un mega resumen y los cambios para aplicarlos al contexto de este escrito.