Disclaimer: Todo lo relacionado con Harry Potter pertenece, por desgracia, a J. K. Rowling. Lo queer, de su fandom más combativo.
Trigger Warning: Consumo de drogas y alcohol. Escenas de sexo oral y anal, tanto explícitas como insinuadas. Escenas con Chemsex. Sexo sin protección, semipúblico, con desconocides, glory hole y en cuarto oscuro en el capítulo inicial, el tercero y el quinto. Referencias a adicciones, pensamientos suicidas, eutanasia y uso irresponsable de drogas y alcohol en la conducción. Ansiedad y principio de depresión.
Dedicado a todas las mujeres lesbianas y bisexuales que cuidaron de los hombres gays de su comunidad durante lo peor de la pandemia del VIH/SIDA y se quedaron a su lado contra viento y marea. Nunca podremos agradeceros lo suficiente por vuestros cuidados, vuestra solidaridad, vuestras donaciones de sangre y por generar un espacio político de oportunidad para validar el acceso a la salud de los hombres homosexuales y bisexuales. También a todas las mujeres trans que lideraron y lideran el movimiento LGBTIQA+, que pusieron y siguen poniendo su cuerpo para defender nuestros derechos. Jamás os podremos compensar todo lo que habéis hecho por derribar nuestros armarios, cuestionar las normas sociales que nos constriñen y encabezar todas y cada una de nuestras huelgas y marchas, defendiendo nuestros derechos con vuestras vidas.
No estaríamos aquí y ahora si no fuese por todas vosotras. Muchas gracias.
1993
—Siendo 25 de mayo de 1993 damos inicio a la vista de revisión de pena estando presente el señor Sirius Orion Black, nacido el 3 de noviembre de 1959 en Londres, con residencia en el número 12 de Grimmauld Place en el momento de ingresar en prisión. ¿Es correcto? —La jueza lo mira por encima de las gafas, inquisitiva.
—Es correcto. —No osa llevar la contraria a la jueza. No ahora que, por fin, puede palpar la libertad ante sí. Ni siquiera recuerda en qué momento señaló Grimmauld Place como su residencia oficial. Incluso sin contar los doce años que ha pasado en prisión, no ha vivido allí ni la mitad de su vida, pues se escapó de la casa de sus padres antes de cumplir los diecisiete años. Aunque, pensándolo, probablemente no fue él quien lo hizo y sólo constaba en alguna documentación que alguien rellenó mientras él estaba inconsciente.
—Fue condenado en 1981, acusado del homicidio imprudente de doce personas, entre las cuales se encontraba el señor Pettigrew, que viajaba con usted, cuando perdió el control de su motocicleta en una vía de tránsito peatonal debido al efecto de los estupefacientes y alcohol consumidos. En primera instancia, se declaró usted inocente, pero luego asumió responsabilidad parcial y fue condenado a 24 años de prisión, dos por cada una de las víctimas. ¿Mantiene su declaración?
—S-sí. —Titubea un instante. La jueza, lo mira con cierta displicencia, como si hubiese esperado otra respuesta. Una que Sirius no conoce, desde luego. La forma en la que sus ojos de águila lo examinan con la mirada, reprobando su actitud en una especie de examen que parece haber suspendido, le recuerdan vívidamente a Minerva McGonagall, su antigua profesora de Matemáticas en Hogwarts.
—Procedo pues a leer la resolución al recurso presentado por la fiscalía del Estado referente a su exoneración. —La jueza se recoloca las gafas sobre el puente de la nariz y carraspea, sujetando el documento frente a ella—. Por la presente, se determina la suspensión indefinida de la pena del señor Black, cuya puesta en libertad será dispuesta a la mayor brevedad posible, restituyéndole el pleno uso de los bienes inmuebles…
Sirius deja de escuchar. Le da lo mismo que lo pongan en libertad y la opinión de la Fiscalía del Estado. Aunque hayan pasado doce años, sigue sintiéndose culpable y responsable. Apenas tiene recuerdos de su arresto y de su juicio. Está relativamente seguro de que, al principio, al despertar de su inconsciente en el hospital, había soltado una carcajada amarga e insultado a Peter, pero cuando un agente de policía le había revelado que su amigo estaba muerto por un accidente que él había provocado, había acudido al juicio como un preso al patíbulo, envuelto en una nube confusa de aceptación de su condena.
Ahora, por primera vez en doce años, es libre. Físicamente, al menos.
Todavía pasa varias horas sentado en un calabozo donde le permiten ducharse y asearse, antes de que le dirijan a la salida del juzgado y le devuelven su ropa y las pertenencias que llevaba encima cuando lo arrestaron. También le dan una carpeta gigantesca. Una funcionaria de voz amable y expresión de no estar segura de que Sirius esté prestando atención, con razón, le explica someramente que contiene toda la documentación relativa a su situación fiscal. Sirius consigue captar lo indispensable: que dispone de algún dinero procedente de los trabajos realizados en prisión y que no ha gastado en el economato, así como los exiguos restos de los que un día fue la herencia de la familia Black, que el Estado retuvo, y que en el interior del sobre está la dirección del banco donde se encuentra la caja fuerte de la que podrá retirar las llaves de Grimmauld Place.
Sin nada más que hacer ni otro lugar donde ir, deslumbrado por la intensa luz del sol al bajar del autobús que lo ha dejado en Islington, deja que sus pasos lo guíen hasta el banco, donde puede convertir parte de ese dinero que le pertenece en efectivo y obtener las llaves de la vieja casa familiar. Reticente a apresurarse a reencontrarse con los recuerdos de otra vida, alarga el trayecto lo más posible, deteniéndose a cortarse el pelo y comprar ropa nueva que sustituya a la que lleva, holgada, avejentada por el tiempo sin usar y pasada de moda. Sólo conserva la chaqueta de motorista, cuyos raspones en el brazo izquierdo son mudos testigos del accidente que le jodió la vida a él y a todos los que le rodeaban o tuvieron la desgracia de estar cerca.
Entra en un restaurante de comida rápida, una de las pocas cosas que siguen exactamente donde las recordaba en un barrio en el que todo ha cambiado y evolucionado, mientras que su memoria sigue estancada más de una década atrás. Aunque la marca y la ubicación siguen siendo la misma, no reconoce el interior del local, donde tantas veces ha cenado en las largas tardes de verano de su adolescencia antes de regresar a la lúgubre casa, no reconoce ni el interior ni el menú. Eso no le impide disfrutar de la explosión de sabor, típica de la comida rápida, que invade su boca por primera vez en años. La comida en la prisión, más aséptica y nutricionalmente óptima, no preveía menús como la grasienta hamburguesa que devora en dos bocados.
Está anocheciendo cuando llega a la pequeña plazoleta de su infancia y juventud. Varias casas señoriales, símbolo de poderío y riqueza en el primer tercio del siglo XX y que ahora lucen avejentadas, se agrupan alrededor de los descuidados jardines, secos por el calor. Sólo tres o cuatro de ellas tienen luz en las ventanas, pero ninguna muestra el grado de abandono del número 12, cuya fachada está sucia, desconchada y deteriorada. Los ventanales del piso inferior, antaño grandes, lujosos y luminosos, están tapiados con tablones para prevenir asaltos callejeros.
La llave se atasca un poco en la cerradura, debido al óxido, pero funciona correctamente y le franquea el acceso a la casa. El oscuro vestíbulo huele a polvo, cerrado y algo que cree identificar como excrementos de ave, probablemente proveniente de los pisos superiores, pero no está seguro. Sorprendentemente, la corriente eléctrica funciona y se encienden las bombillas de la lámpara, poco brillantes y desgastadas por el uso. Varias de ellas parpadean y se apagan, fundiéndose por la intensidad de la corriente, pero Sirius las ignora, enfrentándose al enorme cuadro que preside la entrada, justo antes del acceso a las escaleras.
Su madre, Walburga Black.
—Luces tan bruja como en vida, vieja —dice en voz alta y su voz retumba en la casa vacía.
Vagabundea entre las habitaciones. Caminar sobre las gruesas alfombras polvorientes y entre los muebles podridos por la humedad y la falta de uso es igual que usar una máquina del tiempo a diez años atrás, más o menos la época en la que la casa estuvo habitada por última vez. Se detiene delante del tapiz que cubre una de las paredes del salón de baile. Representa un árbol genealógico, el de la familia, y está coronado por su lema, Toujours Pur, que jamás dejaron de usar en la intimidad del hogar, ni siquiera tras la caída del régimen nazi en Alemania.
Es posterior a su escapada de la casa, porque no lo conocía. No se sorprende al constatar que ni él ni el tío Alphard figuran en la tela. Con curiosidad, comprueba que sus primas Andromeda, Bellatrix y Narcissa sí están y que esta última está conectada a un miembro de la familia Malfoy, antiguos parientes y amigos de los Black, y que tuvo descendencia en algún momento entre su fuga de Grimmauld Place y la muerte de sus padres.
Agobiado y con una presión familiar en el pecho, la que llegaba en los peores momentos del encarcelamiento, durante las largas noches en las que se refocilaba en los viejos recuerdos de una vida que ya está muerta y enterrada, Sirius busca en el armario donde recuerda que su padre guardaba los licores fuertes, pero la mayor parte de las bebidas se han corrompido al no estar selladas herméticamente y resultan imposibles de beber. Lo intenta con un ron caribeño que conserva sus matices dorados, pero tiene que escupirlo por la amargura de su sabor a óxido.
—Debería vender la puta casa —masculla para sí mismo, sólo por la necesidad de escuchar su voz, ronca y deja caer la botella al suelo, que se estrella y se hace añicos, empapando el suelo embaldosado y las alfombras polvorientas con el licor, cuyo acre olor a alcohol revenido inunda la estancia.
La visita al banco le ha permitido comprobar que, a pesar de que el Estado se apropió de parte de la herencia de sus padres para indemnizar a las víctimas del cruento incidente de doce años atrás, le ha quedado suficiente dinero para no tener que preocuparse durante unos años. Más, si consigue deshacerse del caserón y no tiene que restaurarlo ni mantenerlo y puede obtener un buen precio a cambio, pero nada comparable a la vieja riqueza y gloria de la orgullosa familia. Con sorna, Sirius se pregunta si sus primas no habrán lamentado alguna vez que siguiese vivo y no poder poner las manos a la vieja casa, aunque estuviese encarcelado. Sobre todo, Bellatrix, la más avariciosa y alineada con la ideología fascista de sus padres de las tres.
Es incapaz de permanecer más tiempo en la casa. El peso del agobio y los recuerdos, mayormente negativos, le incitan a huir de ella. Sus zancadas, largas, lo dirigen, de nuevo instintivamente, reconociendo el suelo bajo las suelas, a pesar del tiempo transcurrido, hacia el lugar donde se concentraban los bares de ambiente, como se los conocía quince años atrás. La zona ha cambiado, los locales ya no tienen los mismos nombres ni el mismo aspecto, pero la sutileza dicharachera que flota en el aire, los chicos con pluma y semidesnudos, las chicas que entran en pareja en uno de los bares y la drag queen que camina con garbo sobre unos tacones de vertiginosa altura… le indican que la fiesta no ha cambiado de lugar.
Entra en uno de los locales, oscuro y de música retumbante. Eso no ha cambiado. Tampoco la cantidad de hombres en diversos estados de desnudez y embriaguez que bailan en la pista, se meten mano o se besan. Ni el rincón del fondo del bar, al lado de los cuartos de baño, de donde los hombres salen colocándose los pantalones con gestos aireados y presumidos. No tarda en tener un vaso de whisky barato delante de él, que apura con celeridad. El camarero, un chavalín que apenas tendrá veinte años y trabaja sin camiseta, tiene los músculos del pecho y el abdomen más trabajados de lo que jamás ha visto Sirius a alguien. Le sirve una segunda vez y, a pesar de su aparente recelo por lo rápido que bebe, una tercera cuando paga las tres rondas.
Respira profundamente. Es la primera vez que bebe alcohol en doce años. El recuerdo agridulce de las borracheras de su juventud se desvanece ante la embriaguez presente, rápida por la sucesión de rondas que ha ingerido. Un chico, que aparenta ser algo más joven que él, se apoya en la barra a su lado, tratando de llamar la atención del camarero. Consigue la de Sirius inmediatamente. Tiene el pelo de color castaño, ligeramente rizado y un poco largo. Esboza una sonrisa, pero esta no llega a sus ojos, dándole un aspecto melancólico. Cuando se vuelve hacia Sirius, buscando su complicidad por el retardo en la atención, la luz oscura hace brillar sus ojos con un color de miel y avellana que estruja el pecho de Sirius. Afortunadamente, el camarero interrumpe su ensimismada y ansiosa mirada y el chico se vuelve hacia él, gritando lo que quiere beber. Sirius aprovecha para pedir otro whisky, haciendo un además que indica al camarero que también se hará cargo del coste de la bebida del chico de ojos avellana.
El chico desaparece y Sirius se concentra en su cuarto whisky, de espaldas a la pista de baile. Paladea el líquido en la boca, paseándolo de una mejilla a la otra, ya sin prisas por seguir bebiendo, aliviado porque el nudo de su pecho se ha aflojado lo suficiente como para permitirle respirar, incluso después de haber visto al chico de ojos de color avellana. O precisamente porque lo ha visto y eso le ha dado paz. No sabe cuánto tiempo ha transcurrido, moviendo el vaso entre los dedos, calentando la bebida sin hielo, hasta que una mano se apoya en su hombro, llamándole la atención. Es el chico de pelo castaño. Esta vez la sonrisa sí le alcanza los ojos, en una expresión rara que Sirius nunca le había visto a...
Sirius parpadea, asustado por el pensamiento y el chico dice algo, probablemente presentándose. No ha apartado la mano del hombro de Sirius.
—Knut —dice Sirius, gritando para hacerse oír.
—¿Cómo el rey Knut? —pregunta el chico, riéndose. Sirius asiente.
No es la primera vez que se presenta así, un juego de palabras aprendido en las clases de español de su adolescencia que utilizaba cuando quería evitar utilizar el reconocible apellido Black, una familia que en el pasado solía ser foco de interés de periódicos y prensa amarilla. Además, el chico es lo suficientemente mayor como para recordar su verdadero nombre y el impacto de una historia que debió llenar noticiarios en su día, sobre todo si ha vuelto a haber repercusión mediática a causa de su puesta en libertad.
—Gracias por la invitación —dice el chico, evitando que la conversación muera.
Levantando el vaso en su dirección, Sirius finge brindar a su favor, pero el otro no se marcha. Tampoco aparta la mano del hombro de Sirius, que no necesita palabras para saber qué es lo que desea. No sabe si es por agradecimiento por la copa, aunque eso le parecería excesivo, o si ha visto algo en su demacrado rostro que le ha gustado, pero le da igual. Afortunadamente, tampoco necesita responderle verbalmente, porque esa breve interacción, junto a las pocas que ha tenido durante el día, le han demostrado que ha olvidado parte del código social a la hora de conversar con otras personas.
El chico extiende la mano hacia él. Sirius la acepta, dejando atrás el vaso de whisky vacío y se deja sumergir en la marea de cuerpos sudorosos que bailan. La mente le flota en la cómoda ausencia de pensamientos del alcohol. Es una evasión que ha echado mucho de menos en prisión, donde no tenía a su disposición ni tan siquiera ansiolíticos suaves, por su historial de adicciones. Para él, el alcohol nunca fue para eso. Ni las drogas tampoco. Eran una forma de divertirse, de incrementar la intensidad de las vivencias, pero al verse privado de ellas, repentinamente, se había dado cuenta de cuánto podían llegar a adormecer dolores internos, de esos que sólo viven en la mente y los recuerdos.
Cree que el chaval, cuyo nombre ni siquiera ha escuchado, mucho menos memorizado, lo lleva al centro de la pista para bailar y se pregunta si podrá hacerlo. Si todavía queda dentro de él algo de aquel chaval que vibraba con la potencia de los altavoces. Del que saltaba al ritmo de la música, movía la cabeza a golpes de batería y dejaba que el largo cabello azotase el aire como miles de látigos de Medusa. No le da tiempo a comprobarlo, porque el chaval atraviesa la pista, esquivando al resto de hombres que bailan y sale por el otro extremo, en dirección al cuarto oscuro que Sirius ha visto al entrar.
El olor allí dentro es diferente. Huele a sudor masculino, a semen y a cuero sintético. Se oyen jadeos y gemidos y algún que otro tortazo secundado por un gruñido. Pasan al lado de hombres de edades diversas que follan de forma desesperada, brusca y sin atenciones. En la semioscuridad, iluminada a penas por luz negra, distingue a un jovenzuelo que es follado por un hombre enorme a la vez que chupa la verga de otro. Más allá, un hombre con los pantalones por los tobillos se aplasta contra la pared, sometido por otro, que sólo viste unas botas y una chaqueta de cuero. El chico lo guía hasta un punto cercano a ellos, al lado de otro hombre que sujeta la cabeza de otro y le folla la boca.
Sirius aparta la mirada de ellos, centrándose en el chico de ojos de color avellana.
Este se lleva la mano a la nariz, aspirando con fuerza. Cierra los ojos, con una expresión de extasiado alivio y luego, con una sonrisa atontada por la droga, se lo ofrece a Sirius. Este niega con la cabeza. Tiene la cabeza un poco volátil por el alcohol y no duda que lo que el chico está esnifando es una versión más moderna de lo que Sirius tomaba en sus noches de fiesta para excitarse y aumentar la intensidad de las sensaciones que lo rodeaban. Al contrario que el alcohol, que siempre fue una constante en su vida, pero no una estrictamente necesaria, los recuerdos borrosos de lo puñetera que había sido la abstinencia en sus primeros meses de cárcel para su cuerpo acostumbrado a drogarse varias veces a la semana son suficientes para que la rechace. Y, aun así, podía considerarse afortunado, pues había sido capaz de aprovechar los programas de desintoxicación del programa de reinserción, lo cual le había permitido desengancharse durante su primer año de estancia en la cárcel y lo había librado de tener que prostituirse para obtener cigarrillos o algún chute de droga ilegalmente introducida por algún visitante.
Encogiéndose de hombros, el chico vuelve a esnifar algo más de droga y, con una sonrisa ausente, se gira contra la pared, irguiendo levemente el culo. Sirius no pierde el tiempo y se desabotona el pantalón, acariciándose a sí mismo para estimular su erección, un tanto adormecida por el alcohol. El chico se afloja los pantalones, bajándoselos lo suficiente para dejar a la vista un culo pálido que brilla bajo la luz azul del cuarto oscuro. Esnifa una vez más y con la otra mano, probablemente empapada lubricante de algún sobre que llevase encima, se mete un par de dedos con ansia.
Sirius no tiene condones y el chico no hace ademán de exigirle ninguno. Le da igual, a estas alturas. Un recuerdo, fugaz y empañado por el alcohol, de unos ojos avellana que lo miran con decepción es reemplazado por el gesto suplicante del chico. Sirius abandona la pasividad con la que se ha dejado conducir hasta allí y toma el control. Se desliza en el interior del chico con facilidad. Este está más dilatado de lo que su exigua preparación habría permitido creer y Sirius comprende que es una consecuencia de la droga que está esnifando.
Se lo folla con la desesperación de quien está muerto. De quien lleva muerto en vida doce años. De quien sólo ha sabido traer desesperación y tristeza a su alrededor. Sin condón, porque le da lo mismo volver a morirse, piensa mientras lo embiste lo más que puede, antes de cerrar los ojos y mover las caderas con rítmica brusquedad, centrándose en alcanzar el instante de glorioso placer que le permite no pensar. Ha habido muchas cosas que no ha podido hacer en esos doce años, pero follar no es una de ellas. Cientos de veces, con otros presos dispuestos a ello a cambio de favores, protección o, simplemente, en agradecimiento a algún buen gesto de Sirius; que se dejaban dar por culo en la ducha o se la chupaban en el patio sin importarles que se corriese en su boca. Sin preservativos, porque comprarlos era un lujo de quienes podían frecuentar el economato.
No es consciente de cuánto tiempo transcurre hasta que se corre, con embestidas de ritmo caótico, aliviado de haber conseguido llegar al orgasmo, algo que siempre le costaba cuando iba borracho en la otra vida, la anterior a la cárcel. El chico se da media vuelta cuando Sirius sale de su interior, dejando claro que él no ha llegado a eyacular. Está tentado de abrocharse los pantalones y largarse, pero algo le incita a quedarse y arrodillarse, metiéndose la polla del otro chico en la boca. Este choca la nuca contra la pared y vuelve a esnifar la droga.
El chico tarda tanto en terminar que Sirius deja la mente en blanco mientras se la chupa. No es la mejor mamada que ha hecho en la vida, aunque todas las demás sólo tuvieron un destinatario y perfeccionó la técnica en función a sus gustos más de doce años atrás. Cuando levanta la vista, descubriendo que el chico vuelve a llevarse el artilugio del que está esnifando a la nariz, por cuarta o quinta vez en el tiempo que llevan en el cuarto oscuro, ya no encuentra rastro de los cabellos castaños y levemente rizados. Más bien es de un color chocolate oscuro y sólo se le ondula en las puntas, abiertas por habérselo dejado crecer sin cortarlo. Sus ojos avellana son negros, dilatados por la droga y la oscuridad del cuarto y los ojos de mirada triste y amable sólo contienen ansia y lujuria, sin parecido alguno con sus recuerdos.
Deja la mente en blanco hasta que, por fin, el chico se corre y traga por instinto sintiendo una decepción que no consigue controlar y una opresión en el pecho que regresa a pesar del alcohol y la euforia del sexo. Cuando sus pensamientos se enfocan, los imaginarios ojos de color avellana de su cabeza lo observan, defraudados por arriesgarse a sí mismo y, peor, arriesgar a otras personas por su imprudencia y falta de protección, tal y como hicieron doce años atrás, partiéndole el alma y haciéndole comprender que había cometido el peor error de su vida.
No se despide del chico, que se ha quedado relajado y agotado contra la pared, con el pene laxo y los ojos cerrados, y huye al exterior del local y luego hasta el único lugar dispuesto a acogerle, por mucho que lo odie, dejándose caer sobre un polvoriento sofá, rezando porque la borrachera le permita dormirse al instante.
Notas: Tengo muchas notas, porque escribir esto fue importante para mí. Voy a intentar repartirlas por sus respectivos capítulos, allí donde sean más relevantes, en lugar de soltarlas todas aquí, pero allá van algunas.
- La primera es que este fic nace del cuarto oneshot de Justin/Colin. Sin embargo, su enfoque es diferente, por lo que habrá oneshot del otro ship en su momento y si alguien lee ambos, seguro que ve las semejanzas.
- No sé con qué frecuencia voy a actualizar, lo siento. El fic está completamente escrito, pero tengo que repasarlo y corregirlo, así que iré publicando según vaya haciéndolo (se me avecinan tres meses chungos de tiempo y quiero acabar de escribir un Drarry que tengo ya casi completo y terminar otros proyectos, pero no me haré de rogar demasiado e intentaré soltar los capítulos de dos en dos). Ronda las 65 000 palabras y consta de 17 capítulos que se van alternando entre el presente de Sirius y sus recuerdos del pasado.
- Es un muggle AU que intenta respetar el canon y nuestra historia, pero he cambiado cosas de la cronología por el bien del ritmo de la historia. Iré indicando estos cambios según salgan.
