Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Venganza para Victimas" de Holly Jackson, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 37
Bella seguía sin respirar.
Acercó los ojos a la puerta de listones de madera y ajustó la vista a las rendijas.
Fuera, Mike se dio la vuelta y pasó por delante de ella con una mano en la cara. Sobre el ojo.
Bella soltó aire con cuidado. La respiración le rebotó en la cara. Rose debía de haberle pegado. Eso había sido el golpe que había escuchado. No formaba parte del plan, pero había funcionado. Le dio a Bella el tiempo suficiente para esconderse en ese armario.
Mike no la había visto; no sabía que había alguien dentro de su casa. Las pastillas estaban en su sitio, disueltas en la botella de agua. Lo había conseguido. La parte que a Edward le preocupaba que lo fastidiara todo. Había conseguido mantener la compostura.
Y ahora tocaba esperar.
Mike se alejó de ella y salió del salón hacia el arco de la cocina. Bella lo escuchó rebuscar entre los utensilios mientras rajaba algo en voz baja. Otro portazo. Volvió un minuto después con algo sobre el ojo.
Bella se movió para poder ver mejor a Mike arrastrando los pies hasta el sofá. Llevaba algo de plástico verde; igual se trataba de una bolsa de guisantes congelados. Bien. Bella ya contaba con que Rose no se iba a contener. Aunque ahora Mike tendría que explicar ese ojo morado para que encajase bien en la historia. No obstante, a lo mejor eso no era malo, quizá hasta le venía bien. Una pelea entre Mike y Neil Prescott. Neil le dio un puñetazo y Mike salió corriendo, volvió con un martillo y lo golpeó desde atrás. Sí, el moratón que estaba apareciendo en la cara de Mike podía encajar perfectamente en la historia que Bella estaba creando para ese hombre que aún no estaba muerto, a dieciséis kilómetros de allí.
Mike se dejó caer en el sofá. Bella ya no le veía la cara, solo la nuca a través de los listones. Escuchó un gruñido y el ruido de la bolsa —seguramente los guisantes al moverse—. Se inclinó hacia delante y su cabeza desapareció detrás del sofá.
Bella no veía nada. No podía distinguir desde allí si estaba bebiendo agua.
Pero sí podía oírlo. El irritante sonido de la succión de la boquilla atravesándola de lleno.
Bella se levantó sin hacer ruido, con cuidado. La mochila se le enganchó con la aspiradora. La soltó y se puso recta a mirar otra vez entre los listones de madera. Desde esa altura sí lo veía. En una mano tenía los guisantes congelados sobre el ojo, con la otra agarraba la botella de agua. Dio al menos cuatro sorbos largos antes de volver a soltarla. No era suficiente.
Tenía que bebérsela toda, o casi.
Sacó el teléfono de prepago del bolsillo de la sudadera. Eran las 20.57.
Joder, casi las nueve. Bella había calculado que podrían ganar unas tres horas manipulando el cuerpo de Neil, lo que significaba que solo le quedaban treinta minutos para que se abriera la ventana de la hora de la muerte estimada. Debía empezar a crear su coartada en cuarenta y cinco minutos.
Y, aun así, en ese momento no podía hacer nada. Solo esperar. Observar a Mike desde su escondite. Intentar jugar a ser Dios, utilizando ese lugar oscuro de su mente para obligarlo a beber más.
Sin embargo, Mike no la escuchó. Se inclinó hacia delante, pero solo para posar el teléfono en la mesa. Luego cogió el mando de la consola y reanudó el juego. Muchos disparos, pero Bella solo escuchaba los seis que le atravesaban el pecho mientras la sangre de Stanley se le derramaba por las manos en la oscuridad del armario. La de Stanley, no la de Neil. Era capaz de diferenciarlas.
Mike dio otro sorbo a las 21.00.
Otros dos a las 21.03.
Fue al baño del piso de abajo a las 21.05. Estaba justo al lado del armario de Bella y lo escuchaba todo. No tiró de cadena, y ella no respiró.
Otro sorbo a las 21.06 cuando volvió al sofá. Otra vez el sonido de succión de la boquilla. Soltó la botella de agua, la volvió a coger otra vez y se levantó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde se la llevaba? Bella no veía.
Intentó mover la cabeza por todas las rendijas.
Mike pasó bajo el arco de la cocina. Bella escuchó el sonido de un grifo abierto. Mike volvió a aparecer con la botella azul en la mano, girando la muñeca para cerrar el tapón. La había llenado. Eso quería decir que se la había bebido toda, o casi.
Las pastillas habían desaparecido. Ahora estaban dentro de él.
Mike se balanceó y se tropezó con su propio pie descalzo. Se quedó allí de pie durante un instante, parpadeando mientras se miraba los pies, como si estuviera confuso. La marca del golpe en el ojo se le estaba oscureciendo cada vez más.
Las pastillas debían de haber empezado a hacerle efecto. Una parte llevaba ya más de diez minutos en su cuerpo. ¿Cuánto tiempo iba a tardar en desmayarse?
Mike dio un paso vacilante, balanceándose ligeramente, y luego otro rápido, apresurándose hacia el sofá. Se sentó y le dio otro sorbo a la botella de agua. Estaba mareado, Bella lo sabía. Ella había tenido la misma sensación hacía ya casi un año, sentada frente a Tatum en la cocina de los Prescott, aunque a ella le habían dado más de dos miligramos y medio. Era agotamiento, como si el cuerpo se fuera separando de la mente. Pronto las piernas no podrían con su peso.
Bella se preguntó en qué estaría pensando él mientras reanudaba el videojuego y empezaba de nuevo a dar tiros, cubriéndose tras una pared en ruinas. A lo mejor creía que el mareo había sido causado por el puñetazo que Rose le había dado en la cara. Puede que se sintiera cansado y, mientras se iba quedando cada vez más dormido, se estaría diciendo que lo único que necesitaba era dormir un rato. Lo que no sabía, ni sospechaba, era que, en cuanto se quedara dormido, saldría de casa y mataría a un hombre.
La cabeza de Mike se desplomó contra el brazo del sofá, sobre la bolsa de guisantes congelados. Bella no le veía la cara, no podía verle los ojos, pero debía de tenerlos abiertos, porque seguía disparando.
Aunque su personaje en la pantalla también se movía lentamente. Aquel mundo violento empezó a dar vueltas a su alrededor cuando Mike perdió el control de sus pulgares.
Bella observaba con atención. Primero al videojuego, luego a Mike.
Esperó. Esperó.
Miró la hora. Había perdido diez minutos.
Cuando volvió a levantar la mirada, ninguno de los dos se movía. Ni Mike, tumbado en el sofá con la cabeza sobre el reposabrazos, ni su personaje virtual, de pie, quieto, en mitad del campo de batalla, con la barra de vida vaciándose mientras recibía un tiro tras otro.
«Eres hombre muerto», dijo el videojuego, fundiéndose a la pantalla de inicio.
Y Mike no reaccionó, no se movió ni un ápice.
Ya se debía de haber desmayado, ¿verdad? Estaría inconsciente. Eran las 21.17, habían pasado veinte minutos desde que había dado el primer sorbo de agua.
Bella no lo sabía. Y tampoco cómo podía estar segura, atrapada en el armario bajo la escalera. Si salía de su escondite y él no estaba dormido, el plan se iría al traste, y ella también.
Con cuidado, Bella empujó la puerta de madera del armario y la abrió solo unos centímetros. Miró a su alrededor en busca de algo, algo pequeño, para probar. Se fijó en el enchufe de la aspiradora y en el largo cable que rodeaba la máquina. Eso serviría. Desenrolló parte del cable para tener margen, por si tenía que volver a enrollarlo y cerrar la puerta del armario si Mike reaccionaba lo más mínimo.
Lanzó el enchufe hacia el salón. Hizo ruido y rebotó tres veces contra el suelo de madera.
Nada.
Mike ni se inmutó. Seguía tumbado inerte en el sofá.
Estaba inconsciente.
Bella recogió el cable de la aspiradora. El plástico raspó con fuerza el suelo y Mike seguía sin moverse. Volvió a enrollarlo y salió del armario cerrando la puerta.
Sabía que estaba dormido, pero, aun así, se movió con cuidado, poniendo un pie delante del otro hacia la alfombra, hacia el sofá, hacia él. A medida que se acercaba, le empezaba a ver la cara, con una mejilla aplastada contra el borde rígido del sofá, respirando profundamente y silbando por la nariz. Al menos respiraba, eso era bueno.
Bella se acercó a la mesa. Se le erizaron los pelos de la nuca. Sintió como si él la estuviera mirando, aunque le pesaban los párpados y los tenía cerrados. En uno de ellos empezaba a aparecer un cardenal. Parecía indefenso allí tumbado detrás de ella. Con una cara casi de niño, inocente.
La gente siempre parece inocente mientras duerme; pura, apartada del mundo y de todos sus males. Pero Mike no era inocente, ni se acercaba a serlo. ¿A cuántas chicas había mirado él así, tumbadas indefensas delante de él? ¿Alguna vez se había sentido culpable, como Bella un poco en ese momento? No, qué va; él era un violador de los pies a la cabeza. Había nacido malo o se había vuelto malo, daba lo mismo.
Y Bella sabía que eso no era solo por su propia supervivencia; a esas alturas ya lo tenía bastante claro. Había pasado mucho tiempo calculándolo en el lugar oscuro de su cabeza.
Esto también era venganza.
El pueblo no era lo bastante grande para los dos. Ni el mundo. Uno de los dos tenía que irse, y Bella iba a pelear con uñas y dientes.
Se acercó y cogió el teléfono de Mike con las manos cubiertas por los guantes. Se iluminó en cuanto lo levantó, y le dijo que ya eran las 21.19, y que más le valía que se diera prisa.
El símbolo en la parte de arriba le indicó que la batería estaba, al menos, por la mitad. Con eso debería bastar.
Bella se dirigió hacia la parte posterior del sofá. Silenció el teléfono de Mike y, a continuación, se puso de rodillas y se quitó la mochila. Metió la mano dentro, sacó una de las bolsas transparentes para sándwiches y la cambió por la que tenía en el bolsillo y por el rollo de cinta americana.
Abrió la bolsa para sándwiches, metió el teléfono de Mike y la cerró. Se puso de pie con un crujido de las rodillas y se giró hacia la puerta principal.
Dejó la mochila en el suelo; todavía no había acabado, enseguida volvía.
Antes tenía que darle el teléfono de Mike a Jamie y a Harry.
Pasó frente a un aparador en el pasillo donde había un cuenco de madera lleno de monedas y llaves. Bella rebuscó hasta que encontró un llavero de Audi y lo sacó. Esas debían de ser las llaves del coche de Mike.
Las de la casa estaban en el mismo llavero. Bella también las iba a necesitar.
Con las llaves en una mano y la bolsa con el teléfono en la otra, Bella abrió la puerta de los Hastings y salió al frío de la noche, cerrando la puerta con cuidado. Bajó por el camino, no sin antes echar un vistazo rápido a las cámaras de seguridad tapadas con la cinta americana. Ella las veía, pero las cámaras a ella no.
Bajó hasta Tudor Lane, hasta llegar a la sombra del coche de Jamie.
La puerta del copiloto se abrió y Rose asomó la cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó, y el alivio de sus ojos fue muy evidente.
—S-sí, todo bien —respondió Bella desprevenida—. ¿Qué haces todavía aquí, Rose? Tenías que irte en cuanto acabaras, quedar con tu hermano para tener tu coartada.
—No iba a dejarte aquí sola con él —dijo Rose con firmeza—. No hasta que supiera que estabas a salvo.
Bella asintió. Lo entendía. Aunque no habría estado sola —los hermanos Potter estaban montando guardia—, pero lo entendía.
—¿Ha ido bien? —preguntó Harry desde el asiento de atrás.
—Sí, está K. O. —dijo Bella.
—Siento haber tenido que pegarle. —Rose la miró—. Estaba intentando echarme y cerrar la puerta, y yo todavía te veía detrás de él, así que…
—No pasa nada —la interrumpió Bella—. Puede que hasta haya venido bien.
—Y me ha sentado de maravilla. —Rose sonrió—. Llevaba mucho tiempo queriendo hacer eso.
—Tienes que irte ya con tu hermano —la apremió Bella con la voz más severa—. Es muy poco probable que alguien crea a Mike cuando diga que fuiste a su casa para hablar, pero quiero que estés lo más segura posible.
—Todo saldrá bien —respondió Rose—. Dan llevará ya cinco cervezas. Le diré que son las 20.45 y ni se dará cuenta. Lav está en casa de su madre con el bebé.
—De acuerdo. —Bella pasó a mirar a Jamie, que estaba frente al volante.
Se inclinó sobre Rose para darle la bolsa con el teléfono de Mike. Él la cogió y asintió, colocándosela sobre las piernas—. Ya lo he puesto en silencio — informó—. Y va bien de batería.
Jamie asintió de nuevo.
—He metido la dirección en el navegador por satélite —dijo, señalando el sistema GPS integrado del coche—. Luego solo hay que hacer dos giros a la derecha hacia Green Scene. Solo por carreteras secundarias.
—¿Tienen los teléfonos apagados?
—Sí.
—¿Harry? —Lo miró.
—Sí —asintió él, con los ojos brillantes en la oscuridad del asiento trasero—. Lo apagué en casa. No los encenderemos hasta que no estemos seguros.
—Muy bien. —Bella soltó aire—. Cuando lleguen, veran que la puerta está abierta. No entren, ¿entendido? No deben entrar. Prométanmelo.
—No entraremos —aseguró Harry. Los hermanos se miraron.
—Prometido —añadió Jamie.
—Ni siquiera se asomen a la puerta. Simplemente aparquen fuera, junto a la carretera —indicó Bella—. Pase lo que pase, no toquen el teléfono de Mike. En el césped hay varias piedras que delimitan el camino que lleva hasta la puerta. Dejen el móvil dentro de la bolsa detrás de la primera roca grande. Suéltenlo allí y márchense.
—Bella, lo hemos entendido —dijo Jamie.
—Lo siento, es que… no puede salir mal. Nada puede salir mal.
—Y no lo hará —la animó Jamie suavemente, para calmarle un poco los nervios—. Estamos contigo.
—¿Saben qué van a hacer después? —preguntó Bella.
—Sí —respondió Harry, inclinándose hacia delante, hacia el brillo amarillo de la luz del retrovisor—. Hay un festival de cine de Marvel que empieza tarde, en Wycombe. Iremos allí. Encenderemos los teléfonos cuando lleguemos al aparcamiento. Haremos un par de llamadas y enviaremos algún mensaje mientras estemos allí. Hay cámaras por todas partes. Todo irá bien.
—De acuerdo. —Bella asintió—. Sí, es una buena idea, Harry.
Él le sonrió ligeramente, y ella se dio cuenta de que estaba asustado porque era consciente de que había ocurrido algo horrible y jamás sabría en qué había participado. Aunque podían imaginárselo. Seguramente lo averiguarían en cuanto saliera la noticia. Pero con tal de que nunca se dijera en voz alta, con tal de que ellos no lo supieran realmente, no cabía la menor duda. Harry no tenía de qué tener miedo; si algo salía mal, Bella sería la única responsable. El resto estaría a salvo. Estaban en la sesión golfa de una película; no sabían nada. Ella intentó transmitirles eso con los ojos.
—Una vez que hayan salido de Green Scene —indicó Bella—, conduce durante unos cinco minutos y llámame desde el prepago para decirme que el teléfono de Mike está colocado.
—Sí, sí, eso haremos —dijo Harry, enseñándole el viejo Nokia que ella les había dado.
—Vale, pues creo que ya está todo. —Bella se apartó del coche.
—Dejaremos a Rose en casa de su hermano y luego iremos directos allí —aclaró Jamie, arrancando el coche.
El ruido del motor interrumpió el silencio de la noche.
—Buena suerte —le deseó Rose, mirando a Bella a los ojos durante una milésima de segundo antes de cerrar la puerta.
Se encendieron las luces. Bella se protegió los ojos del brillo mientras retrocedía, observando cómo se alejaban. Pero solo un momento, no tenía tiempo para pararse ni para dudar, tampoco para preguntarse si estaba arrastrando a todos sus amigos con ella. No tenía tiempo.
Volvió a subir corriendo hasta la casa de los Newton. Tuvo que probar con dos llaves antes de encontrar la correcta. Empujó la puerta con cuidado.
Mike estaba inconsciente, pero no quería tentar a la suerte.
Dejó las llaves del coche en el suelo del recibidor, cerca de su mochila, así no se olvidaría de cogerlas al salir. Tenía la mente dispersa, descolocada por la amabilidad de Jamie y la preocupación de Rose y el miedo de Harry, pero tenía que volver a centrarse. El plan estaba saliendo bien y redactó una nueva lista mental. La que Edward y ella habían elaborado con todo lo que necesitaba coger en casa de Mike.
Tres cosas.
Bella subió la escalera, giró hacia el pasillo y fue a la habitación de Mike.
Bella sabía cuál era. Ya había estado allí, cuando había descubierto que Sid Prescott vendía droga. No había cambiado nada: la misma colcha granate, los mismos montones de ropa por el suelo.
También sabía que, detrás de ese poster de Reservoir Dogs, enganchado con una chincheta en el tablero de corcho, había una foto de Sid en topless que ella había dejado en la clase de Elliot Greengrass. Mike la había encontrado y la había guardado todo este tiempo.
Saber que estaba allí le provocó ganas de vomitar, y una parte de ella quería arrancar la foto escondida y llevarse a Sid a casa con ella y con su fantasma. La pobre chica ya había sufrido bastante en manos de hombres violentos. Pero no podía hacer eso. Mike no debía saber que alguien había estado allí.
Bella se fijó en la cesta blanca de la ropa sucia, llena a rebosar, con la tapadera peligrosamente inclinada. Levantó la tapa y revolvió entre las prendas. Menos mal que los guantes le cubrían las manos. A la mitad, encontró algo que le serviría. Una sudadera arrugada de color gris oscuro con cremallera. Bella la sacó y la tiró sobre la cama, y luego volvió a dejar el cestón como lo había encontrado.
A continuación, fue al armario empotrado. Zapatos. Necesitaba un par.
Preferiblemente unos con un patrón único en la suela. Bella abrió las puertas y se quedó mirando el interior. Buscó debajo del todo, en el caótico revoltijo de calzado. Se agachó y metió la mano. Si cogía los que se encontraban más al fondo, era probable que Mike no se los pusiera muy a menudo. Bella descartó un par de zapatillas de deporte negras: las suelas estaban desgatadas por el uso. Encontró otro par cerca, unas deportivas blancas. Les dio la vuelta y siguió con la mirada las líneas en zigzag de la suela. Sí, esas servirían para dejar huellas. Además, no las utilizaba para correr a diario. Siguió buscando entre el montón de calzado hasta encontrar la pareja, y la sacó de entre un embrollo de cordones.
Se levantó y, justo cuando iba a cerrar las puertas del armario, algo le llamó la atención. Una gorra de color verde oscuro con un tic verde, colgada de uno de los tiradores. Sí, eso también le vendría bien. «Gracias, Mike», pensó, añadiéndola a la lista mientras la cogía.
Con la sudadera gris, las deportivas blancas y la gorra entre los brazos, bajó acompasando los pasos con las profundas respiraciones de Mike y dejó el montón de ropa junto a su mochila.
Una cosa más y se podía ir. Lo que más miedo le daba hacer.
Metió la mano en la mochila y sacó otra bolsa para sándwiches.
Aguantó la respiración, aunque no hacía falta. Si Mike podía escuchar algo, serían los latidos de su corazón lanzándose contra sus costillas.
¿Cuánto tiempo más podía seguir a ese ritmo antes de ceder y rendirse?
Caminó en silencio detrás de él, hacia el otro lado del sofá, donde estaba su cabeza, y escuchó el sonido de las respiraciones, que le movían el labio superior.
Bella se acercó un poco más y se agachó, insultando a su tobillo cuando el crujido del hueso resonó en la sala en silencio. Abrió la bolsa para sándwiches y la sostuvo bajo la cabeza de Mike. Con la mano enguantada, acercó el pulgar y el índice y, con cuidado, se los metió entre la melena rubia hasta alcanzar el cuero cabelludo. Era imposible arrancar pelos con un cuidado extremo, pero era lo que tenía que hacer. No los podía cortar, necesitaba la raíz y las células de piel, porque era lo que albergaba el adn.
Con mucho cuidado, agarró un mechón.
Tiró hacia atrás.
Mike resopló. El pecho subió y bajó en una respiración muy profunda, pero él no se movió.
Bella notaba los acelerados latidos de su corazón hasta en los dientes mientras examinaba los cabellos atrapados entre sus dedos. Largos, ondulados, con algunos bulbos de piel en las raíces. No había muchos, pero tendría que servir. No quería arriesgarse a hacerlo de nuevo.
Bajó los dedos hasta la bolsa para sándwiches y los soltó. Los pelos rubios cayeron al interior de la bolsa, casi invisibles. Se le quedaron un par pegados a los guantes de goma. Frotó la mano en el sofá para quitárselos, cerró la bolsa y se levantó.
En el recibidor, guardó la sudadera de Mike en la bolsa grande para congelados, los zapatos y la gorra en otra, y lo metió todo en su mochila.
Estaba tan llena que le costó cerrar la cremallera, pero ya tenía todo lo que necesitaba. Introdujo la bolsa con el pelo en el bolsillo frontal y se puso la mochila.
Apagó la luz del salón antes de irse, no sabía muy bien por qué. Las luces amarillas, por muy intensas que fueran, no iban a sacar a Mike de su sueño profundo. Pero no quería arriesgarse; tenía que seguir así cuando ella volviera en unas horas. Bella confiaba en las pastillas, como había hecho Mike en incontables ocasiones a lo largo de su vida, pero no tenía fe ciega en nada. Ni siquiera en sí misma.
Bella cogió las llaves del suelo y cerró la puerta al salir. Apretó un botón en el llavero y las luces traseras del coche de Max parpadearon, avisándola de que estaba desbloqueado. Abrió la puerta del conductor, tiró las llaves en el asiento y volvió a cerrar. Caminó hacia la calle y dejó el coche atrás.
Se quitó los guantes de goma. Los tenía muy pegados por el sudor de las manos —o por la sangre de Stanley, estaba muy oscuro como para diferenciarlo—, y tuvo que arrancárselos con los dientes. El aire de la noche era frío y lo sentía demasiado rígido sobre la piel de los dedos mientras guardaba los guantes usados en el bolsillo de la sudadera.
Su coche la esperaba un poco más adelante. A ella y al siguiente paso del plan.
Su coartada
