La serie de Once Upon a Time y sus personajes, aquí mencionados, no me pertenecen.

Esta es una historia AU, ubicada en el Bosque con el contexto de Reyes, Reinas y demás.

Advertencias: Sexo, violencia, muerte de personajes, matrimonio obligado, menciones de relaciones maritales no deseadas. Si piensa que podría no ser de su agrado, es mejor que no lea.

Las actualizaciones se harán los días viernes a eso de las 6:00pm, hora centro de México.

Espero la historia les guste tanto como me está gustando escribirla.


El Reino Blanco era uno de los más poderosos y estables de todos los existentes. Su gobernante, el Rey Leopold, era un hombre mayor que, siempre preocupado por el bienestar de sus fieles súbditos, había sabido conducir el reino a fin de que todos pudieran vivir en paz, armonía y, sobre todo, felicidad.

Tenía una hija, la princesa Snow, que a sus ojos de padre era la mujer más bella de todas. Era una joven buena y bondadosa, como lo había sido su esposa, la difunta Reina Eva. Fue criada con amor y con la finalidad de desposar a un príncipe heredero o a un joven Rey cuando estuviera en edad casadera.

La princesa creció despreocupada y muy consentida por su padre, sobre todo después de la muerte de su madre. Hacía poco más de un año y, a sus veinte primaveras, Snow contrajo nupcias con el príncipe Florian, heredero del Reino de las Flores y, un día, habría de convertirse en la Reina consorte de ese lugar. No había motivos para preocuparse por ella, tenía un futuro asegurado al lado de un heredero que la enamoró a primera vista como en los cuentos de hadas. Tenían una pequeña hija de siete meses, a la cual, habían llamado Eva en honor a la difunta madre de la princesa y ya esperaban un segundo hijo.

Eran realmente felices.

Por su parte, Leopold sufrió mucho tras la pérdida de su esposa al igual que la princesa y, si no hubiera sido porque era el Rey, y su hija y el reino dependían de él, seguramente habría buscado la forma de irse con ella. Eva murió cuando Snow tenía diez años y tuvieron que pasar muchos más para que Leopold pensara en desposar a una nueva Reina a pesar de que sus consejeros insistían en que debía hacerlo.

Todo Rey debía tener una Reina a su lado...

El día llegó cuando realizó una visita al Reino de la Luz. Hans, el nuevo Rey, lo invitó formalmente con la finalidad de mostrarle el reino y entablar negociaciones para formar una alianza.

Ambos reinos tuvieron una hasta que Leopold subió al trono y, el gobernante de ese entonces, el Rey Xavier, al ver que el nuevo Rey del Reino Blanco se conducía de una forma que no era de su agrado, decidió terminar con dicha alianza.

Al morir, su hijo mayor, y heredero en primera línea de sucesión, William, subió al trono con los ideales de su padre por delante y gobernó tal cual lo hiciera Xavier. Pero tras fallecer, su hijo, el príncipe Hans y el ahora nuevo Rey del Reino de la Luz, no pensaba igual.

Sus ideales y los de su esposa, Anna, Reina consorte del Reino de la Luz y princesa de Arendelle, eran muy distintos. Querían una alianza con el Reino Blanco a fin de que el Reino de la Luz tuviera presencia y poder en ese lado de los territorios. Así que invitaron al Rey Leopold a su castillo quien estuvo un par de días conviviendo con ellos y escuchó atento las propuestas que tenía para él. Hans no se limitó en mostrarle al Rey mayor todo lo que su reino tenía para ofrecerle.

Al irse, lo hizo firmando un acuerdo para la Nueva Alianza que comenzaría con la boda real entre el Rey Leopold del Reino Blanco, y la joven y bella princesa Regina del Reino de la Luz, prima consanguínea del Rey Hans e hija del difunto príncipe Henry, el último en la línea de sucesión del reinado del Rey Xavier.

La hermosa princesa había sido criada por su padre en una lujosa hacienda real lejos del castillo. Su madre, la princesa Cora, murió cuando nació y Henry se encargó de hacer a su hija muy, muy feliz, alejada de todos esos asuntos de la realeza que no importaban porque su niña podría llevar una vida normal y, sobre todo, casarse por amor que era en lo que desde pequeña comenzó a soñar.

Aun así, fue enseñada a comportarse como parte de la realeza y llevó lecciones de cómo gobernar ya que formaba parte de una familia perteneciente a la corona y Henry no podía negarle su derecho real por nacimiento. Era una princesa después de todo.

La pequeñita era la completa adoración del Rey Xavier. Se convirtió en los ojos de su abuelo y se ganó su corazón desde el día en que llegó al mundo y la tuvo entre sus brazos por primera vez. Y por esa razón, el Rey estuvo de acuerdo con Henry en la forma en que decidió criar a Regina. La hermosa princesita era una pequeña lucecita que llegó a iluminar sus días y Xavier quería que su nieta más pequeña fuera muy feliz.

Algo que el Rey William respetó cuando gobernó, pero que Hans, prefirió ignorar. Sus planes para la joven y hermosa princesa no fueron los mismos que los de Henry y Xavier. No podía dejar pasar la oportunidad de aprovecharse de la belleza exagerada e inigualable de su joven e inocente prima y, tanto él como Anna, vieron con satisfacción cómo el Rey mayor prácticamente cayó en un embrujo en cuanto la vio.

Fue como magia y ambos supieron que habían conseguido la alianza.

Regina tenía dieciséis años cuando todo eso sucedió y, al cumplir diecisiete y en contra de su voluntad, se convirtió en la legítima esposa del Rey Leopold y Reina consorte del Reino Blanco.


Leopold estaba en el salón de asuntos reales tratando de resolver un par de asuntos cuando entró al lugar su más fiel consejero, Rumpelstiltskin. Se trataba de un hombre mayor, aunque no más que él, que había estado a su lado durante todo su reinado y nunca le había traicionado o fallado. Confiaba plenamente en él y en sus consejos.

—Majestad —hizo la debida reverencia cuando estuvo frente al Rey.

—Habla —pidió sin voltear a verle.

—Hay un asunto que requiere su total atención y que no puede esperar —dijo intrigante mirando fijamente a Leopold, sabiendo que lo que estaba por decirle lo inquietaría sin duda alguna.

El Rey soltó la pluma y alzó la mirada para fijarla en el hombre frente a él. Lo vio sonreír de medio lado mientras le extendía una carta que claramente venía del Reino de la Luz.

—¿Qué quiere ahora? —preguntó con fastidio. El Rey Hans era muy persuasivo e insistente y, cuando quería algo, no descansaba hasta conseguirlo al costo que fuera.

—Está demandando un heredero que refuerce la Nueva Alianza, Majestad —habló sereno y vio al otro hombre recargarse en el asiento y taparse la boca con una mano, señal inequívoca de preocupación—. Dice que el pueblo del Reino de la Luz está preguntando por los pequeños herederos reales que Regina, como princesa de ese reino, debe darles —informó el consejero, como era su deber.

—¿Y qué quieren que haga? —preguntó molesto—. Dile que simplemente no ha sucedido —le dijo buscando restarle importancia y trató de volver a sus asuntos.

—Me temo que se deberá hacer algo al respecto. Esta mañana me he enterado que la gente del reino ha comenzado a dudar de su… virilidad, Majestad —le contó mientras se paseaba un poco por el lugar con las manos juntas en su espalda baja.

—¡¿Qué?! —preguntó enojado y ofendido esta vez—. Pero si hace un par de meses decían que era porque la Reina es muy joven —dijo sin entender el cambio tan, a su parecer, repentino de la gente.

—Sí, pero la princesa Snow acaba de anunciar su segundo embarazo y se casó muy poco después de que usted lo hiciera con la Reina Regina, hace un año y un par de meses aproximadamente —recalcó el tiempo transcurrido para que el Rey tomará consciencia—. Su hija ya tiene un heredero y usted… —torció la boca sin terminar la idea, pero seguro que el Rey entendería a lo que se refería.

—Eso no tiene nada que ver —estaba enojadísimo de que su propio pueblo, por el que tanto se había preocupado y esmerado en hacer feliz, estuviera ahora hablando esas cosas tan ofensivas de él—. Además, no me casé con Regina para tener un heredero. Lo sabes.

—Usted y yo lo sabemos, Majestad, pero el pueblo, y claramente el Rey Hans, no están al tanto. Todos ellos están tomando en cuenta que usted es tres veces mayor que la Reina, y también, que tardó mucho en darle al reino el único heredero. Recuerde que en ese entonces también hubo rumores —dijo fingiendo inocencia en sus palabras a pesar de que llevaban una firme y muy clara intención.

Leopold lanzó un suspiro cansino dándose cuenta que, de alguna forma, todo se estaba volviendo a repetir, aunque, en ese entonces, nadie dudó de su virilidad. La responsabilidad, dudas y habladurías siempre recayeron en su amada Eva.

—Tengo relaciones con la Reina ocasionalmente y lo sabes. No pueden decir que no se cumple con los deberes maritales —dijo dejando escapar en sus palabras la frustración y molestia que sentía.

—Majestad, usted entiende lo apremiante de la situación. Por el bien del reino, la Reina debe quedar embarazada lo antes posible. —Se acercó al escritorio tras el cual estaba el Rey quien asintió pensativo en clara señal de entendimiento.

Leopold se sintió conflictuado. Sabía que si todo seguía así Hans rompería la alianza, se llevaría a su Reina de vuelta al Reino de la Luz y declararía una guerra que con seguridad causaría la desgracia del Reino Blanco. Y el Rey, no podía dejar que ninguna de esas tres cosas sucediese.

—El Reino Blanco está tan bien gracias a mi matrimonio con Regina —dijo sintiéndose derrotado—. No puedo permitir que la alianza se pierda. —Miró fijamente y con severidad a su fiel consejero quien le sostuvo la mirada—. Hay que hacer lo que sea necesario. Como bien has dicho, Regina debe quedar embarazada lo más pronto posible —decretó y el otro asintió, haciendo un gesto de respeto con su cabeza y se retiró.

El día que Leopold tanto estuvo temiendo había llegado. No estaba para nada contento, pero estaba dispuesto a todo por el bienestar de su reino.


A partir de ese momento se comenzó con la búsqueda discreta de un hombre joven. Fue un trabajo arduo e incesante del que se encargó el consejero del Reino Blanco. Buscó primordialmente en los reinos vecinos que no formaban parte de alguna alianza con el Reino Blanco o el Reino de la Luz para asegurar la discreción. Y Rumpelstiltskin no estuvo tranquilo hasta que tuvo tres posibles opciones.

El primero se llamaba Graham, un hombre varonil que se había criado con lobos. Era fuerte, viril y valiente, pero de último momento y, al saber que debía servir en algo a un Rey, rechazó la oferta. No quería nada que tuviera que ver con la realeza porque le parecía despreciable.

El segundo era un hombre que provenía del bosque de Sherwood y era un arquero prestigioso. Parecía el indicado, pero pronto el consejero del Reino Blanco se dio cuenta que se trataba de un ladrón que solía robar a los ricos para ayudar a los pobres y no podían involucrar al reino con un hombre así. Además, pedía una cantidad exagerada de monedas sin siquiera saber qué era lo que tenía que hacer. Simplemente al saber que la intención era servir al Rey Leopold en algo puso sus condiciones de por medio.

Así pues, fue que terminó sentando frente a la última opción que habían conseguido hasta ese momento. Esperaba que fuera el indicado porque estuvieron buscando mucho antes de dar con ellos.

Se trataba de un joven pastor que debía ser de la edad de la princesa Snow. Vivía en una pequeña granja a las afueras del reino de Camelot junto con su madre. Eran ellos dos solamente y, para fortuna del hombre mayor, la humilde madre del joven, estaba enferma. Habían usado todos sus bienes para sanarla y aún necesitaba atención, pero se estaban quedando sin recursos y necesitaban desesperadamente el dinero.

—Haré lo que me pidan —dijo David cuando escuchó que serviría al Rey Leopold a cambio de una cantidad exagerada de monedas que podría pagar al mejor sanador para su madre y que le permitiría salvar la granja que era su único sustento.

—Muy bien —dijo Rumpelstiltskin sacando un pergamino—. Cerremos el trato —le sonrió y se lo extendió junto con una pluma y tinta.

David tomó el pergamino para comenzar a leer y, mientras lo hacía, se llenaba de sorpresa y horror ante lo que pedían.

—Es la única forma en la que podrás salvar a tu madre y darle una vida tranquila sin preocupaciones por el resto de sus días —habló, buscando convencer al joven pastor que parecía terriblemente contrariado y decidió presionar más—. La vida de tu madre lo vale, ¿o no, David? —preguntó, estrechando los ojos.

El joven asintió con lágrimas agolpadas en los ojos y, con todo el dolor de su corazón, firmó porque no podía dejar que su madre muriera, tenía que tratar de salvarla, aunque tuviera que pagar un alto precio por ello.

Rumpelstiltskin, que lo observó con atención mientras firmaba, recogió el pergamino y sonrió con satisfacción, seguro que con ello lograrían preservar la Nueva Alianza.


Varios días después David llegó por fin a casa y su madre le recibió con brazos amorosos. El viaje había sido cansado y muy largo, pero estar de vuelta en casa lo llenaba de energía y mucha alegría por volver a ver a su madre.

—Me tenías tan preocupada, cielo —tomó el apuesto rostro entre sus manos y le obligó a agacharse para poderle besar la frente.

—Ya estoy en casa —le dijo besándole la mejilla mientras sentía los pulgares de su madre acariciarle las suyas.

—Ven —lo tomó de una mano—. Debes estar hambriento —lo dejó sentado en la mesa y procedió a servir comida caliente.

Comieron tranquilos, entre pequeñas risas y la anécdota del joven de su reciente travesía. Aunque desde luego omitió que la cantidad de monedas que le estaba llevando se las había dado el consejero del Reino Blanco para que él pudiera ir a cumplir tranquilo con el trato.

—Mamá —la llamó una vez que terminaron de charlar—. Voy a ausentarme por un tiempo —le dijo y vio cómo los ojos de su madre se llenaron de tristeza al instante.

—¿Por qué? —preguntó Ruth. Desde que lo había traído al mundo nunca se habían separado más que por un par de días cuando debía ausentarse para conseguir algo para la granja. Un tiempo sonaba a muchos días, muchos más de los que quizá ella podría soportar.

David se levantó de su asiento y se hincó frente a ella, tomándola de las manos con las suyas.

—Debo hacerlo para salvar la granja y que puedas tener todo lo que necesitas —cerró los ojos y besó largamente las manos de su madre.

Ruth sacó una de sus manos y su hijo recargó la cabeza en su regazo, como siempre solía hacerlo cuando se sentía asustado. Comenzó a acariciarle el rubio cabello.

—Aquí estaré esperándote, hijo —le dijo sin dejar de acariciarlo.

Se quedaron largo rato ahí, disfrutando de ese momento lo más que pudieron porque al día siguiente habrían de separarse quizá para siempre.


Días más tarde, en el Reino Blanco, la joven y bella Reina cepillaba su largo cabello mientras que Ruby, su doncella, terminaba de acomodar la habitación.

—Espera a que termine la cama —dijo Ruby mientras acomodaba las almohadas—. Es mi deber —le recordó.

—Tengo dos manos y soy perfectamente capaz de cepillar mi cabello yo sola —debatió tomando las puntas de su largo y ondulado cabello para darles un mejor trato. Lanzó una pequeña exclamación de sorpresa cuando el cepillo le fue arrebatado de la mano.

—Pero para eso estoy yo —insistió tomándola de los hombros para que se pusiera derecha, de frente al espejo.

—¿Cómo está tu abuela? —preguntó mientras se le cerraban los ojos porque le encantaba cuando Ruby arreglaba su cabello.

—Muy bien. Cada día más cascarrabias y gruñona. —Las dos rieron—. Dice que debo comenzar a buscar esposo, ¿tú crees? —preguntó divertida—. Lo que no sabe es que yo estoy esperando a que un príncipe azul venga por mí y seamos felices para siempre —dijo jugando y la joven Reina sonrió negando con la cabeza que bajó poquito.

—Lo cierto es que eso sólo existe en los cuentos de hadas. Mírame a mí —alzó la cabeza y miró a la doncella a través del espejo con expresión afligida—. Siempre pensé que me casaría por amor. —Miró su propio reflejo—. Era mi más grande sueño y ahora estoy casada con un hombre que me triplica la edad, que no me permite salir del castillo a no ser que sea con él y lo hace únicamente para presumirme como si fuera un trofeo. Sin olvidar la rara obsesión con su hija que es su adoración porque le recuerda a su difunta esposa. —Bajó la mirada—. Mientras yo soy sólo una posesión. —Dio un suspiro y alzó la mirada de nueva cuenta para ver a Ruby.

—Lo sé —asintió comprensiva mientras le daba un suave apretón en el hombro izquierdo como muestra de apoyo.

—No me importa, ¿sabes? —sonrió despreocupada—. No me importa que siga enamorado de la esposa muerta porque no lo amo. Lo que me mata por dentro es que se haya querido casar precisamente conmigo. ¿Por qué no eligió a otra? —preguntó con algo de rabia en su tono de voz.

—Has sido muy valiente, Regina. —Ruby habló con total seriedad—. Y esa pequeña cicatriz en el labio es una prueba de ello —dijo para alentarla—. Además, te hace ver despiadadamente sensual —le guiñó un ojo y Regina río con suavidad.

—Eres la única en este lugar que me hace reír —dijo por la ocurrencia de Ruby que era mucho más que su doncella. Ella era su única amiga en el mundo, en la única en quien podía confiar y con quien podía ser ella misma.

Unos suaves golpes en la puerta hicieron que Regina pusiera los ojos en blanco.

—Adelante —dijo con fastidio pues si Ruby estaba con ella no había nadie que pudiera ir a buscarla más que esa odiosa mujer.

—Majestad. —Johanna, la doncella mayor que se había hecho cargo de la antigua Reina y de la princesa Snow desde su nacimiento, hizo una pequeña reverencia forzada.

La nueva Reina no le agradaba en absoluto. Era demasiado joven e inexperta, poseedora de una belleza inigualable que fue lo que embrujó al Rey y por eso se casó con ella. Para Johanna, Regina estaba tratando de sustituir a la Reina Eva, pero lo cierto era que jamás podría igualarla y era por eso mismo que no podía verla con buenos ojos.

—El Rey solicita su presencia en el salón del trono —informó y se quedó ahí a la espera de que la joven Reina se moviera.

Regina apretó los labios un segundo, conteniendo las ganas de decirle a Johanna que no iría, pero sabía que habría consecuencias si no lo hacía. Se puso de pie con una elegancia muy natural que le distinguía y caminó hasta la doncella que aguardó hasta que Regina le pasó por enfrente para dar media vuelta y salir tras ella.

Atrás dejaron a Ruby preocupada por la Reina porque nunca resultaba algo bueno cuando el Rey la mandaba llamar.


Regina entró al salón del trono resignada a fingir como siempre frente al hombre que lastimosamente era su marido y, por el cual, no sentía absolutamente nada bueno. Lo repudiaba y odiaba por igual.

—Aquí estás —dijo Leopold al notar la presencia de la Reina. Le encantaba verla, siempre hermosa y elegante—. Mi linda esposa. —Se acercó a ella que seguía avanzando hacia él a paso lento pero firme, como siempre lo hacía desde que se convirtió en su esposa. Le seguía impresionando la fortaleza que la caracterizaba.

—¿En qué puedo servirte, mi señor? —preguntó Regina deteniéndose al verlo acercarse con algo de prisa hacia ella. Pretendía con ello retrasar el inevitable encuentro.

El Rey se detuvo a algunos pasos de ella y entrelazó los dedos de las manos por detrás de su espalda, mirando a su Reina con severidad.

—Llegó una carta de tu primo, el Rey Hans —empezó a contarle—. La gente de tu reino demanda un heredero. —El rostro de Regina se llenó de preocupación al instante. Fue casi como magia—. Así que habremos de partir mañana mismo al castillo de Verano de donde no saldrás hasta que estés cargando en el vientre a un heredero de la Nueva Alianza —informó autoritario.

—P-pero yo… —trató de debatir, angustiada y confundida porque no entendía nada. ¿Por qué tenían que ir allá? ¿Cómo esperaba que lo consiguieran tan fácil si en dos años no había ocurrido? Cerró la boca y contuvo el aliento cuando él se acercó hasta casi estar pegado a ella, intimidándola claramente.

—Necesito que tengas un heredero, Regina. —La tomó de la barbilla con algo más que firmeza y la obligó a alzar la cabeza para mirarlo a los ojos—. Lo hemos intentado, pero es algo que ya no puede esperar —dijo con molestia—. He conseguido a alguien que habrá de preñarte —soltó sin más y vio los bellos ojos llenarse de horror—. Me costará trabajo dejar que alguien más te toque siquiera porque eres mía, pero no renunciaré a ti ni a la alianza con tu reino —le acarició los labios con el pulgar.

—¿Y si me niego? —se atrevió a preguntar porque no le gustaba la idea de permitir que otro hombre la tocara. Su experiencia en el sexo no era agradable gracias al hombre que la miraba en ese momento por lo que le asustaba pensar en estar con alguien más. Además, era traición a la Corona.

—Si te niegas juro que haré tu vida un verdadero infierno. —La soltó de la barbilla y empezó a rodearla lentamente, como acechando y al mismo tiempo deleitándose con la increíble figura de su joven esposa—. Empezando con que Ruby y su abuela pagarán las consecuencias de tu deslealtad. —Cuando estuvo justo tras de ella la tomó de los hombros provocando una inhalación sorpresiva—. No se te olvide que naciste para servir a la Corona, Regina. Ese es tu deber real y habrás de cumplirlo —le dijo cerca del oído y sonrió satisfecho al sentirla estremecer—. Creo que está de más decir que no puedes contarle a nadie, ¿cierto? —preguntó y esperó paciente a que ella asintiera.

La joven Reina podía llegar a ser muy terca y orgullosa por lo que Leopold disfrutaba de hacerla doblegarse ante él, que era el Rey. Sonrió levemente cuando la vio asentir con lentitud.

—Así me gusta —externó su aprobación—. Está noche te espero en mi lecho —le besó la mejilla izquierda y después fue él quien se retiró del salón del trono dejando a Regina con el corazón apretado y el estómago hecho nudo por la angustia.


Ruby no se movió de la habitación de la Reina, se quedó ahí a esperar para saber qué era lo que el Rey quería y en cuanto la vio entrar se preocupó aún más. Corrió a su encuentro para tomarla de las manos que encontró frías y temblorosas.

—Estás temblando —dijo consternada mientras se las sobaba un poco tratando de transmitirle algo de tranquilidad.

—Estoy bien —mintió. Odiaba mentirle a Ruby, odiaba tener que ocultarle algo porque era la única persona a quien podía contarle sus cosas y esta vez le era imposible, pero por nada del mundo iba a arriesgar la vida de su amiga.

—Te ves como si fueras a hiperventilar —dijo la doncella mientras la llevaba hasta la cama para que se sentara y luego se apresuró por un vaso con agua para llevarle—. Bebe un poco. —Se lo ofreció y, para su sorpresa, la Reina bebió de golpe todo el contenido.

—Gracias —dijo sin aliento y le entregó el vaso vacío—. Me quiere esta noche. —Se aferró a la orilla de la cama con ambas manos y juntó sus piernas lo más que le fue posible.

Ruby no dijo nada, simplemente se sentó enseguida de ella y la abrazó con todas sus fuerzas pues sabía bien que no había nada que pudiera hacer para ayudarla.


Cuando la noche cayó, Regina fue llevada por la doncella Johanna hasta la habitación del Rey y, durante todo el trayecto, lo único que reinó fue el silencio. Llegaron al lugar y los guardias que custodiaban se hicieron a un lado para permitirle el paso. La mujer mayor abrió las puertas para ella y, después de tomar aire profundamente, Regina entró y entonces cerraron, dejándola ahí dentro con el Rey.

Armándose de valor caminó a paso lento, acercándose hasta la cama donde pudo ver recostada la figura del hombre quien, para su alivio, se encontraba profundamente dormido. El olor a vino y queso se distinguían a la perfección en el ambiente cercano a él, señal inequívoca de que Leopold no despertaría hasta la mañana siguiente.

Nada hacía tan feliz a Regina como esas veces en las que se libraba de cumplir con su deber real como Reina consorte del Reino Blanco que, para su fortuna, eran cada vez más frecuentes.


Al día siguiente todo fue revuelo en el castillo con la sorpresiva partida inmediata de los Reyes al castillo de Verano. La servidumbre iba de aquí para allá haciendo los preparativos pertinentes mientras que Regina y Ruby se despedían puesto que el Rey había indicado que la doncella no podría acompañarla en ese viaje.

—Él no se quedará allá contigo tanto tiempo. Estoy segura —dijo Ruby en un intento por calmar a la Reina que claramente tomó muy mal ese sorpresivo viaje y el hecho de que ella no podría ir.

—Lo odio, Ruby —susurró con dientes apretados y abrazó con fuerza a su amiga mientras sentía la angustia recorrerle el cuerpo al pensar en lo que realmente pasaría en ese palacio. Estaba segura de que lo odiaría con todas sus fuerzas hasta el día en que él muriera, o quizá, el día en que ella lo hiciera.


Para infortunio de Regina, el Rey se empeñó en que viajaran juntos en el carruaje real. Le habría encantado montar a caballo, aunque fuera un tramo del trayecto, pero Leopold no lo permitió. Era aburrido y frustrante vivir a expensas de lo que ese hombre mandaba.

Claro que había tratado de huir y, gracias a ello, se había ganado la desconfianza del Rey y la nula libertad de dar un paso fuera del palacio sin él. Había una orden estricta de perseguirla si llegaba a hacerlo y llevarla de vuelta a como diera lugar. Eso la detenía también porque sabía bien que si alguien llegaba a ayudarla a escapar pagaría con su vida el atrevimiento.

El trayecto se le hizo eterno porque no disfrutaba la compañía del Rey en lo más mínimo y él parecía compartir el sentimiento. En realidad, no tenían nada en común más allá de las argollas del maldito matrimonio arreglado que eran el símbolo de la Nueva Alianza por la que ahora estaba condenada a dar un heredero sin excusa alguna porque Leopold estaba dispuesto a que otro hombre fuera quien la embarazara.

Eso le extrañaba y asustaba porque eso significaría que estarían engañando a todo el mundo ya que el hijo que tendría no sería en realidad del Rey. Aunque bueno, no era de extrañarse que el hombre ya no fuera capaz de dejarla embarazada por su edad y si él no podía entonces no había más que permitir que otro lo hiciera.

Que fácil sonaba para él cuando para ella era algo terrible y no porque estaría uniendo su cuerpo con alguien más que no sería su esposo, eso no le importaba, sino que, no le gustaba verse obligada a dejar que otro hombre la tocara y le asustaba pensar en cómo sería a quien habían elegido y, que al final, estaría concibiendo un hijo sin amor, con un desconocido y con el único fin de servir a la Corona.

En cuanto llegaron la trasladaron hasta la habitación con el balcón gigantesco que al menos le permitía pretender que era libre cuando se asomaba por él. Era lo único que le gustaba de ese lugar. Eso y el hermoso manzano que ella pidió. Tal vez eso era lo único que el Rey había hecho para hacerla feliz: permitir que, a petición de ella, plantaran en el jardín un manzano de la hacienda real donde nació.

Para su descontento, la doncella que Leopold designó para que le sirviera en ese palacio fue Johanna y, como siempre, la mujer mayor se movía por la habitación demostrando su descontento por servirla a cada paso que daba.

—¿Podrías traerme un poco de fresas? —preguntó Regina fingiendo inocencia, pero con toda la intención de fastidiar a la mujer que no perdía oportunidad de compararla con la difunta y hacerla sentir mal.

—En cuanto termine de desempacar su ropa —respondió molesta por la petición poco oportuna de la joven Reina, ¿es que no veía que estaba ocupada?

—Las quiero ya, Johanna —habló con advertencia porque podría ser mucho más joven que ella, pero era la Reina y simplemente por eso le debía obediencia, aunque le pesara.

La doncella soltó sin cuidado lo que tenía en las manos y se volvió hacia ella. Sabía bien por qué lo hacía. Regina era joven e inexperta como mujer, pero era muy inteligente y astuta, aunque también terca y orgullosa. Si le preguntaban tenía madera para gobernar como ninguna otra. Ni Eva ni Snow tenían ese algo que tenía la joven Reina y era una lástima que sólo fuera consorte del Reino Blanco y, que del reino del cual venía, fuera la última en la larga línea de sucesión.

Lo cual significaba que nunca podría ser la reina reinante de ninguno de los reinos, mucho menos ahora que debía dar un heredero a la Nueva Alianza que habría de subir al trono cuando llegara el momento del Rey Leopold de dejar este mundo.

—Por su propio bien esperemos que le dé un niño al reino —le dijo con toda la intención de empezarla a angustiar y dejarle saber que ella sabía el plan. Vio con satisfacción el cambio en la expresión de Regina. Estaba asustada, lo podía ver y eso le gustaba—. Es lo único que podría hacer mejor que Eva —le encantaba atormentarla comparándola con la que ella consideraba la verdadera reina del Reino Blanco aun después de su muerte—. Voy por sus fresas, Majestad —dijo un tanto despectiva y se retiró de la habitación.


El Rey se instaló en el despacho de ese palacio de construcción única del exquisito gusto de su amada y difunta Eva. En ese lugar había pasado los años más felices de su vida al lado de ella y de su pequeña Snow. Ese castillo fue donde la princesa fue concebida y también donde llegó al mundo, y ahora, habría de ser el sitio donde su nueva reina, Regina, habría de concebir al heredero de la Nueva Alianza.

Con él estaba su fiel consejero y juntos esperaban a que se presentara ahí el joven que habría de ser quien preñara a la Reina. No tardó mucho tiempo en llegar haciendo una torpe reverencia en cuanto entró y Leopold, no estuvo del todo contento con lo que vio.

El muchacho era alto, rubio, ojos azules, fuerte y varonil. Miró con algo de reproche a Rumpelstiltskin por ello.

—Es para asegurarnos que el heredero tenga estos rasgos, Majestad —se apresuró a decirle. El color de ojos no era un problema si el pequeño llegaba a heredarlos, en la familia real y legítima de la Reina había miembros con ojos azules y cabello claro.

Leopold lo meditó un momento y asintió. Le parecía que sería muy bueno que su hijo se pareciera a ese muchacho y con la belleza de Regina, seguramente sería muy bien parecido.

—¿Has visto alguna vez a la Reina, o has oído hablar de ella? —preguntó al joven que sabía se llamaba David y que era un humilde pastor en serios apuros familiares y monetarios según su consejero.

—Nunca la he visto —respondió con nerviosismo—. Pero hasta el reino de Camelot se sabe de la belleza sin igual de la Reina Regina —contó con toda la intención de quedar bien ante el Rey y consideraba que decir la verdad era algo primordial.

—Bien —asintió Leopold sin dejar de mirar de pies a cabeza al campesino que consideraba insignificante. No era nada más que una pieza clave para que la alianza se consolidara aún más—. No tengas duda de que serás generosamente recompensado por tu servicio a la Corona, muchacho —aseguró el Rey.

—Se lo agradezco infinitamente, señor —dijo David de inmediato porque no deseaba nada más en el mundo que tener forma de sanar a su madre y salvar la granja.

—Rumpelstiltskin te dirá lo que debes hacer —indicó y lo siguió mirando mientras su consejero se acercaba a él invitándolo a salir del salón no sin antes hacer la debida reverencia para el Rey que, por parte de David, volvió a ser torpe.


Johanna se encargó de asistir a Regina en sus preparativos personales para esa noche. Fue vestida con un elegante camisón blanco y un fino albornoz azul rey que se ataba a su estrecha cintura. Y ahora, le estaba acomodando el largo y ondulado cabello mientras Regina se miraba a sí misma en el espejo con los ojos llenos de lágrimas. Eso sólo le traía horribles recuerdos del día de su boda y de la primera noche con el Rey, y todo empeoró cuando él apareció en su habitación. Lo vio a través del espejo y la doncella también.

—Majestad. —Johanna agachó la cabeza en señal de respeto y se hizo a un lado para permitirle acercarse a la Reina.

—Sigues tan bella como el día en que te conocí, Regina —le pasó una mano por el perfecto cabello y observó cómo ella se tensaba—. Debo admitir que tengo un poco de envidia de ese hombre —dijo, puesto que el verla especialmente arreglada para ese momento no le hacía gracia alguna a pesar de que sabía tenía que permitir que Regina estuviera con el pastor para mantener la alianza—. Es momento de servir a la Corona, Reina mía —dio un paso hacia atrás indicando con ello que debía levantarse.

Sólo que Regina no lo hizo, se quedó ahí, atrapada entre sus recuerdos…

Ya deja de llorar —dijo Hans parado tras su sollozante prima que estaba sentada frente al espejo.

No me quiero casar. Desiste, por favor —imploró Regina ataviada ya en el vestido de novia y con su cabello debidamente arreglado para la ocasión.

No me hagas enfadar —dijo el Rey mientras le arrebataba de las manos la corona a la doncella que estaba asistiendo a la princesa—. Esta alianza es algo muy importante para nuestro reino y no se verá saboteada por tus sueños infantiles de casarte por amor —alzó la corona y vio con satisfacción que la bella princesa la miraba a través del espejo con absoluto horror—. Es momento de servir a la Corona, Regina —sentenció al momento de ponérsela.

Y desde ese entonces, lo único que sucedió fue que pasó de cumplir las órdenes y caprichos de un Rey a otro.

Un carraspeo la hizo regresar al presente y, dando un largo suspiro, se puso de pie, y sin siquiera molestarse en mirar a su esposo, se dirigió al corredor que era la salida de su habitación seguida de la doncella.

Leopold la vio alejándose con algo de rabia y molestia porque no le hizo feliz que Regina no le dijera nada antes de irse sobre todo por el lugar hacia donde se dirigía y lo que habría de hacer. Sólo esperaba que esa misma noche concibiera para no tener que permitir que pasara muchas más con el pastor.


Mientras Regina caminaba por los corredores que Johanna la llevaba, pensaba en que era una absoluta cobarde porque no tenía el valor de acabar con su propio sufrimiento. Lo más fácil sería terminar con su vida para no tener que seguir viviendo todas esas injusticias a las que estaba siendo sometida simplemente por llevar sangre real en las venas.

Estaba segura que si fuera una mujer cualquiera nunca habría terminado ahí, pero claro, el hecho de ser una princesa de un reino poderoso la condenó desde su nacimiento a un posible destino como ese. Sólo esperaba que el hombre que habían elegido no fuera un salvaje, que la tratara bien y sobre todo que no le lastimara.

Cuando estuvieron frente a la puerta, Regina llegó a pensar que se le olvidó cómo respirar porque de pronto el aire le hizo falta.


David estaba que moría de nervios. El consejero lo había llevado a una habitación donde se le exigió que se aseara y que vistiera con ciertas ropas finas. No sin antes hacerle una vergonzosa inspección de cuerpo completo y desnudo buscando alguna marca de nacimiento que, según el consejero, el bebé que debía engendrar con la Reina pudiera heredar.

Mientras más lo pensaba más se convencía que se arrepentiría por el resto de sus días de haber aceptado el trato y si su madre se llegaba a enterar sin duda se decepcionaría de él y es que, ¿qué clase de hombre era al estar aceptando concebir a un hijo del cual se tendría que olvidar para siempre?

Apretó ojos y manos con impotencia, y por un segundo pensó en arrepentirse, pero luego la angustia y desesperación por no poder ayudar a su madre quien podía morir si no conseguía la manera de mantenerla sana, lo hizo desistir. Era la vida de su madre por un hijo que nunca conocería. Estaba seguro que Dios lo castigaría por ello.

Sus tormentosos pensamientos fueron interrumpidos por la puerta abriéndose y fue cuando volvió a llenarse de nervios y ansiedad sobre todo porque no conocía a la Reina que podía escuchar a punto de entrar.

Y, en cuanto la vio, se quedó sin aliento.

Las historias que contaban de la nueva reina del Reino Blanco se quedaban cortas. La belleza que poseía era simplemente impresionante y de no creerse. Se sintió tan aturdido que pensó que se desmayaría, pero de lo que sí estaba seguro es que el corazón se le detuvo cuando ella lo miró.

Tenía los ojos más hermosos que jamás había visto…

Sacudió brevemente la cabeza cuando recordó que debía hacer una reverencia para ella.

—Majestad —se inclinó quizá más de lo que debía, pero es que en ese momento se sentía incapaz de controlar la ansiedad que no lo dejaba en paz y es que, ¿cómo demonios él, un humilde pastor, se iba a ir a la cama con semejante mujer? No se sentía ni más mínimamente excitado, estaba terriblemente intimidado por la presencia de la Reina que a sus ojos no era otra cosa que una aparición divina.

Regina sintió que no podía tener más mala suerte que esa. Justo antes de entrar se estuvo mentalizando en que el hombre que habían elegido no podía ser atractivo bajo ninguna circunstancia porque Leopold jamás lo permitiría. Era algo que sabía muy bien y por experiencia no grata. Pero no, por supuesto que no, el hombre que habían elegido era sumamente apuesto y eso sólo hizo que se avivaran sus ganas de llorar porque era imposible describir lo humillada que se sentía a pesar de que era él quien hacía una reverencia exagerada para ella.

Tomó los listones del albornoz azul que llevaba y agachó la mirada porque se sentía avergonzada. Los desató y dejó que la prenda se deslizara por su cuerpo hasta el suelo quedando únicamente en el blanco camisón.

Le hacía sentir terriblemente mal el no saber qué hacer y como él no decía nada, y ella estaba tan nerviosa que se sentía incapaz de hablar, prefirió quitarse las zapatillas y subirse a la cama, colocándose en el centro de la misma aguardando por el rubio, tal como solía hacerlo con el Rey.

La Reina debía estar pensando con seguridad que era el hombre más idiota del mundo al haber hecho esa torpe reverencia. Era quizá tan mala la impresión que tenía de él que no le dijo nada. Simplemente se deshizo del elegante albornoz y quedó en un fino camisón blanco que enmarcaba la perfecta figura que tenía.

La vio subirse a la cama sin decir nada y después recostarse en el centro, como si fuera algo a lo que estaba totalmente acostumbrada, y entonces recordó que la razón de que estuvieran ahí era para tener sexo así que debía unirse a ella. Lo primordial era lograr acabar dentro de la Reina, eso lo tenía muy en claro, pero le parecía difícil porque no veía cómo iba lograr una erección con tanta presión de por medio.

Regina cerró los ojos cuando sintió el peso sobre un extremo del colchón y contuvo la respiración al sentirlo deslizarse hasta estar recostado a un lado de ella. Fue entonces cuando ya no aguantó más.

—S-sólo no me lastimes —pidió y se odió a sí misma por escucharse tan vulnerable, pero era tanto el temor que tenía que no pudo evitarlo—. Por favor —susurró apretando los ojos esta vez.

Por Dios, debía estarle pareciendo patética a ese hombre tan guapo. Ella, la Reina del Reino Blanco y Princesa del Reino de la Luz, casi suplicando por algo a un total desconocido que, quisiera o no, tenía que meterle el miembro en la intimidad y terminar dentro para que esa pesadilla pudiera terminar. Con seguridad él tenía experiencia en eso y ella en cambio estaba aterrorizada.

Se quedó congelado cuando la escuchó pedirle que no la lastimara y seguido de un "por favor" que en la cabeza de David sonaba muy mal. Una reina jamás le pedía algo así a un simple campesino, ¿o sí? Le habría ordenado o amenazado con cortarle la cabeza si llegaba a lastimarla en el acto, pero no, esta joven Reina le había casi suplicado que no lo hiciera y eso fue demasiado para él.

La Reina estaba claramente aterrada y se sintió como un maldito abusador. Una cosa era acceder a tener sexo para engendrar a un heredero para esa unión, alianza o lo que fuera, y otra muy distinta era aprovecharse de la mujer que se suponía debía estar dispuesta a eso también, no asustada ni a punto de derramar lágrimas como si la estuvieran castigando con eso.

—No puedo hacerlo —lo dijo muy rápido y prácticamente saltó fuera de la cama para alejarse lo más que le fue posible. Vio que la Reina también se movió, recorriéndose hasta la cabecera de la amplia cama donde recogió las piernas y las abrazó.

El corazón le latía tan fuerte a Regina que podía escuchar los latidos retumbando en sus oídos porque ahora no entendía qué fue lo que sucedió. ¿Había hecho algo malo o por qué la estaba rechazando?

—¿Por qué? —preguntó frunciendo el ceño y recuperando un poco la compostura que perdió en algún punto después de entrar a esa habitación.

—Porque usted no quiere —respondió un tanto confundido pues pensó que era algo claro que él, como hombre, debía saber interpretar perfectamente y David estaba seguro de lo que decía. Tenía veintiún años y la experiencia suficiente para poder identificar el momento justo en el que debía detenerse cuando estaba así con una mujer.

—Sí quiero —respondió molesta porque no le gustaba que ese hombre estuviera tratando de adivinar lo que pensaba o sentía. Además, sí quería, porque ya quería terminar con eso y pretender que nunca pasó.

—No es verdad —aseguró David acercándose un poco a la cama de nuevo no entendiendo por qué la Reina parecía empeñada en hacerle pensar lo contrario.

—Mira… —arrugó un momento la nariz al darse cuenta que ni siquiera sabía el nombre de ese hombre—. ¿Cómo te llamas? —preguntó.

—David —respondió él.

—David —repitió Regina y le agradó la forma en que el nombre se deslizó con facilidad por su boca—. Soy la Reina y no deberías contradecirme —dijo muy seria y lo miró acusadoramente—. Si te digo que sí quiero, es porque sí quiero —expuso con firmeza.

—Eso no fue lo que yo vi —insistió el rubio y la vio poner los ojos en blanco, algo que amenazó con hacerlo sonreír porque tal parecía que la Reina, aparte de ser bellísima, era algo testaruda y orgullosa—. No se preocupe, yo le diré al consejero que me arrepentí y entonces…

—El Rey te matará —dijo Regina apoyando la barbilla en sus rodillas, mirándolo desde esa posición.

Se permitió admirarlo un poco en lo que él parecía asimilar lo que acababa de decir. David era muy, muy apuesto. No recordaba nunca haber conocido a un hombre tan guapo como él. Era alto, rubio, con bellos ojos azules, fuerte y muy varonil. Con seguridad hacía suspirar a toda doncella que lo veía pasar.

Pero entonces pensó en que quizá no era una buena persona al haber aceptado hacer eso, aunque, no debía tener tan mal corazón puesto que desistió de tener sexo con ella. A cualquier otro quizá no le habría importado si quería o no, como al Rey.

—N-no —negó cuando por fin pudo encontrar las palabras—. Yo no pued… —trató de decir, pero ella le interrumpió.

—Si hacemos lo que debemos nada pasará —aseguró moviéndose con elegancia hasta quedar sentada en la orilla de la cama con sus pies descalzos apenas rozando el frío suelo—. ¿Por qué aceptaste? —preguntó con recelo. Esperaba equivocarse y que no fuera sólo porque quería estar en la cama con ella ya que de seguro sabía lo que decían de su belleza y todas esas tonterías.

Para Regina no era nada de qué sentirse orgullosa porque fue precisamente su belleza lo que la había condenado.

—Mi madre enfermó hace algunos meses y gasté todos nuestros recursos para sanarla —empezó a contarle con toda la finalidad de hacer lo que pedía. Al igual que con el Rey, no quería incomodarla y provocar que lo echaran de ahí sin más—. Tenemos una granja y vendí las ovejas, vacas y gallinas —dio un suspiro cansino, casi derrotado—. Ella está mejor ahora, pero aún necesita atención y estamos por perder la granja. Así que necesito mucho el dinero y el Rey está dispuesto a dármelo a cambio de este favor —agachó la cabeza sintiéndose avergonzado al decirlo, no por estar en apuros, sino por haber aceptado intercambiar el engendrar a un hijo por monedas.

—En verdad lamento mucho tu situación —dijo Regina profundamente conmovida por lo que acaba de escuchar y también complacida al saber que había una verdadera razón que motivó a David a aceptar hacer algo como eso, después de todo se trataba de la vida de su madre y eso no tenía precio—. ¿Así que eres pastor? —preguntó con interés.

—Sí —respondió el rubio con orgullo alzando el rostro.

Entonces la vio sonreír y sintió que el tiempo se detuvo. Soltó un suspiro ante tan bella imagen. Era como estar en un sueño del que no estaba seguro querer despertar.

Le parecía tan irreal…

De pronto el rostro de la Reina se tornó serio y un tanto preocupado.

—David, en verdad lo lamento —se disculpó mientras frotaba las palmas de sus manos en los muslos—. Entiendo que necesitas hacer esto para ayudar a tu madre y…

—¡No! —se apresuró a decir alzando las manos con las palmas hacia ella tratando de detenerla—. No se disculpe, Majestad —le mortificaba que ella estuviera disculpándose por algo que no era su culpa.

—Regina —le dijo y le sonrió levemente—. Mi nombre es Regina —aclaró dándole con ello el permiso para llamarla por su nombre. Lo vio tragar saliva, apretar los labios y después asentir.

—Regina —repitió y ella asintió con una bella sonrisa.

—Hablaré con el Rey. Le diré que ha sido mi culpa —se puso de pie y David retrocedió de inmediato agachando la mirada, como si fuese un pecado mirarla o estar cerca de ella.

Regina frunció el ceño por eso y avanzó decidida hacia él hasta que lo tuvo al frente. Tuvo que alzar la mirada porque era mucho más alto que ella.

—Gracias —le agradeció sincera y él levantó la mirada, viéndole con esos bellos ojos azul profundo llenos de sorpresa y brillando con intensidad.

Lo único que pudo hacer fue asentir, completamente embelesado con el bellísimo rostro de la Reina tan cerca suyo. Tenía unos ojos preciosos y facciones tan finas que parecía hecha de porcelana.

Aunque él insistía en que era como una imagen divina. Un ángel, una Diosa.

Regina se dio la vuelta y caminó hasta donde estaban sus zapatillas. Se agarró de uno de los postes de la cama que sostenía el dosel y se las puso usando sólo sus pies. Cuando terminó, alzó la mirada y frente a ella estaba su albornoz sostenido por la mano varonil. Lo tomó con delicadeza y se lo colocó mientras él se alejaba un par de pasos dándole espacio. Lo vio hacer una reverencia exagerada de nuevo y ella sólo le hizo un gesto con la cabeza.

Caminó hasta la salida, abrió las puertas de golpe y Johanna brincó hacia atrás. Regina la fulminó con la mirada porque esa mujer era una entrometida.

—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó la doncella algo molesta porque estuvo tratando de escuchar y jamás oyó algo que pareciera que estuvieran haciendo lo debido.

—Qué te importa —respondió con altanería. Alzó el rostro con altivez y se fue de ahí directo a buscar al Rey pues no permitiría que esa mujer hablara con él primero que ella.