MAD WORLD

-Condena-

Apretó.

Sentía la tráquea ajena en sus pulgares, dura, firme, pero no lo suficiente.

Sus manos eran fuertes, entrenadas, desde su más inocente infancia, porque nació una guerrera, y debía entrenarse como tal.

Un cuello no era nada contra sus manos.

Romperlo, era una tarea fácil.

Así que siguió apretando.

Se vio jadeando, ansiosa, sintiendo la impaciencia siendo parte de sí misma, apurándola, las ganas de ver a esa reina, a esa asesina, muerta eran demasiado intensas, y no podía tomarse ni un segundo para disfrutarlo.

Quería verla pidiendo auxilio.

Quería verla quebrándose.

Quería verla dolorida.

Quería verla sufrir.

Llorar.

Morir.

Pero no lo lograba, no podía lograrlo, sin importar cuanto apretase.

¿Por qué no se moría?

Muérete.

Esa maldita reina, esa harpía, esa homicida, ¿Por qué no moría nunca?

Empujó, usó todo su cuerpo, abalanzándose, haciendo más presión, más fuerza, embistiendo sus manos contra el cuello ajeno.

Muere.

Muere rápido.

Muérete de puta una vez.

Notaba de reojo como la boca de esta se mantenía cerrada, inerte, sin hacer el más mínimo gesto, sin mostrar la más mínima expresión de dolor, de incomodidad, nada.

Mierda.

Grita.

Llora.

Sufre.

Haz algo.

Siente algo.

¡Lo que sea!

Esta habló, dijo algo, pero no pudo escuchar, sus propios latidos enfurecidos bombeando en sus orejas, sin dejar paso a nada más que su propia sed, que su propia ira.

Gruñó, soltó un alarido frustrado, los ojos aquellos aun fijos en ella, rojos, hirviendo en ira, pero esa ira, esas sensaciones, esos sentimientos, no pasaban a aquel rostro, no lo cambiaban. No eran sus ojos, lo sabía, incluso sus ojos tenían eso claro.

Pero quería verlos.

Quería verla cambiar.

Quería verla sentir algo, sufrir, cualquier cosa. Necesitaba ver algo más, y era su propia curiosidad, sus propios impulsos deseándolo, no la ira que solo quería verla muerta.

Pero nada ocurría.

Ni la reina le mostraba expresión alguna.

Ni se moría.

¿Por qué no se moría?

Soltó un grito de guerra, sintiéndose más y más frustrada, más y más enfurecida, por dos razones diferentes, y apretó más, más, cada vez más, la piel pálida de la mujer tiñéndose de rojo, pero nada más. No había sangre, no había dolor, no había muerte, solo eran sus propias manos las que ardían, la herida y la quemada, sufriendo con la presión.

Esta aun respiraba.

El corazón ajeno aun latía.

Maldición.

Solo quería verla morir.

Luego se detuvo.

Los ojos rojos desaparecieron.

Su vista se aclaró, el mundo se aclaró, y se vio inerte, sus manos sin poder moverse, sin que hubiese una energía externa, sus ojos, los sentimientos, que las mantuviese en movimiento, apretando.

Ahora veía con claridad los ojos celestes observándola.

En su rostro, tal y como había visto, no había mayor mueca, no había mayor expresión, pero si notaba el sudor apareciendo en su piel, así como el enrojecimiento de su piel al perder el aliento, la respiración, el aire, su cuerpo humano, vivo, lo único vivo en aquella mujer era su carne, sus órganos, nada más.

Vio gotas caer en la seda de la mujer, sudor de su propio rostro, así como sangre, y no sabía de donde provenía, pero tampoco quería saber. Notó también como el collar de la mujer estaba hecho pedazos, los trozos de gemas y metal esparcidos alrededor de esta, la ornamenta destruida por sus manos homicidas.

Recién ahí, soltó su agarre.

Sus dedos quedaron grabados en la piel ajena, esta roja, dañada, cada uno de sus dedos impresos en rojo.

La mujer pestañeó, y pudo haber pensado que estaba muerta, por lo quieta que estaba, pero como tenía los latidos golpeando donde sus manos estaban, sabía que esta estaba viva, lo cual la dejaba en calma.

No la había logrado matar.

Negó, retrocedió, alejándose del cuerpo de la reina, saliéndose de encima, pero quedando ahí, en el suelo, de rodillas, sin ser capaz de levantarse.

¿Qué acababa de ocurrir?

Se miró las manos, estas ocultas por sus guantes, pero sabía que estaban rojas debajo de la tela, rojas y sudadas ante la presión que causó por esos segundos eternos. ¿Segundos, minutos? No lo sabía, ni quería saberlo.

Las gotas de sudor siguieron cayendo, se sentía enferma.

Nunca le había pasado algo así.

Vio como la reina, se levantó, o más bien, levantó el torso, una de sus manos palpando su cuello, sin siquiera prestarle atención. No sentía dolor, lo sabía, solo parecía asegurarse de que todo estuviese en su lugar, y su collar no estaba ahí, así que debió enterarse de eso, si es que el sonido de las piedras rodando no fue lo suficientemente claro ante sus gruñidos iracundos.

Los ojos celestes miraban al frente, y aun no podía escuchar, aun sentía los vestigios de aquel fuerte sentir, su corazón latiendo con fuerza ante la locura.

La ira, la rabia, siempre eran sus peores enemigos.

Así que decidió mirar hacia donde la mujer miraba, y notó a la mujer que había pedido la audiencia, en los brazos de los guardias, su cabeza cayendo hacia adelante, estaba inconsciente, lo sabía. Pero ¿Por qué?

No entendió.

No entendía nada.

Notó de reojo como la reina se le acercó, parándose frente a ella, y debió levantar la mirada para mirarla a los ojos.

Que calma sentía al ver esos ojos, llenos de nada, luego de haber visto unos ojos rojos quemándola.

El rojo era su maldición.

Por algo cargaba con ese color, de un lugar a otro.

Era su destino sufrir por ese color.

"Era una ilusionista."

La reina habló, su voz ronca, rota, sensible, y sabía que había sido por su causa. Que habían sido sus manos quienes la habían dañado de esa forma. Esta le había dicho que confiaba en ella, que la había obligado a ser alguien confiable, pero esperaba que esta se arrepintiese de sus palabras.

Si, tal y como esta decía, los guerreros de ojos plateados eran los mejores en diferentes ámbitos, más fuertes, más capaces, más hábiles, eran soldados que cualquiera querría tener en sus tropas, el brillo innato de sus ojos las perfectas armas contra las bestias oscuras que merodeaban, pero ¿A qué costo? Si no fuese porque los mataban, si no fuese por todos los que perseguían esos ojos para venderlos, si no fuese por todo el odio que se ganaban por haber nacido diferentes, especiales, habrían causado más caos del que la historia podría contar.

Un guerrero plateado en una tropa podría significar el fin de la misma.

Si, un soldado que mataría más que ningún otro, un soldado que los mantendría al frente de la batalla, un soldado que ganaría incontables guerras. Pero una mirada bastaba, y aquel soldado no era más un aliado, era un enemigo.

La reina quería a un guerrero especial a su lado, en sus tropas, pero solo bastaba un segundo para que aquella fuerza, aquel poder, diese la vuelta, y perdiese hasta la mínima ventaja.

Sus ojos eran una maldición, siempre lo habían sido.

Cuando era solo una niña estuvo a punto de cometer delitos, a punto de cometer atrocidades, por mirar a alguien, por hacer contacto visual, y había aprendido desde esa edad que no debía hacerlo, aun así, los accidentes pasaban, siempre pasaban, y ahí estaba, golpeando a inocentes, creando armas con cualquier objeto que tuviese a su lado.

Porque el mundo fue retorcido, siempre lo fue.

Y en la niñez no había solo risas y felicidad, no, estuvo rodeada de diferentes personas, peligrosas, inofensivas, frágiles.

¿Cuántas veces intentó matar? ¿Cuántas veces intentó morir?

Llevaba viviendo en esa constante miseria por treinta años.

Y nunca mejoraba.

Jamás mejoraba.

Por el contrario, sus ojos cada vez se volvían más perceptivos, más poderosos, así como su propio cuerpo.

Era un arma.

Nació como un arma, y moriría como un arma.

La pregunta era…

¿A quién se llevaría? ¿A alguien más o a si misma?

Y rogaba porque fuese la segunda.

"¿Me escuchaste?"

La voz de la reina volvió a resonar, ahora más fuerte, más potente, su garganta recuperándose, segundo tras segundo, y unos segundos más y ni siquiera podría sentir sus extremidades.

La miró, la siguió mirando, jamás la dejó de mirar.

Así que asintió, sin dejar que sus pensamientos la dejasen más enterrada de la mierda de lo que ya estaba.

Esa mujer no iba a matarla, si lo quisiera, si hubiese querido matarla, lo habría hecho sin problema, sacando su arma y disparándole mientras estuvo ahí, sobre ella, intentando asesinarla, pero no lo hacía. Se jactaba de decir que se movía por la lógica, que no había mayor impulso en esta más que el saber que una decisión era la mejor para su reino, para su imperio.

Pero ahí estaba, tomando una decisión estúpida.

Debió matarla apenas tuvo la oportunidad.

Pero no, la quería viva.

Era otra persona que la quería viva, que no era capaz de matarla, de acabar con su miseria.

No podía suicidarse, no debía hacerlo, lo había prometido, pero era capaz de besar los pies de quien sea que tomase la decisión de matarla, alabaría a esa persona, levantaría un monumento a la persona que fuese lo suficientemente piadoso para liberarla de ese tormento de una forma pacífica.

Pero no.

Era una herramienta, un arma, y las personas eran egoístas, enemigos, la reina, su madre.

Egoístas seres que no la mataban, que alargaban su sufrimiento.

Si su madre lo hizo, también lo haría la reina.

Nadie quería arrebatarle la vida.

Un sonido la hizo desviar la mirada, su cuerpo alerta, aun temeroso, miserable, y miró a las grandes puertas que resonaron al cerrarse, los guardias llevándose a aquella mujer lejos del trono, alejándola.

Así que se había tratado de una ilusión.

Fue una ilusión.

Nunca se había topado con alguien así, y la idea le causaba escalofríos.

Esa mujer, sabía quién era ella, sabía lo que era, y sabía exactamente cuál era su debilidad, y con esos sentimientos, con esa ira, con esa sed de venganza, asumía que era un enemigo que tenía, un enemigo que la seguía, y creyó que se mantendría libre de problemas.

Al parecer, era igual que su hermana.

No podía seguir así.

No podía seguir viviendo así.

Viendo personas.

Si iba a estar obligada a vivir, a seguir viviendo en ese inmundo mundo, entonces lo único que pedía era no volver a ver a nadie más en su vida, el estar en un completo encierro, sin ver la luz, sin ver nada, que sus ojos fuesen arrebatados y que solo la oscuridad la acompañase.

Llevó una mano a la ropa de la reina, aferró los dedos en la tela, y bajó el rostro, lo bajó lo suficiente para estrellar la frente en el suelo frio del salón. El dolor se esparció por su cabeza, pero el quedarse ahí, en aquel frio, se sintió mejor, era un alivio ante lo caliente que se sentía hace solo un momento.

El fuego aun latiendo en sus venas.

"Enciérreme."

Podía sentir la mirada de la reina en su nuca, y sabía que debía mirarla, que era lo correcto, pero en ese instante no quería ver otros ojos, falsos o reales, no quería ver más ojos, no quería sentir más miradas, ver más miradas.

Tenía suficiente.

"No me eres útil encerrada."

Que estupidez.

Levantó la mirada, miró a la mujer a los ojos, los celestes fijos en ella, y a pesar de que su rostro estuviese libre de cualquier emoción, desde lo alto, desde esa posición, parecía que la mirase con asco, desprecio, aunque solo era la perspectiva que jugaba con su mente, jugando con sus sentidos, con sus impulsos deseosos de ver un sentir en esta, tanto así que era capaz de imaginárselo con tal de satisfacer su curiosidad.

De nuevo, esa mujer estaba tomando una decisión poco lógica.

"Ya vio lo que soy, ya sabe de lo que soy capaz, dejarme libre no es lo correcto, no es lo lógico. Soy un peligro para cualquiera, y su reino caerá si me tiene a su lado."

La reina la observó, desde la altura, sin pestañear.

Su cuello empezaba a adquirir un tono morado, su piel enmarcando el ataque, y parecía que le había hecho un collar con sus propias manos, y la idea hubiese sido bienvenida por su hermana, probablemente.

La reina se movió, una de sus manos escapándose de la tela, y de pronto sintió esa mano en su mandíbula, sujetándola.

Se vio soltando todo el aire que tenía en los pulmones, ante la sorpresa.

El agarre se volvió firme, y los dedos gélidos se enterraron en su cuello.

Levantándola.

La mano se movió, empezó a subir, y su cuerpo tuvo que seguirla, su instinto impidiendo que esta pudiese hacerle daño, pero no podía evitarlo, los dedos estaban enterrados en su carne, sentía las uñas lacerar su piel marchita por las quemaduras, y era un dolor extraño que no había experimentado.

Cuando estuvo de pie, la reina no paró, siguió levantando su mano, y se vio sujetándola como acto reflejo, pero no fue suficiente.

Esta la levantó del suelo.

Se quedó mirándola, sintiendo el dolor en su garganta ahora ardiendo, y no veía nada en esos ojos, en ese rostro. La mujer la estaba levantando del suelo con una sola mano, teniendo una fuerza que no creyó que esta tendría, monstruosa, y al parecer no era vulnerable solo por el arma que llevaba a cuestas, si no que de por si parecía capaz de tener un enfrentamiento físico sin problema. Tal vez le dolería hacer el gesto, su hombro doliendo, sus articulaciones, pero como esta no sentía nada, no le sorprendía que fuese capaz de mantener la posición.

Pero de nuevo, esta lo hacía, sin tener razón para hacerlo.

No la estaba amenazando, hiriendo, por enojo, por rabia, por molestia, no, parecía que la estaba dejando en su lugar, porque eso era lo que debía hacer en esa situación.

Apretó los dientes, intentando respirar por la nariz, mantenerse tranquila, sin entrar en pánico, pero estaba pasando exactamente lo que creyó que pasaría cuando llegó ahí, que la reina la mataría antes de poder encontrar a Yang.

Pero…

¿No era eso lo que acababa de pedir?

¿Por qué se resistía si anhelaba morir?

Le era difícil aceptarlo, dejarse morir, por las mismas lecciones que su madre le dio, obligándola a vivir, a vivir a pesar de todo, a sobrevivir. Tal vez la familia de Weiss la adiestró desde niña, para ser la persona que era ahora, pero quizás no eran tan diferentes, ella también fue adiestrada, y ahora, no podía dejarse morir, porque esta no se lo permitía.

A la mierda.

Soltó la mano, dejó caer sus brazos, y esperó.

Deseaba morir, y no le importaba tener el espíritu de su madre dando vueltas por su difunta existencia, recordándole su error, no le importaba, esa vida de mierda era invivible, y no iba a seguir así.

Ahí.

Respirando un segundo más.

No, iba a tomar una decisión propia esta vez, y moriría.

Pero no pudo.

La reina la soltó y cayó al suelo con fuerza, estrellándose contra los azulejos.

Se vio tosiendo, sangre saliendo de su boca, y no sabía si era la sangre que salió antes, cuando enloqueció, o había aparecido nada mas ahora ante la presión en su cuello.

Sus pulmones se apresuraron en capturar aire, su cuerpo queriendo vivir, más no su mente.

Entonces, subió la mirada, buscando los celestes.

Si había algo en esta en ese segundo, era determinación.

Era una reina testaruda, de eso no tenía duda.

"Este es tu castigo por lo que hiciste. Tendrás que pagar por tus incompetencias, y serás recompensada por tus logros. Mientras me des más beneficios que pérdidas, seguirás aquí, trabajando para mí, no te dejaré ir tan fácil, no te dejaré morir tan fácil."

Y así, la reina caminó hasta su trono, sentándose, la servidumbre entrando para limpiar el caos, limpiando cualquier rastro de aquel momento, así como llevándose los trozos del collar roto de la reina, desapareciendo rápidamente.

La gata estaba al lado de la reina, diciéndole algo, probablemente respecto a la mujer ilusionista.

Por su parte, se quedó ahí, en el suelo, las palabras de la reina dándole vueltas en la cabeza.

Esta le dijo, cuando se ofreció a pagar por los delitos de Yang, que le iba a costar dejarla ir, y ahora sabía que era así.

Jamás saldría de ese reino.

La reina, la iba a mantener ahí, cautiva.

Se quedó para pagar una condena ajena, pero con eso se condenó a si misma.

La iba a usar sin descanso, sin importar su locura, sin importar el caos, la mujer la iba a mantener ahí, la iba a obligar a vivir, a existir, iba a tener que seguir viviendo por ese reino, hasta que muriese, o hasta que el reino cayese por su culpa, por su inestabilidad.

Jamás estaría libre de esa vida.

Ir a ese reino, fue un verdadero error.