Capítulo 20. Reencuentro

Tuvo muchos sueños, intranquilos todos. Veía de nuevo a Zant, hundiendo el núcleo en la ciudad perdida de Gorontia. Veía a los guardianes rodeando a Link, y como este había usado una magia de luz para detenerlos. Vio a Kandra, volando sobre Gashin, alejándose en el horizonte. Vio a Darunia, a Nabooru y a Impa, los tres de pie en la sala del Templo del Tiempo. En el centro, la Espada Maestra volvía a ser la espada completa. Frente a ella, estaba un niño hylian vestido de verde, que trataba de levantar la espada, pero no lo lograba. En un momento determinado, quién estaba allí de pie era ella misma. A su alrededor, sonaba la canción del tiempo, y sabía que iba a pasar. Si levantaba la espada, abriría el portal, y sacrificaría a su padre para convertirlo en un guardián. "Los sellos no son útiles, ¿verdad, Zelda? ¿Por qué usarlos, si al final todo es sacrificio y dolor?" le dijo una voz de mujer. Se giró para preguntarle quién era, porque le resultaba familiar, pero no sabía de dónde.

Zelda se incorporó de un salto. Se llevó la mano a la cadera, y aferró una empuñadura que no estaba allí. Se encontraba no en el suelo, sino en otro camastro. En algún momento, le habían quitado la cota de mallas y las hombreras. También le habían lavado el rostro y cepillado el revoltijo que tenía por cabello. La tienda olía a medicinas, y también a comida. Miró alrededor: debía de ser de noche. La única luz encendida era un pequeño farol. Al moverse ella, alguien lo hizo también al otro lado de la tienda, cerca del camastro de Link. Era Maple.

– Todo está bien, Zelda, tranquila. Vuelve a dormir… – le dijo la chica, con voz dulce pero mecánica, como si lo hubiera dicho más veces. Estaba sentada, y cosía algo a la luz del escaso farol.

– No, no lo está. ¿Dónde está el del lunar, Jason? ¿Y Reizar? Me dijeron que harían guardias, y… – Zelda salió de la cama casi de un salto. Sin mirar, agarró los primeros pantalones que vio, que resultaron ser de Link porque le estaba estrechos. Los dejó, y entonces, Maple le tendió otros.

– Esta tienda, que está cerca de la de Tetra, está rodeada de guardias, gerudos, yetis, gorons, ornis, zoras y una cosa rara… Que no me acuerdo ahora el nombre… ¿Moguma? Jason se retiró tras una guardia de 12 horas, se empeñaba que su lugar era obedecer a su capitana. Fue Saharasala quién le convenció – Maple observó a Zelda, levantando el farol. La chica había terminado de vestirse: pantalón beige, camisa blanca, la cota de mallas y una túnica azul, de mangas largas. Zelda miró el color, pero no se quejó. Encontró sus espadas, la de Gadia y la Espada Maestra metida en una vaina que estaba vacía, y el Escudo Espejo. Prescindió de las hombreras, para poder ir más cómoda y veloz.

– Te has estado despertando casi cada hora, dabas un grito, diciendo que Link estaba desprotegido. ¿No te acuerdas? A Kafei le has dado un buen golpe.

– Vaya, lo siento, pero sabe de sobra que no debe acercarse cuando estoy durmiendo – Zelda fue hasta el camastro de Link –. ¿Cómo está? – Zelda se atrevió a tocar la mano. Estaba caliente, pero no tanto para temer que hubiera fiebre.

– El doctor Sapón ha dicho que solo es agotamiento. Se ha despertado varias veces también. Le hemos ayudado a cambiarse de ropas, a comer algo, se ha preocupado por ti, pero luego se ha quedado dormido. Desde luego, es mejor paciente que tú – Maple soltó una ligera carcajada. Tomó un trozo de pan y una salchicha y se lo tendió a Zelda –. Anda, come, que tienes pinta de estar famélica.

– Esta guerra va a acabar con los dos – Zelda aceptó. Ahora que estaba vestida otra vez, y tras asegurarse de que todo estaba tranquilo, se atrevió a comer.

– Espero que no, me gustaría veros en el palacio de Kakariko, dirigiendo el reino – Maple sonrió. Se sentó otra vez y regresó a su labor. Estaba cosiendo una camisa, arreglando un roto. Debía de ser de Kafei –. Has tenido muchas pesadillas…

– Sí, pero es normal. Me inquieta mucho dormir bajo techo, aunque sea en una tienda – Zelda se apartó de Link. Debía dejarle dormir tranquilo. Tenía un aspecto tan dulce y pacífico… Le habían retirado la corona, que descansaba en un cofre abierto muy cerca. Allí también estaba la flauta de la familia real.

– Hizo magia, detuvo a los guardianes – Maple había seguido la mirada de Zelda –. Lo intentó con la flauta, pero no funcionó. Entonces no sé lo que hizo, fue como cuando nos gritó a todos para pedirnos ayuda, o cuando te mostró delante de nosotros.

– ¿Cómo? – Zelda miró a Maple fijamente. La verdad, es que la pobre granjera a veces se sentía intimidada ante la primer caballero. Puede que fuera un año más joven, pero cuando Zelda tenía los ojos tan abiertos y fijos en ella, le asustaba –. Bueno, Maple, por favor, explícame todo eso…

Maple le hizo una señal para que se sentara cerca del fuego. Allí, la granjera le fue contando todo lo que habían vivido desde que Kafei y ella se marcharon a sus respectivas misiones. Zelda se contuvo, cuando se enteró del ataque al pobre Link ("Os lo dije..." murmuró, y soltó una maldición en labrynnes). También le contó todo lo que le pasó a Leclas, y aquí Zelda empezó a arquear las cejas, y acabó con las manos en el rostro.

– Saharasala me lo contó, pero no con tanto detalle… Yo… sabía lo de su padre… – dijo Zelda.

– ¿Tú sí?

– Un día, en Términa, estaba tan borracho que me lo contó. Por eso, os dije que debíais ser amables con él y darle tiempo. Quizá debí… Pero Leclas me pidió al día siguiente que no lo contara, y él es un amigo. Ha sido siempre muy independiente, y podía luchar y correr… Ahora que está cojo, estará muy triste y enfadado… Con suerte puede que no haya ido muy lejos –. Zelda se puso en pie –. Voy a buscar a Medli, que repita el hechizo de búsqueda que hizo cuando yo me perdí. Quizá…

– Medli está de regreso a la tierra de los ornis – Maple casi se arrepintió de decirlo –. Su padre la llamó: tiene que informar del avance de la guerra a Lord Valú, así se lo ha dicho un mensajero de su padre – aquí Maple vaciló –. Dijo que en caso de necesitarlo, podrías usar la magia de Link…

Zelda soltó otra maldición en labrynness. Salió de la tienda, antes de que Maple pudiera advertirla de que debía ponerse la capa. Dio un par de zancadas en el exterior, y se encontró con Helor. El hijo del gran yeti Grandor estaba fuera, bajo una ventisca de nieve. Se giró hacia Zelda, y le dijo que no podía ir así, que se congelaría.

– Pero ¿qué…?

– El invierno ha llegado a la llanura, caballero – el yeti sonrió –. Iré a informar a Saharasala que ya estás despierta. Kafei Suterland y el monje querían hablar contigo.

– No es necesario, Helor. No eres un lacayo – Zelda sacudió el cabello para quitarse los copos de nieve que se estaban acumulando encima –. ¿Sabes en qué tienda están?

El yeti le dijo que estarían en la de la princesa de Gadia. Zelda le dio las gracias, y avanzó entre la nieve y el hielo. No tenía pérdida: la tienda de los príncipes de Gadia sería enorme, vistosa, con la bandera ondeando incluso en plena ventisca. Estaba rodeada por varios soldados. Al llegar, aunque le temblaba la barbilla, fue capaz de decirles a los guardias de la puerta:

– Vengo a pedirle una audiencia a la princesa Te… Altea Tetra de Beele.

Nada acostumbrada a estos protocolos, tuvo que recordar la forma de hablar que tenía a veces Link y también el nombre completo de Tetra. No hizo falta que los soldados entraran, apareció Reizar y dijo que ella podía pasar.

– Te vas a resfriar, pecosa – le dijo, mientras le quitaba unos copos de los hombros.

– Nunca enfermo – Zelda apretó los labios –. Bueno, casi nunca.

Miró al interior. Si no hubiera visto que era una tienda, habría dudado. Nada tenía que envidiar a una cabaña o casa. Tenía varias estancias, divididas por cortinas gruesas. En el centro, alrededor de una chimenea de metal redonda, estaban sentados casi todos los sabios. Link VIII, como era tan grande, asomaba su cabeza desde una ventana que habían abierto. Tetra estaba allí, con un largo vestido de color azul y un chal de lana suave sobre los hombros. Saharasala fijó sus ojos glaucos en Zelda. Kafei le preguntó si estaba bien y si había comido algo. Vestes, suponía que en representación de los ornis, hizo un gesto de saludo, y Zelda se sentó entre Laruto y Nabooru IV, que le puso una taza de té en la mano.

– Link sigue durmiendo. Maple me ha contado todo, así que podemos ir directos al grano – Zelda miró a todos –. Supongo que Kafei, Link VIII, Vestes y Nabooru os habrán contado cómo nos ha ido a nosotros. Sabréis ya que los sabios estáis en peligro. Por un motivo que no entiendo, Zant os está capturando y tratando de debilitar vuestros poderes – miró a Tetra, que se había quedado de pie –. Me preocupa Leclas, hay que ir a buscarle. Ojalá supiera… – y la mirada de Zelda se detuvo.

Porque había alguien que no conocía, que estaba ahí sentada, como una más. La había visto antes, mientras esperaba junto a Link. Había sido uno de los nobles impertinentes que la habían molestado. Zelda entrecerró los ojos. Debía de estar aún muy cansada, si era incapaz de distinguir entre amigos y enemigos.

– ¿Tú quién eres, y qué haces aquí? – preguntó directamente.

– Soy Allesia Calladan, señora de Ruto – la chica se puso en pie, para alargar la mano y saludar a Zelda.

– Ah, ya… La que quería casarse con Link – y Zelda torció la boca, con desprecio. No se movió ni un poco ni quiso darle la mano.

– Si te han contado la historia, sabrás que no era mi intención – Allesia volvió a sentarse. Desde allí, dijo –. También me preocupa Leclas, es ciudadano de una de mis villas, Sharia.

– ¿Puede que haya regresado? Estamos cerca – dijo Kafei.

– No sé, no le queda mucho. Su padre falleció, y Leclas no quería saber nada de la carpintería – Zelda se cruzó de brazos. Le incomodaba que una desconocida estuviera allí tan tranquila, y más hablar de temas tan personales ante ella.

– Le notaba triste, no sabía el motivo, pero todos tratamos de alegrarle y de que no bebiera tanto – dijo Saharasala.

– Primer caballero, ¿has dicho que su padre tenía una carpintería?

Esa estúpida de Allesia volvía a intervenir. Zelda respondió con un movimiento de cabeza. Si hubiera abierto la boca, le habría dicho algún insulto.

– Un carpintero, con un hijo, de Sharia – Allesia se llevó las manos al rostro –. Ay, no, no…

– ¿Qué ocurre? – fue Laruto quién se mostró más solicita con la noble.

– Es culpa mía. No sabía… Mi madre fue una buena duquesa, visitaba todas las aldeas, hacía obras de caridad, era muy amable… En Sharia, siempre íbamos para la fiesta de la diosa Hylia, donde nos regalaban una corona hecha de princesas de la calma. Son unas flores que crecen allí, en el bosque de Umbra.

– ¿Y eso nos interesa por algún motivo? – Zelda enarcó una ceja.

Reizar tuvo que taparse la boca para que no se viera que se estaba riendo. Kafei la miró enfadado, y Nabooru observó a Zelda con los ojos oscuros examinando el aura de la chica.

– Sí, claro… – Allesia parecía inmune al enfado de Zelda –. Hace mucho, cuando estábamos en una celebración de la diosa Hylia, hubo un tumulto. Una mujer acudió a mi madre para pedirle ayuda: los guardias reales habían ido a recaudar impuestos, y el carpintero no había pagado el que correspondía a su hijo. Se lo iban a llevar, y el hombre pedía piedad, que ese niño era lo único que le quedaba de su esposa.

Zelda empezó a mover un pie, impaciente. Nabooru le tocó el hombro. Le susurró en gerudo "espera".

– Mi madre quiso intervenir. Ya lo había hecho, había dado dinero para que las familias de Sharia y Ruto conservaran a sus niños. Iba a dar todas las rupias posibles, pero entonces, el niño hizo algo…

– Mordió a un guardia – atajó Zelda –. Conozco esa historia, me la contó Leclas hace mucho.

– Pero no te la contó al completo, ¿verdad? Nunca te mencionó lo de la noble y su hija – respondió Allesia –. Y estoy segura de que no te dijo que ese niño no mordió a un guardia. Me mordió a mí. Por eso, aunque mi madre intentó intervenir, le mandaron a una cárcel para niños peligrosos en Rauru. Mi padre prohibió a mi madre volver a visitar las aldeas, y ya no pudo ayudar a más niños – Allesia soltó un suspiró –. Por eso se enfadó tanto, cuando le regalé un ramo de princesas de la calma… Si lo hubiera sabido, no… Lo siento mucho.

Después de esto, siguió un silencio, roto por el crepitar del fuego.

Luego, con una risotada, Link VIII casi apaga la hoguera.

– Propio de Leclas, hacer lo más incorrecto, goro – y con la risa del rey goron, el resto se permitió sonreír, aunque Zelda solo pudo hacer una mueca.

– Ya sé dónde está, no necesitamos hechizos. Me marcho a por él – Zelda fue a girarse para salir de la tienda, pero Reizar se interpuso.

– Hay una ventisca fuera tremenda… ¿A dónde vas?

– ¿No habéis escuchado? Zant irá a por Leclas. Hay que ir a protegerle, antes de que le hagan daño.

– ¿Te vas a ir sin hablar con Link, siquiera? – dijo Tetra.

– Él lo entenderá.

– Preferirá que le hables tú, Ma–Zelda. Además, hay otro asunto que debemos hablar. Los nobles quieren que Link vaya a Rauru – dijo Laruto.

– ¿Y qué se le ha perdido allí? Su sitio es con vosotros, los sabios.

– Ahora mismo, este tiempo invernal impide que continuemos con las batallas. El ejército puede mantener la llanura occidental, y prepararnos para atacar la llanura de Hyrule – dijo Tetra –. En Rauru, tanto los ingenieros de allí, como los magos de mi ejército podrán investigar los guardianes y esas criaturas tan extrañas que habéis visto. Además, también tendremos acceso a una biblioteca, una grande, para buscar más información sobre esas arcas.

– Kandra Valkerion sabía de este tema – Zelda apretó los labios –. ¿La habrán capturado? Puede…

– No, Zelda. Como has estado durmiendo, no te has dado cuenta de que tenías una carta en la mochila – Kafei le tendió un trozo de papel –. Lo abrí, disculpa. Es una carta que te escribió Kandra. No dice mucho…

– Que se marcha, que tiene algo que hacer y que no puede quedarse – Zelda ni miró la nota. Debió de imaginárselo. Kandra aún no quería enfrentarse a Link, le rehuía.

– Sí, exacto – Kafei volvió a guardar el trozo de papel –. La he buscado, preguntado a los ornis y gerudos si la habían visto. Solo he conseguido que me digan que les pareció verla marcharse hacia el sur, hacia la llanura de Hyrule. Puede que siguiera al arca. Quedó dañada, al menos los cañones.

Zelda miró a los presentes. ¿Qué debía decir? Por primera vez, se preguntó por qué esperaban tanto de ella. ¿Tener todas las respuestas? ¿Ser capaz de ir a cualquier misión y volver como si nada? De nuevo, sintió los ojos oscuros de Nabooru sobre ella. Debía estar viendo el aura más negra posible.

– Si mal no recuerdo, Rauru tiene una buena muralla rodeando la ciudad – dijo, con una mano en la cintura y la otra con la palma abierta. La iba moviendo según hablaba –. No me gusta dejar a Link en esa ciudad, la de ese relamido de Brant, pero también es cierto que estará protegido. Os pido que me deis cinco días, para llegar a Sharia y recuperar a Leclas. Si no he llegado para entonces, marchad a Rauru, pero hay que ser estrictos con la seguridad. Link debe estar acompañado en todo momento, al igual que los sabios. No me fío de Zant, ni de sus trucos sucios.

A esta declaración, siguió otra vez un gran silencio. Fue Kafei quien preguntó:

– ¿Vas a ir tú sola?

– No, con Saeta – fue la respuesta.

– Quiere decir que, si te encuentras con Zant o con algún otro enemigo, estaría bien que fueras con alguien – Vestes se puso en pie –. Yo puedo acompañarte.

– No, Vestes. Ya te hemos hecho sufrir mucho, Oreili sigue herido, y querrás ir a verle en cuanto terminemos, ¿me equivoco? – Zelda sonrió, porque a pesar de que el rostro de los ornis era poco expresivo, había aprendido algunas cosas de Vestes –. Los sabios tenéis que quedaros aquí, con Link, y tú, Reizar, querrás estar también con Tetra. Que Zant se haya largado con el rabo entre las piernas en su arca no quiere decir que no vaya a intentarlo. Debes estar con tu esposa. Puedo ir a Sharia a por Leclas yo solita…

Hubo un ligero ruido en el exterior, un movimiento y los guardias entraron en la tienda. Todos los que estaban allí se pusieron en pie, sorprendidos. Zelda se giró y se encontró con Link.

Como le había dicho Kandra, y mucha gente antes, si hubiera sido paciente y esperado un poco, habría podido ver a Link a solas, tranquilos los dos. El rey se había despertado un rato después, se había vestido tan rápido como pudo, para llegar a la reunión. Lo hizo acompañado por el yeti Helor, que entró después de él. Como siempre, Link estaba pálido. Tenía bolsas debajo de los ojos. Por lo demás, su aspecto era bastante impresionante. Al contrario que Zelda, sí que se había puesto ropa de abrigo, en su caso una capa de armiño blanco que le hacía parecer aún más blanco. Debajo, llevaba una túnica azul muy parecida a la que vestía cuando le conoció. De hecho, Zelda se dio cuenta que ella llevaba el mismo color, con los símbolos de la familia real que también estaban bordados en la de Link. Él la sonrió, preguntó si se encontraba ya mejor, a lo que Zelda respondió, con las manos en la cintura:

– Solo era cansancio. Me cargué a veinte centauros, unos treinta goblins y diez orcos. Claro que tú acabaste con diez guardianes de un soplo, así que estamos en paz – y Zelda sonrió –. No está mal para un flojucho.

Tetra, sonriendo, dijo que se podía sentar. Link negó con la cabeza.

– He leído las notas que me han hecho llegar. Vamos a ir a Rauru, a investigar los guardianes, las arcas, recuperarnos y preparar los siguientes movimientos en la llanura de Hyrule. Estoy de acuerdo. Me preocupan los heridos. Supongo que tú, Zelda, querrás ir a por Leclas, pero me gustaría que me contaras todo lo que ha pasado, si no te importa.

Asintió, y Link le cogió de la mano. Al hacerlo, algunos de los presentes pestañearon y les miraron con la misma cara que ponía la yeti Blanca. Hasta Saharasala sonrió, y no dijo nada. Zelda y Link salieron por la puerta. Este le preguntó si no tenía frío, y Zelda respondió que no, que el delicado era él. Aun así, Link desanudó la capa, levantó el brazo y rodeó con ella a Zelda, para compartirla. Mientras caminaban en silencio, Zelda aprovechó que estaban más cerca para rodearle la cintura con el brazo. Al llegar cerca de la tienda, Zelda vio el establo improvisado donde estaban Centella y Saeta. Se desvió un poco y se acercó a ver al pelícaro. No estaba muy contento, pero había obedecido: se había quedado allí. Le habían dado comida, pero, aun así, miró a Zelda con ojos golosos. Ella, que no llevaba nada encima, solo se le ocurrió coger una de las manzanas de Centella y ofrecérsela. Link se asomó también.

– ¿Esto es un pelícaro? No es Gashin, ¿verdad?

– No, se llama Saeta – Zelda alargó la mano. Sin embargo, Saeta no se acercó. Miraba a Link, y solo cuando este sonrió y dijo que le parecía un animal maravilloso, el pelícaro aceptó la manzana.

Centella soltó un fuerte relincho, y Link tuvo que añadir, mientras le daba otra manzana:

– Obviamente, es un animal maravilloso, pero la mejor eres tú, Centella.

– Uy, está celosa – Zelda se rió.

– Sí, pero me ha dicho que está contenta contigo. Quizá sea lo más parecido que tengas a una suegra – Link sonrió. Maple le había contado lo triste que había estado, los días que no podía moverse por el cansancio y los nervios, y que, aunque le habían animado, estaba siempre muy serio. Escucharle bromear le gustó.

Zelda dijo entonces que tenía frío, que quería estar un rato delante de un buen fuego. Link la rodeó con un brazo y dijo que le parecía una gran idea. Los dos entraron en la tienda. Maple ya no estaba.

– Se ha ido a una tienda que comparte con Kafei. Después de cuidarnos a los dos, vamos a dejar que descanse y disfrute de su marido – Link sacudió la capa y la tendió en un bastidor. Zelda miró hacia la entrada. Era una simple tela, no muy resistente. Cerró todas las trabas que encontró. Mientras, Link se acercó al fuego encendido, hizo un comentario de lo bien que olía a guiso, y entonces miró hacia Zelda.

La chica se estaba quitando la túnica azul, para quedarse solo con la blusa. Miraba a Link y este se quedó paralizado, sin saber qué hacer. Fue Zelda quien se acercó a él, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso. Empezó suave, despacio, porque sabía que Link a veces se agobiaba o se ponía tan nervioso que le temblaban las manos. De hecho, cuando sintió que él se quitaba la túnica también, temblaba.

– Anda, déjala puesta, que vas a resfriarte – susurró Zelda.

No respondió. Tomó a Zelda de la cintura, y, sin dejar de besarla, la llevó con él al camastro. Aquí, sin previo aviso, la tumbó con delicadeza en la cama.

– ¿No íbamos a hablar?

– Lo haremos, pero antes necesito… Un poco de esto – Link la besó en el cuello –, y de esto – y le besó justo detrás de la oreja derecha. Zelda se echó a reír, y le llamó tonto –. Y de esto.

Y, por último, llegó a los labios. La noche era más oscura, caían copos de nieve grandes como puños, pero allí dentro el tiempo se detuvo.

XXXXX

Al día siguiente, bajo un sol lejano que apenas calentaba el alma, Zelda avanzó a grandes zancadas. Desde que se había levantado, había estado haciendo pequeños recados. Fue a ver a las gerudos, a los ornis, a los gorons y a los mogumas. No se encontró con Grunt. Como le explicaron los mogumas, Grunt era un niño, no debía venir a la guerra. Se había quedado en los Filos de la Tierra. Visitó a heridos de cada uno de los ejércitos y preguntó a Sapón si había alguna tarea en la que pudiera ayudar, aunque el médico le dijo que ella debía atender solo a sus obligaciones de caballero.

– Lo mejor que puedes hacer es intentar acabar con esta guerra tan pronto como sea posible – fue la contestación de Sapón, irritado y agotado después de varias jornadas operando a tantos heridos. Zelda entendió su mal humor, y le dejó tranquilo.

Debía aprovechar que el viento se había detenido para ir a Sharia. Al escuchar la historia, la verdadera, de cómo Leclas había acabado en el orfanato de Rauru para delincuentes, Zelda se había dado cuenta de que, herido como estaba, sin posibilidad de ir al Bosque Perdido, Leclas se habría quedado en Sharia. Allí tenía aún la carpintería. Quizá, de un modo retorcido, pensó que era su lugar. Link dijo que debía confiar en su instinto, al fin y al cabo, Zelda era quien conocía a Leclas de hacía más tiempo. No pudo evitar recordar la conversación de esa mañana.

Cuando despertó entre los brazos de Link, le estuvo mirando un buen rato. El rey estaba profundamente dormido, pero con una sonrisa de felicidad en el rostro. Le tocó la mejilla y se arrepintió al instante, porque Link parpadeó. La saludó, un poco confundido aun, pero entonces Zelda le dijo que iba a tener que partir pronto.

– No tardaré tanto, estaré más cerca… Pero recuerda, nada de ir solo a ningún sitio, y no aceptes reuniones privadas con nobles. Que seguro que más de uno intentará otra vez una estrategia como la de Calladan.

Antes de quedarse dormidos, los dos habían estado contando todo lo que les había pasado. Zelda se había partido de la risa. "Yo preocupada porque quisieran atentar contra tu vida, y debería estar más preocupada por tu virtud". A su vez, ella le había contado todo, desde el ataque de los lizalfos, su guarida, el rescate de Zenara y después el de Nabooru. También el fallecimiento de la líder de las gerudos, que dejó entristecido a Link. Cuando llegó a cómo había ido la visita a la Saga del Fuego ("¿la has visto? Siempre he sentido mucha curiosidad…), Zelda tuvo que confesarle que le dio la brújula como prenda.

– Me ha acompañado todos estos años, fue uno de tus regalos que más tiempo he conservado… Lo siento mucho.

– Solo era una brújula. Cuando pueda, te regalaré otra.

Zelda se dispuso a arreglarse: se puso de nuevo la cota de mallas, la túnica azul, los pantalones y las botas. Link siguió tendido, mirándola arreglarse, sin decir nada. Al final, él también se puso en pie para ayudarla a ponerse las hombreras. Bromearon con lo fácil que resultaba quitarse de encima cosas y lo difícil que les resultaba ponerse de nuevo las ropas. Zelda dijo que podrían ir por el campamento medio vestidos, que podrían ponerlo de moda, pero Link solo dijo que los acabarían arrestando a los dos por escándalo, además de congelarse. Zelda metió en la mochila lo que tenía más a mano: algunas semillas, un mapa y la cantimplora. Al hacerlo, volvió a lamentar la pérdida de la brújula y que tendría que buscarse otra para el viaje a Sharia.

– Lo importante de esa brújula era su significado, y eso sigue con nosotros. No dejaré de pedírtelo – Link le abrochó el botón de la túnica, uno que estaba en la espalda y que Zelda olvidaba. Le dio un beso en la nuca y le susurró en hyliano las palabras que estaban grabadas: Para que siempre sepas regresar.

Al susurrarle así, Zelda sintió un estremecimiento en todo su cuerpo. Era muy extraño, porque quién solía temblar cuando se acercaba solía ser él. Se giró para mirarle bien a los ojos, para quedarse con ese rostro. Puede que la guerra estuviera dejándole más delgado y enfermo, pero también le notaba mucho mayor, como si hubiera crecido en este mes más que en el último año. No supo responder con palabras, ella siempre era más de acción, así que le atrajo hacia ella, y volvieron a besarse. Al separarse, Zelda sintió la mano de él sobre el medallón de plata, que aún llevaba al cuello.

Entonces, Zelda se lo quitó. Cogió una daga y cortó un rizo rojo. Lo guardó en el interior, mientras Link la miraba sin preguntar. La chica le tendió el medallón y le dijo:

– Toma, te lo regalo. A partir de ahora, es tuyo. Así estaré contigo, y sabrás que regresaré.

– No, Zel, era de tu madre…

– En realidad, es de mi padre. Él me lo dio cuando cumplí 10 años, antes de marcharse a buscar al Caballero Demonio. También, para asegurarme de que iba a regresar. Es un amuleto, y tiene ese poder – Zelda, al ver su duda, le puso el medallón en el cuello, entre el cuerpo y la camisa –. Llévalo ahí, protegido. Ten mucho cuidado.

Y le dio un golpecito con la palma abierta.

Mientras caminaba por el campamento, tras hacerse con algunos víveres, pocos porque había escasez de comida, fue hacia el establo donde estaba Saeta. No había ido a ver a Kafei, estaría con Maple y no quería interrumpir. Tampoco había visitado al resto de sabios ni a Tetra. Temía que Reizar insistiera en acompañarla. El de Beele seguía siendo un gran compañero de aventuras, pero debía estar al lado de su esposa. Link le había contado que Tetra había sido desheredada por el rey Rober, y, por tanto, solo tenía ya a su marido. No debía separarles.

Esperaba encontrarse al menos con Saharasala, pero en su lugar, quien la esperaba en el establo, con una capa de viaje sobre su uniforme de soldado, fue el chico llamado Jason. Se puso en pie de inmediato, y le hizo un gesto de saludo militar.

– Capitana, me presento voluntario para acompañarla.

Zelda soltó un bufido. No se detuvo, fue hasta Saeta para sacarle, pero se encontró al pelícaro cepillado, con una montura como las que habían creado las gerudos, y una manta ya enrollada a la parte trasera. Se preguntó quién habría sido capaz de ponerle la montura. Había otro pelícaro allí, uno de plumaje gris con un mechón blanco. Centella miraba a los pelícaros y relinchaba. Puede que estuviera realmente celosa.

– ¿De quién ha sido la idea? – se giró hacia Jason. Este, colorado, pero bien firme respondió:

– Maese Saharasala preguntó si alguien quería acompañarla a buscar a maese Leclas. Hubo muchos voluntarios, pero me escogió a mí por… – Jason se detuvo. La verdad, es que le sorprendió que el Sabio de la Luz no hubiera escogido a la orni Vestes, o a uno de los yetis, que eran impresionantes –. Bueno, supongo que por mi labor como escolta del rey.

– Ya, claro, por eso me lo encontré rodeado de orcos y goblins – Zelda le dio una manzana a Centella que cabeceaba y relinchaba –. Disculpa que no te lleve: tienes que quedarte con Link, te necesita…

Jason, que pensó que se dirigía a él, respondió:

– El rey tiene mucha escolta, más que antes. Y usted no tiene a nadie que le ayude. Si es cierto que van a atentar contra maese Leclas, entonces será un honor que me acepte…

Zelda le miró, al principio con expresión malhumorada. Fue tan obvio su enfado que Jason dejó de respirar. Luego, ella sonrió y a Jason le volvió a latir el corazón.

– ¿Sabes montar en pelícaro?

– Las gerudos me han explicado. Este de aquí es Saltarín, nos llevamos muy bien – Jason trató de sonreír, pero de repente sentía miedo.

Sin responder del todo, Zelda montó en Saeta, casi de un salto. La verdad, era más cómodo con silla, aunque no le había hecho falta hasta ese momento. Miró al chico desde el lomo de Saeta, mientras salía del establo.

Ya se había despedido de Link. De haberse quedado más rato, habría vuelto a hacerse de noche. Tomó la brújula que le habían dejado, una cosa vieja de latón que funcionaba mal, tenía que darle golpecitos para asegurarse que la aguja marcaba el norte. Localizó la dirección que iba a tomar, y movió a Saeta para alinearlo con esa ruta. Jason entendió qué iba a hacer, porque corrió a Saltarín, y se subió él también.

Como Zelda no podía ser tan dura, se giró y le dijo:

– Este es el trato: si eres capaz de seguirnos, entonces puedes quedarte conmigo. Si no, regresarás al campamento y te quedarás junto a Link. ¿Tenemos un acuerdo?

– Sí, mi capitana – respondió Jason, muy recto en la silla.

Zelda dio un golpe con los talones y dio la orden a Saeta de elevarse. Antes de que el pelícaro desplegara las alas, le dio tiempo a gritar:

– ¡Llámame Zelda!

Y se elevó al cielo gris de invierno, dejando la nieve, el campamento y al pobre Jason atrás.