El cinismo es la única forma bajo la cual las almas rozan lo que se llama sinceridad.

Frederick Nietzsche.

Hasta Los Huesos.

Fue hasta ese momento que lo supe, mentira, siempre lo supe, pero nunca lo enfrenté. Era mi cuarto mes en recuperación de un TCA, cada día era más difícil que el otro. No lo hacía por mí, lo hacía por ella, por mamá. Hace mucho tiempo había dejado de vivir.

Dejé todo, las noches enteras en las que lloraba y mi única salida era una cuchilla bastante desafilada recorriendo mis brazos y piernas de una forma brutal. Las tácticas para vomitar o dejar de comer sin que se dieran cuenta. Todo estaba arruinado. Todo.

Mi cuarto mes de vida fue más especial que los otros, porqué, por primera vez no estaba completamente drogada con cada tipo de antidepresivo que existiese en este asqueroso hospital.

Las enfermeras eran lo que comúnmente se denomina amable. Me ayudaban en cualquier cosa que les pidiese y siempre ponían todo el interés que se le puede dar a una persona con tal trastorno. Por lo menos no le daba asco como a las enfermeras del Saint Mary's. Nunca lo hablé con mamá para no causarle más del que le daba yo.

Heather, mi compañera del centro de apoyo y compañera de cuarto, fue la mejor amiga que pude haber tenido en algún momento. Ella sí pudo salir de esta mierda y ahora vive feliz en un barrio de clase media.

—¿Estas? —escribí con los dedos sudorosos.

—¿Qué pasó? —contestó Heather bastante rápido.

—Caro no para de hablar sola—la miré y volví mi vista al. teléfono—tendrían que aumentarle la medicación.

—Capaz tiene pesadillas, déjala, ya se le va a pasar.

La verdad, me asustaba bastante su forma de hablar. Mantenía charlas tan cotidianas como si de tomar un té se tratara.

—Sácame de acá :(—quiero irme a la mierda.

—Sabes que no puedo, aguanta, ya te dije cómo tenés que hacer. —traidora, prometimos salir de esto juntas.

Mentiría si digo que Heather salió "curada y renovada con sigo misma", era todo lo contrario. Descubrió nuevas maneras de ocultar lo que era y lo que hacía. Sonrisas más falsas que el te quiero de un padre en estado de ebriedad semiconsciente. Mentirosa.

Al rato, después de unos largo treinta minutos se calló y se durmió profundamente. Me aseguré. No, no la maté, pero me hubiera gustado.

—Ya está, el fantasma está dormido—eché una carcajada.

—Jaja, ay dios, ¿porque sos así? no tiene la culpa de ser tan transparente—volvé, te necesito.

—Me voy a dormir, mañana te hablo.

—Chau, besos.

Me fui, hui, o eso intenté. El gran muro que separaba el hospital de la libertad era ridículamente enorme. Cinco metros que cubrían a los enfermos que se negaban a curarse, según las personas normales y sin trastornos que los ataban a una realidad completamente alterna.

Hace ya tiempo lo estaba pensando, como sería mi huída, mi gran huída, la forma en la que dejaría este repulsivo lugar y sus repulsivos doctores que todo lo que hacían era interferir en una etapa de la cual me rehusaba a salir.

Dejé los escasos metros que me separaban de la libertad, estaba arriba y tenía miedo. Era de noche, una noche fría y neblinosa. Las piernas me temblaban y el miedo se apoderaba totalmente de mí. Estaba a un salto de mi total libertad y posible fuga.

—Ya estás acá, no hay vuelta atrás—mentira, si había opciones, Heather era una.

Se lo pedí, le rogué y aun así, se rehusó a venir y ayudarme. La odio y pienso ponerle la ley del hielo por un tiempo. No, no puedo, si lo hiciera estaría completamente sola.

Tiré la soga hecha con una cantidad excesiva de pijamas blancos para enfermos mentales. Un término más usado, locos. La especie de soga primitiva logró tocar el suelo lo que era un buen indicativo, no iba a morir, no pronto, tal vez agonizara, quien sabe.

Pensarlo es sencillo, hacerlo es imposible. La teoría es fácil, la práctica no.

Las alarmas comenzaron a sonar y de cómo si de una prisión de máxima seguridad se tratara, comenzaron a salir guardias en busca del cadáver andante. Las luces me delataron e hicieron que un susto inesperado, cayera al suelo, quebrándome una pierna. Antidepresivos + calmantes, que hermosa combinación.

Los enfermeros me llevaron de urgencias hasta una sala completamente blanca, que hacía que me dolieran los ojos de tan solo abrirlos un poco. Vías, suero, más calmantes, más suero y más calmantes. Radiografías y todo lo que fuese necesario para demostrar la estupidez más grande que he hecho en los cuatro meses de infierno.

El infierno, ellos eran los demonios y yo la pobre alma torturada.

De pronto, volví a mi hermoso mundo de fantasías, donde todo era hermoso y era el ser humano más feliz en la faz de la tierra. Estaba delirando.

¿Morí?

Desperté, mi letargo de 15 horas se arruinó con los estruendosos gritos de Carola. Charolas de metal en el piso, sangre en las sábanas y un par de enfermeros intentando contenerla. Yo se los dije, súbanle la medicación.

Intenté moverme, pero sentí un peso sobre mi pierna. El yeso. Si, hasta un ínfimo yeso que hasta un nene de 4 años podría levantar, se me hacía imposible moverlo a mí. Diez minutos de plancha, ejercicios al fallo y no podía mover un triste yeso. Que pena.

—¿Te lo firmo? —escuché una voz a lo lejos.

Era ella, o estaba alucinando. Una de dos.

Me giré e instantáneamente sentí unos brazos rodeándome la espalda—Te extrañe—odio admitirlo, pero, sollocé. —Hija de puta.

—¿Fuga sin éxito? —apuntó con la lapicera al yeso.

Asentí.

—Otros cuatro meses más de tortura—suspiré

—Te compadezco—firmó el yeso con un corazón y una pequeña calavera.

Dante, sos un mentiroso, en tu libro nunca mencionaste el círculo número 10. Si lo hubieses hecho, todos sabríamos que el infierno está en la tierra y que se denomina Psiquiátrico. Yo llegué a ese círculo, lo estoy viviendo en carne propia. Huesos, mi error.

Salí del cuarto en una silla de ruedas, empujada por Heather y con la mirada de todos los locos puestas en mí y en mi estupidez. Por lo menos yo no hablo con la pared.

Me llevó hasta el comedor. Irónico.

—Caro tuvo otro ataque—rompí el silencio—me despertó y ya se ganó mi odio.

—Tendrían que tenerla sedada, es incapaz de tener una vida tranquila si no fuese por los calmantes. —sacó un cigarrillo.

Apunté con mi pulgar el cartel de la pared "PROHIBIDO FUMAR".

Rechistó y lo guardó.

—Se los dije, pero al loco no le hacen caso.

—Se van a dar cuenta, tarde o temprano. Aunque a este paso, tendrán que apurarse. —razón no le faltaba.

—¿Y Lucas? —tantee.

—Cuidando a Gabriel, tenía libre la tarde—tomó un sorbo de agua—no le haría mal pasar un rato con su hijo.

Gabriel, la razón de vivir de Heather. 20 años, y tuvo un hijo con el primer pelele que se encontró en internet. La pregunta es ¿Cómo vivió ese bebe?, solo ella lo sabrá.

Todos tenemos una razón para estar acá y una razón para vivir. La mia es mi mamá, lo dije, y lo replico de nuevo, porque nunca es suficiente.

Esa noche se los pedí. Sabía cuál era mi destino. Me tomaron de loca y me internaron. Lo unico que me entristeció fue ver a mamá llorando, ¿por qué?, porque yo me había prometido jamás hacerla llorar de nuevo. Odio romper mis promesas.

—Lore, ¿me estás escuchando? —golpeó levemente mi brazo.

—¡Si!, si—dije rápidamente, saliendo de mi trance.

—¿Sí? A ver, ¿qué dije? —arqueó una ceja.

Silencio.

—Siempre lo mismo—echó un suspiro y se dejó caer en la silla desviando la mirada.

—Son las pastillas, te lo juro—si si, hacete la boluda y échale la culpa a una mísera pastilla.

—Me siento mal de verte así—levantó la vista—estas pálida, ya no sos vos.

¿Ya dije que soy un cadáver andante?

—Pareces muerta—siguió—¿Cómo es que no te dicen nada?

—¿Te crees que le importa una chica que no pone nada de sí? —chisté—si fuera por ellos ya me habrían tirado fuera.

—Cuando vuelva más te vale que tenga 5 kg más, si no, olvídate de mí —me amenazó, o eso intentó. No le queda.

—¿Vos crees que esto es fácil? —mis ojos se pusieron sobre los de ella haciendo que su expresión cambiara. —Desde afuera todo es más fácil. Que la gente te traté de loca, que te señalen, ¡No, no es fácil! —exclamé.

—Me voy a la mierda, no quiero discutir con vos. Miserable—tomó su cartera y salió por la puerta del pasillo dejando una hilera de eco con los pasos de sus tacones refinados.

¿Cómo se respiraba?

Inhalo y exhalo…Inhalo y exhalo…

—¿Oscar? —lo vi. Me vio—volviste…

Fue un reflejo, un espejismo, una alucinación. Estaba delirando, nada nuevo.

Me giré y seguía ahí. Definitivamente no estaba delirando y era realmente él, el hombre por el cual lo dí todo y terminé al borde de la muerte. El hombre por el cuál me alejé hasta de la última persona que conocía, incluso Heather. Era él, y me estaba observando justo ahora.

Tenía flores. Rosas. Que original de su parte.

—Tus rizos siguen intactos—moví mis dedos por sus ondulados cabellos como un pintor lo haría con su pincel sobre su lienzo.

—Vos seguís igual de radiante, el sol en su máximo estado. —Estaba medio muerta y aun así me halagaba. Todo un caballero.

Hablamos, conversamos, reímos y lloramos. Fueron años, años en los cuales me dejó tirada sin una gota de estabilidad. Se fue, así, sin más, sin decir nada, sin previo aviso.

Lo odié, por muchos años le guardé el rencor más puro que una persona puede darle a su peor enemigo.

Me rendí, caí ante él, ante sus encantos más viles y descarados, las mentiras más crueles fueron recitadas a modo de excusas. ¿Ya dije que lo perdoné?

—Te odio—susurré en su oído.

Sonrió.

—Lo sé, golpéame si es necesario—se alejó y me miró expectante. Esperaba alguna reacción.

Se sentó en la silla a mi lado. Miramos la puesta del sol juntos. Nos tomamos de la mano y de pronto volvíamos a sentir el amor que nos atrapó en aquel bar inhóspito.

—Heather te delató—confesó.

Cerré mis ojos y sonreí de forma decepcionada—¿Cómo te encontró? —lo miré.

—Heather es buena detective—echó una carcajada.

Bajé mi vista y vi mis piernas. Mis enormes piernas. Mis robustas y asquerosas piernas.

—Lorena—volteé—no ocupas nada en la silla—recitó.

La dismorfia corporal se basaba en eso, la percepción alterada de uno mismo y aunque, Oscar tenía razón, no podía verlo, no podía alterar mi percepción.

—Lo sé—me límite a expresar.

—Ven—indicó su regazo.

Me moví sedada por el amor y la falta de emoción que tenía. Me senté y la gloria tocó mis ojos produciendo un escalofrío.

Me abrazó por detrás y me quedé un largo rato ahí, sentada en sus piernas, acariciando su mano puesta sobre mi abdomen. Se lo permití, lo dejé tocar mi abdomen y sentir los huesos marcados. No se incomodó, no se alejó, no hizo mueca alguna. Me sintió tal cual era.

—Te extrañé—hundí mi cabeza en su pecho—cada maldita noche…No dejé de pensar en ti.

Agachó su mirada, me compartió su amor. Me besó y correspondí. Si me hubiese pedido mi vida se la daba sin rechistar.

—Lorena—se separó. Nuestras respiraciones eran agitadas y débiles a la vez.

—¿Qué?—pregunté extasiada.

—No soy real, y lo sabés—se apartó.

—Déjame soñar—volví a abrazarlo—soñar es gratis. Soñar es hermoso.

Caí, me derrumbé y morí como las hojas en otoño.

Lo dejé o él me dejó. Morí o él murió. Me fuí o él se fue

Me comunicaron que dejaría el hospital en una semana. ¿Por qué? simple, no seguía el tratamiento y mi obvia rebeldía.

Se los dije, no pasaría el año. Había dos opciones cuando me ingresaron, una, morirme, dos, me echaban. Elegí la segunda.

Mi plan estaba a punto de comenzar (por segunda vez).

Lo había pensado, cada parte, cada maldito detalle. Sería en la noche y con la ayuda de Carola. A decir verdad, ella también me había confesado que estaba harta de este hospital, de sus doctores, de sus demonios, de absolutamente TODO. Te amo Carola.

El viernes llegó. El último día.

—¿Estás afuera? —mis dedos temblaban. El miedo volvía.

—Llego en 5 minutos—se apresuró a contestar—Si no estoy te vas lo más lejos que puedas con Carola—se desconectó.

Guardé el celular y salí del cuarto. Mis cosas ya estaban hechas y mamá venía en camino. No iban a meterme en otro hospital de nuevo, ya estaba harta.

Ya estaba oscureciendo cuando llegó mamá. Llenó los papeles y yo estaba en el cuarto. Llegó al cuarto y yo estaba huyendo.

Las alarmas no tardaron en sonar. Me quedé con Carola esperando a Heather pero nunca llegó. Mas le vale tener una buena excusa.

Tomé a Carola y emprendimos una carrera contrarreloj. Yo contra los guardias.

Llegué y me acerqué a su tumba, me acerqué a su espíritu, me acerqué a su alma, a los recovecos de su alma. Mi amado.

—Sentate ahí, ya vuelvo—la dejé apoyada sobre una gran roca a Carola.

Volví a su tumba.

Me senté en el pasto que cubría su ya dañada y descuidada lápida.

Me desmayé. El no comer por días comenzaba a hacer efecto.

Me levanté en mitad de la noche y lo contemplé. Estaba dormido, completamente cansado por el extremo día laboral. El gato estaba a su lado y un hilo de saliva cubría parte de su almohada.

Salí de la cama y fui hasta el baño. Me lavé la cara y bebí un poco de agua.

Volví y él ya no estaba.

Lo busqué, y absolutamente nada.

Fue ahí cuando realmente lo supe. Nunca lo hubiese pensado y nunca se me hubiese ocurrido.

Oscar no está. Lo repetí en mi mente y todo se volvió claro. Volvía a ese día. Volvía a esa noche y mi mente se derrumbaba en un mar de recuerdos reprimidos.

Mis ojos se humedecieron y caí al suelo. Los cristales entraban en sus ojos. Destrozaban sus corneas y su cuerpo era atravesado por una rama más gruesa que su brazo.

Desperté, lo ví y lloré. Lloré. Lloré…

Gritos desgarradores salían de mi boca y una cantidad inmensa de lágrimas corrían a toda velocidad por mis mejillas.

Carola me sacudió bruscamente. Mi sueño volvió a ser interrumpido.

—Lorena, no fue tu culpa—secó mis lágrimas.

¿Cómo lo sabía?

—Vos se lo advertiste. El camino estaba en construcción. El no quiso escuchar. —continuó—Si tan solo te hubiese hecho caso, él estaría vivo.

Me levantó y salimos del cementerio. Lo abandoné, pero, está vez lo sabía. El peso de la culpa había desaparecido, cada resquicio de él se había esfumado.

Todos sabemos el peso emocional que conlleva la pérdida de alguien, pero, nadie sabe cuál es el peso de la fuga.

FIN