Durante sus expediciones, Bennett solía acurrucarse junto a sus compañeros. Se metía entre las sábanas, exhausto, y no tenía reparos en abrazar o ser abrazado por personas como Aether o Fischl, que solían moverse mucho entre sueños. Su amiga, además, era la persona más friolenta del mundo. Por otra parte, Razor se acurrucaba como un cachorro y dormía encima de Bennett como si fuera una mascota.
Pero su experiencia con Tartaglia fue incómoda, por no decir más. El hombre se quedó en pantalones, se retiró las armas y la máscara que llevaba en el cabello y sin más preámbulos se acostó y se cobijó, complacido.
—¡Ven a la cama, camarada!
Pero Bennett percibía en Tartaglia un algo, un no sabía qué, que no le gustaba la idea de acercarse a él. Era algo que no sentía cuando dormía abrazado a Fischl, o cuando Razor se removía encima de él, vencido por el sueño. Era una sensación de peligro, o de temeridad, como si acercarse a Tartaglia en una situación tan vulnerable lo dejara a expensas de sus trucos y maquinaciones.
Bennett se metió a la cama, inquieto y rígido. Tartaglia, por su parte, estaba todo sonriente y afectuoso. Recargó su cabeza en una mano y con la otra tapó a Bennett con las cobijas y comenzó a tararear una canción de cuna en su oído. El aliento de Tartaglia le erizaba la piel del cuello y Bennett sentía cómo le martilleaba el corazón.
—Te ves adorable asustado, Bennett.
El muchacho sintió que sus pupilas se agrandaban por el miedo. Pero nada pasó. Tartaglia no hizo nada. Ni lo tocó, ni lo dañó, ni nada. Solo se quedó a su lado, cantando una canción de cuna como si arrullara a un bebé.
Bennett despertó cuando sintió el sol darle en la cara. Dormía a sus anchas en la cama, y Tartaglia no estaba por ninguna parte. Se sentó, confundido por la situación, pero también sintiendo un vacío. No le gustaba la idea de perder de vista a una persona que le cantaba nanas al oído, pero no quería admitirlo en voz alta.
Se comenzó a calzar las botas cuando Tartaglia abrió la puerta y empujó un carrito dentro de la habitación. Llevaba una selección de comida, frutas, postres y jugos para desayunar.
—¡Camarada! El cocinero me ha hecho el favor de hacer el desayuno para nosotros. ¿Por qué no comemos?
—¿Dónde estabas? —preguntó Bennett, casi como en un reproche. Se arrepintió de inmediato.
—Oh, solo hacía un poco de ejercicio. Llevamos a la madre patria a donde vayamos, no podríamos dejar de entrenar, aunque nos faltara la cabeza.
Tartaglia habría tenido que levantarse cuando aún era de noche, o Bennett no podría explicar porqué el hombre parecía fresco, como recién salido de bañarse. Comieron en completo silencio, aunque el muchacho parecía menos tenso que la noche anterior.
—¿Bennett? —lo llamó el hombre. Era la segunda vez que lo llamaba por su nombre. El muchacho levantó la cabeza de su plato—. Zarpo a las cinco. Si quieres ir conmigo, te veré en el puente de Mondstadt a las tres. No esperaré ni un minuto, ¿de acuerdo?
Bennett asintió, sin articular palabras.
