KAWAAKARI
"El río que resplandece en la oscuridad"
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Parte I
Capítulo IX
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El ruido del agua al llenar la bañera de metal contrastaba con el silencio de la casa. Myoga había dispuesto todo en cuánto su señor había cruzado la puerta principal, preparando toallas y pidiendo a un par de sirvientes que trajesen consigo el agua caliente necesaria para el baño.
—¿Está listo? —preguntó InuYasha, mientras se quitaba la camisa y la dejaba caer junto con las demás prendas que habían creado un montón en el suelo.
—Sí, señor —anunció Myoga, observando lo que hace unas horas atrás era un atuendo elegante y finamente confeccionado. Chasqueó la lengua en una queja suave, mientras recogía la prenda de algodón blanco y observaba la chaqueta de color azul, bordada con hilos dorados. Ambas piezas estaban inutilizables debido a las manchas de sangres que se habían desperdigado por ellas como un estallido de color rojo.
—Sólo es ropa, Myoga —expresó InuYasha, a la vez que tiró el pantalón al suelo también—. Quémalo todo.
Myoga suspiro.
—A este paso, señor, tendremos que comerciar para traer su ropa en esas enormes cajas que llegan en barco —la queja fue lo suficientemente cortés como para que InuYasha se la tomase a bien. O quizás fuese ese ligero buen humor que traía—. Espero que al menos la caza valiese este despilfarro.
InuYasha se encogió de hombros y metió un pie dentro de la bañera. El agua había llenado de vapor la habitación y estaba algo más caliente de lo que a él le gustaba.
—La presa ha sido aceptable, aunque no exactamente lo que habría querido destazar —respondió, para luego dar una indicación—. Abre una ventana.
Myoga asintió ante la orden recibida y cuando abrió una de las hojas de la ventana, el vapor comenzó a escapar al exterior.
—¿Le han informado de algo en el Agatsu? —consultó Myoga, una vez acercó el toallero de hierro forjado para que su señor tuviese los elementos que necesitase a su alcance.
InuYasha miró al techo de madera, con los brazos descansando en los laterales de la bañera. Respiró hondo y luego suspiró. El anciano mantenía silencio.
—Sí. Y como siempre, más cosas de las que me interesa saber —aceptó. Decir aquello no significaba que le fuese a dar detalles a Myoga de lo que había hablado con Sesshomaru. No obstante, el anciano sirviente conocía lo suficiente al clan Taisho como para suponer una parte de aquella conversación—. Por cierto, he visto a Totosai.
Myoga hizo un sonido especulativo, para luego agregar una opinión verbal.
—Ese viejo ingrato —masculló.
InuYasha dejó escapar una sonrisa con un deje sarcástico.
—Lo juzgas con mucha rapidez —objetó a continuación.
—No entiendo que siga con esa rama de la familia —expresó Myoga.
InuYasha caviló durante un instante.
—Yo tampoco lo entiendo. Sin embargo creo que está esperando a algo —dijo un momento antes de sumergir la cabeza en el agua.
—Es probable, es un viejo astuto —aceptó Myoga, para sí mismo.
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El sonido de la flecha cortando el aire era una de las cosas que calmaba a Kagome, lo mismo que cuando la punta de ésta se encajaba en la makiwara, una diana tradicional hecha de paja. Practicar el kyudo era uno de los momentos que Kagome esperaba y en los que se sentía plenamente enfocada. Su abuelo le había contado como el arco había sido un arma defensiva, no obstante, cuando ésta pareció inútil en el campo de batalla hubo quienes mantuvieron su aprendizaje. De ese modo, el abuelo Higurashi había aprendido el kyudo de su padre y su padre del suyo. Kagome no llegó a tener la edad suficiente para que su propio padre le enseñase, así que su abuelo se encargó de las primeras lecciones y a posterior la derivó con una maestra que la acompañaba desde que cumplió los nueve años.
—Un poco más alto, muchacha —le indicó Kaede sama. Kagome sintió la presión suave, aunque segura, de los dedos de su maestra en el codo, para que elevara el arco un poco más. Ese gesto la llevó a extender los brazos casi del todo, antes de bajarlos con elegante cadencia hasta que la flecha estaba a la altura de su mirada. Evitó, en todo momento, mirar a Kaede sama al único ojo que mantenía expuesto; el otro permanecía oculto tras un parche de tela oscura—. Apunta —la maestra esperó, tan cerca de Kagome que ésta podía escuchar su respiración contenida. Ella misma sostuvo la propia un instante—. Ahora —susurró la mujer.
Kagome soltó el punto de apoyo de la flecha sobre la cuerda y ésta última cumplió con su función de empujar la saeta. El aire se rompió con un silbido ondulante que se detuvo al encajarse a unos cuántos metros y a una palma del centro.
—Bien —aceptó Kaede sama, con la calma habitual con que se dirigía a ella, así el tiro fuese bueno o no—. Ahora, hazlo sosteniendo una segunda flecha.
A Kagome no le era desconocida la petición, de hecho, era siempre en aquello en lo que más fallaba. No comprendía el sentido de tener que sostener una segunda flecha mientras lanzaba la primera, si lo que ella estaba aprendiendo, en ningún caso, estaba destinado a la defensa personal. Al menos esa era la premisa por la que socialmente se le permitía practicar kyudo. Sabía que si con una flecha no había conseguido dar en la makiwara, con dos tendría suerte de dar cerca de ésta. No obstante, tomó dos flechas sin mostrar el más mínimo disgusto.
Tuvo la sensación de estar siendo observada en todo momento por su maestra, a través del escrutinio implacable del único ojo con el que Kaede sama podía ver. No sabía la causa de su parcial ceguera aunque había escuchado más de un rumor al respecto. Las posibilidades pasaban por una infección que la había afectado en la infancia, un intento de robo en el que salió herida, hasta el tiro errado de alguna alumna. Kagome prefería pensar que quizás, algún día, su propia maestra se lo contaría en medio de las reflexiones que hacían al final de la clase práctica.
—Adelante —Kaede la invitó a tomar ubicación. Kagome asintió con una reverencia delicada que contrastaba con la fuerza de su indumentaria y el arma que sostenía.
Kagome se posicionó con ambos pies firmes en el suelo. A continuación descansó las dos flechas en paralelo por el centro del arco, para medir el lugar desde el que debía sostener éste. Una vez encajó el apoyo de la flecha que lanzaría en la cuerda del arco, tomó la segunda saeta por la vara, y hacía la punta, con el dedo meñique de la mano derecha a modo de reserva. Esta era la parte que se le complicaba, dado que su concentración se dividía entre el tiro y la sujeción de la segunda flecha. Kagome respiró hondamente, esperando que su maestra no prestara demasiada atención a ese gesto, y sostuvo la flecha por el punto de apoyo con dos dedos de su mano enguantada. Los pasos siguientes eran exactos a los del lanzamiento anterior. Alzó el arco hasta que los brazos estuvieron prácticamente extendidos, para descenderlos a continuación, mientras fijaba la mirada en la diana y tensaba la cuerda.
Kagome esperó durante un instante a que Kaede sama le diese la orden. Notaba la tensión extra que estaba poniendo en el meñique que sostenía la segunda flecha y su concentración se estaba viendo mermada por ello. Respiró por la nariz, llenándose de aire para liberarlo gradualmente en busca de la calma necesaria. La mano que sostenía el apoyo de la flecha sobre la cuerda le comenzó a temblar de forma casi imperceptible y el tiempo se le estaba convirtiendo en una eternidad, aunque probablemente no pasaban de ser unos cuántos segundos.
—Ahora —dio la orden su maestra.
La flecha fue liberada y silbó en el aire con algo menos de armonía que la anterior. Ante ese sólo hecho Kagome supo que el tiro sería fallido, lo que se confirmó cuando la pared tras el disco de junco recibió la flecha.
—Con esto terminamos —Kaede sama hizo un suave movimiento con su cabeza, Kagome se sintió contrariada. Quería intentarlo nuevamente y conseguir, de una vez, este tiro que le resultaba complicado.
—Lo repetiré —mostró decisión, para que su maestra viese su espíritu.
Kaede sama la miró y le sonrió con suavidad. El gesto consiguió que se marcase una fina línea de expresión en su rostro. Kagome reparó en lo joven que le parecía su maestra cuando sonreía. No era cortés preguntar por su edad, no obstante, conjeturaba que debía tener al menos una década más que ella.
—Lo harás, aunque no hoy —Kaede sama le indicó, con un delicado gesto de su mano, el lugar sobre el suelo de madera en el que meditaban hacia el final de la clase.
Kagome estuvo a punto de arrugar el ceño y se detuvo cuando su propia voz interior le habló de los valores que debía cultivar con el kyudo; calma y disciplina.
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La residencia Taijiya era un lugar tranquilo, una casa tradicional que por la estructura de sus jardines inspiraba paz e introspección. Aquello era parte de lo que la madre de Sango había conseguido con el entorno, y uno de sus recuerdos más atesorados. Su padre conservaba el aspecto por medio de jardineros que habían trabajado con ellos desde que su mujer vivía. Sango se preguntaba si su padre había amado a su madre, del modo en que ella misma se imaginaba el amor. La pregunta había cobrado aún más fuerza después del sorpresivo compromiso al que se había visto empujada, una situación sobre la que aún no encontraba fuerza suficiente para reaccionar.
—Sango sama —se dirigió a ella uno de los servidores de la casa. Lo miró, mientras él bajaba su propia mirada a los zapatos y aprisionaba entre las manos un paño de algodón que debía ser blanco y que ahora mantenía el color amarillento de la cera para suelos—. Hemos terminado con la tercera capa de hoy.
—Se los agradezco, Kairi san —Sango respondió, acompañando sus palabras con una suave reverencia destinada a mostrar su honesto agradecimiento—. Les pido que vayan a descansar.
El hombre aceptó con un par de reverencias continuadas que buscaban mostrar lo mucho que le gratificaba aquel descanso. La labor ejecutada había sido ardua. Algunos de los sirvientes habían estado restaurando la madera de los suelos que fue potentemente dañada, con varias capas de cera de abeja que aplicaban con esmero. Todo esto sucedía en los días posteriores a la reunión de estilo occidental que se realizara en la residencia. Sango agradecía el esfuerzo por devolver la lustrosa elegancia de siempre a las estancias que fueron abiertas a los invitados. Internamente se lamentaba por la forma en que aquello había sucedido, dado que su padre cursó una orden difícil de soslayar. En ella pedía, con vigor, que la servidumbre devolviese el brillo a la residencia en el plazo de tres días, sin dilación.
—Sango sama —la voz de Kasumi la sacó de aquel momento de malestar e incertidumbre. Se giró para mirar a la mujer de edad mediana que había estado, desde niña, al servicio de su madre—. Kagome sama está aquí —le anunció— ¿La hago pasar al salón de té?
—Sí, Kasumi, gracias —aceptó.
La mujer le mostró una reverencia. Sango dio una última mirada al jardín en el que estaban trabajando algunos hombres, antes de tomar ella misma el camino al salón de té. Luego de aquello suspiró y decidió ir al encuentro de su amiga.
Recorrió con calma aparente uno de los pasillos exteriores y pudo ver a su hermano Kohaku jugueteando con Kirara, una gata que llevaba con ellos varios años. Se deleitó de la alegría que mostraba el chico y esperó a que ésta lo acompañase por mucho tiempo.
En cuánto Kagome y Sango estuvieron juntas en el mismo salón, Kasumi dejó sobre la mesa que se encontraba entre ellas la tetera con el agua caliente, las tazas y el té en polvo para comenzar con el ritual. La mujer que servía se preparaba para comenzar la labor, sin embargo Sango la detuvo.
—Gracias Kasumi, no te molestes, lo haré yo misma —aclaró.
La mujer la miró a los ojos durante un instante, para asentir con una sonrisa un momento después. Sango tenía claro que Kasumi comprendería su deseo de estar a solas con su amiga.
Kagome observó el intercambio y el modo en que Sango ponía en su sitio cada elemento para preparar el té. Pensó en esperar a que su amiga comenzara la conversación, no obstante, ésta parecía sumergida en el silencio. Kagome decidió hacer algo sobre eso.
—Frente a este mundo tormentoso mantengamos firme el corazón, como el pino enraizado en la roca.
—¿Cómo? —Sango elevó su mirada de la labor que ejecutaba e hizo la pregunta.
—Es un nuevo gyosei que ha entregado nuestro emperador —a Kagome le sorprendió que su amiga no lo supiera, ella siempre era de las primera que tomaba la sabiduría de aquellos poemas para meditar.
—Oh, no lo conocía ¿Es reciente? —preguntó, volviendo la mirada a la labor del té.
—Creo que en realidad no importa demasiado y que me disculpe el emperador por ello. Lo importante para mí es saber cómo estás —ya no pudo ocultar su preocupación. Sango estaba pálida y su pelo no brillaba del modo en que lo hacía de habitual.
Pudo ver que su amiga intentaba ocultar el gesto de dolor que cada músculo de su rostro quería mostrar.
—No te reprimas —Kagome pidió con el tono de voz más suave que podía conseguir. Extendió su mano y la puso sobre una de las de su amiga.
Sango contuvo el aliento y suspiró a continuación. Sus hombros cayeron en un movimiento que revelaba la impostura que buscaba tener. La ceremonia del té quedó olvidada.
—Algo no está bien, Kagome —comenzó a decir—. No, en realidad, creo que nada está bien —Sango fijó la mirada en la mano que Kagome mantenía sobre la propia—. No quiero ser de aquellas hijas que ven una enemiga en el nuevo interés de su padre, pero mi padre no es el mismo desde que esa mujer apareció.
Kagome creyó entender de quién hablaba. Aun así lo preguntó.
—¿Te refieres a Kyōfū Kagura?
Sango asintió con insistencia, parecía querer dejar muy claro que se trataba de ella.
—Mi padre siempre ha sido una persona apasionada por su trabajo y podría decir que es casi la única pasión que le conozco. Esa y practicar el kenjutsu. No obstante, ahora esa mujer ocupa casi todo su tiempo libre y le dice lo que debe hacer o no en esta casa, como si fuese la suya —Kagome se sintió sorprendida, tanto por la información como por la vehemencia con que su amiga se la trasladaba. Se contuvo de emitir una opinión, hasta estar segura que Sango liberaba por completo la carga que llevaba— y además está la niña esa, que se queda por horas sentada en el jardín, mirando a la nada.
—¿Kanna? —Kagome recordó el nombre que alguien había mencionado durante la reunión, aquí mismo, en la residencia Taijiya.
—Sí, ella. Aunque hoy se fue en cuánto mi padre partió de urgencia al puesto de guardia —explicó Sango, algo más calmada.
—Ya veo —Kagome no sabía qué más podía decir. La situación era compleja para su amiga, aunque no del todo inusual.
Sango se mantuvo en silencio un momento más y finalmente suspiró de ese modo agotado en que lo hacen quienes entienden el lugar en que están. Luego de aquello miró a Kagome y ésta comprendió que diría algo más.
—Por cierto —comenzó—. Ten cuidado al regresar a casa, ve por zonas transitadas.
—¿Sucedió algo? —la pregunta consecuente.
—Han encontrado un nuevo cuerpo, esta vez arrojado en el callejón que hay entre dos residencias. Estaba parcialmente desmembrado y al parecer llevaba varios días ahí. No fue hasta que comenzó el olor de la descomposición, que alguno de los propietarios lo descubrió —Kagome recibió más detalles de los que necesitaba. Ahora sentía frío, aunque no en la piel, era el tipo de frio que congela el músculo desde dentro.
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Continuará
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N/A
Este capítulo presenta algunos elementos más, que espero poder utilizar para darle forma a la idea que tengo en la cabeza y en mis notas.
Gracias por leer y dejar un comentario.
Besos,
Anyara
