Me miro horrorizada las marcas rojas que tengo por toda la piel alrededor de los pechos. ¡Chupetones! ¡Estoy llena de chupetones! Estoy casada con una de las mujeres de negocios más respetadas de Estados Unidos y me ha llenado el cuerpo de chupetones… ¿Cómo no me he dado cuenta de que me estaba dejando todas esas marcas? Me sonrojo. Sé perfectamente cómo: en esos momentos la señora Orgásmica estaba desplegando sus increíbles habilidades sexuales conmigo.

Mi subconsciente me mira por encima de los cristales de las gafas de media luna y chasquea la lengua con desaprobación, mientras la diosa que llevo dentro duerme apaciblemente en su chaise-longue, fuera de combate. Observo mi reflejo con la boca abierta. Tengo hematomas rojos alrededor de las muñecas por las esposas. Ya me avisó de que dejaban marcas.

Examino mis tobillos; más hematomas. Joder, parece que haya sufrido un accidente.

Sigo mirándome, intentando reconocerme. Mi cuerpo está tan diferente últimamente… Ha cambiado de forma sutil desde que la conozco. Ahora estoy más delgada y en mejor forma y tengo el pelo brillante y bien cortado. Me he hecho la manicura, la pedicura y llevo las cejas perfectamente depiladas. Por primera vez en mi vida voy bien arreglada (excepto por esas horribles marcas de mordiscos).

Pero no quiero pensar en tratamientos de belleza ahora mismo. Estoy demasiado enfadada. ¿Cómo se atreve a marcarme así, como si fuera una adolescente? En el poco tiempo que llevamos juntas nunca me había hecho chupetones. Estoy horrible. No sé por qué me ha hecho esto. Maldita obsesa del control. ¡Pues no pienso tolerarlo! Mi subconsciente cruza los brazos por debajo de su pecho. Esta vez se ha pasado. Salgo pisando fuerte del baño y entro en el vestidor, evitando a propósito mirar en su dirección. Me quito la bata y me pongo un pantalón de chándal y una camisola. Me suelto la trenza, cojo un cepillo del pelo del tocador y me peino para quitarme los nudos.

—Emma —me llama Regina y noto ansiedad en su voz—, ¿estás bien?

La ignoro. ¿Que si estoy bien? Pues no, no estoy bien. Con lo que me ha hecho, dudo que pueda ponerme un bañador, y mucho menos uno de esos biquinis ridículamente caros durante lo que queda de luna de miel. Pensar eso me enfurece. Pero ¿cómo se ha atrevido? Que si estoy bien… Me hierve la sangre. ¡Yo también sé comportarme como una adolescente! Regreso al dormitorio, le tiro el cepillo del pelo, me giro y vuelvo a salir, no sin antes ver su expresión asombrada y su rápida reacción de levantar el brazo para protegerse la cabeza, lo que provoca que el cepillo rebote inútilmente contra su antebrazo y aterrice en la cama.

Salgo del camarote hecha una furia, subo por las escaleras y salgo a la cubierta para dirigirme como una exhalación a la proa. Necesito un poco de espacio para calmarme. Está oscuro pero el aire es templado. La brisa cálida huele a Mediterráneo y a los jazmines y buganvillas de la costa. El Fair Lady surca sin esfuerzo el tranquilo mar color cobalto y yo apoyo los codos sobre la barandilla de madera, mirando la costa lejana en la que parpadean y titilan unas luces diminutas. Inspiro hondo despacio y empiezo a calmarme lentamente. Noto su presencia detrás de mí antes de oírla.

—Estás enfadada conmigo —susurra.

—No me digas, Sherlock.

—¿Muy enfadada?

—De uno a diez, estoy un cincuenta. Muy apropiado, ¿verdad?

—Oh, tanto… —Suena sorprendida e impresionada a la vez.

—Sí. A punto de llegar a la violencia —le digo con los dientes apretados.

Se queda callada y yo me giro y la miro con el ceño fruncido. Ella me devuelve la mirada con los ojos muy abiertos y llenos de precaución. Sé por su expresión y porque no ha hecho intento de tocarme que no está muy segura del terreno que pisa.

—Regina, tienes que dejar de intentar meterme en vereda por tu cuenta. Ya dejaste claro cuál era el problema en la playa. Y de una forma muy eficaz, si no recuerdo mal.

Se encoge de hombros.

—Bueno, así seguro que no te vuelves a quitar la parte de arriba del biquini —dice en voz baja e irascible.

¿Y eso justifica lo que me ha hecho? La miro fijamente.

—No me gusta que me dejes marcas. No tantas, por lo menos. ¡Eso es un límite infranqueable! —le digo con furia.

—Y a mí no me gusta que te quites la ropa en público. Eso es un límite infranqueable para mí —gruñe.

—Creo que eso ya había quedado claro —respondo con los dientes apretados—. ¡Mírame! —Me bajo el cuello de la camisola para que me vea la parte superior de los pechos.

Los ojos de Regina no abandonan mi cara y su expresión es cautelosa y vacilante. No está acostumbrada a verme así de enfadada. ¿Es que no ve lo que ha hecho? ¿No ve lo ridícula que está siendo? Quiero gritarle, pero me contengo. Es mejor no presionarla demasiado, porque Dios sabe lo que haría. Al fin suspira y me tiende las manos con las palmas hacia arriba en un gesto resignado y conciliador.

—Vale —dice en un tono apaciguador—. Lo entiendo.

¡Aleluya!

—¡Bien!

Se pasa una mano por el pelo.

—Lo siento. Por favor, no te enfades conmigo. —Parece arrepentida… y ha utilizado las mismas palabras que yo le dije a ella en la playa.

—A veces eres como una adolescente —le regaño testaruda, pero ya no hay enfado en mi voz y ella se da cuenta.

Se acerca y alza lentamente la mano para colocarme el pelo detrás de la oreja.

—Lo sé —reconoce en voz baja—. Tengo mucho que aprender.

Las palabras del doctor Flynn resuenan en mi cabeza: «Emocionalmente, Regina es una adolescente, Emma. Pasó totalmente de largo por esa fase de su vida. Ella ha canalizado todas sus energías en triunfar en el mundo de los negocios, y ha superado todas las expectativas. Tiene que poner al día su universo emocional».

El corazón se me ablanda un poco.

—Las dos tenemos mucho que aprender. —Suspiro y yo también levanto la mano para ponérsela sobre el corazón. No se aparta como hacía antes, pero se pone tensa. Cubre mi mano con la suya y sonríe tímidamente.

—Yo he aprendido que tiene usted un buen brazo y mejor puntería, señora Mills. Si no lo veo no me lo creo. Te subestimo constantemente y tú siempre me sorprendes.

Levanto una ceja.

—Eso es por las prácticas de lanzamientos con David. Sé lanzar y disparar directa a la diana, señora Mills. Más vale que lo tenga en cuenta.

—Intentaré no olvidarlo, señora Mills, o me ocuparé de que todos los objetos susceptibles de convertirse en proyectiles estén clavados y de que no tenga acceso a ningún arma.

Sonríe.

Yo le respondo también con una sonrisa y entorno los ojos.

—Soy una chica con recursos.

—Cierto —susurra y me suelta la mano para abrazarme. Me atrae hacia ella y hunde la nariz en mi cuello. Yo también la rodeo con mis brazos, abrazándola fuerte, y siento que la tensión abandona su cuerpo mientras me acaricia—. ¿Me has perdonado?

—¿Y tú a mí?

Siento su sonrisa.

—Sí —responde.

-Ídem.

Nos quedamos de pie abrazadas y mi resentimiento queda atrás. Huele muy bien, adolescente o no. ¿Cómo me voy a resistir?

—¿Tienes hambre? —me pregunta un momento después. Tengo los ojos cerrados y la cabeza apoyada en su hombro.

—Sí. Estoy muerta de hambre. Toda esa… eh… actividad me ha abierto el apetito. Pero no voy vestida para cenar. —Seguro que en el comedor me miran raro si aparezco con pantalón de chándal y camisola.

—A mí me parece que vas bien, Emma. Además, el barco es nuestro toda la semana. Podemos vestirnos como nos dé la gana. Digamos que hoy es el martes informal en la Costa Azul. De todas formas, he pensado que podíamos cenar en cubierta.

—Sí, me apetece.

Me da un beso, un beso que dice «perdóname» con absoluta sinceridad, y después las dos caminamos de la mano hasta la proa, donde nos espera un gazpacho.

El camarero nos sirve la crème brûlée y se retira discretamente.

—¿Por qué siempre me trenzas el pelo? —le pregunto a Regina por curiosidad. Estamos sentadas la una junto a la otra en la mesa y tengo la pantorrilla enroscada con la suya. Estaba a punto de coger la cucharilla, pero se detiene un momento y frunce el ceño..

—Porque no quiero que se te quede enganchado el pelo en nada —me dice en voz baja y se queda perdida en sus pensamientos un instante—. Es una costumbre, supongo —añade como pensando en voz alta. De repente su ceño se hace más profundo, abre mucho los ojos y las pupilas se le dilatan por una súbita inquietud.

¿Qué habrá recordado? Es algo doloroso, algún recuerdo de su primera infancia, creo. No quiero que se acuerde de esas cosas. Me acerco y le pongo el dedo índice sobre los labios.

—No importa. No necesito saberlo. Solo tenía curiosidad. —Le dedico una sonrisa cálida y tranquilizadora. Sigue con la mirada perdida, pero poco después se relaja visiblemente con alivio evidente. Me inclino y le beso la comisura de la boca—. Te quiero —susurro. Ella me dedica esa sonrisa dolorosamente tímida y yo me derrito—. Siempre te querré, Regina.

—Y yo a ti —responde con un hilo de voz.

—¿A pesar de que sea desobediente? —Alzo una ceja.

—Precisamente porque lo eres, Emma. —Me sonríe.

Rompo con la cucharilla la capa de azúcar quemado del postre y niego con la cabeza. ¿Voy a entender a esta mujer alguna vez? Mmm… La crème brûlée está deliciosa.

Cuando el camarero retira los platos del postre, Regina coge la botella de vino rosado y me rellena la copa. Compruebo que estamos solas y le pregunto:

—¿De qué iba eso de no ir al baño?

—¿De verdad quieres saberlo? —me pregunta con media sonrisa y los ojos iluminados por un brillo lujurioso.

—¿Quiero? —La miro a través de las pestañas y le doy un sorbo al vino.

—Cuanto más llena tengas la vejiga, más intenso será el orgasmo, Emma.

Me ruborizo.

—Ya veo. —Oh… Eso explica muchas cosas.

Ella sonríe y parece saber mucho más de lo que dice. ¿Siempre voy a ir un paso por detrás de la señora Experta en el Sexo?

—Eh, bueno… —Busco desesperadamente a mi alrededor algo que me permita cambiar de tema. Ella se compadece de mí.

—¿Qué quieres hacer el resto de la noche? —Ladea la cabeza y me dedica una sonrisa torcida.

Lo que tú quieras… ¿Probar esa teoría otra vez, quizá? Me encojo de hombros.

—Yo sé lo que quiero hacer — susurra. Coge su copa de vino, se levanta y me tiende la mano—. Ven.

Le cojo la mano y ella me lleva al salón principal.

Su iPod está conectado a los altavoces que hay encima del aparador. Lo enciende y escoge una canción.

—Baila conmigo —dice atrayéndome hacia sus brazos.

—Si insistes…

—Insisto, señora Mills.

Empieza una melodía provocativa y pegadiza. ¿Es un baile latino? Regina me sonríe y empieza a moverse, arrastrándome con su ritmo y desplazándome por todo el salón.

Un hombre con la voz como caramelo fundido empieza a cantar. Es una canción que me suena, pero no sé de qué. Regina me inclina hacia atrás y suelto un grito por la sorpresa y río. Ella sonríe con los ojos llenos de diversión. Me levanta de nuevo y me hace girar bajo su brazo.

—Bailas tan bien… —le comento—. Haces que parezca que yo sé bailar.

Sonríe enigmática pero no dice nada y me pregunto si será porque está pensando en ella… En la señora Robinson, la mujer que le enseñó a bailar… y a follar. Hacía tiempo que no pensaba en ella. Regina no la ha mencionado desde su cumpleaños, y por lo que yo sé, su relación empresarial ha terminado. Pero tengo que admitir (a regañadientes) que era una buena maestra.

Vuelve a inclinarme y me da un beso suave en los labios.

—«Echaré de menos tu amor…» —tarareo la letra de la canción.

—Yo haría más que echar de menos tu amor —me dice a la vez que me hace girar de nuevo. Me canta bajito al oído y me derrite por dentro.

La canción termina y Regina me mira con los ojos oscuros y ardientes, ya sin rastro de humor. Me quedo sin aliento.

—¿Quieres venir a la cama conmigo? —me dice en un murmullo. Es una súplica sincera que me ablanda el corazón.

Regina, ya te dije «sí, quiero» hace dos semanas y media… Pero sé que es su forma de pedir disculpas y de asegurarse de que todo está bien entre las dos después de la discusión.

Cuando despierto el sol entra por los ojos de buey y su reflejo en el agua se proyecta en el techo del camarote formando brillantes dibujos caprichosos. A Regina no se la ve por ninguna parte. Me estiro y sonrío. Mmm… Me apunto para tener sexo de castigo y después sexo de reconciliación cualquier día. Es como acostarse con dos mujeres diferentes: la Regina furiosa y la dulce que intenta compensarme con todos los medios a su alcance. Es difícil decidir cuál me gusta más.

Me levanto y voy al baño. Al abrir la puerta me encuentro a Regina dentro depilandose desnuda, solo cubierta con una toalla en la cintura. Se gira y me sonríe; no le importa que la haya interrumpido. He descubierto que Regina nunca cierra la puerta con el pestillo si es la única persona en la habitación; no tengo ni idea de por qué lo hace pero tampoco quiero pensarlo mucho.

—Buenos días, señora Mills —me dice. Irradia buen humor.

—Buenos días tenga usted. —Le sonrío y me quedo mirándola mientras se retira la cera.

—¿Disfrutando del espectáculo? —me pregunta.

Oh, Regina, podría quedarme mirándote durante horas.

—Es uno de mis favoritos —le digo y ella se inclina y me da un beso rápido.

—¿Quieres que vuelva a hacértelo? —me dice en un susurro malicioso y me señala una maquinilla que hay sobre el lavabo.

Frunzo los labios.

—No —le contesto fingiendo enfurruñarme—. La próxima vez me haré la cera.

Recuerdo lo bien que se lo pasó Regina en Londres cuando descubrió que, durante una de sus reuniones en la ciudad, yo me había entretenido afeitándome todo el vello púbico por pura curiosidad. Pero claro, mi forma de afeitarme no cumplía con los rigurosos estándares de la señora Exigente…

• • •

—Pero ¿qué diablos has hecho? —exclama Regina.

No puede evitar poner una expresión de horrorizada diversión. Se sienta en la cama de la suite del Brown's Hotel, cerca de Piccadilly, enciende la luz de la mesilla y me mira boquiabierta. Debe de ser medianoche. Me pongo del color de las sábanas del cuarto de juegos e intento tirar del camisón de seda para que no pueda verlo. Me coge la mano para detenerme.

—¡Emma!

—Me he… eh… afeitado.

—Ya veo. Pero ¿por qué? —Está sonriendo de oreja a oreja.

Me tapo la cara con las manos. ¿Por qué me da tanta vergüenza?

—Oye —me dice bajito y me aparta la mano—, no te escondas. —Se está mordiendo el labio para no reírse—. Dime, ¿por qué? —Sus ojos bailan risueños. ¿Por qué le parece tan divertido?

—No te rías de mí.

—No me estoy riendo de ti. Lo siento, es que estoy… encantada—dice al fin.

—Oh…

—Dímelo. ¿Por qué?

Inspiro hondo.

—Esta mañana, cuando te fuiste a la reunión, me estaba duchando y empecé a pensar en todas tus normas.

Ella parpadea. Ha desaparecido el humor de su expresión y ahora me mira precavida.

—Las estaba repasando una por una y preguntándome cómo me sentía acerca de cada una de ellas, y me acordé del salón de belleza y pensé… que esto es lo que a ti te gustaría. Pero no he podido reunir el coraje para hacérmelo con cera —confieso casi en un susurro.

Se me queda mirando con los ojos brillantes, esta vez no de diversión por la locura que acabo de hacer, sino de amor.

—Oh, Emma —dice en un jadeo. Se acerca y me besa con ternura—. Me tienes cautivada —murmura junto a mis labios y me besa otra vez, cogiéndome la cara con las manos.

Un momento después se aparta y se apoya en un codo. La diversión ha vuelto.

—Creo que tengo que hacer una inspección exhaustiva de su trabajo, señora Mills.

—¿Qué? ¡No! —¡Tiene que estar de coña! Me tapo para proteger esa zona recientemente deforestada.

—Oh, no, Emma. —Me coge las manos y las aparta. Se acerca con agilidad y en un segundo la tengo entre las piernas, agarrándome las manos junto a los costados. Me lanza una mirada ardiente que podría prender fuego a la madera seca, se inclina y pega los labios a mi vientre desnudo para seguir bajando directamente hacia mi sexo. Me retuerzo contra su piel, resignada a mi destino—. Vamos a ver, ¿qué tenemos aquí? —Regina me da un beso en un sitio que hasta esta mañana estaba cubierto por el vello púbico.

—¡Oh! —exclamo. Uau… qué sensible.

Los ojos de Regina me miran con intensidad, llenos de una necesidad lujuriosa.

—Creo que te has dejado un poquito —dice y tira suavemente del vello que hay en un punto bastante inaccesible.

—Oh… vaya. —Espero que eso ponga fin a ese escrutinio francamente indiscreto.

—Tengo una idea. —Salta desnuda de la cama y va al baño.

Pero ¿qué va a hacer? Vuelve poco después con un vaso de agua, mi maquinilla de afeitar, jabón y una toalla. Pone el agua,el jabón y la maquinilla en la mesita de noche y me mira con la toalla en la mano.

¡Oh, no! Mi subconsciente cierra de golpe las Obras completas de Charles Dickens, salta del sofá y pone los brazos en jarras.

—¡No, no y no! —chillo.

—Señora Mills, si se hace algo, mejor hacerlo bien. Levanta las caderas. —Sus ojos son del color marron intenso asi cobrizo.

—¡Regina! No me vas a afeitar.

Ladea la cabeza.

—¿Y por qué no?

Me ruborizo… ¿no es obvio?

—Porque… es demasiado…

—¿Íntimo? —termina mi frase—. Emma, estoy deseando tener intimidad contigo, ya lo sabes. Además, después de todo lo que hemos hecho, no sé por qué te pones pudorosa ahora. Me conozco esa parte de tu cuerpo mejor que tú.

La miro con la boca abierta. Pero qué arrogante. Aunque es cierto que lo conoce bien, pero aun así…

—¡No está bien! —Sueno remilgada y quejica.

—Claro que está bien… y es excitante.

¿Excitante? ¿Ah, sí?

—¿Esto te excita? —No puedo evitar el tono de asombro.

Ella ríe burlona.

—¿Es que no lo ves? —pregunta señalando su erección con la cabeza—. Quiero afeitarte —me susurra.

Oh, qué demonios… Me tumbo y me tapo la cara con un brazo; no quiero mirar.

—Si eso te hace feliz, Regina, hazlo. Eres una pervertida, ¿lo sabías? —le digo a la vez que levanto las caderas y ella coloca la toalla bajo mi culo. Me da un beso en la parte interior del muslo.

—Nena, qué razón tienes.

Oigo el ruido del agua cuando moja el jabón en el vaso. Me coge el tobillo izquierdo y me abre las piernas. La cama se hunde cuando se sienta entre ellas.

—Ahora mismo tengo muchas ganas de atarte —me dice.

—Prometo quedarme quieta.

—Vale.

Doy un respingo cuando me pasa la mano llena de jabón sobre el hueso púbico. Está templada. El agua del vaso debe de estar caliente. Me revuelvo un poco. Me hace cosquillas… pero me gusta.

—No te muevas —me ordena Regina y vuelve a pasar la mano—. O te ato —añade en tono amenazante y un escalofrío me recorre la espalda.

—¿Has hecho esto antes? —le pregunto cuando va a coger la maquinilla.

—No.

—Oh. Qué bien. —Sonrío.

—Otra primera vez, señora Mills.

—Mmm. Me gustan las primeras veces.

—A mí también. Allá voy. —Con una suavidad que me sorprende pasa la maquinilla por esa piel tan sensible—. Quédate muy quieta —dice en un tono distraído y sé que es porque está muy concentrada en lo que tiene entre manos. Solo tarda unos minutos. Después coge la toalla y me quita con ella el jabón sobrante—. Ya. Ahora está mejor —dice para sí. Yo levanto el brazo para mirarle y ella se sienta para admirar su obra.

—¿Ya estás contenta? —le pregunto con voz ronca.

—Sí, mucho. —Me sonríe con malicia y mete lentamente un dedo en mi interior.

• • •

—Fue divertido —dice con un brillo burlón en los ojos.

—Tal vez para ti. —Intento hacer un mohín, pero tengo que reconocer que tiene razón. Fue… excitante.

—Me parece recordar que lo que pasó después fue muy satisfactorio.

Regina termina su depilado. Yo me miro los dedos. Sí que lo fue. No tenía ni idea de que la ausencia de vello púbico podía hacer que fuera tan diferente.

Me toma entre sus brazos, se sienta y me sienta sobre su regazo.

—¿Quieres que te lleve a alguna parte hoy?

—A tomar el sol no, ¿verdad? —le digo arqueando una ceja mordaz.

Se humedece los labios en un gesto nervioso.

—No, hoy no tomamos el sol. Tal vez te apetezca hacer otra cosa. Hay un sitio que podríamos visitar…

—Bueno, como estoy llena de los chupetones que tú me has hecho, lo que me impide absolutamente cualquier actividad con poca ropa, ¿por qué no?

Decide sabiamente ignorar mi tono.

—Hay que conducir un buen trecho, pero por lo que he leído, merece la pena visitarlo. Mi padre también me recomendó que fuéramos. Es un pueblecito en lo alto de una colina que se llama Saint-Paul-de-Vence. Hay unas cuantas galerías en el pueblo. He pensado que podríamos comprar algún cuadro o alguna escultura para la casa nueva, si encontramos algo que nos guste.

Me echo un poco hacia atrás y la miro. Arte… Quiere comprar obras de arte. ¿Cómo voy a comprar yo arte?

—¿Qué? —me pregunta.

—Yo no sé nada de arte, Regina.

Ella se encoge de hombros y me sonríe indulgente.

—Solo vamos a comprar algo que nos guste. No estamos hablando de inversiones.

¿Inversiones? Oh…

—¿Qué? —repite.

Niego con la cabeza.

—Ya sé que solo hemos visto los dibujos de la arquitecta… Pero no pasa nada por mirar, y además parece que es un pueblo medieval con mucho encanto.

Oh, la arquitecta. ¿Por qué ha tenido que recordármela…? Gia Matteo, una amiga de Graham que ya reformó la casa de Regina en Aspen. Durante las reuniones para revisar los planos ha estado pegada a Regina como una lapa.

—¿Qué te pasa ahora? —quiere saber Regina. Niego con la cabeza—. Dímelo —insiste.

¿Cómo le voy a decir que no me gusta Gia? Es irracional. No quiero ser la típica mujer celosa.

—¿No seguirás enfadada por lo que hice ayer? —Suspira y entierra la cara entre mis pechos.

—No. Tengo hambre —le digo sabiendo que eso la distraerá del interrogatorio.

—¿Y por qué no lo has dicho antes? —Me baja de su regazo y se pone de pie.

Saint-Paul-de-Vence es un pueblo medieval fortificado situado en la cumbre de una colina, uno de los lugares más pintorescos que he visto en mi vida. Paseo con Regina por las estrechas calles adoquinadas con la mano metida en el bolsillo de atrás de sus pantalones cortos. Taylor y Gaston o Philippe (no sé diferenciarlos) nos siguen unos pasos por detrás. Pasamos por una plaza cubierta de árboles en la que tres ancianos, uno de ellos tocado con una boina tradicional a pesar del calor, juegan a la petanca. El lugar está bastante lleno de turistas, pero me siento cómoda rodeada por el brazo de Regina. Hay tantas cosas que ver: estrechas callejas y pasajes que llevan a patios con intrincadas fuentes de piedra, esculturas antiguas y modernas y pequeñas tiendas y boutiques fascinantes.

En la primera galería Regina mira distraída unas fotografías eróticas chupando la patilla de sus gafas de aviador. Son obra de Florence D'Elle; mujeres desnudas en diferentes posturas.

—No es lo que tenía en mente —digo. Me hacen pensar en la caja de fotografías que encontré en el armario de Regina (ahora nuestro armario). Me pregunto si llegó a destruirlas.

—Yo tampoco —dice Regina sonriéndome. Me coge la mano y pasamos al siguiente artista. Sin darme cuenta me encuentro preguntándome si debería dejarla que me hiciera fotos.

La siguiente exposición es de una pintora especializada en naturalezas muertas: frutas y verduras muy detalladas y con unos colores impresionantes.

—Me gustan esos —digo señalando tres cuadros con pimientos—. Me recuerdan a ti cortando verduras en mi apartamento. —Río. La comisura de la boca de Regina se eleva cuando intenta, sin éxito, ocultar su diversión.

—Creo que lo hice bastante bien —murmura—. Solo soy un poco lenta, eso es todo. —Me abraza—. Además, me estabas distrayendo. ¿Y dónde los pondrías?

—¿Qué?

Regina me acaricia la oreja con la nariz.

—Los cuadros… ¿Dónde los pondrías? —Me muerde el lóbulo de la oreja y la sensación me llega hasta la entrepierna.

—En la cocina —respondo.

—Mmm. Buena idea, señora Mills.

Miro el precio. Cinco mil euros cada uno. ¡Madre mía!

—¡Son carísimos! —exclamo.

—¿Y qué? —Vuelve a acariciarme—. Acostúmbrate, Emma. —Me suelta y se acerca al mostrador, donde una mujer joven vestida completamente de blanco la mira con la boca abierta. Estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero prefiero centrar mi atención en los cuadros. Cinco mil euros, vaya… Acabamos de terminar de comer y nos estamos relajando con el café en el Hotel Le Saint Paul. La vista de la campiña circundante es magnífica. Viñas y campos de girasoles forman un mosaico en la llanura salpicado aquí y allá por bonitas granjas francesas. Hace un día precioso, así que desde donde estamos se puede ver hasta el mar, que brilla en el horizonte. Regina interrumpe mis pensamientos.

—Me has preguntado por qué te trenzo el pelo —dice. Su tono me alarma. Parece… culpable

—Sí. —Oh, mierda.

—La puta adicta al crack me dejaba jugar con su pelo, creo. Pero no sé si es un recuerdo o un sueño.

Oh, su madre biológica. Me mira, pero su expresión es impenetrable. El corazón se me queda atravesado en la garganta. ¿Qué puedo decir cuando me cuenta cosas como esa?

—Me gusta que juegues con mi pelo —digo con tono vacilante.

Ella me mira insegura.

—¿Ah, sí?

—Sí. —Es verdad. Le cojo la mano—. Creo que querías a tu madre biológica, Regina.

Ella abre mucho los ojos y se me queda mirando impasible, sin decir nada.

Maldita sea, ¿me he pasado? Di algo, Cincuenta, por favor… Pero sigue tozudamente callada, mirándome con esos ojos marrones insondables mientras el silencio se cierne sobre nosotras. Parece perdida.

Mira mi mano agarrando la suya y frunce el ceño.

—Di algo —le pido en un susurro porque no puedo soportar el silencio ni un segundo más.

Niega con la cabeza y suspira.

—Vámonos. —Me suelta la mano y se pone de pie con expresión hosca. ¿Me he pasado de la raya? No tengo ni idea. Se me cae el alma a los pies y no sé si decir algo más o dejarlo estar. Me decido por esto último y le sigo hacia la salida del restaurante obedientemente.

En una de las preciosas callejuelas estrechas me coge la mano.

—¿Adónde quieres ir?

¡Oh, habla! Y no está furiosa conmigo… Gracias a Dios. Suspiro aliviada y me encojo de hombros.

—Me alegro de que todavía me hables.

—Ya sabes que no me gusta hablar de toda esa mierda. Es pasado. Se acabó —responde en voz baja.

No, Regina, no se acabó. Ese pensamiento me pone triste y por primera vez me pregunto si acabará alguna vez. Siempre será Cincuenta Sombras… Mi Cincuenta Sombras. ¿Quiero que cambie? No, la verdad es que no. Solo quiero que se sienta querida. La miro a hurtadillas y admiro su belleza cautivadora… Y es mía. No solo estoy encandilada por el atractivo de su preciosa cara y de su cuerpo; es lo que hay debajo de la perfección, su alma frágil y herida, lo que me atrae, lo que me acerca a ella.

Me mira de esa forma medio divertida medio precavida y absolutamente sexy y me rodea los hombros con el brazo. Después caminamos entre los turistas hacia el lugar donde Philippe/Gaston ha aparcado el espacioso Mercedes. Vuelvo a meter la mano en el bolsillo de atrás de los pantalones cortos de Regina, encantada de que no esté enfadada. ¿Qué niña de cuatro años no quiere a su madre, por muy mala madre que sea? Suspiro profundamente y la abrazo más fuerte. Sé que detrás de nosotros va el equipo de seguridad y me pregunto distraídamente si habrán comido.

Regina se para delante de una pequeña joyería y mira el escaparate y después a mí. Me coge la mano libre y me pasa el pulgar por la marca roja de las esposas, que ya está desapareciendo, y la mira fijamente.

—No me duele —le aseguro. Se retuerce para que saque la otra mano de su bolsillo, me coge también esa mano y la gira para examinarme la muñeca. El reloj Omega de platino que me regaló en el desayuno de nuestra primera mañana en Londres oculta la marca. La inscripción todavía me emociona.

Emma

Tú eres mi «más»

Mi amor, mi vida

Regina

A pesar de todo, de todas sus sombras, mi esposa es una romántica. Observo las leves marcas de mis muñecas. Pero también puede ser un poco salvaje a veces. Me suelta la mano izquierda y me coge la barbilla con los dedos para levantármela y analizar mi expresión con ojos preocupados.

—No me duelen —repito.

Se lleva mi mano a los labios y me da un suave beso de disculpa en la parte interna de la muñeca.

—Ven —dice, y entramos en la tienda.

—Póntela. —Regina tiene abierta la pulsera de platino que acaba de comprar. Es exquisita, muy bellamente trabajada, con una filigrana con forma de flores abstractas con pequeños diamantes en el centro. Me la pone en la muñeca. Es ancha y dura y oculta la marca roja. Y le ha costado treinta mil euros, creo, aunque no he conseguido seguir la conversación en francés con la dependienta. Nunca he llevado nada tan caro—. Así está mejor —murmura.

—¿Mejor? —susurro mirándola a los ojos marrones, consciente de que la dependienta delgada como un palo nos mira celosa y con cara de desaprobación.

—Ya sabes por qué lo digo —me explica Regina insegura.

—No necesito esto. —Sacudo la muñeca y la pulsera se mueve. Un rayo de la luz de la tarde que entra por el escaparate de la joyería se refleja en los diamantes, que despiden brillantes arcoíris y llenan de color las paredes de la tienda..

—Yo sí —dice con total sinceridad.

¿Por qué? ¿Por qué necesita esto? ¿Acaso se siente culpable? ¿Por qué? ¿Por las marcas? ¿Por su madre biológica? ¿Por no contármelo? Oh, Cincuenta…

—No, Regina, tú tampoco lo necesitas. Ya me has dado tantas cosas… Esta luna de miel tan mágica: Londres, París, la Costa Azul… Y a ti. Soy una chica con mucha suerte —le digo en un susurro y sus ojos se llenan de ternura.

—No, Emma. Yo soy la afortunada.

—Gracias. —Me acerco más a ella, le rodeo el cuello con los brazos y le doy un beso, no por regalarme la pulsera, sino por ser mía.

De vuelta, en el coche está muy callada y mira por la ventanilla a los campos de girasoles que siguen al sol en su recorrido por el cielo, disfrutando de su calor. Uno de los gemelos (creo que es Gaston) conduce y Taylor está sentado delante a su lado.

Regina está rumiando algo. Le cojo la mano y se la aprieto un poco. Me mira y me suelta la mano para acariciarme la rodilla. Llevo una falda corta con vuelo azul y blanca y una camiseta ajustada sin mangas también azul. Regina se queda dudando y no sé si su mano va a subir por mi muslo o bajar por la pantorrilla. Me pongo tensa por la anticipación que me provoca el suave contacto de sus dedos y aguanto la respiración. ¿Qué va a hacer? Escoge ir hacia abajo y de repente me agarra el tobillo y se pone mi pie en el regazo. Giro sobre mi trasero para quedar de cara a ella en el asiento de atrás del coche.

—Quiero el otro también.

Miro nerviosamente a Taylor y a Gaston, que mantiene los ojos fijos en la carretera que tenemos por delante, y pongo el otro pie en su regazo. Con la mirada tranquila extiende la mano y pulsa un botón que hay en su puerta. Delante de nosotros sale de un panel una pantalla ligeramente tintada y empieza a cerrarse. Diez segundos después estamos solas. Uau… Ahora entiendo por qué la parte de atrás de este coche es tan amplia.

—Quiero verte los tobillos —me explica Regina. Su mirada transmite ansiedad. ¿Las marcas de las esposas? Oh, pensé que ya habíamos hablado suficiente de eso. Si tengo marcas, quedan ocultas por las tiras de las sandalias. No recuerdo haber visto ninguna esta mañana. Me acaricia suavemente con el pulgar el empeine del pie derecho y eso hace que me retuerza un poco. Una sonrisa juguetea en sus labios mientras me suelta diestramente las tiras. Su sonrisa desaparece cuando se encuentra con las marcas rojas.

—No me duelen —le repito.

Me mira con expresión triste y la boca convertida en una fina línea. Asiente como si aceptara mi palabra y yo sacudo el pie para librarme de la sandalia, que cae al suelo. Pero sé que ya la he perdido. Está distraída, rumiando algo, me acaricia el pie mecánicamente mientras mira por la ventanilla del coche.

—Oye, ¿qué esperabas? —le pregunto con dulzura.

Me mira y se encoge de hombros.

—No esperaba sentirme como me siento cuando veo esas marcas —me responde.

Oh… Reticente en un momento y comunicativa al siguiente. Cincuenta… ¿Cómo voy a ser capaz de seguirla?

—¿Y cómo te sientes?

Me mira con los ojos sombríos.

—Incómoda —dice en voz baja.

¡Oh, no! Me desabrocho el cinturón de seguridad y me acerco a ella sin bajar los pies de su regazo. Quiero sentarme ahí y abrazarla, y lo haría si solo estuviera Taylor en el asiento de delante. Pero saber que Gaston también está ahí me frena a pesar del cristal tintado. Si fuera un poco más oscuro… Le agarro las manos.

—Lo que no me gusta son los chupetones —le digo en un susurro—. Lo demás… lo que hiciste… —bajo la voz todavía más— con las esposas, eso me gustó. Bueno, algo más que gustarme. Fue alucinante. Puedes volver a hacérmelo cuando quieras.

Se revuelve en su asiento.

—¿Alucinante?

La diosa que llevo dentro levanta la vista de su libro de Jackie Collins, sorprendida.

—Sí —le digo sonriendo. Su paquete está justo debajo de mis pies y noto que empieza a ponerse duro. Flexiono los dedos del pie y veo más que oigo su repentina inhalación y cómo se separan sus labios.

—Debería ponerse el cinturón, señora Mills. —Su voz suena ronca y yo repito la flexión de mis dedos. Vuelve a inhalar y los ojos se le van oscureciendo a la vez que me agarra el tobillo a modo de advertencia. ¿Quiere que pare? ¿O que continúe? Se queda quieta bruscamente, frunce el ceño y saca del bolsillo la BlackBerry que va con ella a todas partes para atender una llamada. Mira el reloj y frunce el ceño un poco más.

—Barney —contesta.

Mierda. El trabajo nos vuelve a interrumpir. Trato de retirar el pie, pero ella me agarra el tobillo con más fuerza para evitarlo.

—¿En la sala del servidor? —dice incrédula—. ¿Se activó el sistema de supresión de incendios?

¡Un incendio! Intento apartar de nuevo los pies de su regazo y esta vez me lo permite. Me siento correctamente, me abrocho el cinturón y jugueteo nerviosa con la pulsera de treinta mil euros. Regina vuelve a apretar el botón de la puerta y el cristal tintado baja.

—¿Hay alguien herido? ¿Daños? Ya veo… ¿Cuándo? —Consulta otra vez su reloj y después se pasa los dedos por el pelo—. No. Ni los bomberos ni la policía. Todavía no, al menos.

¿Un incendio? ¿En la oficina de Regina? La miro con la boca abierta, mi mente a mil por hora. Taylor se gira para poder oír la conversación.

—¿Eso ha hecho? Bien… Vale. Quiero un informe detallado de daños. Y una lista de todos los que hayan entrado en los últimos cinco días, incluyendo el personal de limpieza… Localiza a Andrea y que me llame… Sí, parece que el argón ha sido eficaz. Vale su peso en oro…

¿Informe de daños? ¿Argón? Me suena lejanamente de alguna clase de química… Creo que es un elemento de la tabla periódica.

—Ya me doy cuenta de que es pronto… Infórmame por correo electrónico dentro de dos horas… No, necesito saberlo. Gracias por llamar. —Regina cuelga e inmediatamente marca otro número en la BlackBerry.

—Welch… Bien… ¿Cuándo? —Regina vuelve a mirar el reloj—. Una hora… sí… Veinticuatro horas, siete días en el almacenamiento de datos externo… Bien. —Cuelga.

—Philippe, necesito estar a bordo en una hora.

—Sí, monsieur.

Mierda, es Philippe, no Gaston. El coche acelera. Regina me mira con una expresión inescrutable.

—¿Hay alguien herido? —le pregunto.

Regina niega con la cabeza.

—Muy pocos daños. —Estira el brazo, me coge la mano y me la aprieta tranquilizadora—. No te preocupes por eso. Mi equipo se está ocupando de ello. —Y ahí está las presidenta al mando, ejerciendo el control, sin ponerse nerviosa.

—¿Dónde ha sido el incendio?

—En la sala del servidor.

—¿En las oficinas de Mills Enterprises?

—Sí.

Me está dando respuestas telegráficas, así que me doy cuenta de que no quiere hablar de ello.

—¿Por qué ha habido tan pocos daños?

—La sala del servidor tiene un sistema de supresión de incendios muy sofisticado.

Claro…

—Emma, por favor… no te preocupes.

—No estoy preocupada —miento.

—No estamos seguros de que haya sido provocado —me dice afrontando directamente la razón de mi ansiedad.

Me llevo la mano a la garganta por el miedo. Primero lo de Charlie Tango y ahora esto…

¿Qué será lo siguiente?