Bennett se puso en cuclillas, a punto de llorar.

—¡Oye, oye, Bennett! ¡Será mejor que le digas a ese señor de los juguetes que me traiga palomas de peluche!

—¿Señor de los juguetes?

—¡Ese alto, pelirrojo! Dijo que de seguro ibas a llegar corriendo, que lo buscaras en el Juramento del Cabo.

—¿El Cabo del Juramento?

—¡Me entendiste! Dile que me traiga palomas. Si no me las traen nunca jamás les volveré a hablar.

Bennett se irguió, agradeció a Timmie y tomó aire. Entonces comenzó a correr de nuevo, siguiendo el camino más corto que conocía rumbo al Cabo del Juramento: a campo traviesa. Esperaba no encontrarse con hilichurls agresivos o con fatuis que quisieran secuestrarlo.

Sin embargo, a pesar de que siempre solía toparse con uno o dos obstáculos que lo detenían durante horas, sin comer y sin dormir, esta vez el camino hacia el Cabo fue constante y sin mayores interrupciones que algún slime o un grupo de hilichurls que comenzaban a dispararle flechas, gritando.

El Valle Dadaupa fue la parte más complicada. El lugar estaba infestado de hilichurls y Bennett se habría llevado toda la tarde yendo por la parte del Cementerio de Espadas, así que tuvo que dar un rodeo, escalar unas lomas y correr sin mirar atrás. Sabía que un mago del abismo lo estaba persiguiendo, pero estaba convencido de que si no se detenía nadie lo atacaría.

Por fin, después de dos horas de camino, una fractura de dedo, una caída de tres metros y una embestida de jabalí, Bennett llegó al risco del Cabo del Juramento y corrió hacia la orilla, desplegando su planeador. Miró hacia la orilla debajo del Cabo, atento, hasta que encontró un minúsculo bote en el que Tartaglia ya se estaba subiendo.

—¡Tartaglia! —lo llamó, desesperado. Si arrancaba el bote y se alejaba mucho de la orilla, Bennett jamás podría alcanzarlo.

El hombre miró hacia arriba y ubicó a Bennett. Sangraba e iba sucio, pero estaba entero. Tartaglia se acercó con rapidez al lugar en donde Bennett caería y abrió los brazos hacia el cielo, sonriente.

El muchacho no se portó cohibido como el día anterior. Cuando estuvo a tres metros del suelo cerró su planeador por accidente, se fue encima de Tartaglia y cayó sobre él.

—¡Perdón! ¡Lo siento mucho! ¡Es porque mi planeador es viejo y a veces se atasca y entonces pierdo el control y…!

Tartaglia comenzó a reír, divertido.

Un rayo impactó cerca de ellos, interrumpiendo la reunión. Ambos miraron hacia arriba: era el mago del abismo que venía persiguiendo a Bennett desde Dadaupa. El muchacho ya se imaginaba escuchar a Tartaglia insultarlo o echarlo de la expedición por llevar enemigos a cuestas en lugar de derrotarlos.

Se sintió tenso y frustrado por un momento, hasta que Tartaglia se levantó de golpe y sacó el arco con una sonrisa enorme.

—Justo lo que esperaba: una despedida a la altura.

Se mojó los labios y comenzó a disparar ataques hydro con seguridad. El escudo del mago iba mermando poco a poco. Pero Bennett no se quedó atrás: soltó su equipaje un momento, invocó su espada y comenzó a hacer ataques contra el mago. Cuando su escudo se rompió, Bennett dibujó en el suelo un símbolo circular de golpe. Tartaglia sintió cómo su cansancio y sus heridas desaparecían de golpe y su poder aumentaba a una velocidad alarmante. Entonces disparó una flecha expansiva hacia el mago, que se desintegró en el acto.

Tartaglia se quedó boquiabierto por unos segundos.

—¿Estás bien? ¿No te has quemado? Siempre fallo con ese ataque. No te quemaste, ¿verdad?

—¡Eres genial, camarada! —lo alabó Tartaglia, exultante—. Te lo digo en serio: no podría haber pedido un mejor compañero de aventuras.

Bennett sintió una calidez recorrerle el cuerpo. Jamás le habían dicho algo parecido. Agradeció a Tartaglia con una sonrisa sincera y llena de un naciente afecto.

Entre pláticas y risas, los dos se pusieron a buscar materiales entre las cenizas del mago. Cuando tuvieron lo que querían, terminaron de cargar el bote, se metieron en la cabina y estuvieron a punto de arrancar cuando una tormenta eléctrica les sobrevino de repente y una banda de hilichurls apareció de la nada.

Bennett sonrió con timidez.

—Todavía no es muy tarde para abandonarme —sugirió.

—¿Y perderme de la diversión de estar contigo? Ni loco.

Tartaglia saltó del bote y comenzó a disparar a diestra y siniestra, eufórico. Ni siquiera le pedía a Bennett que lo ayudara. El muchacho se daba cuenta de que podía solo. Sin embargo, por una cuestión de lealtad, agradecimiento o compañerismo, Bennett salió del bote tres veces más para ayudar a Tartaglia antes de que pudieran despegar de verdad con el más azul de los cielos, que apareció también de repente.