Voldemort, uno de los magos tenebrosos más poderosos de todo el mundo, ahora se sentaba en una gran silla, parecida a un trono, rodeado de sus seguidores en la mansión Malfoy, propiedad de uno de sus mortífagos.

Lucius tenía un hijo, Draco Malfoy, el mortífago más joven hasta el momento, que moría de miedo por dentro, pero hacia su mejor intento para no proyectar su temor, teniendo un semblante serio mal disimulado. En sus ojos se expresaba el deseo de huir para no ser asesinado a manos del Señor Tenebroso.

Draco no sabía porqué había accedido a tener la marca tenebrosa, no compartía la idea que todos los presentes tenían; antes, cuando era niño, quizás lo hacía, cuando se dejaba influenciar por sus padres, aunque, para ser sinceros, todavía la palabra de sus padres era fundamental para él, por ellos, especialmente por su progenitor había tomado la pésima decisión de estar en las filas de Voldemort.

En este tiempo, donde solo yacía en su cama, aprisionado en cuatro paredes, se puso a reflexionar su infancia, adolescencia hasta llegar al día de hoy, todas las cosas crueles que dijo e hizo. Ahora se daba cuenta de su error.

El miedo lo consumía de a poco, deseando que Potter y sus amigos estuvieran bien y que pudieran salvar al mundo mágico y con eso, dejarlo libre a él.

Era una estúpida fantasía, si es que Potter derrotaba al Señor Oscuro, Draco todavía estaría condenado, tendría que ser transferido a Azkaban por su papel entre las filas de los mortífagos, pero al menos tenía la esperanza, de que tuviera un final feliz. Lo que sabía con certeza, es que Potter debía ganar, así el mundo no sería esclavizado, como lo sería al mandato de Voldemort.

Se daba cuenta que sus creencias eran antiguas, tanto, que la gente las había modificado, pero, al ser perteneciente de los veintiocho sagrados, sus ideales seguían siendo de la edad de piedra.

Intimidaba a gente por su estátus económico y su pureza de sangre, que ahora no valía para nada. Una hija de muggles era la mejor estudiante de su colegio, los Weasley seguían siendo pobres, pero tenían una gran familia.

Había cosas que el dinero no podía comprar. Claro que tener miles de galeones en su bobeda le daba una gran felicidad cuando era un infate, comprandose miles de juguetes, golosinas y lo más nuevo en artefactos mágicos.

Pero ahora, todo eso no tenía valor.


Potter estaba en la mansión Malfoy.

Aunque con una cara desfigurada, pero era él, sin duda alguna.

Draco había sido llamado para asegurar la identidad del hombre. Todos esperaban que fuera Potter y así poder llamar a su amo para que lo asesinara.

Draco sabía que no podía revelar la verdad de quien estaba delante suyo. Aunque estuviera amenzado de muerte.

—No lo es —mintió.

—¿Estás seguro? —interrogó Bellatrix Lestrange.

—Sí —aseguró Draco intentando parecer tranquilo.

—¿Cómo lo sabes? —volvió a preguntar la mujer mostrando una actitud fastidiada.

—Sus ojos, los de Potter son verde y estos son azules.

—Puede ser por la luz —intervino Lucius.

—La tonalidad de los orbes de Potter no cambian con la luz. Siguen siendo como dos esmeraldas. Y estos no están ni cerca de parecerlo.

—En ese caso, lleven a estos dos —señaló a Potter y Weasley — al calabozo, pero dejen a la sangre sucia conmigo.

Su tía sonrió de manera macabra, nada bueno estaba por pasar.

—Quedate aquí, Draco —dijo su madre.

Genial, ahora debía de ver a una de sus compañeras ser tortutada.

Apartó la vista, pero no había cambio, escuchaba los gritos desgarradores de Granger. Sentía impotencia, quería intervenir, pero tenía miedo.

Después de un tiempo todo se volvió confuso.

Llegaron Potter y Weasley para salvar a Granger, llegó Dobby, un elfo que antes servía en su familia, antes de ser liberado.

Bellatrix lanzó una daga a su dirección, debía actuar. Y lo hizo.

Draco corrió lo más rápido que pudo para bloquear la filosa arma, que se incrustó en su brazo izquierdo.

El rubio soltó un grito de dolor, y sacó el puñal de su piel, dejando a la vista una herida que dejaba correr su sangre libremente.

Dobby, Granger, Weasley y Potter habían desaparecido, estaban a salvo.

Después de eso, fue torturado por la maldición cruciatus, cortesía de su tía por dejar huir a sus prisioneros.

No se arrepentía, había hecho lo correcto por primera vez.


Potter ganó.

Derrotó a Voldemort.

Eran libres.

Draco y sus padres revelaron nombres de algunos mortífagos y donaron una gran suma de dinero al Ministerio para no ser condenados a la prisión de Azkaban.

La gente miraba mal a esa familia, ya no era respetada, aunque conservaban gran parte de su fortuna, lo que les permitiría vivir decentemente algunos años.

Nadie quería tener algo que ver con los ex-mortifagos, por lo que el negocio de Lucius y Narcissa se iba a bajo, por lo que Draco no podría heredarlo para convertirlo en su profesión y se dedicó un año sabático para sí mismo, cambiando radicalmente para bien y había descubierto su pasión por el arte.

Pasaba horas pintando sobre lienzos. Con énfasis en unos ojos verde esmeralda.

Y era feliz, o algo parecido.

Frecuentaba a sus amigos cada sábado en algun bar.

Habían pasado cinco años después de la guerra, ahora tenía veintidos años y no se había topado con el niño-que-vivió-y-venció y sus amigos, claro, hasta el día de hoy.