Noveno acto: Tiempo limitado.
De forma impulsiva, casi infantil, Sakura adelantó unos pasos al emperador, que veía como la chica se perdía hasta la cintura en el alto follaje de aquel campo, ante un sol potente y el aroma a hierba y flores. Como un bálsamo, el estar entre esos enormes campos curó momentáneamente las heridas que los eventos de los últimos días le habían provocado. Reía por la sensación de que era nuevamente pequeña, que era libre y feliz como en tiempos menos complicados.
Adalius la miró sin saber que hacer realmente. Una parte lo llevaba a contemplarla a la distancia, en su belleza y realización personal, ajena a él, en un mundo completamente introspectivo y personal. La otra parte, un poco más envidiosa, lo hacía pretender ser parte de aquella idílica felicidad juvenil, ante la duda sobre qué había nutrido los recuerdos más atesorados de ella, e irremediablemente la proyectaba a su propia niñez y juventud, cuando él y Aria jugaban a ser adultos, cuando había un futuro para ellos, antes de que ese futuro se convirtiera en un tortuoso pasado.
Él pudo ver en ella la esperanza para sí mismo, un sentimiento que era tan avasallante, que no podía ignorarlo. Él ni siquiera lo sabía, pero necesitaba ser salvado. Necesitaba que ella le regresara la humanidad que su historia personal le había arrebatado, y sabía que esa salvación sólo podía llegar por ella, en el hecho de que él la había ultrajado, la había rebajado a su nivel, que le había quitado todo con sus acciones… y a pesar de eso… el alma de ella se mantenía destellante y pura, capaz de volver a sentir felicidad.
Xiao-Lang se había rezagado, al ir más lentamente que ellos, e inconscientemente repitió un ritual de su niñez que ni él sabía que tenía. Extendió una de sus manos para que tocaran con suavidad los pétalos de las flores entre las que avanzaba, lo que trajo a través de su memoria corporal las sensaciones y los recuerdos de saber que, terminada esa caminata, se encontraría a Sakura al centro del prado.
Pudo ver a través de la rendija del casco a Sakura, en el sueño que ansiaba como nada más en el mundo cumplir.
Y todo dio un giro tan trágico como invisible a los ojos de cualquiera. Sakura estiró las manos, pero no hacia él. El día seguía siendo claro y el ambiente en general era maravilloso… pero el mundo se volvió gris, frío y hostil cuando las manos de Adalius se encontraron con las de Sakura, en aquel lugar que creyó que era sólo para él.
El emperador estaba profanando el que era el sitio más íntimo de los dos, y lo estaba reclamando como suyo, y lo que era peor… era la misma Sakura quien lo estaba invitando. Una hiel dolorosa atravesó el esófago de Xiao-Lang al recordar que ese vínculo estaba roto, que no había más reparación… que su adorada flor no era más de él… y que él mismo había renunciado a ser siquiera digno de reclamarle por su actuar. Ella estaba cumpliendo su rol a cabalidad… y aunque era doloroso pensarlo, se volvía plausible un escenario en el cual ella simplemente se dejara llevar por las intenciones de Schmidt y se convirtiera en la soberana del mundo… después de todo, ¿quién podría reprocharle por hacerlo? Ella era la que más se había sacrificado, eso le daba la autoridad para elegir su propio camino.
Con ese pensamiento, lloró dentro de su yelmo, en un mundo indiferente a su dolor, mientras observaba al amor de su vida otorgar su ternura a un ladrón. Entendió esa vez por completo su rol.
Seguiría adelante, por el camino que ella escribiera para ambos. Libre.
Sin dejar de ofrecer su enorme sonrisa y usual coquetería a los soldados y dignatarios del palacio, Amaya, completamente en su papel, recorría los pasillos, aludiendo a que buscaba tener todo listo para cuando su señora regresara del paseo con el emperador.
Las últimas charlas que había tenido con sus más allegados habían sido desgarradoras por decir lo menos: su único aliado real era Xiao-Lang, pero Tomoyo la detestaba, y Sakura la castigaba de la peor manera justamente al no odiarla. La parte más profunda de su corazón, la que creía en los finales felices, era la que clamaba por una reconciliación, la que suplicaba que la muerte de Schmidt llegara cuanto antes, para finalmente arreglarlo todo y que las cosas volvieran a ser como antes.
Y entonces, la abordaba la duda: ¿realmente podrían ser las cosas como antes? ¿De verdad los esperaba una vuelta a la vida tranquila y feliz que tuvieron antes de que ese extranjero miserable llegara a echarlo todo a perder? ¿Podría ella recuperar a esas personas que tanto amaba y devolverles lo que tenían?
Ver la entrada de los aposentos de Schmidt la regresó a la tierra de un golpe. Ese era uno de sus destinos según el elaborado plan que Tomoyo le había ordenado seguir. Había un par de samuráis, pero eran el obstáculo más pequeño: bastaría con alguna sonrisa sutil para que se distrajeran con sus encantos naturales, y sin que se dieran cuenta, ella pusiera los sellos que Tomoyo le había dado, una vez colocados, serían invisibles a ojos humanos, e indetectables aún para los sentidos del emperador.
"Los ofudas que vas a poner son pequeños bloqueos para fuerzas mágicas específicas. Si Sakura distrae suficiente a Adalius, podré focalizar el bloqueo en él de forma tan discreta que cuando lo note será tarde… no será una garantía de que estará indefenso, es del hechicero más poderoso de nuestra época del que hablamos, pero nos dará una ventaja estratégica que podría significar nuestra victoria sobre él".
Esas habían sido las palabras de la hechicera de la larga melena negra, y Amaya se encargaría de colocar esos ofudas en los lugares que con mayor frecuencia visitara el monarca. Se había encargado sólo esa mañana de poner varios con éxito.
Terminada su faena, y luego de despedirse con un guiño de los ilusionados soldados, caminó hasta uno de los balcones del palacio, desde donde los prados eran visibles. Schmidt, Sakura y su escolta volvían al palacio. La convivencia entre el rubio y la joven consorte era tan amena, que Amaya sintió arcadas. Li venía unos pasos detrás de ellos, oculto bajo la frialdad de su armadura, y un escalofrío la recorrió. Sabía que tendría que fingir una escena con él de un momento a otro, y la idea la aterraba, y con razón. Toda aquella vomitiva pantomima, tarde o temprano haría responder por sus actos a los involucrados, sin importar lo justa de su causa.
La caída de la noche llegó en aparente calma. Amaya concluyó el servicio en los aposentos de Sakura, pero no pudo evitar notar que su prima no se presentó para dormir, y eso sólo podía significar una cosa.
Suspiró al asumir que sólo había una última actividad por ejecutar en el castillo esa noche.
Fingiendo lo mejor que pudo, caminó con naturalidad hasta la habitación de Einn. pasó a través de la puerta, y por un momento pensó que estaba sola.
—¿Por qué así, Amaya?
La voz de Li sonó fría, tanto que ella recordó por un momento al niño que conocería allá en el pasado.
—Tenía que volver a equilibrarlo todo. No espero que comprendas ahora mismo el tamaño del sacrificio que…
—Que me estás obligando a hacer… ¿cómo puedes…?
—¡Por favor, déjalo ya! —se desesperó la kunoichi—. ¡El mundo es como es! ¡Ninguno de nosotros quiso que ese malnacido entrara en nuestras vidas y las destruyera! Sin seguir mi plan, sólo hubieras continuado poniendo esa cara de desprecio que ese casco apenas si puede ocultar, en cualquier momento hubieras tratado de matar a Schmidt, habrías fracasado sin lugar a dudas, y habrías echado por la borda todo lo que Sakura ha logrado hasta hoy. ¡Ve de una vez la verdad! ¡Ella es sólo una víctima más! ¡Como todos nosotros, grandísimo tonto! —el llanto comenzó a descomponer su voz, y la hizo agradecer el haber puesto los sellos de silencio y provocar el gradual debilitamiento de Adalius—. Esto será cruel y si me odias, me da igual: ¡El mundo es más grande que tú y Sakura! ¿Sabes a cuántas personas ha asesinado este… hombre en su paso por el mundo? ¡Claro que lo sabes…! Porque estoy quizás ante el último Li, ¿no es así? ¡Deja de ver sólo lo que tienes delante de ti y piensa en las millones de personas, hoy y en el futuro que dependerán de lo que estamos haciendo! ¡Piensa en lo que habrías sacrificado si hubiera estado en tus manos el salvar a tu familia!
—¡¿Cómo te atreves?! —Xiao-Lang tomó su espada, y de un único movimiento, aprisionó a Amaya contra el muro, tocando apenas su cuello con la hoja.
—¿Lo ves…? —preguntó ella, dueña nuevamente de la conversación, mientras bajaba la voz—. A esto me refiero justamente. Mientras tú pensaras que tenías algún tipo de derecho sobre Sakura, esto pudo haber pasado en cualquier momento.
Derrotado, el guardián dejó caer la espada. Fue hasta su futón y se hizo un ovillo, ocultando tanto como pudo sus lágrimas.
—Márchate, por favor… —suplicó.
—Lo haré. Pero te lo ruego: ayuda a Sakura a cumplir su misión… cumpliendo la tuya.
La chica caminó hacia la ventana, su usual modo de escape.
—Amaya…
—¿Sí…?
—Cuando todo esto termine, voy a matarte.
—Lo sé. Te informo de una vez que no la tendrás fácil.
El tiempo comenzó a hacer su trabajo. A pesar de la tensión en la atmósfera de los conocedores del plan, lo cierto era que la desafortunada noche del rompimiento de Sakura con Xiao-Lang había sentado un precedente, y la ejecución de roles se había facilitado bastante.
Ausente de sí mismo, Einn mantenía su papel y más que nunca hizo la pantomima del guardián de fidelidad inquebrantable, aunque en sus comunicaciones había solicitado que hubiera al menos un intento de ataque, pues demasiada calma sería sospechosa, en especial para una persona tan intuitiva y poderosa como Schmidt.
El trato entre el lobo y Amaya había recuperado cierta normalidad, a pesar de todo lo ocurrido, seguían siendo amigos de la infancia, y al tener un objetivo común, era cuestión de tiempo para recuperar una muy natural cordialidad mientras compartían información, en el tiempo que seguían fingiendo un tórrido romance.
No era lo único que había cambiado para ese momento en cuanto a relaciones de la kunoichi: Tomoyo y ella parecían más un par de desconocidas, y su trato había pasado a algo casi enteramente profesional. Eran sólo dos conspiradoras, más que mujeres de la misma sangre, que en cualquier momento habrían dado la vida la una por la otra.
Sakura, en su propia trinchera, estaba prácticamente integrada al día a día del emperador. Había memorizado sus rutinas, y que pasara la noche con él iba haciéndose más frecuente cada vez. Esta actividad no había pasado desapercibida para el séquito, la cohorte e incluso el harén del gobernante.
Se convirtió en un verdadero evento cuando, un par de meses después de conocer a Sakura, Adalius comenzó a liberar a sus concubinas, teniendo además el cuidado, influido, desde luego, por Sakura, de concederles la libertad en Japón, e incluso procurar la vuelta a sus naciones. Sin proponérselo, la doncella estaba no sólo captando casi en totalidad la atención de Schmidt, sino que lo estaba haciendo un mejor hombre. Quizás el estigma de sus crímenes nunca desaparecería, pero el gobernante parecía interesado de forma legítima en convertirse en un buen líder, para variar.
El poder indiscutible del amor.
Y había una particularidad más en ese ambiente: la convivencia entre Sakura y Amaya. La segunda, en virtud a su trato con los otros dos integrantes de ese cuadro, era cerrado, casi defensivo con Sakura, sin embargo, aquella joven mujer no había hecho más que darle la bienvenida a su habitación, su trato se había recompuesto con el pasar de los días, de tal suerte que la única de las dos que tenía algún tipo de reproche por todo lo ocurrido, era Amaya misma, y el cargar con sus pecados, en esa dinámica, era mucho más soportable.
—Sé porqué es que los dioses te han elegido a ti, Ku-Chi —lanzó una mañana Sakura, mientras que Amaya la asistía en la tina de baño.
—Ya lo creo, mi señora. Seguramente es porque me odian —respondió la ninja, con una risa sardónica. mientras vertía el agua aromática sobre la piel de su señora.
—No lo veo así. Creo que todo mundo se vuelve juez cuando se trata de señalar las faltas de las personas, pero no son capaces de ver las motivaciones detrás de esos actos.
La mujer se puso de pie, salió de la tina y dejó que Amaya la ayudara a secarse con un suave paño de lino, aunque las palabras recién escuchadas la tenían en duda.
—¿Qué significa lo que me acaba de decir, mi señora?
Sakura no respondió de inmediato, en su lugar, le dedicó una mirada luminosa y condescendiente, pacificadora, aquella que desde su niñez no había cambiado, y que aún a pesar de Schmidt, seguía existiendo. Quizás eso era lo que lo estaba cambiando al final.
El kimono fue portado con pulcritud, el cabello arreglado, y el sutil maquillaje dispuesto como era menester. Lucía radiante, única, como una estrella.
—Todo el mundo piensa que todo este drama es sobre mí, o sobre Xiao-Lang… pero…
Sakura no pudo terminar su discurso. La puerta corrediza se abrió, aunque no de forma intempestiva o violenta, pero ciertamente sorpresiva.
Einn entró ceremoniosamente, y cedió el paso a un grupo de invitados, la comitiva estaba compuesta por un par de personas inesperadas: la casamentera, y el señor Fujitaka, y al frente de ellos, por supuesto, Adalius.
Amaya de inmediato cayó sobre sus rodillas y bajó el rostro al suelo, mientras que Sakura hacía una caravana.
—¡Adalius! —exclamó la concubina, animada—. Si tan sólo me hubieras avisado que me visitarías, habría pensado en un mejor atavío.
—Oh, querida, eso no tendría importancia, podrías vestir como campesina y seguirías pareciendo una reina —respondió él, calmo, mientras tomaba sus manos y las besaba con suavidad.
—¿Y a qué debo el honor?
El hombre guardó un misterioso silencio mientras daba un paso atrás. La casamentera se acercó. La mujer miró con satisfacción a Sakura, y luego cambió a un gesto de severidad contra Amaya. Tronó los dedos para llamar su atención, y le ordenó con un gesto que se retirara.
Luego de que la espía dejara la alcoba sin levantar la vista, se apostó a una distancia prudente de la puerta para guardar apariencias, pero agudizando su oído, más perceptivo y entrenado que el de cualquiera en el lugar. La casamentera, ya en confianza, comenzó a hablar:
—Su Santidad me ha compartido que tiene un deseo, uno que comenzó a crecer en su pecho a medida que se acostumbraba a estas tierras. Como sabes, mi niña, el emperador es un hombre en cuyos hombros recae la responsabilidad de muchas naciones, y que en algún punto, tendrá que irse de Nihon para continuar llevando la paz y la prosperidad a otras naciones. Por otro lado, el mundo hace apenas unos años, nos sorprendió a todos con la noticia de que era más grande de lo que creíamos, y un nuevo y vasto continente se nos ha revelado. Es la misión divina de mi señor el ir a esas tierras para expandir su sabiduría y llevar conocimientos a los aborígenes que allá habitan.
La mujer guardó unos segundos de silencio, en el cual, los ojos de Sakura fueron perdiendo brillo y su sonrisa fue desapareciendo lentamente.
—Pero… entonces… ¿vas a marcharte? —preguntó entristecida.
—Sí, querida —respondió el emperador, pero no estaba en su voz ese matiz de amargura que la chica pensó que manifestaría en algún momento.
—¿Y qué pasará conmigo? —Al momento de terminar esa frase, se llevó las manos a la boca, asustada, sabiendo que había sido irreverente—. Perdóname, por favor… yo no…
Adalius detuvo su disculpa, al levantarle el mentón con delicadeza.
—Tranquila… de hecho, es por eso que tu padre está aquí, quiero hacer un anuncio —se separó nuevamente, y luego de asentir a la casamentera y a Fujitaka, comenzó a relatar—: Hace muchos años perdí la esperanza de encontrar un amor auténtico, y que me inspirara a dar mi corazón sólo a una persona. Creí que mi reinado sería únicamente para mí, y que el camino del emperador sería solitario… pero ahora mi mente y mi alma están saciados, estoy completo y feliz como nunca antes, y eso… eso es gracias a ti, querida Sakura.
—¿Eso quiere decir que te quedarás conmigo? —preguntó ella, con esperanzas renovadas, pero confundida.
—No… me iré a América… pero tú vendrás conmigo. Y no serás una concubina. Serás mi esposa, no la principal, sino la única. Serás Sakura Schmidt, la emperatriz del mundo.
Sakura se quedó pasmada, con los ojos muy abiertos y claramente incapaz de cerrar la boca. Y un momento después, estalló en llanto. Se olvidó por completo de las formas y el pudor, y se lanzó a los brazos de su futuro esposo, gesto que él correspondió gustoso.
Dentro de su armadura, Li tragó pesado.
A la distancia, en el corredor, Amaya bajó el rostro, apesadumbrada. El tiempo se terminaba para ellos.
Noveno acto.
Fin.
