GRIMM REAPER
-Renacimiento-
…
Se acomodó en su asiento, disfrutando del silencio eterno.
Cerró los ojos, aliviando la intensidad que existía en su cabeza cada vez que mandaba a un alma a su destino, la presión, las imágenes de las vivencias ajenas integrándose a ella, imágenes que no deseaba ver, pero que aún no aprendía a evitarlas.
Ahora tenía fresco en su cabeza las caras de los progenitores del alma que acababa de recolectar, podía ver sus rostros, suaves, amorosos, así como logró ver el rostro de la mujer del fallecido, quien al visitarlo aún seguía vivo incluso ante la larga edad que tenía encima, más de cien años, demasiado para un humano, pero ya su cuerpo no resistía más, a pesar de que alguno de sus órganos fuese suplantado con piezas artificiales.
Esa era la forma de alargar la vida que utilizaba la humanidad.
Pero aún era insuficiente para lograr la inmortalidad.
No había herramienta perfecta para lograrlo, ni siquiera La Muerte podía escapar de la muerte.
Le dolía ver a las personas así, en tal estado, ver a cientos de humanos morir lentamente, sus vidas alargándose artificialmente, pero sus cuerpos seguían siendo nada más que piel y carne. Algunos parecían cambiar eso de sí mismos, pero si no fallaba la carne, fallaba el cerebro.
El cerebro imperfecto.
Y esas visiones de la muerte le recordaban a su antecesora. ¿Cuánto tiempo había pasado? No mucho, pero aún demasiado para su corazón dolorido, para su alma en pena.
Por suerte, cada vez las imágenes que veía de la humanidad eran menos, menos segundos, menos escenas, no como en un comienzo, estas abrumándola, tiñendo su mente. No quería ver la vida de las personas, ver los rostros a los que abandonaron en ese mundo, le recordaba a su propia vida, su propia realidad, como había sido abandonada ahí en el abismo, dejándola completamente sola con su soledad.
Además de su propio dolor egoísta, también se sentía erróneo el invadir la privacidad de las personas, los recuerdos, por muy ínfimos que fuesen.
Se cruzó de piernas, antes de mirar la guadaña empinada en su lugar. La sujetó, y a pesar de llevar tan poco tiempo usándola, era como si siempre hubiese estado ahí, en sus manos, como si hubiese nacido para tener aquella arma recolectora.
Pasó la yema de los dedos por el cráneo animal en la punta, así como la pasó por la filosa hoja, que, si bien no cortaba nada más que almas difusas, no parecían afectar el filo. Se veía intimidante, y se veía curiosa a cerca de la sensación que se sentiría si aquella arma la despojaba de su propia alma.
Pero no.
No podía hacer semejante acto, no cuando esperaba que el universo cumpliese su sueño. Como Grim Reaper debía cumplir su labor, hasta atraer a quien heredaría su puesto, y así, el ciclo continuaría.
Movió la mano frente a ella, dejando de nuevo la guadaña en su lugar usual, a la izquierda de su cuerpo. Y pasó solo un momento para ver el portal abriéndose frente a su rostro, pero no por el que solía pasar al mundo humano, se trataba de uno diferente, uno que le permitía ver más allá.
Eso hacía desde ese día.
Si, muchas personas morían en un mismo segundo, también muchas personas nacían.
En ese siglo, no morían muchas, pero tampoco nacían muchas, así que se podría decir que su trabajo era relativamente lento, sin prisas, menos de las usuales, así que el tiempo ahí se volvía aún más eterno de lo que solía ser. Así que podía darse el gusto de observar a cada una de las almas que llegaban al mundo humano, integrándose en un cuerpo humano, un recipiente nuevo y frágil.
No creyó que la reencarnación sería algo de un segundo para otro, por supuesto que no, no era una ilusa, así que debía estar atenta a cualquiera que naciera en el mundo. Tenía el poder para hacerlo, sin involucrarse, ni nada similar. Pero debía poner cada una de sus habilidades en esa misión.
No podía perdérselo.
No iba a inmiscuirse en las vidas ajenas, espiarlas, dijo que no lo haría, solo quería ver las almas que llegaban, esperando ver el alma que le interesaba, la única alma en ese mar infinito que le importaba lo suficiente para usar sus poderes. De nuevo era su egoísmo atacando, pero no podía evitarlo. Estaba ahí, eternamente en la oscuridad, esperando la muerte de alguien para recolectar su alma, lo mínimo que pedía era que alguien le quitase la soledad.
Ya no aguantaba la soledad.
No solía tener mayor expresión en su rostro, no desde que cada día era su día más solitario, así que le sorprendió inmensamente que su rostro cambiase, que su expresión se tornase sorprendida, como si su piel hubiese olvidado como expresarse.
Ahí estaba.
Lo sabía.
Imagen tras imagen, neonato tras neonato, uno tras otro, aparecían, y ese había llamado su atención.
Esos ojos.
Esos ojos plateados no podían ser de otra persona, esos eran los ojos plateados que buscaba.
No creyó que el alma que buscaba iba a meterse en un recipiente similar al anterior, pero se equivocó. Tal vez estaba esperando ese momento, estaba esperando ese bebé para poder resurgir, para reaparecer en el universo.
Procuró mirar solamente al bebé, nada más, sin el escenario, sin las personas que lo rodeaban, no era de su incumbencia, iba a ver lo menos posible, solo lo que le importaba, nada más.
Y lo sentía en su interior.
Ese recién nacido era Ruby.
Había otra muerte en la lista, otro muerto esperando, pero no se movió. Eso podía esperar, unos segundos más unos segundos menos no harían mayor diferencia. El recipiente estaba muerto, el alma seguiría ahí hasta que la recolectase, era irrelevante que la cosechara pronto.
Quería ver un poco más, un segundo más, y se dio el lujo de hacerlo.
Solo un segundo.
Sintió que los ojos plateados la miraban, como si esa ventana al mundo fuese corpórea, y se vio sonriendo. Era imposible, esos ojos no podían verla, no podía siquiera tener el mínimo atisbo de que un ser en otro plano de la realidad la observase. Pero por su propio egoísmo decidió decirse a sí misma que era así, que Ruby la veía, porque eran almas gemelas y la conexión que tenían era así de increíble, que podía superar cualquier realidad, cualquier separación entre ambas.
Iba a verla por un momento más.
Un segundo más.
…
Se acomodó la capa en sus hombros, y se vio acercando la nariz a la zona.
Ya no había olor a rosas, lo que era lamentable, así como tampoco estaba el rojo sangre en esta, al menos no en la parte visible.
Al momento de ponérsela esta cambió, se volvió blanca como ella misma, y le pareció interesante el cambio, aun así, hubiese preferido que se mantuviese tal y como era sobre los hombros de la anterior Muerte. Pero eran almas diferentes, eran seres diferentes, a pesar de sentarse en el mismo trono.
Se sentó en su lugar, respirando profundamente.
El aroma a nada de ese infinito era relajante, sobre todo cuando había estado en el mundo humano, donde el aroma se volvía más y más tóxico. Las personas lograban hacer lo que sea para protegerse, pulmones nuevos, máscaras de gas, pero para ella ese aroma era absolutamente desagradable. No lo acostumbraba. Podría decir que era incluso peor que el aroma a putrefacción y sangre propio de su cuerpo, de su trabajo, de su labor, y decir eso era decir mucho.
Un olor peor que la muerte.
Pero así se vivía, al menos en ese mundo humano, porque había demasiados mundos, demasiados planos, demasiados universos, y menos mal no tenía que encargarse de todos, y, sobre todo, se alegraba de que el alma que buscaba, que deseaba, estuviese bajo su jurisdicción.
Se vio sonriendo, agitando la mano sobre la nada, el portal de nuevo apareciendo, la ventana que la unía con la humanidad. Se cruzó de piernas y acomodó la mejilla sobre su mano, acomodándose, como si fuese a ver una película en su viejo mundo.
¿Así debió sentirse Ruby cuando la observaba desde su trono? ¿Cuándo le hacía una visita silenciosa mientras se escondía bajo las sabanas, rezando por La Muerte?
El ciclo se repetía.
Pero Ruby, a diferencia de ella, no se escondía bajo las sabanas, esta salía de ellas e iba en busca de lo que la aterrorizaba, sin mirar atrás. No rezaba a la vida, ni a la muerte, ni al universo, solo avanzaba, impulsivamente hacia su destino.
Era una niña aún, pero había crecido, y le sorprendía el paso del tiempo, a pesar de sentirse tan relativo ahí. La veía correr sin parar, sin detenerse. Llevaba una máscara de gas en su rostro, las ligas tan apretadas para que la máscara no cayese de su pequeño rostro, que dejaba una marca rojiza en su piel.
Esta corrió sin vacilar, sin miedo.
Los terrenos más altos de la tierra eran usados para crear los más altos edificios, usando hasta la más mínima porción de tierra, y los lugares cerca del nivel del mar, tenían que hacer ciudades que pudiesen soportar estar bajo el agua, uniéndose con túneles hacía otros lugares. La humanidad se las arreglaba para sobrevivir, le impresionaba.
En uno de dichos túneles veía a la pequeña Ruby, corriendo entre vehículos que avanzaban rápidamente de un lado a otro. Su cabello corto y rojizo moviéndose con cada uno de sus movimientos, aún más cuando le llegaba una ráfaga de viento provocada por los vehículos.
La veía tomarse un respiro de tanto en tanto, parecía cansada de correr y si bien la máscara le proveía de aire limpio, pero no el suficiente para malgastarlo corriendo de esa forma.
Luego de un largo rato corriendo, esta llegó a las calles tóxicas de la gran y húmeda ciudad, en la superficie, y sus ojos plateados miraron alrededor, buscando algún punto de referencia, y ahí recién volvió a correr.
La había visto crecer desde que encontró el recipiente, notado como ganaba peso, como ganaba altura, como aprendía a caminar o como decía nuevas palabras. Se perdió pocos momentos de la vida de Ruby, y si bien dijo que no sería así, que no sería una espía rompiendo en su privacidad, no pudo hacer mucho al respecto.
Llegaba al abismo y sentía la necesidad de verla de nuevo, de ver qué pasaba en su vida, de ver en quien se convertía.
Había altos y bajos, los hubo desde el comienzo, desde los siete comenzó a tener problemas en el lugar donde vivía. Había problemas de salubridad, había problemas en el mantenimiento del aire, cosa que no solía ocurrir en la ciudad, pero ahí, bajo el agua, el aire escaseaba, incluso el tóxico, o al menos algo así entendía. Y si, intentaba mantenerse fiel a su promesa de estar al margen, a aprender lo menos posible, pero si observaba a Ruby prácticamente todo el día, se iba a ir enterando de una u otra forma.
Y hoy, Ruby había huido.
Había cambiado su rumbo, había decidido dejar de sufrir en ese ambiente, y si bien debió intentar convencer a sus pares, no lo logró, no por nada estaba corriendo sola por la gran ciudad. Le sorprendió verla meterse en un antiguo local en lo más bajo de la ciudad, por una de las ventanas de la parte trasera. Tenía un plan, estaba claro. La vio mirar alrededor, escabullirse en lo que parecía ser un garaje, y buscó sin parar, hasta hallar lo que necesitaba.
Tenía una sabiduría infinita como un ser eterno, pero no investigaba lo suficiente sobre ese mundo, que cada vez avanzaba más rápido. Debió de interesarse antes, cuando Ruby estaba en el poder, pero estaba demasiado ocupada en la misma Muerte para poner mayor atención a las nuevas tecnologías.
Ruby metió unas pequeñas cajas dentro de un bolso y se lo amarró a la espalda, y así volvió a salir por la misma ventana, iniciando de nuevo una larga aventura a través de los túneles.
Esa niña era una buena persona, tenía esa alma después de todo. Era su Ruby, después de todo, y lo reafirmó aún más cuando llevó su botín hacia su hogar bajo los túneles. No sabía aun que había conseguido, pero notó como más de alguien le agradeció por su trabajo.
Había salvado a alguien.
¿Cómo? No tenía idea.
¿Por qué? Porque era Ruby.
Era la misma alma que decidió ser la Muerte porque la anterior Muerte la necesitaba, así como en vida arriesgo su integridad para ayudar, para detener a los mafiosos, para hacer del mundo un lugar mejor. Así era Ruby, y así sería por siempre.
Se vio sonriendo de nuevo, mirando a la chica, la cual se rascaba la nuca, su rostro redondeado rebozando de orgullo.
Los ojos plateados se movieron hacía ella, hacia el lugar donde la observaba, de nuevo, y ya ni siquiera le sorprendía. Había pasado un par de veces, y si bien su racionalidad le obligaba a creer que era nada más que una coincidencia, su lado más ingenuo le decía que Ruby la podía ver.
Ruby sonrió, mirándola, y sintió el corazón latir fuertemente en su pecho.
Se sintió viva de nuevo, luego de esos años siendo La Muerte.
Si, pronto se verían de nuevo.
Solo tenía que llegar el momento perfecto.
Solo tenía que llegar la muerte.
