Cuando ella pensaba en segundas oportunidades, imágenes de pruebas escritas por segunda vez venían a su mente. De otro intento para reparar una amistad, una relación, de gomas de borrar desdibujando una palabra mal escrita en grafito. Nunca se le ocurrió que una segunda oportunidad también fuera sinónimo de nueva vida.

Nunca pensó que significara un nuevo nombre.

Kobayashi Ume nació un 18 de febrero, durante la última tormenta de invierno de la generalmente cálida Konoha. Con vientos saludando contra las ventanas del hospital y susurros de millones de hojas golpeándose las unas a las otras.

Nació con mejillas hinchadas, piel rosada y dedos arrugados.

Se le fue dado el nombre de su familia: Kobayashi; pero no fue hasta días después, cuando abrió sus ojos de hermosos tonos rosas en armonía con las flores de ciruelo recién floreciendo, que tomó el nombre de Ume.

Su nombre fue celebrado por la numerosa familia entre risas y vítores, bienvenidas y obsequios. No eran especialmente ricos, pero entre familias de grandes números siempre parecía verse más de lo que realmente tenían. Sonrisas amables había por montones, ojos brillantes de alegría iluminaban más que los rayos del sol volviendo a cubrir el pueblo, risas recatadas de señoras y carcajadas retumbantes de caballeros llenaban la modesta casa de un piso en medio del sector civil de Konoha.

Era una hermosa familia, había pensado Ume, y sin embargo, el amor no duró tanto como hubiera esperado.

Ume abrió los ojos a un montón de personas mirándola. Desconocidos, extraños. No lloraba mucho, ni reía lo suficiente. Comía, bebía, dormía. Era un bebé perfectamente saludable, pero su comportamiento no dejaba de desconcertar a sus padres, acostumbrados a ver a los bebés de sus vecinos ser ruidosos y llorones.

Era un bebé hosco, y creció para ser una niña distraída, inmersa en sus pensamientos cada vez. Sus ojos siempre viendo, siguiendo huellas sin sentido que asustaba a sus padres. Ojos que los miraban pero nunca los veían, en un rostro inexpresivo y plasmado en blanco.

Ume sonreía de vez en cuando, ocasiones especiales que en lugar que hacerla ver normal como cualquier otro niño juguetón, en ella parecía desequilibrador. No eran sonrisas babosas ni desdentadas, temblorosas en la emoción infantil y mejillas tensas y enrojecidas. Las sonrisas de Ume eran plácidas, limpias, significativas. No carecían de importancia.

Ume no sonreía para hacer reír a sus familiares, ni por haber obtenido un dulce como premio de buen comportamiento, mucho menos al recibir regalos en su cumpleaños. Ume sonreía cuando algo realmente la hacía feliz, algo que de verdad la hacia sentir cálida por dentro.

Como cuando los rayos del amanecer chocaban con su rostro blanquecino, traspasaban la amplia ventana de la sala y calentaba los sillones florales. Como cuando miraba los pájaros beber agua de sus manos. O cuando su padre hizo un buen negocio y bailaba por los pasillos, iluminando la casa con sus pasos sin sentido pero divertidos de seguir. Cuando su madre chillaba extasiada al enterarse que pidieron un nuevo lote de sus kimonos confeccionados durante horas y horas de trabajo.

Ella no fingía como los niños condicionados a hacer felices al mundo. Ume era Ume, ella sonreía para sí misma. Y para Ume, la felicidad de su familia era también su propia felicidad.

Sin embargo, no eran las únicas ocasiones.

Y esas, eran las más raras y las que pusieron el punto final en la amorosa vida hogareña de Ume.

Ocurrían en momentos que se podrían pensar aleatorios. A veces eran durante los atardeceres, el medio día, después de las comidas, antes del desayuno. Cuando Ume jugaba sola en el jardín delantero persiguiendo las mariposas, o cuando descansaba de sus ruidosas tías apretando sus mejillas, haciendo nada en la banqueta debajo de la ventana de la sala de estar con el sol iluminando su rostro.

Sus ojos rosas se volvían borrosos, distantes, perdidos en un mar inexistente de lo que sea que estuviera viendo. Ume se perdía en esa inmensidad que solo ella era capaz de notar, del que solo ella tenía conocimiento. Las sonrisas se dibujaban con facilidad, pequeños movimientos de labios cerrados y ojos aún más brumosos.

De repente se sacudiría, frunciría el ceño y su mandíbula se apretaría con molestia. Su nariz se arrugaría con disgusto, o sus labios harían una mueca de desprecio, o escondería su rostro entre las rodillas con miedo.

Era en esos momentos en los que Ume se perdía en la nada, en los que más emociones mostraba, y en los que sus padres de más temores se llenaban.

Aterraba a sus padres. Nacidos y criados en una vida simple, donde las excentricidades significaban peligros más allá de los que eran capaces de protegerse. Ellos eran civiles, se comportaban como civiles. No era excéntricos. Esos eran los shinobis.

Los shinobis que subían paredes negando la normalidad de caer en vez de avanzar. Caminaban en silencio como si sus pies nunca tocaran los guijarros sueltos de las calles empolvadas. Hablaban en miradas que duraban segundos. Saltaban por los tejados a velocidades a penas visibles. Siempre con al menos una mancha de sangre en sus ropas, cuerpo o cabello.

Los excéntricos eran los shinobis. Asesinos ocultos detrás de esas personalidades extravagantes, con habilidades anormales capaces de quitar decenas de vidas en instantes.

Instantes cuya hija, Ume, pequeña y de ojos rosados que en un principio pensaron como una bendición de los dioses, estaba imitando.

La preocupación fue dejada de lado por el miedo innato de que su hija pudiera haber sido intercambiada, de que los shinobis, con sus habilidades mágicas se hubieran entrometido en su concepción y esta no era realmente la hija de ambos. De que la niña mirando por la ventana con ojos nublados, había robado el lugar de su verdadero bebé. Una impostora. Una ladrona de vida igual que esos shinobis.

Enojo, furia. Terror mezclado con ira.

Juntaron los juguetes, los dibujos, las lindas prendas que la mujer había creado para su hija, y lo quemaron todo en el jardín trasero de la casa. Luego la tomaron, la cubrieron de pies a cabeza sin querer volver a ver a la impostora, la lanzaron a las manos de la matrona en el único orfanato de Konoha, y se marcharon del pueblo sin volver la mirada a la vida que dejaron atrás.

Sin ver a la niña de tres años llorando mientras su familia la abandonaba.


Ume, antes de ser Kobayashi Ume, era alguien más. Con una madre y un padre, con un hermano pequeño al que amaba más que así misma. Tenía una familia preciosa a la que protegía con uñas y dientes. Una familia de la que era guardiana y protegida a la vez.

Y luego, de alguna forma, abrió los ojos cuando no debía haberlo hecho.

Ume se tomó esta nueva oportunidad con calma. Había vívido la anterior en paz y con amor a montones. Pensó que no sería diferente cuando veía a sus nuevos padres rondándola, mimándola, apreciando su existencia. Aceptaba las caricias con la gracia de un bebé que recordaba el sentimiento de una vida anterior y observaba su alrededor con el hambre de un mundo entero cual descubrir.

Observaba, escuchaba y trataba de entender lo que sus nuevos sentidos le hacían a su percepción. Todo le parecía de alguna forma más nítido y borroso a la vez. Su tacto, su vista, sus oídos y hasta su olfato eran sensibles de una manera que en el antes no lo era. Y, no obstante, todo eso se nublaba, superpuesto por un instinto extraño que le cosquilleaba debajo de la piel y por sobre la carne.

Muchas veces, el roce de la madera suave de su cuna, muebles o paredes terminaba chispeando bajo las yemas de sus dedos. La caricia de una flor del jardín o las pisadas de sus pies descalzos sobre la hierba, la hacían sentir empapada en rocío cuando ni una gota de agua se había posado en sus extremidades, y llenaba sus fosas nasales con el agradable aroma a petricor, sin importar cuan seca haya estado la tierra a su alrededor.

Más tarde esos mismos sentidos se intensificarían. Y no sería hasta que tuvo en sus manos un libro de hojas gruesas y palabras entintadas, que entendió por primera vez lo que esas sensaciones, extranjeras al antes, significaban.

Sus primeros pasos, como la bebé curiosa que era, fueron directo a la cerca entreabierta de su jardín. Lógicamente, Ume sabía qué la altura de las tablas no superaba el metro, pues constantemente los vecinos se asomaban por sobre ella con bastante facilidad para saludar a sus padres. Sin embargo, para un bebé, la altura podría muy bien parecerle el muro de Berlín, tan alto como para alcanzar el cielo y jamás ser capaz de escalarlo por completo.

Así que en la primera oportunidad que Ume notó que su madre no cerró la cerca como es debido, hizo uso de toda su determinación para levantarse y dar pasos temblorosos a la salida.

No dio ni tres pasos antes de caer al suelo, tierra entrando en su boca, y la sensación del rocío cosquilleando en su nariz donde tocaba la hierba. Su padre la encontró inmediatamente después, levantándola y arrullando su ceño fruncido de frustración. Claramente pensando que había gateado hasta allá.

La segunda vez que intentó caminar, fue esa misma tarde, con ambos padres presentes. Simplemente pensó que ya había descansado suficiente y prácticamente se lanzó a la biblioteca familiar. Una estantería sin pretensiones en la pared a un costado del sofá individual. Si no podía salir, al menos buscaría información en las páginas de un libro.

Cayó nuevamente. Y lo volvió a intentar ignorando por completo las miradas atónitas de ambos padres observando sus esfuerzos.

Fue minutos después que su padre salió primero de su estupor para ir a buscar a la niña que se levantaba y caía una y otra vez. La madre dio varios parpadeos antes de que la idea de la extrañeza de su hija apareciera por primera vez en su cabeza, cuando la niña, que no debería tener tal entendimiento de su entorno a esa edad, apuntaba con seguridad a los libros en respuesta a los mimos de su padre.

Entonces, cumpliendo con las demandas, su padre aturdido le entregó un libro cualquiera, no preparado para el repentino interés de su hija de menos de un año por algo que no fuera la comida y dormir.

Ume no tenía idea de lo que el libro decía, repleto de caracteres japoneses inentendibles. Pero notó las hojas mucho más gruesas de las que estaba acostumbrada, las palabras en vertical escritas en tinta y pincel, la portada de un cartón más endeble y la completa falta de imágenes a colores.

Ume pasó las yemas de sus dedos por sobre la tinta intentando seguir el movimiento de las pinceladas, sintiéndose de un momento a otro, pérdida entre los patrones cuando lo sintió. El frío helado de la piedra bajo las sombras, el líquido lo suficientemente denso para seguir la danza de las pinceladas pero lo suficientemente diluido para que la aspereza del papel lo absorbiera y se quedara en la sequedad de sus fibras.

Ah, había pensado Ume, esto es chakra.

Recordó las múltiples conversaciones de sus parientes de las que apenas había sido consciente. Unió las palabras sueltas para formar oraciones, palabras que en su momento las creyó en un contexto de fantasía como las charlas que mantenía con su hermano pequeño en el antes, sobre libros y películas.

Misiones. Kunai. Jutsus. Chakra.

Shinobis.

Desde ahí, la curiosidad aumentó, y con ella, su sensibilidad al chakra.

Fue maravilloso como con el entendimiento de una sola palabra, la capacidad de Ume para percibirlo creció a niveles infames. La sensación del chakra dejó de ser ocasional y comenzó a tomar todos sus sentidos, casi ahogándola en ellos.

Constantemente se perdía en su lugar. Olvidaba donde estaba, con quien, como y el por qué. Sus ojos perdían el foco, sus oídos se taponaban, su lengua se sentía pesada y su tacto se olvidaba haciéndola sentir como si estuviera flotando. Ume no lo veía, no lo escuchaba, ni saboreaba. Ella lo sentía, ahí, dentro de sí misma, como una segunda naturaleza. El chakra la consumía y la ahogaba. Vivía en ella y la aprisionaba.

Para Ume, el chakra dejó muy pronto de ser la energía fabulosa que los ninjas usaban para sus jutsus mágicos. Pasó a ser el núcleo de todo, el centro, el intermedio, el exterior. El chakra era lineal, curva y espiral. Era denso, líquido y vapor. Era agua, era tierra. Era aire y era fuego. Era rayos y ozono. El chakra para Ume lo era todo en pluralidad y cada cosa en particular.

Se encontró más veces perdida acorde pasaban los días, y aún más en sintonía.

Entonces, a pesar de que lo fue, no debió haber sido una sorpresa que los sentimientos de las personas a su alrededor también comenzaran a sazonar la sensación, anteriormente plana, de sus propios chakras.

También fue una sorpresa enterarse de que sus propios padres le temían más de lo que se dejaban ver. Que ese temor pasó a ser desconfianza, la desconfianza a ser terror, de terror a la desesperación, y, finalmente, todo ese amor abrazador fue brutalmente desgarrado en ira.

Ume descubrió rápidamente que el orfanato era el peor lugar en el que estar. Repleto de niños llorando, gritando, corriendo y destruyendo toda sensación de paz con sus pasos descuidados y revoltosos.

Había sido una hermana mayor, una cariñosa en eso, completamente desarmada por la felicidad del niño que la seguía y la miraba como si fuera más grande que la vida, aún cuando él se volvió más alto que ella en su adolescencia.

Pero eso era totalmente diferente a esto. No estaba rodeada de niños menores a los que conocía desde el día después de su nacimiento, ni a los que había jurado cuidar mientras los sostenía contra su pecho con brazos delgados y temblorosos carentes de fuerza por su fisonomía infantil. Eran niños desconocidos, menores, mayores y de la misma edad. Todos tan diferentes, diversos y quisquillosos a su manera.

Era difícil para Ume pasar de tener un hermano pequeño al que conocía mejor que la palma de su mano, a ser ella una bebé consciente en los brazos de padres nuevos y desconocidos, a estar lejos de cualquier figura paterna y repleta de decenas de niños revoloteado con personalidades tan diversas y, por tanto, una variedad de sensaciones que la inundaban como tsunamis cada pocos segundos, uno tras otro, mareando su sentido de equilibrio, provocando náuseas y vómitos que trató en vano de ocultar.

Pero lo que era peor, fue la bola de ira comprimida con cabellos de sol y ojos de cielo lloroso constantemente aferrándose a las esquinas, como si tratara de ocultarse entre las paredes y sus sombras. Una bola de ira ardiente capaz de quemar el oxígeno de sus pulmones. Un fuego furioso que, aunque invisible, secaba sus ojos hasta causar irritación y ceguera temporal.

Ume apenas pudo divisar las características del niño antes de que sus propios ojos comenzaran a sollozar y sus piernas se debilitaran hasta caer de rodillas. Rodeándose con sus propios brazos y los párpados cerrados con fuerza, huyó de la habitación hasta que una pared detuvo su pánico interno y se desmayó.

Ya había tenido una reputación de niña rara y enfermiza entre las matronas del orfanato y los niños mayores lo suficientemente conscientes para notar su extrañeza, pero esa exhibición cerró cualquier duda que los adultos tenían sobre Ume.

Nunca fueron malos con Ume, ni crueles ni remotamente negligentes en sus necesidades. Aun le dieron ropa, un futón en el cuarto de un grupo de niños tranquilos, la llamaban para las horas de comida, y la empujaban con una mano sólida detrás de la espalda para conducirla al salón de clases donde aprendería a leer y escribir, un proceso arduo y necesario. Sin embargo, más allá de las necesidades básicas, las matronas la evitaban.

Mientras las mujeres observaban a los otros niños con ojos de halcón, seguían sus pasos corriendo a ellos cuando caían y lloraban a gritos, les contaban historias para mantenerlos tranquilos y curiosos, les daban volantes en las cabezas y abrazaban de vez cuando, con Ume fueron definitivamente diferentes. La ignoraban la mayoría de las veces, otras la miraban de reojo con inquietud.

(Ume agradecería hasta su adultez que esa extrañeza no se convirtió en ira y desprecio como sus padres. Que ese miedo que se aferró a ella desde la crianza de sus padres no se volvió a repetir. Al menos no exactamente.)

Sin embargo, ese no fue el peor trato, y Ume lo agradecía. Le daba la oportunidad de correr lejos de las multitudes de niños hiperactivos y de la bola furiosa siempre solitaria. Con la inexistente vigilancia de sus cuidadores, Ume corría lejos de ese orfanato y exploraba con libertad el nuevo mundo del que era parte, maravillándose con la gran cantidad de árboles, la falta de asfalto y ruido citadino del que tenía recuerdos.

Sus pies levantaban polvo con cada uno de sus pasos descuidados, aún temblorosos de su cuerpo infantil. Los árboles se encontraban en cada esquina, llenando los jardines interiores de las casas, separando las mismas, entregando sombras en conjunto en los parques - de los que definitivamente volvió a huir al notar más niños -. Había edificios, pocos y de no más de dos pisos, con tuberías subiendo por sus muros externos. Gatos y perros callejeros caminando con tranquilidad por los mismos caminos. Caminos que eran recorridos por carretas empujadas por bueyes, personas paseando y uno que otro carruaje tirado por caballos.

Sin automóviles, ni gente encerrada en sí misma y sus celulares, ni pantallas gigantes promocionando productos o eventos. Las personas hablaban entre ellas, se saludan al pasar frente a sus casas y tiendas. Sus ropas eran simples y de colores tenues, al igual que el de los padres que la abandonaron, mientras que otros vestían kimonos o trajes tradicionales japoneses.

Para Ume era interesante pensar que estuviera viviendo no en otro mundo, sino en otro país, otro tiempo. El pensamiento no se le escapó desde antes de ver la aldea de Konoha en la que vivía, pero el hecho de que el chakra fuera un algo común en este mundo para todos y para ella misma, que lo sentía como una manta a veces pesada y picante, y otras ligera y refrescante, contradecía rápidamente ese pensamiento.

Su anterior mundo era demasiado simple, recto y aburrido para pensar que fueran lo mismo.

Entonces, desde los primeros días hizo de su rutina escapar de las paredes envejecidas del orfanato y caminar a través de lo que era su pueblo. Al menos hasta que los sentidos de Ume se vieron sobrecargados y tenía que volver a correr hacia lugares alejados del bullicio de la multitud. Comúnmente entre grupos de árboles donde escondía su cabeza en sus arbustos como un avestruz, dejándose llevar por la firmeza de la tierra y la humedad del rocío.

Luego de esas escapadas volvería al orfanato con la ropa mugrienta y tomaría su habitual baño antes de cenar y acostarse, ignorando las miradas en su espalda y la curiosidad rozándole las extremidades al pasar junto a sus cuidadores en el pasillo. Generalmente, en esos momentos, Ume estaba demasiado golpeada por las sensaciones de las que había estado escapando para poner atención a las irregularidades y la atención repentina que estaba sobre ella. Así que volviendo a caminar con ojos perdidos y solo memoria muscular de la que estaba agradecida, se aferraba a su inquebrantable rutina nocturna.

Rutina que fue ferozmente rota una mañana durante el desayuno.

Sentada bajo la sombra de un árbol detrás del orfanato, con una hogaza de pan en una mano y un cuenco de sopa en el otro, escuchando a lo lejos los chillidos de niños comiendo en el comedor, un hombre apareció en su sentido periférico.

Con el aire entrecortado justo cuando iba a dar un sorbo de su sopa ya tibia, Ume levantó la vista a la esquina desde donde había salido el hombre anciano, con túnicas blancas y gorra divertida. Pero no era precisamente su apariencia en lo que Ume estaba prestando atención, sino en la fuerte sensación del chakra del anciano. Era fuerte, robusto, comprimido hasta un nivel inimaginable que hizo pensar a Ume que su cuerpo explotaría por el solo hecho de guardar en él tanta cantidad de energía.

Era como mirar al niño de cabellos de sol, pero mucho menos doloroso… y más inquietante. Porque si creyó que la energía del niño era aterradora, la de este hombre era alarmante a niveles completamente diferentes. No quemaba ni asfixiaba, pero Ume sintió como su cuerpo de paralizaba y un sudor frío corría por su nuca.

El anciano se detuvo un paso después de que Ume hubiera puesto sus ojos en él. Notando con ojos agudos la palidez de la niña y la presión que sus dedos ejercían sobre el cuenco de madera.


Hiruzen era un hombre viejo y cansado a pesar de ser el pilar fundamental de toda Konoha. Todos los días se sorprendía de su propia capacidad de extraer energía de la nada para poder ocuparse de sus responsabilidades, de mantener a salvo a su gente y proteger su aldea. Mucho más desde que los remanentes del ataque del Kyubi aún persistían.

Pero a pesar de ello, siempre se tomaba al menos una hora cada dos o tres semanas para poder visitar el orfanato, específicamente, al hijo del héroe de la aldea. El niño con los colores de Minato y las facciones redondeadas de Kushina. Hiruzen se preguntaba si ahora era más parecido a su madre debido a la grasa de bebé, y si al perderla crecería para ser la viva imagen de su padre.

Una parte deseaba que fuera así, que Naruto creciera para tomar el manto de su padre, con el poder de su fuerza y su buena apariencia. No es que Kushina no fuera hermosa, porque lo era con sus llamativos cabellos rojos y voluntad de torbellinos. Pero había algo en que Naruto fuera la viva imagen de su preciado sucesor, el Hokage más amado en la corta historia de Konoha, incluso más que el Shodaime.

Y otra parte, la más calculadora, la más interesada en el bienestar de Konoha, del Jinchuriki de Konoha, esperaba que ese no fuera el caso, que Naruto creciera en la seguridad de los muros de la aldea y no llamara nunca la atención de otras naciones. Naruto era demasiado precioso más allá de su ascendencia, sino por lo que representaba su estado de Jinchuriki del Kyubi. La sola mención del Kyubi en otras aldeas le daba fuerza a Konoha, la aldea más fuerte que mantenía en su poder a la bestia con cola más fuerte de las nueve. Naruto era así de importante para la aldea.

Entonces, cuando al visitar el orfanato esa semana Naruto le contó a llantos sobre la nueva niña que llegó al orfanato, la que salió corriendo y gritando en cuanto vio a Naruto, no pudo evitar sentirse culpable y un poco resentido por los aldeanos que le enseñaron a los niños a odiarlo. Quería tener una reunión sería con las cuidadoras, que aunque buenas trabajadoras, insistían en su inacción. Pero Hiruzen encontró que sería contraproducente a largo plazo, simplemente no podía obligar a los niños a ser amigos de otros.

Así que se conformó con un par de comentarios oculto en sonrisas y palabras cálidas que Hiruzen esperaba que fuera suficiente para reprender a la matrona a cargo.

"Los niños pueden ser muy susceptibles a las palabras de los adultos, en especial cuando sus padres insisten en hablar mal de otros niños." Comenzó Hiruzen, siendo escoltado por la cuidadora a cargo hasta las puertas. Obtuvo un 'Ah' antes de continuar, "Es por eso que es el deber de un buen cuidador enseñarles que no hay nada de malo en hacer amistad."

"Oh, Sandaime-sama. Por supuesto, siempre insistimos en que los niños hablen y jueguen entre sí."

"¿Es así?" Hiruzen no lo dudaba, pero también sabía que el trato que tenían con los niños no era precisamente el mismo que tenían con Naruto.

"Así es," insistió la dama con tranquilidad, justo antes de alargarse felizmente a hablar sobre las anécdotas de la semana y los niños bien portados.

Hiruzen la desconectó no muy interesado aun cuando mantenía su sonrisa afable en el rostro.

"…aunque hemos estado un poco intranquilos con nuestra nueva niña." Ahora, eso llamó la atención del líder anciano, sabiendo que se trataba de la niña por la que Naruto seguía llorando. Esperó que la mujer continuara, pero al observarla notó cómo tenía una expresión pensativa.

"¿Una nueva niña?" Preguntó Hiruzen buscando atraer la atención de la dama mayor. Naruto habló de como la niña corrió despavorida cuando él se había acercado con la esperanza de hacer un amigo, pero en realidad, no era un suceso fuera de lo común. Por lo que la expresión de la mujer puso en duda sus anteriores pensamientos.

"¡Ah, sí, Sandaime-sama!" Se sobresaltó. "Es una niña muy bonita, ojos rosados y todo. Llegó hace poco más de una semana. La pobre fue dejada por sus padres en persona solo con lo que llevaba puesto y nada más."

"¿Oh? ¿Sus padres dejaron alguna razón?" Luego masticó bien sus palabras antes de continuar expresando sus dudas. "En los años recientes, el orfanato no tiene realmente la capacidad necesaria para albergar a niños con padres perfectamente vivos y capaces."

Desde hace 3 años, después del ataque del Kyubi, muchos niños quedaron huérfanos, varios eran solo recién nacidos. Durante los meses siguientes, fue con gran esfuerzo que lograron repartir a los niños sin padres entre familiares que aún vivían y padres deseosos de tener un pequeño integrante en sus hogares. No obstante, el orfanato aún tuvo que mantener a los niños restantes, número que no era menor, abarrotando sus habitaciones y llevándose una suma considerable de la contabilidad de la aldea. Contabilidad que ya había estado sufriendo un gran declive con la reconstrucción de la misma.

Hiruzen estaba agotado de solo pensar en todas esas noches sin dormir. A su parecer, las misiones en las que incurría antes de su retiro no eran nada en comparación a hacerse cargo de una Konoha que había sido duramente golpeada hasta el punto en que aún no habían logrado reparar todo lo que fue destruido esa terrible noche.

Pero se estaba desviando. La matrona había permitido que un par de padres dejaran a su joven hija en el orfanato a pesar de conocer perfectamente bien las circunstancias en las que se encontraba el establecimiento. Hiruzen pensó que debió haber una muy buena razón, una de peso para que la dama con nervios de acero capaz de dirigir a niños hiperactivos y desobedientes permitiera tal acto.

El suspiro de frustración y la inclinación molesta de sus cejas no estaba en sus predicciones, sin embargo.

"Ellos la abandonaron." Siseó la mujer, ganándose una mirada de sorpresa del anciano. "¡Ah! Mis disculpas, Sandaime-sama. Es solo que," La dama respiró hondo antes de continuar, con preocupación y dudas reflejados en sus ojos marrones. "se pararon a las puertas del orfanato llamando por mí, la matrona a cargo. Salí a recibirlos pensando que quizás tenían la intención de adoptar. Era una pareja muy bonita también, perfectamente estable por las ropas que llevaban. Pero en el momento en que estuve al alcance me lanzaron una bolsa pesada con tan poca fanfarria a los brazos y con caras de disgusto me dijeron: 'aquí le dejo otro demonio.' Y se marcharon."

La incredulidad aún goteaba de la expresión de la mujer, junto con frustración y furia reprimida.

"Tengo que admitir, Sandaime-sama, que me preocupé mucho cuando llamaron demonio al bulto. ¡Pensé que podría ser cualquier cosa!" Negó con la cabeza parpadeando furiosamente, sus mechones canosos cayendo sobre su frente. Los apartó con un ademán fácil. "Imagínese mi sorpresa cuando al abrirlo rápidamente, veo una niña enrollada en sí misma mirándome con ojos llorosos y con miedo."

"¿La pusieron en una bolsa?" Inquirió Hiruzen, creyendo imposible la capacidad de algunos padres para despreciar a su propia sangre. Minato y Kushina estarían quemándolos vivos por tal acto si aún siguieran con vida.

"Así es." Asintió la matrona con pesar. "La pobre nena, aunque bien cuidada, no dejaba de llorar cuando la saqué de la bolsa y vio la espalda de sus padres." Negó con la cabeza. "Obviamente traté de llamarlos, pero con la niña en ese estado de aturdimiento no me atreví a dejarla sola. Además, esos dos padres insensatos ya se habían alejado lo suficiente como para perderlos." Luego tragó, como esperando que Hiruzen la reprendiera. "Creo, sinceramente, que esa es razón suficiente para darle un techo a la nena."

Hiruzen no pudo más que suspirar en respuesta. Él pensaba igual. Con padres como esos, que ya de seguro debieron de haber dejado Konoha si son al menos lo suficientemente inteligentes, era mejor que la niña se quedara en el orfanato. Al menos aquí tendría gente que se preocupaba por ella. La matrona al parecer era una de esas personas.

"¿Sandaime-sama?"

Hiruzen le envió una sonrisa tranquilizadora. "Hizo bien. El orfanato ya alimenta a decenas de niños, bien puede alimentar a otro más. ¿Cuál es su nombre?"

La exhalación aliviada de la mujer no escapó de los sentidos de Hiruzen. "Ume, señor. Tiene apenas 3 años."

La misma edad que Naruto, pensó Hiruzen. Era demasiado pequeña para tener tanto miedo del Jinchuriki de Konoha, no podría tener la suficiente conciencia para temerle a lo que Naruto representaba para los aldeanos. Hiruzen aclaró su garganta. "Sin embargo, ¿estabas diciendo que había problemas con ella?"

"Ah, sí. Bueno…" La matrona luchó en encontrar las palabras que buscaba, tomándose su tiempo antes de comenzar a ventilar sus dudas. Ya se habían detenido en el vestíbulo del orfanato hace un tiempo, así que no había mucho que apresurara a Hiruzen más que el papeleo esperando en su escritorio.

Hiruzen se tomó ese tiempo para observar su alrededor. Las paredes eran viejas pero limpias y bien cuidadas. Un par de sillas al costado de la entrada y unas flores silvestres en un florero de cerámica nada lujoso sobre otra mesita al otro costado, como tratando de ocultar la pobreza del lugar.

No cumplía con el propósito, pero Hiruzen al menos agradeció la intención. Decía mucho de la matrona si se esforzó por hacer del orfanato un lugar más agradable y menos deprimente para los niños y los posibles padres visitantes.

"La niña, Ume," aclaró la mujer atrayendo nuevamente la atención del Hokage. "es muy extraña. Después de toda esa debacle de… intento de padres," escupió las palabras haciendo que Hiruzen se sintiera divertido por la mujer que no ocultaba su disgusto frente a su líder. "la llevé conmigo a la oficina. La mantuve mientras hacía todos los arreglos para darle un futón donde dormir y buscarle más ropas y artículos personales. Era demasiado pequeña, pero después de que nuestra enfermera le diera un vistazo, no mostraba signos de desnutrición ni ningún otro problema médico. Ella era muy saludable."

Enfatizó tanto esa frase, con ojos bien abiertos esperando que Hiruzen entendiera y tomara en cuenta esa información. Provocó que levantara las cejas y soltara un murmullo de asentimiento.

"Sorprendentemente también, respondió todas las preguntas sobre su vivienda y datos personales. Kobayashi Ume de 3 años, nacida el 18 de febrero y tanto más." Admitió impresionada. Hiruzen pensó que no era para menos, Naruto aún no sabe pronunciar su apellido y ni hablar de memorizar su fecha de nacimiento. "Luego se quedó dormida y cuando los arreglos estuvieron listos la llevé personalmente a su habitación." Continuó. "Y aquí viene lo extraño, Sandaime-sama."

"¿Oh? Continúa, por favor."

La matrona humedeció sus labios con los ojos entrecerrados tratando de recordar cada mínimo detalle de los sucesos alrededor de la niña. "Al día siguiente ella despertó y siguió a los niños con los que compartía habitación hasta el comedor. Ya les había informado que fueran amables con Ume y la ayudaran a adaptarse, así que estaba realmente feliz cuando los vi a todos ellos guiándola por las mesas."

Masticó sus palabras antes de proseguir. "Pero la niña estaba pálida, tropezaba con tablas perfectamente lisas, chocaba con las sillas, y fruncia el ceño como si tuviera dolor. Pensé que era por despertarse en un lugar desconocido justo después de lo sucedido el día anterior, así que había decido volver a hablar con ella después del desayuno." Tomó una respiración antes de exhalar: "Y ella vomitó."

Hiruzen, temiendo que la dama volviera a tomar su dulce tiempo, empujó. "Vomitó. ¿no estaba ella saludable?"

"¡Lo estaba, Sandaime-sama!" Aseguró con frustración. "Nuestra enfermera después de revisarla dijo que podía haberse debido a la impresión de todo el cambio y el abandono, lo cual, sí, entiendo, no es poco común que los niños mayores reaccionen de ese modo después de llegar acá, así que lo dejé pasar."

Hiruzen asintió con comprensión, aún tratando de llegar al punto de la extrañeza de la niña pero sin comprender del todo.

"Desde ahí, siempre que la vi en el comedor o rodeada de niños, vomitaba. Tiene un constante ceño fruncido y la he encontrado más veces de las necesarias acurrucada debajo de las mantas de su futón temblando. La enfermera seguía diciendo que era normal. Entonces, advertí a todas las cuidadoras para que pusiera especial atención en ella. De no haberlo hecho, no pensaría que hubiera nada de malo en la niña más que su pena, pero entonces los comentarios de mis colegas llegaron a mis oídos."

"¿Qué tipo de comentarios?" No podía ser que la niña estuviera recibiendo el mismo trato que Naruto en el pueblo, ¿o sí?

"Varios, Sandaime-sama." Dijo con seriedad. "Que Ume está ciega. Que Ume ve cosas que no debería ver, cosas que no existen. Que Ume se ríe de la nada. Que Ume se asusta de las sombras. Que Ume huye de los otros niños para estar sola, porque cuando está con los otros niños alrededor su cuerpo tiembla y sus ojos se desenfocan." Suelta un suspiro.

"Pero Ume está saludable…" Volvió a repetir Hiruzen con una ceja levantada, copiando las palabras de la matrona.

"¡Perfectamente saludable, Sandaime-sama!" Defendió ella con decisión. "Y luego pasó ese incidente…"

Ah. Hiruzen al fin logró llegar a la parte que estaba esperando. "Por favor, háblame de ese incidente." La apresuró dándole toda de su atención. Los ANBU le habían informado como si no fuera nada fuera de lo habitual y Naruto lloró con tristeza como cada vez que algo como eso pasaba, sin embargo, la matrona daba la sensación de que no lo veía de la misma manera.

Respiró hondo. "Fue hace cinco días. Ume estaba entrando a la sala común cuando el… jinchuriki," Hiruzen hizo una mueca al escuchar el desprecio en su voz pero no hizo nada para detenerla. "se le acercó." Humedeció sus labios. "No alcanzó a acercarse mucho a ella, estaba prácticamente a dos metros de distancia cuando Ume se detuvo, con terror en sus ojos grandes, el rostro más blanco que le he conocido en estos días y ni un segundo después, comenzó a gritar y llorar como si la estuvieran quemando viva."

Hiruzen se detuvo. Honestamente, por lo que había escuchado del incidente, no era muy distinto al habitual miedo que los adultos le compartían a sus hijos, pero la matrona parecía haber visto algo más, si su ceño fruncido, ojos preocupados y su labio inferior mordido por los nervios, le decían algo.

"Muchos niños le tienen miedo a Naruto por ser el Jinchuriki, sucesos como estos ya se han vuelto bastante comunes, lo sabes." Dijo el anciano con voz tranquila tratando de encontrar algo. ¿Qué cosa? No lo sabía. Pero sus instintos le empezaron a hormiguear de repente.

"Sí, lo sé, Sandaime-sama. Yo misma estuve presente en varios de esos, pero esto…" Negó derrotada. "era completamente diferente. No era el miedo superficial ni la burla infantil. Ume estaba de verdad aterrorizada." Enfatizó. "Ella se cubrió los ojos y el cuerpo como si estuviera tratando de protegerse a sí misma mientras gritaba, y en el momento en que traté acercarme a ella, ella corrió gritando que… se quemaba." Miró a su líder con ojos temerosos. "No creo que haya estado bromeando. Para empezar, Sandaime-sama, Ume a penas habla, mucho menos bromea."

Por su parte Hiruzen estaba congelado. Las palabras de la mujer habían despertado el recuerdo de las llamas de esa noche. Cuando la mitad de Konoha se había vuelto naranja bajo las patas del Kyubi y el fuego lamiendo sus colas. El terror propio que sintió con el aura caliente, hirviente, sofocante del nueve colas. Recordó la reacción instintiva de correr, huir, escapar de ese fuego que lo quemaba todo hasta reducirlo a cenizas.

"¿Dijiste que sus ojos eran rosados?" Inquirió Hiruzen con voz plana y mandíbula apretada. Si era lo que pensaba, la situación era demasiado grave como para ocultar sus emociones y fingir indiferencia.

"S-sí. Son rosados, Sandaime-sama." Ella notó el cambio.

"Me gustaría tener una reunión con la niña." Declaró Hiruzen.

Hiruzen salió del orfanato con un nudo extraño en el estómago, pensamientos arremolinándose en su mente. Al llegar a su oficina, apenas captó a su ANBU reacomodándose en sus lugares habituales después de que lo hubieran acompañado en su visita. Se sentó en su cómoda silla y pensó en la niña que necesitaba conocer para salir de dudas.

Lamentablemente para él, Ume no se encontraba esa tarde en el orfanato, como era lo habitual para ella según lo que informó la matrona. La niña corría todas las mañanas después del desayuno o sus clases a la aldea, sin saber a dónde iría. La primera vez que sucedió la mujer se había preocupado, pero después de ver sus mejillas más coloreadas y el ceño fruncido menos prominente en su rostro, decidió dejarlo pasar.

Hiruzen suspiró cansado, porque era muy riesgoso que una niña así anduviera corriendo sola por las calles de Konoha. Obviamente, él confiaba en la seguridad de su aldea y en las capacidades de su shinobi para protegerla, pero no era por un posible secuestro ni por asalto por lo que el líder se estaba preocupando.

Según la matrona, la niña había gritado que se estaba quemando justo antes de correr y acabar desmayado en uno de los pasillos… también que se cubría los ojos.

Los dojutsus eran raros fuera de los clanes, pero no imposibles. Si la niña en realidad había despertado un nuevo dojutsu, necesitaba ser vigilada hasta que conocieran todas las capacidades que sus ojos le daban, evaluada en caso de que dichas capacidades terminaran en habilidades peligrosas para la aldea o ella misma. Era contraproducente dejarla vagando libremente sin tener conocimiento de como manejarse así misma.

Un dolor de cabeza se comenzó a gestar en la frente de Hiruzen.

Y luego estaba la otra posibilidad.

La de que la niña en realidad fuera una bastarda de los clanes. El cabello negro como los cuervos y piel clara podían venir del gen Uchiha, pero el color de sus ojos rosa claros, según la matrona, deberían ser mucho más parecidos al Byakugan de los Hyuuga.

Sería un gran problema si se descubriera un niño bastardo en cualquiera de los dos clanes. Traerían disputas internas en las que Hiruzen se vería obligado a intervenir, y los Uchiha en realidad no han estado muy bien posicionados en la aldea desde el incidente del Kyubi como para que sus palabras orgullosas tuvieran peso en el consejo.

Eran esos y muchos más problemas derivados de ellos con los que Hiruzen se acercó a la mañana siguiente al orfanato, en silencio de todos los demás niños y cuidadores además de la dama encargada, la que lo guío con nerviosismo al patio trasero del orfanato.

"Ella desayuna afuera, bajo un árbol, y luego se desaparece antes de que los demás niños salgan a jugar."

Hiruzen asiente. "Eso está bien. Por favor, permíteme hablar con ella un tiempo."

"Por supuesto. Mantendré a los niños dentro mientras tanto." Y con eso se despidió, lanzando miradas que trataron de ser disimuladas sobre su hombro, pero que Hiruzen, como el shinobi que era, fácilmente vio.

Esperó hasta que la sintió dentro del edificio antes de continuar en sus pasos. Solo eran él y su Anbu mientras caminaba con calma y en silencio cuando, en el momento exacto en que llegó a la esquina del edificio, en el momento justo en que su pie cruzó la línea divisoria del edificio al patio trasero la sintió.

La niña se congeló en su posición sin poder haberlo visto todavía, con el cuenco cubriendo casi por completo su rostro inclinado al suelo, y sus músculos tensos hasta el punto de parecer doloroso. En el siguiente paso que Hiruzen dio y que lo dejó completamente a la vista, la niña, Ume, con ojos bien abiertos lo miró. Pero no lo veía a él, no veía detrás de él tampoco. Ella veía nada. Sus ojos rosados como el de los ciruelos completamente nublados, piel incómodamente pálida y sudor repentino cayendo de sus sienes.

Pero sus ojos… sus ojos se desviaban en todas direcciones buscando algo que se le escapaba, incapaz de tomar y agarrarlo. Una mirada que había visto antes en otro niño con la mirada perdida cada vez que se concentraba en tocar el suelo. Un niño de cabellos rubios y ojos azules que creció para convertirse en un hombre fuerte y confiable. El héroe de Konoha.

Ah, pensó Hiruzen con una risa de alivio, la niña era un sensor.


N/A: Hola! Estoy aquí con este nuevo fic

Espero les haya gustado el primer capítulo. Fue un fic prácticamente salido de la nada, pero del que ya tengo mucho planeado y varias escenas escritas.

Les agradecería un montón el apoyo y por supuesto sean libre de dejar tantos comentarios como quieran. Causa estragos en mi ansiedad social pero la felicidad de saber que hay personas leyendo lo que escribo es mucho mayor ;D

En cualquier caso, este fic es un BAMF OC, y el ship es muuuy lento. Quiero decir, que va a pasar un tiempo para que se besuqueen y ese tipo de cosas jajajjajajaja, pero por favor tengan paciencia y disfruten de la vida de este nuevo personaje mío. Trataré de hacerlo lo más entretenido posible ;)