Capítulo 21. Sharia

Por las pocas veces que Leclas le había hablado de su aldea, Zelda tenía la idea de que era

un lugar lúgubre, pequeño y pobre. Había muchas aldeas por Hyrule, algunas de ellas destruidas por diversas guerras, batallas, abandonadas por los períodos de sequías y hambrunas que el reino había sufrido a lo largo de los siglos. Como Link decía, Hyrule podría haber sido tan grande como Gadia y como otros reinos más allá, si no hubiera tenido tantos conflictos. Ponía los ojos soñadores, y Zelda conocía esa expresión. Siempre había deseado llevar a Hyrule a la grandeza, pero no la que se logra con guerras, sino con desarrollo de sus gentes y de sus conocimientos. Tenía montado todo un proyecto para crear universidades y escuelas, pero con 5 años de reinado, no había podido hacer más que una parte.

Seguro que se le partía el corazón al ver lo poco que quedaba de la llanura occidental.

Zelda redujo un momento la velocidad de Saeta para asegurarse de que estaba en la dirección correcta. Sí, yendo hacia el este de la llanura, había un gran bosque oscuro, pero antes, estaba la aldea de Sharia. Podía verla. Sus casitas, algunos animales sueltos, cubierta de nieve. No era muy grande, pero desde el aire parecía un lugar bastante corriente, quizá muy pacífico en comparación con el paisaje que habían dejado atrás.

Jason se detuvo a pocos metros de Zelda, y esperó en el aire. Su pelícaro Saltarín se agitó nervioso, pero obedeció.

– Vamos a bajar ahí, en esa colina. No quiero hacerlo en mitad de la aldea, a ver si les damos un infarto a los vecinos – dijo Zelda. Jason sonrió, con la mandíbula temblorosa. Hacía mucho frío allí arriba, y se avecinaba tormenta. Además, para alcanzar a Saeta, había tenido que ir tan rápido que apenas lograba ver, de la nieve que se estaba acumulando en las pestañas.

Con un requiebro, Zelda pidió a Saeta descender. Una vez aterrizaron en lo más alto de la colina, le cogió de las riendas, le dio una manzana ("ya te daré otra cosa, más rica, un pescado o un trozo de carne, cuando encontremos fuego" le prometió) y esperó a que Jason aterrizara. Hasta ese momento, había cumplido su parte del trato: había sido capaz de seguirla, y ella había aceptado tener a un novato como acompañante. Ahora se arrepentía de no habérselo pedido al menos a Kafei. Saltarín se movió nervioso, agitó las alas, y aterrizó sin plegar las patas, por lo que lanzó al pobre Jason por encima de la montura y el pelícaro se quedó medio tumbado en el suelo. Menos mal que la nieve resultó ser un buen colchón. Jason se puso en pie de inmediato, y dijo:

– Disculpe, capitana, aún no he podido mejorar el atraque…

– ¿Atraque? Ni que fueras marinero – Zelda tomó la mochila y silbó a Saeta para que la siguiera. Echó a caminar en dirección a Sharia –. Vamos a la aldea, preguntemos por la casa del carpintero o ebanista. Si Leclas ha venido a esta aldea, creo que estará allí.

– ¿Y si no está? – preguntó Jason. Él agarró las riendas de Saltarín y tiró de él. El pelícaro clavó sus patas en la nieve y soltó un graznido. Zelda, con un suspiro, le lanzó una manzana al chico.

– Dásela. Los pelícaros son muy glotones, te van a pedir comida para cualquier cosa. Y va a estar aquí. Le conozco. Leclas ha venido a esta aldea a beber y estar tranquilo.

"Al menos, eso espero" pensó Zelda. No quería que Jason pensara que tenías sus dudas. Porque bien podría ser que nada más salir del campamento, no le diera tiempo a llegar tan lejos, y se viera atrapado por la batalla. A caballo, estaban al menos a tres días de viaje, si forzaba al caballo todo lo posible. Claro que una vez Leclas le dijo que él conocía caminos y atajos de la llanura occidental, porque la había recorrido para dejar a niños con sus padres o para promover las adopciones. De hecho, a los dos años de haber aceptado el cargo, Leclas había logrado reunir a algunos niños y también que gente tan diversa como Sapón o el médico de Kakariko se animaran a adoptar. Si había ido a Sharia alguna vez, había sido por ese motivo. Zelda no le había hecho nunca preguntas, y prefería seguir sin hacerlas.

A simple vista, lo primero que le sorprendió fue que la aldea de Sharia tenía una calzada, hecha de piedra. En todas las casas, había carteles con dibujos y adornos elaborados en madera. Por eso, no le resultó difícil acudir a lo que se llamaba "el consistorio". En algunos lugares, se usaba en vez de ayuntamiento. Estaba atardeciendo, y el frío mantenía a los vecinos en sus casas. A juzgar por el humo que salía de todas las chimeneas, debían de estar disfrutando de la cena, la conversación y el descanso. El ambiente que se respiraba era de paz, no había tensión. Parecía increíble que, a solo unas millas, estuvieran enterrando a miles de soldados.

La casa que era el consistorio tenía dos plantas. Zelda miró el frontal, y por un instante, frunció el ceño. Jason se detuvo a su lado, resoplando porque había tenido que correr detrás de Zelda, que caminaba deprisa. Él también admiró la fachada y dijo:

– Vaya, qué bonito…

Los dos contemplaban un amplio porche, con columnas anchas. Todas ellas tenían grabadas figuras que representaban guerreros, reyes, reinas y miembros de otras razas, como un goron, un zora y hasta una gerudo, y una niña, pequeña, al lado de otra más alta. Esta última se le hizo familiar: le recordó a Impa, a la visión que tuvo de ella. En total, siete columnas. Los sabios del pasado. Todo hecho sobre madera. Algunas figuras estaban algo estropeadas, pero se conservaban bien.

– ¿Puedo ayudarles, jóvenes?

Una señora de mediana edad, con un gran sombrero de paja y un abrigo grueso, salió de un lateral del consistorio. Llevaba un haz de leña echado sobre el hombro. Jason, de inmediato, le dijo que eran viajeros, y se ofreció a llevar el pesado bulto.

– Es muy bonita, la fachada del ayuntamiento. No había visto tantas tallas juntas – admitió el chico. La señora sonrió y después miró a Zelda. Puede que fuera mayor, pero se notaba que no era una atontada, no como Jason. Los ojos rodeados de arrugas de la mujer fueron hacia los pelícaros, las armas que portaban y también el cabello rojo de Zelda. Aquí se detuvo, amplió un poco la sonrisa y dijo:

– ¿A qué debemos la visita de Lady Zelda Esparaván, nuestro primer caballero?

Zelda correspondió al gesto de haberla llamado por su título, no por el mote, siendo también directa:

– Buscamos a Leclas, Sabio del Bosque y consejero del rey.

La mujer soltó un suspiro. Le dijo a Jason que primero podían dejar la leña en su casa, y después los acompañaría a la casa de los Demara.

– ¿Demara?

– Una familia de aquí. Fueron grandes trabajadores y artistas. La fachada del ayuntamiento, los carteles y muchos de nuestros mejores muebles los hicieron en su taller, cuando aún eran… Bueno, cuando aún estaban todos – la mujer empezó a caminar, tan despacio que Zelda tenía que detenerse para su desesperación.

– ¿Ha visto usted a Leclas, recientemente? – preguntó Zelda.

– Mi hija le llevó algo de comida esta mañana – dijo la mujer –. No me he presentado, discúlpame. Mi nombre es Elia Mortener. Mi apellido de soltera era Demara, soy la tía de Leclas.

Jason y Zelda se miraron. Zelda soltó un suspiro y continuó caminando detrás de la señora. Muy propio de Leclas no decirle que tenía parientes. Tampoco que tenía apellido. Había adoptado el "de Sharia" porque así solía llamarle Urbión, shariano.

– Yo nunca tuve mucho interés en la carpintería, y me casé con un granjero, para huir del taller. Sin embargo, mi hermano, Jos, siempre fue muy bueno. Heredó la casa, y trabajó en ella hasta el fin de sus días. Murió hace unos meses, supongo que eso lo sabéis… – esperó a que Zelda asintiera para continuar –. El pobre no levantó cabeza desde la muerte de su esposa, fue algo repentino. Después, cuando se llevaron a Leclas, pasó más tiempo ahogando sus penas en alcohol de lo que debiera. Dejó de atender la carpintería, perdió todos los clientes, nadie confiaba en su palabra. Vivía gracias a que le daba de comer, aunque a mi marido no le gustaba nada. Nosotros prosperamos, conseguimos mantener la granja y a mi hija con nosotros, y al final… Bien, no os aburro con historia de viejos. Hemos llegado a mi casa.

Hizo un gesto a Jason para que dejara el paquete de leña en la puerta. Se ofreció a dejarlo en el interior, pero la anciana dijo que no era necesario, que su hija ya se ocuparía del tema. Les hizo un gesto con la cabeza y siguió su lento avanzar. Dejaron atrás parte de la aldea, la plaza vacía, las casas con sus iluminaciones tan hogareñas. A medida que caminaban, se acercaban al inicio de un bosque. Lo había visto al sobrevolar, le pareció un lugar sombrío desde arriba, unos árboles con las hojas negras que no habían sido cubiertas por las nieves ni se habían caído.

– Es el bosque de Umbra. No es necesario entrar, mejor no hacerlo. En invierno, es peligroso, es mucho más oscuro que un bosque normal, y la gente se pierde. En primavera es más bonito, se puede entrar por el camino principal y recoger princesas de la calma. La vieja casa de los Demara está justo antes.

Zelda y Jason levantaron la vista: sobre una pequeña colina, había una gran casa, más grande que muchas de las que habían dejado atrás. Tenía dos plantas, un porche que rodeaba la casa entera, ventanas con celosías de madera, balcones, y un tejado inclinado de color rojo. Además, no tenía una sino dos chimeneas. Parecía algún tipo de animal, agazapado en la nieve, con dos orejas tiesas esperando, quizá, a que alguien las encendiera. Fue aquí donde la mujer se detuvo, miró hacia arriba y dijo:

– Se habrá quedado dormido, no ha encendido el fuego…

Antes de que la mujer continuara, Zelda la adelantó, con la mano en la Espada Maestra. Había empezado a sentir una vibración conocida: el inicio de una prueba.

– Quedaos aquí los dos. Jason, protege a la señora Elia.

Jason no protestó. Sacó su espada, y se colocó frente a Elia, como había pedido Zelda. Ella corrió hasta llegar a la casa de los Demara. En una ocasión más tranquila, quizá habría podido admirar lo que parecía un jardín, que en primavera debía de ser precioso, a juzgar por la cantidad de rosales que vio. La puerta tenía un grabado de un martillo, rodeado de una corona de flores. Empujó la puerta con el hombro, y esta cedió con facilidad. Cruzó en la oscuridad. Dentro hacía mucho frío. La habitación de entrada era amplia, con muchos armarios y colgadores, todos vacíos. Conducía a un gran salón, donde se suponía que debería estar encendida una de las dos chimeneas. Estaba muy oscuro. Zelda pestañeó y buscó alrededor: vio un sofá viejo, con un montón de mantas encima, platos acumulados encima de una mesa, algún que otro calcetín o camisa arrojados por el suelo. También, vio con desesperación una jarra de metal. Olía a cerveza, incluso desde donde estaba.

Lo peor: en el suelo, había sangre. No un charco, pero sí gotas. Zelda tomó una vela y la encendió con una semilla de ámbar. El rastro de sangre iba hacia el pasillo de la parte de atrás. Caminó hacia allí, con una mano portando la vela, con la otra sobre la espada de Gadia. Escuchó un golpeteo, insistente, al final del largo pasillo. Llegó a una cocina donde una familia de 12 miembros o más podrían cocinar, comer o cenar sin problemas. El golpeteo venía de la puerta trasera, que había sido medio arrancada de sus goznes. Se batía al ritmo del viento, enseñando el rastro de sangre, más claro que el resto, y que tenía forma de mano.

"Maldición"

Elia se ofreció a ir corriendo a la aldea, y avisar a los vecinos. Zelda le dijo que le parecía bien, pero que ella podía ocuparse. No quería meter a los aldeanos en una pelea con alguna criatura que Zant hubiera enviado. Jason vaciló, preocupado por Elia, pero también por Zelda. La chica le ayudó diciendo:

– Acompaña a Elia, y cuando llegue a la aldea, regresa. Yo me ocuparé de dejar a los pelícaros en el establo.

– No entrarás al bosque tú sola, ¿no? – preguntó el chico.

– Si te das prisa, entonces te espero – fue lo único que le prometió.

Jason se marchó, con la señora Elia, y entonces Zelda cumplió la primera parte de su promesa. Guardó a Saeta y Saltarín en el establo. Allí había un caballo, que la miró con recelo. Tenía paja fresca, alguien le había puesto hacía poco. Regresó a la casa. Estaba todo muy polvoriento y viejo. Nadie había pasado una escoba allí desde hacía años. Había algún retrato colgado en la pared, y también, y esto le sorprendió, una especie de pequeño piano en un rincón. Tenía flores labradas en la tapa, y un nombre escrito, pero estaba muy borroso. Registró un poco más la casa, siguiendo las huellas de sangre. Era muy poca, pero se notaba que quien hubiera sido herido, había estado huyendo de algo o de alguien. No encontró la muleta que le había dicho Link que Leclas necesitaba, y tampoco su capa. Sí encontró una mochila, con algunas mudas de ropa. Leclas había estado allí, y se había marchado. Si era él o no la persona herida, era algo que dudaba. Había encontrado un lazo con un bordado de flores en el suelo. No tenía polvo, y había una mancha de sangre. Leclas no iba a llevar algo así.

La Espada Maestra vibraba. Zelda la tocó. Esperaba escuchar la voz de mujer a veces inaudible, otras más clara, que le decía que iba a comenzar una prueba. En su lugar, lo que escuchó fue música. Era una canción muy alegre, algo que a Zelda no le apetecía escuchar. Retiró la mano, pero la canción seguía en su cabeza, sonando muy bajito. Caminó hacia la puerta exterior, y el sonido se elevó. Miró hacia el bosque que habían dicho que se llamaba "Umbra".

La canción sonó más clara,

"Debo entrar, es otra prueba, ¿verdad?" pensó. La respuesta le llegó con una vibración de la espada.

"Pues allá que voy"

Zelda tomó un montón de trapos que había en la entrada. Caminó hacia el bosque, escuchando esa canción. Además, en la nieve había huellas: unas de algo grande, gotas de sangre, y por último la de unos pies y algo redondo que se intercalaba. Leclas, y su muleta, corriendo en pos de una criatura que llevaba algo que sangraba.

Corrió ella también, y la canción sonó más fuerte en su cabeza. Zelda soltó uno de los trapos en el camino, y siguió corriendo hasta meterse en el interior del bosque de Umbra. Elia le había dicho que era un bosque oscuro, y no había exagerado. Aunque afuera hubiera aún quedara algo de luz, dentro del bosque parecía que era noche cerrada. No veía nada, y tuvo que encender un palo del camino con una semilla ámbar. Iluminó la escena, y caminó siguiendo las huellas. En un determinado momento, las huellas se difuminaron. Entonces, notó que si caminaba en una dirección, la canción sonaba más fuerte, y si caminaba en otra contraria, sonaba más débil.

Siguió el sonido de la música, corriendo. En cada intersección, dejaba caer un trozo de trapo, lo ataba a un árbol o arbusto, o debajo de una piedra. El bosque era realmente un lugar tenebroso, mucho más que el Bosque Perdido. Había muchos caminos, entre árboles, dentro de túneles hechos a través de troncos de árboles podridos, debajo de lomas o árboles caídos. Los siguió, y la única vez que le pareció que, si tomaba un camino por la izquierda, alejándose de la canción, podría atajar, de repente le rodeó un montón de niebla y escuchó una voz que se reía. Cuando se quiso dar cuenta, estaba de nuevo en la última intersección. "Al menos no me ha sacado del bosque, me hubiera enfadado mucho" pensó.

Aceptó que el espíritu tenía razón, y debía dejarse guiar.

Entonces, de repente, el camino se aclaró, y se encontró en un lugar grande, apartado, con unas ruinas arrojadas de cualquier manera en distintos lugares. Una columna, unas escaleras que no llegaban a ningún lado, un portal de una casa muy vieja. Puede que no fuera impresionante: en Hyrule había cientos de ruinas en muchos lugares, como el Bosque Perdido. Sin embargo, Zelda se acercó a una de las columnas. Ella no era tan observadora como Link, pero sí tenía buena memoria: las columnas tenían los mismos grabados que había en el arca, tanto la antigua como la nueva.

Escuchó susurros, y la canción terminó, por fin. Hacía tanto rato que la escuchaba que sabía que no iba a poder olvidarla. Miró alrededor, alzando la antorcha. No había nada que le hiciera pensar que el atontado de Leclas estuviera por allí. Lo único que se encontró fue con una especie de altar encima de unas largas escaleras. Le pareció que de allí venía algún sonido. Subió por las escaleras, atenta. Sí, ahora que se fijaba, sí que había ruido.

El de metales y golpes.

Subió corriendo. No podía soltar la antorcha, así que la usó con la mano izquierda mientras desenvainaba. Al llegar arriba, casi sin aliento, Zelda apuntó con la espada y se precipitó.

La escena era muy rara. Había una especie de altar, y sobre él, una chica yacía tumbada de lado, inconsciente. Delante, había un ser muy alto, de miembros largos. Parecía un muñeco hecho con palos, y se movía igual que una marioneta, pero Zelda sabía que no era un ser corriente. Ya los había visto antes: era un kull. Una especie de espíritu maligno, algo molesto, pero no agresivo. Bastaba con cortarle un poco una de las cuerdas invisibles que le movían para que se marchara sin más. Sin embargo, este kull tenía una característica distinta. Para empezar, sus miembros no eran de madera o paja, sino de metal, y también que el rostro, en lugar de los ojos oscuros que solían tener, tenía seis ojos de color azul, que brillaban igual que los ojos de los guardianes, o del gusano que tenía retenida a Zenara, o la temible criatura que tenía atrapado a Link VIII.

"Zant".

Quien luchaba contra él, era Leclas. Se movía despacio, demasiado, pero era capaz de mantener a la criatura. Estaba tan concentrado en la lucha que no se había dado cuenta de que Zelda estaba allí. Al menos, había una hoguera o pira encendida, que iluminaba un poco.

Zelda tomó la ballesta. Apuntó con ella al rostro del Kull, disparó y le hizo retroceder. Leclas por fin miró en su dirección. El shariano tenía una fea herida en el brazo, y en la frente, que sangraba. No hizo ningún gesto de alegría, siguió enfrentándose al kull.

– ¡Márchate! – le gritó Leclas.

– Eh, que he venido a ayudarte – Zelda atacó con decisión, con una fuerte finta. Hizo que el kull retrocediera un par de pasos. Leclas aprovechó para contraatacar, pero Zelda se interpuso –. Tú estás herido, llévate a esa chica, rápido.

Leclas soltó un bufido, y no obedeció. Siguió atacando. Se le notaba cansado, además de que la herida en la pierna le dolía tanto que no podía apoyarse en ella. El kull fijó sus cinco ojos en la chica, cinco porque Zelda le había roto uno.

– ¡Que te vayas, maldita sea! – Leclas la empujó hacia la chica –. ¡Que han venido a por ti, estúpida zanahoria!

"¿Cómo?" Zelda escuchó como crujidos y risas. Miró hacia arriba. De algún lugar entre la oscuridad aparecieron más kull. Uno de ellos fue más rápido: la agarró rodeando su tronco y aprisionando los brazos. Zelda se agitó para tratar de quitárselo de encima, pero era imposible: apretaba más y más, hasta hacerle crujir las costillas. Fue tan fuerte que lo sintió, aunque llevaba las hombreras y la cota de mallas. Sintió que se le escapaba la fuerza, a medida que se quedaba sin aire en los pulmones.

Leclas golpeaba a todos los kull, maldiciendo, llamándola. Zelda trató de levantar la espada de Gadia, sacudirse de encima la criatura, pero no podía moverse. Soltó la antorcha, que cayó al suelo y se apagó. En la semipenumbra que siguió, Zelda solo podía intentar librarse de la criatura, sin ningún resultado.

Cuando cayó de rodillas, pensó de verdad que iba a matarla. Leclas estaba aún más rodeado que antes, y aunque le veía mover los labios y sabía que la estaba llamando, Zelda no podía responder. Se permitió sonreír, pensando que había sobrevivido a muchas cosas, al mismo señor del Mundo Oscuro, y la iba a matar una especie de marioneta…

Escuchó un golpe, y el kull se apartó de ella, con violencia. Alguien la agarró del brazo y la empujó al altar. La chica que estaba allí tendida tenía los ojos abiertos, parecía que veía, pero no se podía mover. Sintió que volvía a respirar, aunque hacerlo fuera doloroso para sus pulmones y su corazón. Estaba mareada, y veía pequeñas estrellas delante de ella, en la oscuridad. Era como si los músculos se estuvieran congelando. Agitó la cabeza, se puso en pie, y trató de unirse a la lucha. Vio la espada de Gadia, lejos, muy lejos, puede que solo a unos metros, pero con su estado debilitado, era como si estuviera a un kilómetro.

"¿Vas a ayudarme, espíritu de la Espada Maestra?" preguntó. Se llevó la mano a la empuñadura, la sacó, pero no sintió ninguna vibración. No entendía esta prueba: ¿la había traído allí para asesinarla? ¿Por qué?

Quien luchaba ahora con Leclas era Jason, el chico de Termina. Era ágil, pero aún un novato. Los kull fueron retrocediendo, pero no dejaron de mirar hacia Zelda, que ya había logrado ponerse en pie. Zelda apretó los dientes. La Espada Maestra no era más que un trozo de hierro sin valor, le decía una voz insidiosa en su cabeza, pero no pensaba dejarse vencer. Tomó aire, pidió ayuda a las tres Diosas, y desenvainó.

"Ayudame, por favor..."

Jason Piesdefuego había sido una persona muy ordinaria toda su vida. En Términa, no había ocasiones para grandes aventuras ni luchas a vida y muerte. Sin embargo, en los últimos meses, había sido testigo de muchos hechos asombrosos: el arca atacando la torre del reloj, el ejército de guardianes, la llegada de las gerudos, los gorons y los zoras. Volar en pelícaro.

Nada fue tan impactante, ni contaría después en muchas fiestas de taberna, como el hecho de ver a la Heroína de Hyrule, conocida por el pueblo como Caballero Zanahoria, ponerse en pie en medio de las ruinas de Umbra. Vio que apretaba los dientes, entrecerraba los ojos y desenvainaba por fin la legendaria Espada Maestra. De ella surgió una fuerte luz azul, que derribó a todos los demonios que les estaban atacando. Cayeron fulminados, convertidos en polvo. La luz fue tan fuerte que derribó algunos árboles, y por fin, la lejana y fría luz del día invernal penetró en el bosque.

Acto seguido, Zelda susurró un "se acabó, estupendo", y cayó a plomo en el suelo.

Jason se acercó corriendo. Examinó rápido, sin saber bien qué hacer. Fue el Sabio del Bosque, Leclas, quien, cojeando, se acercó y dijo:

– Se pondrá bien, solo está aturdida por el golpe – le dio un golpecito en el hombro, usando la muleta.

En su mochila de soldado, Jason llevaba medicinas, antiséptico, venda y cicatrizantes, pero Zelda no lo necesitaba. La chica que seguía inconsciente tenía una herida en el brazo, un arañazo que había sangrado. Jason aplicó el antiséptico, como le habían explicado, y vendó con presteza la herida. Iba a continuación a aplicar estos remedios al sabio, cuando Leclas le dijo que no era necesario. Se limpió, cogió él mismo el cicatrizantes y se lo aplicó en la herida de la frente.

– Bien, ya está… – susurró –. Hay que llevarlas a la aldea, pero no sé si usted… – Jason miró a Leclas. El Sabio del Bosque atendía a la chica que estaba en el altar. En ese momento, le daba golpecitos en el rostro.

– No podemos irnos – dijo, con voz ronca.

– ¿Cómo? – Jason miró hacia la luz. El bosque era oscuro, y muy denso, pero no había sido difícil seguir el rastro que había dejado Zelda. Si lo hacían a la inversa, podrían regresar.

– Una pregunta, Jason – le sorprendió que se acordara de su nombre –. ¿Has venido tú solo? ¿No había más gente contigo?

– Sí, pero iban muy lentos, y yo he corrido. He ido encontrando los señuelos que dejó Zelda. Ella me prometió esperarme, no entiendo…

– Bien, la Zanahoria nunca hace lo que le dicen los demás – Leclas se sentó en el altar –. A estas alturas, toda esa gente se habrá perdido sin remedio. No llegarán aquí. Siento que te hayan arrastrado a esto, muchacho. Vas a morir, como todos.

Sacó una petaca que llevaba en el cinto, y bebió un poco. Hizo una mueca de dolor, y la guardó. La voz del Sabio del Bosque era más ronca y dura que antes, y tenía los ojos rodeados de bolsas moradas.

– No lo entiendo – Jason sintió un movimiento a su lado. Zelda se incorporaba, dolorida pero viva.

– ¿Es una trampa de Zant? – dijo, con un hilo de voz, apoyada en el altar.

– Así es, Zanahoria. Te has metido de lleno, igual que yo – Leclas señaló con la barbilla a la chica inconsciente –. Es mi prima, Liandra. La muy tonta insistió en quedarse en la casa para limpiarla, aunque yo traté de echarla. Entonces, apareció el kull, la mordió y se la llevó. He corrido como he podido. El bosque de Umbra, en invierno sobre todo, es un lugar peligroso. De niños nos prohibían jugar dentro, no solo por los lobos. Se dice que está hechizado, que los kull se lleva a los niños. Al llegar aquí, me encontré con que no les interesaba nada mi prima: solo querían capturarme. He resistido, y cuando estaba a punto de terminar con el último kull, te he visto llegar. Y lo he visto claro: te ha mirado con rabia y con ganas, parecía que yo ya no les interesaba. Ahora, estamos los cuatro aquí – dio un trago a la petaca, torció el gesto y dijo, con voz aún más sombría –. Atrapados.

Jason quiso decir que él no notaba que estuvieran perdidos o atrapados. Preguntó a Zelda si se podía poner en pie, a lo que la chica respondió demostrándole que, aunque estaba aturdida aún, sí que se podía incorporar. Guardó la empuñadura de la Espada Maestra, y caminó hacia la otra, para envainarla. A medida que avanzaba, recuperaba la energía. Cuando tomó la espada, se giró hacia Leclas y le dijo:

– Esto es una prueba del espíritu de la Espada. Querrá que te saque vivo del bosque de Umbra. Me estoy empezando a cansar de estos jueguecitos – susurró, más para ella que para el grupo.

Leclas respondió encogiéndose de hombros. Jason no sabía qué hacer, y decidió que, puesto que Zelda no necesitaba ayuda ninguna, debía de cuidar de esta chica, la prima de Leclas. Parecía pequeña, quizá tendría unos 14 años o menos. La cogió en brazos, y dijo entonces:

– Capitana, maese Leclas… Vayamos en esa dirección, sigamos los señuelos que dejó la capitana, y volveremos a la aldea.

– ¿Estás sordo? – Leclas abría de nuevo la petaca.

– ¿Cómo sabes que estamos atrapados? – preguntó Zelda.

Leclas dijo lo siguiente un poco bajo, por lo que ni Jason ni Zelda le escucharon. Zelda le pidió que repitiera, pero se puso muy rojo. Dio un pisotón al suelo y entonces gritó, tan alto que le temblaron los oídos a Jason un buen rato:

– ¡Porque me lo ha dicho Urbión! Maldita sea… – y se tomó otro trago de la petaca.

Jason miró a Zelda, y después a Leclas, sin entender por qué la capitana se sorprendió, aunque recuperó la compostura enseguida. Se acercó a Leclas, hizo un gesto con la barbilla a Jason para que empezara el camino, y entonces, el chico obedeció. Los dejó a los dos solos hablando, confiando en que lo alcanzarían.

Fue por el camino por donde entró, donde aún estaba el trapo que Zelda había dejado de señuelo. Cruzó un umbral oscuro, dejando la tranquilizadora luz de la luna de invierno que se colaba en los árboles en el claro, para penetrar en una oscura muy densa. No veía absolutamente nada, era la más oscura de las noches. Caminó en línea recta, recordando que el trapo estaba en un camino despejado. Pronto, vio un poco de luz al final, y entonces atravesó otro umbral… Para encontrarse de nuevo al lado de Zelda y Leclas.

Los dos habían estado discutiendo, y al ver aparecer a Jason con Liandra en brazos, Zelda soltó un "me cago en…" y Leclas se echó a reír.

– Te lo dije… – y echó un trago a la petaca.

Zelda levantó la mano, le quitó el alcohol de las manos, y la petaca voló unos metros para caer al suelo, derramando por el camino gotas de alcohol. Leclas lo vio caer, frunció el ceño, se sentó en el suelo y se cruzó de brazos. Parecía de repente un niño consentido.

– Maldita sea… – susurró la capitana. Hizo una señal a Jason para que regresara junto a ellos. Como se le cansaban los brazos, dejó a la chica de nuevo en el altar –. Esto es un hechizo. Si algo sabemos de los hechizos es que se pueden romper, de algún modo. Normalmente, si encontramos a la criatura que está haciendo esto, que te hace tener visiones de… – Zelda vaciló pero dijo, como quien traga una medicina amarga, el siguiente nombre: – … de Urbión, quizá podamos deshacer la maldición y por lo menos salir de Umbra.

– Claro, por supuesto, como sabes más que nadie sobre cómo vencer a los malos… – Leclas puso los ojos en blanco –. También sabías que esto era una trampa, ¿verdad? Tan lista siempre…

– No, idiota, no sabía que era una trampa – Zelda apretó el puño, pero relajó la mano para añadir –. Si lo hubiera sabido, habría venido igualmente. No te iba a dejar solo, maldito cabezón.

Aquí, Jason fue testigo de algo. Leclas dejó de fruncir el ceño. Miró hacia Zelda, con los ojos brillantes, y le pareció que sonreía. Fue un segundo, quizá se había sentido aliviado al escuchar a la chica hablarle así, pero fue fugaz. Al instante, frunció otra la frente, desvió la mirada y se puso en pie, apartando a Zelda con un empujón. Fue muy brusco, y quizá otra persona se habría caído, pero Zelda le esquivó con rapidez.

– No digas estupideces, Zanahoria. Anda, márchate con el musculito, que yo me quedo aquí. Quizá así podáis escapar.

– Te lo acabo de decir, de aquí saldremos todos – Zelda miró hacia Jason –. Y se llama Jason, es de Términa. Habrás bebido con él en la posada un montón de veces, fue uno de mis primeros reclutas.

Jason levantó la mano. Zelda le espetó un "no estamos en el colegio", y Jason entonces dijo:

– No hemos bebido nunca juntos, porque soy menor y no me dejaban entrar – miró a los otros dos y dijo – Tengo 15 años, capitana.

Leclas le miró sorprendido, mientras que Zelda le dijo:

– Cuando hicimos el reclutamiento, solo cogimos a los que tenían entre 17 y 18 años…

– Mentimos, muchos lo hicimos – Jason se encogió de hombros –. Es muy difícil para nosotros tener registro de la edad. Cuando aún estaba la ley, nuestros padres y el alcalde de Termina hacían papeles falsos, nos creaban las edades o nos escondían, para evitar que nos llevaran. ¿No os habéis preguntado por qué había tantos niños en la ciudad? Yo, como era muy alto y además más fuerte que el resto de mis hermanos, me puse 3 años más, y, además, me contrataron en varias granjas.

– Hermanos… – susurró Zelda.

– Sí, tres chicos más y dos chicas, gemelas. Muy graciosas, ojalá podáis conocerlas – Jason sonrió –. Mis padres fallecieron cuando yo tenía unos 10 años, y me tocó hacer de hermano mayor para todos. Por eso, sé aparentar que soy mayor de lo que realmente soy. Pero hay muchas personas en Términa con la misma situación. Nos apuntamos porque nos hacía ilusión combatir a favor de Hyrule, por un rey que había puesto fin a esta situación, y también para evitar que regresen tiranos como la reina Estrella. Lo siento, por mentir, pero queríamos tener la opción de luchar.

Jason no era un chico de muchas palabras, pero no sabía por qué, no podía dejarlo. Hablaba y hablaba, mientras las caras de los dos que tenía enfrente, más adultos y experimentados, iban cambiando de la sorpresa inicial, a otras expresiones que no entendía: pena, rabia, enfado… Debió callarse de inmediato, pero no podía parar. Mientras, Liandra se incorporó. Miró hacia Zelda con sorpresa, sobre todo a su cabello, sonrió y dijo:

– Aquí está, como dijiste, Leclas. La valiente Caballero Zanahoria.

Zelda al final hizo algo. Se llevó la mano a la boca, y se echó a reír. Leclas la miró. Él, al contrario, tenía los ojos con lágrimas. Jason le preguntó a Liandra si se encontraba bien, y la chica respondió con un "sí, solo cansada".

– Liandra, encantada de conocerte, sí, soy Zelda Esparaván. Os pido a los dos que me llaméis por mi nombre, si no os importa. Ahora, vamos a pensar cómo salir de aquí.

La luna era lo único que iluminaba el claro. Se había hecho de noche en todas partes, no solo en el bosque. Al principio, Zelda pidió a todos que se cogieran de la mano y avanzó ella primero, con una tea que se fabricó con una semilla ámbar y un palo. Avanzaron así en la oscuridad, pero les pasó lo mismo que a Jason al principio: llegaron de nuevo al claro, aunque habían avanzado en línea recta. Leclas fue el único que no se movió. Había recuperado la petaca y la movía en sus manos, agitando para ver si podía conseguir un poco de alcohol, aunque solo fuera una gota.

Mientras caminaban, el soldado y la shariana se quedaron callados. Al menos, Jason podría luchar, pero Liandra nada sabía de armas, así que el chico estaba más atento por si hacía falta protegerla. Al regresar al claro, Zelda propuso ir por otro camino, y les pasó lo mismo, solo que en vez de aparecer por la izquierda de Leclas, lo hicieron a su derecha. El shariano seguía sentado. Había admitido que ya no tenía más alcohol. Cogió un palo grueso, un puñal que llevaba en la bota, y empezó a tallar. Los otros dos chicos observaron que Zelda le bufaba al pasar a su lado, y hasta una vez le soltó un "¿qué demonios te pasa, maldito gruñón?" sin recibir respuesta clara del shariano.

En un último esfuerzo, se dividieron y cada uno tomó un camino. Zelda apareció por el que había tomado Jason, este el que tomó Liandra, y esta último por el que había visto marchar a Zelda. La chica al final se sentó al lado de su primo, se llevó las manos a los ojos y dijo que estaba agotada.

– Normal. Llevamos dos horas caminando sin rumbo – Zelda miró alrededor. A falta de plan mejor, y notando que hacía frío, pidió a Jason reunir algo de leña. Quizá, cuando llegara el amanecer, podrían salir.

– Como si eso funcionara alguna vez – dijo Leclas. A pesar de eso, cuando su prima apoyó la cabeza en su hombro, no se movió. En su lugar, se quitó la capa y la tapó como pudo. Estaba temblando.

Jason tenía sus raciones de soldado, que eran pocas, y Zelda las suyas. Sin decir palabra, las juntaron y le dieron un trozo a Leclas, pero este negó con la cabeza.

– No tengo hambre, dásela a ella – y Zelda, sin preguntar, eso hizo. Fue entonces que descubrió que la chica estaba llorando.

– Anda, no me fastidies… Vamos a salir de aquí, no llores, eh – Zelda trató de poner la voz más dulce que tenía. Le parecía que Liandra era muy mayor para usar los trucos que funcionaban con los niños del Bosque Perdido, pero quizá se equivocaba.

– Vamos a convertirnos en Skull kid, como los pobres niños de las historias – dijo la chica, mientras se limpiaba la cara.

– No seas tonta, eso no es cierto. Somos mayores. Moriremos de hambre y frío, como la gente normal – dijo Leclas, con una risa nerviosa. Se llevó un golpe de Zelda, que estaba cerca, y una mirada llena de reproche de Jason –. ¿Qué? Es la verdad.

– Os prometo que vamos a salir de aquí, los cuatro. Estamos cansados, paremos un momento, y pensemos, ¿de acuerdo? – Zelda estiró las piernas, y movió los tobillos cerca del fuego. Al menos, estaban calentitos.

– Vamos, Liandra, no llores. Piensa en lo divertido que será cuando contemos esta historia. Mis hermanas se van a volver locas. Me piden todas las noches que les cuente historias de Zelda Esparaván, y algunas las tengo que repetir tres veces para que se queden dormidas – Jason mordió su ración y pidió, con un gesto, que Liandra hiciera lo mismo. Esta, al menos sonrió un poco.

– Sí, tendré algo emocionante que contar por una vez, en la próxima feria. Ya conocía a la Caballero Zanahoria por esos cuentos, no me imaginaba que fuera amiga de mi primo… ¡Y que él fuera uno de los sabios legendarios! Menuda sorpresa cuando vino con los niños… – y Liandra sonrió con un poco más de confianza.

– Eh, que estamos delante – dijo Zelda. Leclas soltó un estornudo, aunque a Jason le pareció una risotada disimulada.

– A mis hermanas les encanta la historia de la captura del bandido Lagartija – recordó el chico, pensando en sus dos hermanitas gemelas, las dos rubias, una con un diente mellado, la otra con una marca de la viruela en la frente.

– Mi favorita es la de la molvora… ¡Me encantaría conocer a una gerudo! Tienen que ser impresionantes.

– Pues, espera, que se han unido al ejército del rey, montadas en ¡pájaros gigantes! Se llaman pelícaros.

– ¿Pelí que?

– Pelícaros. Son enormes, pero muy amigables. ¡Hemos venido en dos de ellos! Cuando salgamos, te los enseño. El mío se llama Saltarín.

Les interrumpió una palmada, seguido de un "ey, vosotros dos". Fue Zelda, que los miraba con una ceja enarcada y el rostro algo rojo.

– Para empezar, se dice moldora, y era un macho, así que la historia debe ser "la captura del moldora". Después, que a ese bandido le llamaban Lagarto, no lagartija. Aunque con lo escurridizo que era, le pega el nombre – Zelda soltó un suspiro –. Y, por favor, a ver si os enteráis de que mi nombre es Zelda, Zelda Esparaván, no Caballero Zanahoria.

– No le gustan que la llamen así – dijo Jason, en un susurro. Liandra asintió.

– Claro, como no, a la Zanahoria le molesta que cuenten mal sus grandes hazañas – dijo Leclas –. No vaya a ser que la gente olvide lo grande que es y la cantidad de cosas que ha hecho por Hyrule. La elegida, la heredera del Héroe del Tiempo. ¿Cómo fue ese discurso que le soltaste a los minish? ¿Qué habías estado en el Mundo oscuro, que eras la portadora del Triforce del Valor, tu título completo, Lady Zelda Esparaván, Heroína de Hyrule?

– Leclas… – dijo esta, mirándole fijamente.

– La gran heroína, que no cuenta que ahora mismo estamos perdidos y no tiene ni idea de qué hacer…

– Al menos, yo estoy tratando de pensar, maldito gruñón – le replicó Zelda.

– Ah, claro, claro… Porque solo tú eres la única que piensa. ¿Cómo llamarán a esta historia, la de cuando el Caballero Zanahoria se perdió en el bosque de Umbra y dejó morir a inocentes? No, esa no sería muy popular.

– Desde luego, no la llamaran "Leclas el Sabio del Bosque se quedó sentado bebiendo".

Nada más decirlo, Zelda se arrepintió. Supo que le había hecho daño, más que si hubiera cogido la espada y se la hubiera clavado en la pierna herida. Leclas se puso en pie, muy rojo el rostro. Por un instante, tuvo el recuerdo de las discusiones que solían tener en el refugio. De hecho, la situación era muy parecida: solos en un bosque, en busca de cómo sobrevivir.

– ¿Me estás llamando inútil?

– No te lo estoy llamando, es que lo eres – Zelda se puso en pie –. Te has convertido en un adulto estúpido, llorón y borracho, no sabes hacer nada, no ayudas.

– ¡No puedo caminar tanto como vosotros! Aún me duele la pierna del esfuerzo de correr detrás del kull. ¡Y no soy llorón!

– Pero sí un borracho. Link me lo ha dicho: no podía contar contigo porque estabas cocido o de resaca.

– Ah, claro, Link, tu novio… Él sí que es listo, pero no es un llorón, ¿no? Puede tirarse varios días sin levantarse, pero como es el niño bonito al que todos quieren, no se le exige nada.

– ¿Cómo que no se le exige? Si ha estado trabajando más que muchos de nosotros, ¡y encima en una guerra que detesta! No le insultes, si no quieres llevarte un puñetazo.

Jason y Liandra los miraban discutir, los dos sorprendidos y algo incómodos. Quizá Liandra pensaba que su primo estaba gastando una broma, pero bastaba con ver el rostro de Zelda para saber que, por lo menos ella, no tenía ganas de reír.

– Todos estamos haciendo lo que podemos. Yo no tengo el Triforce del Valor y sus poderes, y aquí estoy, dejándome la piel contra criaturas grandes, de metal, feroces y que amenazan la vida de los sabios. ¡Y no me he quejado ni una sola vez!

– No, porque tú eres perfecta, como tu novio, el perfecto. Anda, ya, Zanahoria, lárgate. Yo ya he renunciado a ser sabio. ¿Qué más da? ¿Qué cambio hago? No soy fuerte como Link VIII, ni sabio como Saharasala. No le llego a la altura al sin sangre de Kafei, y Nabooru es más líder que ninguno de nosotros. En comparación con los poderes de Laruto, no soy más que un simple aldeano. Lo que he sido siempre. Merezco quedarme en esa casa, toda la vida – Leclas se giró hacia la oscuridad, para que nadie le viera el rostro, cuando dijo – . Merezco morir como mi padre, solo y borracho.

Zelda abrió la boca, pero no dijo nada. De repente, toda la rabia que había sentido a medida que discutían se había ido, y en su lugar, solo había tristeza.

– No murió solo – dijo Liandra. La chica se puso en pie –. Tu padre… No era una buena persona. Le gritaba a mi madre, como acabas tú de hacer con Zelda, pero al final, cuando ya estaba tan enfermo… No sé qué vio, de repente se volvió dócil y bueno. Hizo las paces con mi madre, me pidió perdón a mí y a mi padre, y quiso… – Liandra se detuvo –. Te dio la carta, ¿verdad? Mi madre le ayudó a escribirla, él…

– La quemé. No quiero saber nada de ese… – y Leclas soltó un insulto, tan fuerte que su prima se escandalizó y Jason dijo, avergonzado, que "esa lengua, que hay señoritas" –. Pero es la verdad. Tú eras muy pequeña, no lo recordarás, pero me daba tantas palizas que a veces no me podía mover. Me hacía trabajar en la carpintería. Solía quedarme dormido de pie, cerca de las sierras. Le daba igual que me cortara, que no jugara con otros niños, que no fuera a la escuela, que no comiera. Me hacía trabajar sin importar que hiciera frío o calor, sin parar. Solo me gritaba, y cuando tardaba un poco… ¡Pam! Me lanzaba una jarra a la cabeza – Leclas señaló a la parte de atrás, donde tenía esas horribles cicatrices –. ¡Aprendí a leer hace cinco años! ¿Crees que con una cartita le puedo perdonar? Preferí que me llevaran los guardias reales a un orfanato antes que seguir viviendo con él.

– Podrías haberte quedado con nosotros, mamá…

– Tu madre, como todos en la aldea, le tenían tanta lástima que no hicieron nada. Decían que era normal, que perder a mi madre le había vuelto loco. ¡Pues no! Ya bebía antes, y a ella también… – y Leclas dejó de hablar. Se giró hacia la oscuridad, tomó la muleta y soltó un – A la mierda. Pues voy a hacer algo, me largo. Prefiero morir solo en la oscuridad que seguir escuchando tonterías.

Jason trató de detenerlo, dio un par de zancadas y hasta le agarró del brazo. Leclas le esquivó, le golpeó con la muleta, sosteniéndose en la pierna sana, justo en la espinilla. Cuando se agachó por el dolor, Leclas le empujó y de nuevo, renqueante, se marchó por el camino más cercano, el del centro.

– Déjale, ya aparecerá otra vez – dijo Zelda. Liandra seguía sentada, y tras ver a su primo marcharse, se cubrió los ojos y volvió a llorar otra vez.

Esperaron un rato. Leclas no volvió a aparecer por ninguno de los tres caminos.