Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Venganza para Victimas" de Holly Jackson, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.


Capítulo 43

Mike llegó a su casa a las 3.27 de la madrugada después de matar a Neil Prescott.

Bella aparcó en el camino de la casa de los Hastings, exactamente en el mismo sitio donde estaba el coche al principio de la noche. Apagó el motor; los faros se apagaron y se hizo la oscuridad.

Edward se levantó del suelo del asiento trasero y estiró el cuello.

—Menos mal que se ha encendido el indicador de la reserva de gasolina, porque no habíamos tenido suficiente adrenalina esta noche. Necesitaba de verdad ese último subidón.

—Ya. —Bella soltó aire—. Ha sido un giro de guion bastante divertido.

No habían podido parar a repostar, claro; se suponía que eran Mike Newton y en las gasolineras hay muchas cámaras de seguridad. Pero consiguieron llegar —con la atenta mirada de Bella en la luz de reserva— y ahora ya daba igual.

—Debería entrar yo sola, amor—dijo Bella, cogiendo la mochila y sacando las llaves del coche—. Seré lo más rápida y discreta posible. No sé cómo de dormido seguirá. Tú puedes irte a casa.

—Te espero. —Edward salió del coche y cerró la puerta con cuidado—. Quiero asegurarme de que estás bien.

Bella bajó y estudió su cara en la penumbra mientras apretaba el botón para cerrar el coche. Tenía los ojos rojos.

—Está inconsciente —le recordó ella.

—Sigue siendo un violador —respondió Edward—. Te espero aquí. Venga, vete.

—Vale.

Bella avanzó en silencio hasta la puerta y echó un vistazo a las cámaras tapadas a cada lado. Introdujo la llave en la cerradura y entró en la oscuridad de la casa durmiente.

Escuchó la respiración de Mike en el sofá, profunda y sonora.

Aprovechaba cada una para avanzar y esconder sus pasos. Limpió las llaves con la sudadera de Mike; ninguno de los dos las había tocado con las manos descubiertas, pero por si acaso.

Primero subió con pasos ligeros y concienzudos, dejando el barro de la escena del crimen sobre la moqueta. Encendió la luz de la habitación de Mike y soltó la mochila en el suelo. Se quitó la gorra y la sudadera con cuidado de no mover su gorro de lana. Comprobó la tela gris en busca de algún pelo oscuro que pudiera haberse quedado enganchado. Estaba limpia.

Examinó las mangas y encontró la mancha de sangre. Fue sigilosamente hasta el baño. Encendió la luz. Abrió el grifo. Sumergió la prenda sangrienta bajo el agua y frotó con los dedos enguantados hasta que la mancha se convirtió en una marca marrón. La volvió a llevar a la habitación, hasta el cesto de la ropa sucia donde la había encontrado.

Apartó la pila de ropa y metió la sudadera gris, empujándola hasta el fondo.

Se desató los zapatos de Mike. Sus pies parecían enormes y ridículos con los cinco pares de calcetines. Las suelas en zigzag de las deportivas todavía estaban cubiertas de barro, que cayó al suelo mientras Bella las dejaba en el fondo del armario. Las cubrió con montones de zapatos para esconderlas.

De Mike, no de quienes de verdad importaba: el equipo forense.

Volvió a por la gorra, la colocó donde la había encontrado —colgada en los pomos— y cerró el armario. Regresó a su mochila, se puso sus zapatos y metió la mano para sacar la bolsa con el teléfono de Mike. Bajó en silencio con el móvil en la mano.

Bella pasó por el pasillo y se acercó a él, cuando lo único que quería era retroceder, esconderse, por si acaso se abrían de golpe los ojos brillantes de aquella cara angulosa. La cara de un asesino; eso es lo que todos debían creer.

Dio un paso más y vio a Mike por encima del respaldo del sofá, en la misma posición en la que ella lo había dejado hacía más de seis horas. Con la mejilla aplastada contra el reposabrazos y una bolsa de guisantes descongelada conectada a él por un hilo de saliva. Respiraba tan profundamente que se le movía todo el cuerpo.

Todavía estaba muy dormido. Bella lo comprobó arrastrando un poco el sofá, preparada para agacharse por si se movía. Pero ni se inmutó.

Dio un paso adelante, sacó el teléfono de la bolsa de plástico y lo dejó sobre la mesa. Cogió la botella de agua, la llevó hasta la cocina a oscuras y la lavó varias veces antes de rellenarla, para que no hubiera rastro de la droga por el fondo.

La volvió a colocar sobre la mesa, con la boquilla abierta. Miró a Mike cuando respiró especialmente fuerte, casi como un suspiro.

—Sí —susurró Bella, mirándolo. Mike Newton. Su piedra angular. El espejo invertido por el que se definía, todo lo que él era y ella no—. Es una mierda que alguien ponga algo en tu bebida y te arruine la vida, ¿verdad?

Volvió a salir a la oscuridad de la noche, tapándose los ojos para protegerlos del brillo demasiado intenso de las estrellas.


—¿Estás bien? —le preguntó Edward.

Se le escapó un sonido, un golpe de aire que sonó casi como una risa.

Sabía lo que había querido decir, pero la pregunta le llegó más adentro y retumbó en sus entrañas. No, no estaba bien. Después de esa noche, jamás volvería a estar bien.

—Estoy cansada. —Le tembló el labio inferior, pero lo controló. Todavía no podía ceder. No había acabado, aunque ya faltaba muy poco—. Bien —dijo—. Solo queda quitar la cinta de las cámaras.

Edward la esperó de nuevo. La retiró de la misma forma que la había puesto: deslizándose contra la pared, despegándola y dando la vuelta, esta vez por detrás de la casa, para despegar la otra. Pero no era ella la que lo estaba haciendo, claro; era Mike Newton. Y esa era la última vez que ella tenía que ser él. No le gustaba estar en su cabeza; o que él estuviera en la suya. No era bienvenido.

Bella saltó por encima de la valla y vio a Edward bajo la luz de la luna.

Ninguno de los dos se había ido aún, la luna seguía mostrándole el camino.

Se quitaron por fin los guantes de látex. Los dos tenían la piel de las manos húmeda y arrugada cuando entrelazaron los dedos, colocándolos en su hogar, o lo que ella esperaba que aún fuera su hogar. Edward la acompañó a casa y no dijeron ni una palabra, solo se agarraron de las manos, como si ya lo hubieran dado todo y no les quedaran palabras. Solo dos, los dos únicos que importaban cuando Edward se despidió de ella frente a su casa.

Rodeándola con los brazos, demasiado fuerte, como si ese abrazo fuera lo único que impidiese que desapareciera. Porque ya lo había hecho una vez; había desaparecido y se había despedido de él para siempre. Bella enterró la cara entre el cuello y el hombro de Edward, cálido, incluso cuando no había motivos para que lo estuviera.

—Te amo —dijo ella.

—Te amo —le respondió él.

Bella se guardó muy cerca esas palabras. Obligó al Edward que vivía en su cabeza a repetirlas mientras abría la puerta en silencio y entraba en su casa.

Subió la escalera, evitó el escalón que crujía y entró en su habitación con olor a lejía.

Lo primero que hizo fue llorar.

Se tiró en la cama y se tapó la cara con una almohada, que la hizo desaparecer como había hecho el Asesino de la Cinta. Sollozos silenciosos y dolorosos que la quebraban, le desgarraban la garganta, hilos deshechos en su pecho que la dejaban desarmada y descubierta.

Lloró y se permitió llorar. Unos minutos de luto por la chica que jamás volvería a ser.

Luego se levantó y se recompuso, porque todavía no había acabado.

Sentía un cansancio como nunca antes, y se tambaleaba sobre la moqueta como una chica muerta que caminaba.

Cogió con cuidado el cubo de lejía y lo sacó de la habitación, dando un paso con cada respiración de su padre al fondo del pasillo, disfrazando sus movimientos tras ella. Entró en el baño, en la ducha, y fue vertiendo lentamente la mezcla de agua y lejía por el desagüe. La ropa y la cinta adhesiva que quedaron en el cubo estaban empapadas, con marcas blancas de la lejía, que ya había empezado a robarles el color.

Bella llevó el cubo y todo lo que había dentro a su habitación, dejando la puerta encajada para que no hiciera ruido, ya que iba a estar entrando y saliendo durante las próximas horas.

Sacó una de las bolsas de plástico de la mochila —ahora vacía— para proteger la moqueta y puso encima las cosas mojadas del cubo. Encima vertió el resto del contenido de la mochila, todo de lo que se tenía que deshacer, lo que debía destruir para que no la relacionaran con el crimen.

Sabía exactamente cómo hacerlo.

Del primer cajón del escritorio sacó un par de tijeras y metió los dedos entre los agujeros de plástico. Se puso de pie frente al montón de cosas y lo analizó, creando nuevas hileras de elementos que tachar en la lista de su cabeza. Tareas pequeñas y manejables.

Empezó con el primer elemento. Cogió el sujetador deportivo que había llevado puesto, empapado y con manchas blancas. La mancha de sangre ya no era perceptible a simple vista, pero siempre quedaban rastros.

—Era mi favorito, desgraciado —murmuró mientras cortaba la tela en tiras pequeñas y luego en cuadrados aún más diminutos.

Hizo lo mismo con las mallas, y luego con la sudadera y con toda la ropa que había estado en contacto con Neil Prescott o con su sangre. Los trapos también. Mientras cortaba, se imaginaba una escena a dieciséis kilómetros de allí, al cuerpo de bomberos llegando a un incendio descontrolado en el complejo de una empresa de jardinería y limpieza, los habría avisado algún vecino preocupado, que no estaba lo bastante cerca como para escuchar los gritos pero sí las explosiones en mitad de la noche, pensando si serían fuegos artificiales.

Una pila de cuadros de tela desiguales se amontonaba ante ella.

Lo siguiente eran los guantes. Cortó el látex en trozos de cinco centímetros. El material de los guantes de Green Scene era más grueso, más difícil de rasgar, pero Bella insistió y se aseguró de dañar el logo lo máximo posible. Las manoplas de la madre de Edward también. No estaban ligadas a la escena del crimen, pero él las llevaba puestas cuando había recogido el coche de Mike y podían quedar algunas fibras en el interior; tenía que destruirlas. No había margen de error. Hasta uno microscópico podría suponer el final del plan, y el final de Bella.

Cortó la cinta adhesiva en trozos de cinco centímetros, y encontró el origen de la calva que tenía en la ceja izquierda. Los pelos estaban pegados en la cinta que le había envuelto la cara. Y, por último, cortó el tubo de plástico en trozos pequeños. Apartó las deportivas y los dos teléfonos a un lado, se desharía de ellos de otra forma.

El resto, ese montón que había delante de ella, iba a tirarlo por el retrete.

Gracias, red de saneamiento central. Siempre que no atascara las tuberías de su casa —lo había cortado todo en trozos muy pequeños precisamente para evitarlo—, todo lo que había allí terminaría en el centro de tratamiento de aguas residuales, y no había forma posible de que lo vincularan con ella ni con su casa. Tampoco es que lo fueran a encontrar nunca, de todos modos; la gente tiraba por el retrete todo tipo de cosas. Las aguas residuales se filtrarían y todo acabaría en un vertedero, o incluso incinerado. Sin rastro. Hermético. Irrefutable. Nunca había pasado.

Bella cogió primero la bolsa de plástico con el resto de las pastillas de Rohypnol; no le gustaba cómo la miraban, y no se fiaba de sí misma con ellas. Cogió también un pequeño montón de recortes y, moviéndose con cuidado, fue hasta el baño, cerró la puerta, metió las manos en el retrete y lo soltó todo.

Tiró de la cisterna y lo vio desaparecer. Las pastillas fueron lo último que se tragó el remolino de agua. Su familia no debería despertarse; dormían como troncos. Y la cisterna no hacía demasiado ruido, sobre todo con la puerta del baño cerrada. La taza del retrete se volvió a llenar con normalidad. Bien. No debía forzar, tenía que echar montones pequeños y dejar pasar varios minutos entre cada descarga, para que nada se acumulara en las tuberías.

Bella lo tenía todo pensado. Estaba ese retrete, que era el del cuarto de baño grande, que estaba arriba, y el del baño de abajo, cerca de la puerta.

Dos inodoros, pequeños montones, una pila enorme de pruebas. Iba a llevarle un buen rato, pero tenía que hacerlo antes de que su familia se despertara. Por otro lado, no podía dejar que el agotamiento la hiciera ir más rápido, coger demasiada cantidad y atascar las tuberías.

Bella volvió a su habitación y agarró otro montón con las dos manos, bajó la escalera —saltándose el tercer escalón— y lo tiró por el retrete.

Viajes alternos al baño de arriba y de abajo, con tiempo suficiente para que se llenaran por completo. Dudando cada vez que tiraba de la cisterna, durante ese breve segundo de pánico en el que parecía que el retrete no se rellenaba y, joder, ya se ha atascado, estaba acabada, era el fin, pero el agua siempre volvía.

Se preguntó si el cuerpo de bomberos habría llamado a la policía en cuanto habían visto el coche ardiendo y olido el combustible. Estaba claro que era un incendio provocado. ¿O esperarían hasta controlar el fuego y ver el suelo de hormigón empapado en sangre en el edificio destrozado?

Otro montón. Otra descarga de agua. Bella despejó la mente durante las repeticiones, dejando que sus manos hicieran todo el trabajo, todo el raciocinio. Arriba y abajo. Entrar en la habitación, coger el montón y volver a salir.

A las seis de la mañana, su consciencia volvió a la vida tras los ojos secos. Pensó en si la policía habría llegado a la escena, tal vez estuviesen asintiendo mientras los bomberos señalaban los indicios evidentes de un asesinato. Estaba claro que habían herido gravemente a alguien allí, puede que incluso asesinado. Miren ese martillo, creemos que puede ser el arma.

¿Habrían empezado a rastrear la zona? No tardarían en encontrar la lona, y al hombre muerto en su interior.

¿Llamarían entonces a un inspector? ¿Sería Hawkins, que interrumpiría su domingo, cogería su chaqueta verde y haría una llamada a los técnicos de la escena del crimen y para decirles que se reunieran con él allí enseguida?

Abajo. Cisterna. Arriba. Montón.

«Acordonen la escena del crimen», gritaría Hawkins con el frío de la mañana cortándole la cara y los ojos.

«¿Dónde están los técnicos de emergencias? Que nadie se acerque al cadáver hasta que tenga fotografías y moldes de esas huellas».

Cisterna.

Ya debían de ser las seis o las siete de la mañana. El examinador médico ya debería haber llegado a la escena, con su traje forense de plástico. ¿Qué haría primero? ¿Tomarle la temperatura al cuerpo? ¿Tocar los músculos para comprobar la fase del rigor mortis? ¿Presionar con el dedo la piel de la espalda de Neil para ver si aún se blanqueaba? Caliente, rígido, blanqueable; Bella lo repetía mentalmente como un mantra. Caliente. Rígido. Blanqueable.

¿Estaban, en este preciso instante, haciendo todas esas pruebas para averiguar la posible ventana de tiempo en la que había muerto ese hombre?

¿Haciendo las observaciones iniciales, fotografías? Y Hawkins observándolo todo desde la distancia. ¿Qué estaba pasando? A dieciséis kilómetros y con la persona responsable de todo, quien decidiría si Bella vivía o no.

Escalera abajo. Cisterna.

¿Habrían averiguado ya quién era el hombre muerto? El inspector Hawkins lo conocía —eran vecinos, puede que hasta amigos—, debería reconocer su cara. ¿Cuándo se lo dirían a Maureen Prescott? ¿Cuándo llamarían a Tatum?

Los dedos de Bella rozaron la bolsa de plástico sobre la moqueta. Se acabó, solo quedaban cuatro trozos. Uno de lo que habían sido sus mallas, dos trozos de un guante de látex y una muestra de su sudadera.

Bella se puso de pie y respiró hondo antes de tirar de la cisterna, observando aquel último remolino de agua llevándoselo todo, haciéndolo desaparecer.

No quedaba nada.

Nunca había ocurrido.

Bella se quitó la ropa y se volvió a duchar. No tenía nada en la piel, pero se sentía sucia, marcada de alguna forma. Metió la sudadera negra y las mallas en el cesto de la ropa sucia; no tenía por qué haber restos incriminatorios, pero la lavaría con agua caliente, por si acaso.

Se puso el pijama y se envolvió en el edredón, tiritando.

No era capaz de cerrar los ojos. Era lo único que quería hacer, pero sabía que no podía, porque, en cualquier momento…

Bella escuchó la alarma en la habitación de sus padres, ese canto de pájaro chirriante que debía resultar agradable pero no lo era porque su madre tenía el volumen del teléfono demasiado alto. Bella pensó que sonaba como si se acabara el mundo, como un montón de palomas decapitadas que se lanzaban contra su ventana.

Eran las 7.45. Demasiado temprano para un domingo. Pero los padres de Bella habían prometido que llevarían a Jake a Legoland.

Bella no iba a ir a Legoland.

No podía, porque se había pasado toda la noche vomitando y sentada en el retrete. Alternando entre los dos mientras su estómago se encogía y temblaba. Tirando de la cisterna cientos de veces y terminando otra vez allí, agarrada a la taza. Por eso tenía el cubo de la basura en su habitación y olía a lejía. Había intentado quitarle la peste a vómito.

Bells escuchó unos murmullos en el pasillo cuando su madre fue a despertar a Jake, que soltó un pequeño grito de emoción al recordar el motivo del madrugón. Las voces iban y venían, el ruido de su padre saliendo de la cama, el suspiro tan fuerte que daba mientras se estiraba.

Alguien llamó con los nudillos a su puerta.

—Entra —indicó Bella con una voz áspera y nauseabunda.

Ni siquiera tuvo que esforzarse en parecer enferma; sonaba rota.

¿Estaba rota? Ya pensaba que lo estaba antes de que empezara el día más largo de su vida.

Su madre asomó la cabeza y arrugó la cara de inmediato.

—Huele a lejía —observó, confusa, mirando el cubo junto a la cama de Bella—. Ay, cariño, ¿te has puesto enferma? Jake me ha dicho que ha estado toda la noche escuchando la cisterna del baño.

—Llevo vomitando desde las dos de la mañana. —Bella sorbió por la nariz—. Y lo otro también. Lo siento. Intenté no despertar a nadie. Traje el cubo, pero olía a vómito, así que lo limpié con la lejía del baño.

—Mi amor. —Su madre se acercó para sentarse en la cama y le puso el dorso de la mano en la frente.

Bella casi se rompe en ese momento, en cuanto la tocó, por la devastadora normalidad de la escena. Por una madre que no sabía lo cerca que había estado de perder a su hija. Y aún podría perderla si el plan salía mal, si los números que el examinador médico le estaba diciendo a Hawkins no eran los que ella necesitaba. Si había pasado por alto algo que revelaría la autopsia.

—Parece que tienes un poco de fiebre. ¿Crees que es un virus? —le preguntó, con la voz tan suave como su mano, y Bella se alegró muchísimo de estar viva y volver a escucharla.

—Puede ser. O a lo mejor me ha sentado mal algo que comí.

—¿Qué comiste?

—McDonald's —respondió Bella, con una pequeña sonrisa.

Su madre abrió mucho los ojos, como diciendo: «Pues ya está». Miró hacia atrás, a la puerta.

—Le prometí a Jake que iríamos hoy a Legoland —dijo insegura.

—Vayan ustedes —dijo Bella. «Por favor, marchense».

—Pero no te encuentras bien —se quejó su madre—. Debería quedarme a cuidar de ti.

Bella negó con la cabeza.

—Hace ya tiempo que no vomito, de verdad. Creo que ya se me ha pasado. Solo quiero dormir un rato. En serio. Quiero que vayan. —Su madre movió los ojos mientras se lo pensaba—. Imagina el coñazo que dará a Jake si lo cancelan.

Su madre sonrió y acarició a Bella bajo la barbilla, y ella esperó que no se diera cuenta del escalofrío que sintió.

—Eso no te lo voy a negar. ¿Seguro que vas a estar bien? A lo mejor le puedo decir a Edward que venga a verte.

—De verdad, mamá, me encuentro bien. Solo voy a dormir. Tengo que practicar dormir de día para cuando vaya a la universidad.

—Vale. Te voy a traer un vaso de agua.

Su padre también tuvo que entrar, por supuesto, después de que le dijeran que no se encontraba bien y que no iba a ir con ellos.

—Ay, mi florecita —susurró, sentándose a su lado y hundiendo toda la cama. Bella casi rueda hasta sus piernas porque no le quedaban fuerzas—. Qué mala cara tienes. ¿Soldado herido?

—Soldado herido —respondió ella.

—Bebe mucha agua —le aconsejó él—. Y aunque me duela decirlo, tienes que comer pan solo, arroz blanco y esas cosas.

—Ya lo sé, papá.

—Vale. Tu madre dice que has perdido el teléfono y, por lo visto, me lo contaste anoche, pero yo no me acuerdo de tal cosa. Llamaré al fijo en unas horas, para ver si sigues viva.

Su padre estaba a punto de salir de la habitación.

—¡Espera! —Bella se incorporó revolviendo el edredón. Su padre dudó en la puerta—. Te quiero, papá —susurró, porque no se acordaba de la última vez que se lo había dicho, y todavía seguía viva.

Una sonrisa le atravesó la cara.

—¿Qué quieres de mí? —Se rio—. Tengo la cartera en la habitación.

—No, nada —dijo ella—. Solo quería decírtelo.

—Ah, bueno. Pues en ese caso, yo también te quiero, florecita.

Bella esperó hasta que se fueron. Escuchó el ruido del coche y miró entre las cortinas cómo se alejaban.

Entonces, reunió las últimas fuerzas que le quedaban, se levantó de la cama y se tambaleó por la habitación arrastrando los pies. Cogió las deportivas empapadas que había escondido tras la mochila y los dos teléfonos de prepago.

Solo quedaban tres elementos que tachar de la lista, podía hacerlo, ya veía la línea de meta y el Edward de su cabeza le decía que ella podía. Deslizó la tapadera trasera de su teléfono. Sacó la batería y la tarjeta SIM. Rompió el pequeño plástico con los pulgares, justo por el medio del chip, igual que había hecho con el de Neil. Lo llevó abajo.

Al garaje, a la caja de herramientas de su padre. Sustituyó su cinta americana por otra.

—Puta cinta americana —siseó apretando los dientes.

Luego cogió el taladro, apretó el gatillo y miró durante un instante cómo giraba la broca, retorciendo las partículas de aire. Atravesó la pantalla del pequeño Nokia que solía vivir en su cajón, haciéndola añicos. Los diminutos trozos de plástico negro se dispersaban alrededor del nuevo agujero. Y repitió la operación en el teléfono que había pertenecido al Asesino de la Cinta.

Cogió una bolsa de basura negra para las deportivas y la cerró bien.

Otra para las tarjetas SIM y las baterías. Otra para los teléfonos destrozados.

Bella se puso su abrigo largo, que estaba colgado en la percha junto a puerta, y se calzó los zapatos de su madre, aunque no le quedaban bien.

Todavía era muy temprano, no había prácticamente nadie por el pueblo.

Bella bajó la calle con las bolsas de basura en una mano, y con la otra se sujetaba bien cerrado el abrigo. Vio a la señora Yardley paseando a su perro y fue por el otro lado.

La luna ya no estaba, así que Bella tenía que guiarse sola, pero le pasaba algo en los ojos, el mundo se movía de forma extraña a su alrededor, titubeante, como si no se hubiera cargado bien.

Estaba muy cansada. Su cuerpo estaba a punto de ceder. Ya no era capaz de levantar los pies, solo arrastrarlos, tropezándose con los bordes de la acera.

Subió por West Way y eligió una casa cualquiera, aleatoria: el número trece. Pensándolo mejor, igual no era tan aleatoria. Se acercó a los cubos de basura que había al final del camino de la entrada, al negro, de basura no orgánica. Lo abrió. Dentro ya había bolsas negras. Sacó la que estaba más arriba. Olía a podrido. Metió la bolsa con las deportivas debajo, enterrándola bajo la otra basura.

Ahora a Romer Close, la calle en la que había vivido Howie Bowers. Se acercó hasta su casa, aunque ya no podía ser suya, y abrió el cubo de basura para echar la bolsa con las tarjetas SIM y las baterías.

La última bolsa, el Nokia 8210 y otro modelo de la misma marca, con agujeros en el medio. Bella metió esa bolsa en el contenedor de esa casa tan bonita de Wyvil Road, la que tenía un árbol rojo en el jardín que a Bella le gustaba mucho.

Sonrió al árbol mientras tachaba ese último elemento de la lista de su cabeza. Listo. Toda la noche anterior se desmoronó en su mente.

Los contenedores los recogían el martes. Bella lo sabía porque todos los lunes por la noche su madre gritaba: «¡Charlie, te has olvidado de sacar los contenedores!».

En dos días, los teléfonos y las deportivas llegarían hasta un vertedero y desaparecerían con todo lo demás.

Se había librado de ellos. Ya había acabado.

Bella volvió a casa. Se tropezó al entrar porque sus piernas intentaron ceder bajo su peso. Estaba temblando. Temblando y con escalofríos. A lo mejor era algo que hacían los cuerpos después de una noche como aquella, destruidos por la adrenalina que los había mantenido activos cuando más falta les hacía.

Pero ya no había nada más que hacer. Ningún otro sitio al que ir.

Bella se tiró en la cama, demasiado cansada como para alcanzar las almohadas. Allí estaba bien. Allí estaba cómoda, y segura, y quieta.

El plan había terminado, de momento. En pausa.

Bella ya no podía hacer nada más. De hecho, se suponía que no debía hacer nada, vivir la vida como si acabara de ir a comer comida basura con sus amigas y luego a dormir. Nada más. Solo tenía que llamar a Edward más tarde desde el fijo para decirle que había perdido el móvil, para que la conversación quedara registrada, porque, por supuesto, no lo había visto.

Iría a por uno nuevo el lunes.

Vivir. Y esperar.

Nada de buscar en Google su nombre. Ni pasar por delante de su casa.

Ni actualizar con impaciencia las páginas de noticias. Eso era lo que haría un asesino, y Bella no podía ser una.

Las noticias llegarían a su debido tiempo. «Descubren el cadáver de Neil Prescott. Homicidio».

Se le cayeron los párpados. Las respiraciones se hicieron cada vez más profundas en su pecho mientras entraba sigilosamente una nueva oscuridad que la hacía desaparecer.

Bella por fin durmió.