—Jamás se me ha permitido olvidar que no soy otra cosa más que una chica simplona y aburrida, sin atractivo alguno —Kuon frunció el ceño ante tamaño desatino, mas no la interrumpió—, así que al principio me sentía halagada de suscitar el interés de alguien, porque era una situación absolutamente nueva para mí. R-Reino —Kyoko vaciló un tanto al pronunciar su nombre en voz alta—, Reino —repitió—, así se llama, llevaba poco en el pueblo y todos sentíamos curiosidad por él. Era un hombre raro y solitario. Hermoso pero distante. Frío pero intenso. Algo en él me atraía, casi como un canto de sirenas, pero la mayor parte de mí solo quería alejarse de él…
»No tuve un cortejo típico. No me buscaba al salir de misa, ni en la plaza del pueblo, ni tampoco en el mercado. Ni siquiera me lo pidió nunca, aunque todo el mundo no hacía más que repetirme que realmente me estaba cortejando…
»El caso es que me lo encontraba siempre cuando estaba sola, casi como si él supiera dónde iba a estar yo. Y, ahora que lo pienso, lo más probable es que me hubiera estado acechando, esperando… —Kyoko soltó la mano de Kuon y se abrazó a sí misma, conteniendo un escalofrío que hizo que empezara a tiritar. Kuon pasó un brazo por su espalda y la atrajo hacía él, brindándole su calor. Ninguno de los presentes se escandalizó por lo íntimo del gesto, más bien al contrario, lo aprobaron.
»Nunca tuvimos —continuó Kyoko—, al menos por mi parte, ningún momento al que llamar especial o mágico —Kyoko buscó a Kanae con la mirada—. Ya sabes, como aquella noche de luna que fuimos a la pasarela… —Kanae asintió en silencio y Kyoko buscó entonces la mano libre de Kuon para unirla a la suya—. Nada parecido. Ni un solo momento de conexión del espíritu, ni una risa compartida, ¡ni siquiera una discusión! —exclamó, para soltar al cabo una carcajada triste—. Nada parecido a lo que ha sido mi relación contigo, Kuon —le dijo, volteándose un tanto para tenerlo de frente. A Kyoko se le cuajaron los ojos de lágrimas y se pasó una mano bruscamente para espantarlas—. Nada… —Kyoko se sorbió la nariz. A su alrededor, las labores se habían detenido, y solo se oía el crepitar de los leños del hogar y el arrullo suave de los más pequeños.
»Así que no veía la razón de su interés por mí —concluyó Kyoko—. Pero no tardó demasiado en empezar a dejarme animales muertos delante de la puerta de mi dormitorio en el castillo. Al principio eran pequeños, como ratones y algún pajarillo, como si él fuera un gato y yo su dueña. Me asusté, claro está. No es que yo esperara flores, pero desde luego no animales muertos. Y sí, sabían que eran suyos. Igual que sabía (y eso me aterrorizaba) que los había matado él para mí. Como una extraña ofrenda de adoración enfermiza.
»Pero luego pasó a animales mayores —Un nuevo escalofrío recorrió visiblemente el cuerpo de Kyoko—, y entonces tuve que recurrir a Shotaro, el cabezahueca hijo del conde, que por una vez hizo algo útil y lo expulsó públicamente de sus tierras. Y todos pensamos que era asunto arreglado, que jamás tendríamos que volver a verlo, pero una noche —La voz le vaciló y nuevas lágrimas se agolparon en sus ojos… Kyoko agachó la cabeza, el cabello le caía ocultándole el rostro.
Se escuchó entonces un suspiro que no era suyo y una mano amable y cálida se posó con suavidad sobre la suya.
—No tienes que contarlo, Kyoko querida —dijo la señora Julie. Kyoko alzó el rostro y vio el afecto de la compasión en sus ojos. Luego paseó la mirada por los más cercanos y halló en ellos la misma expresión de sentimiento compartido. Kyoko exhaló un suspiro.
—No, no —dijo finalmente—. Tengo que hacerlo —La señora Julie se incorporó y regresó junto a su marido—. Todos ustedes tienen que entender el peligro en que les he puesto. Jamás me perdonaría si… —añadió, pero la voz se le quebró y nuevos visos de lágrimas acudieron a sus ojos.
Y una vez más, Kyoko se espantó a manotazos las lágrimas. Inspiró hondo, en medio del silencio respetuoso (y expectante) y prosiguió con su relato.
—Una noche, después de ayudar en el gabinete del señor, regresaba a mi dormitorio. Me extrañó no ver a los guardias de ronda por las almenas, y mucho más me extrañó que las luces de los pasillos del castillo estuvieran apagadas. Pero yo llevaba conmigo mi candil y con eso me bastaba para recorrer los familiares pasillos. Pero resbalé al pisar algo mojado. Caí sin sufrir más que en mi orgullo, y para cuando pude volver a encender el candil con mi yesquero, comprobé con horror que era sangre lo que me había hecho caer y lo que manchaba mis ropas. «Sangre humana», gritaba una voz dentro de mi cabeza. Tenía la absoluta certeza de que era la sangre de alguno de los guardias. Pero no, valiente de mí, no me quedé para averiguarlo. Me levanté y corrí hacia mi dormitorio y cerré la puerta tras de mí.
»Luego empezaron los gritos —Kyoko tenía la cabeza agachada, incapaz de alzar el rostro. Su voz era baja, casi como si hablara para consigo misma, pero, tristemente, era tal la quietud del salón, que todos podían escucharla—. Me llevé la mano a la boca, tratando de sofocar mi propio grito, porque, en mi habitación, con la puerta cerrada, no estaba sola. En medio de todo el caos creciente, sentía su mirada en mí. Como si me estuviera acariciando aun sin tocarme… Y al final, oí su respiración a mi espalda, acercándose a mí. Cada vez más cerca, más cerca…
»Afuera el mundo gritaba, y las campanas tocaban a rebato, mientras el cielo nocturno se iba iluminando con las llamas del incendio. Pero yo permanecía en el mismo sitio, paralizada, como un conejo atrapado por los ojos de una serpiente…
»Lo olí incluso antes de que me tocara. Olía a metal, a herrumbre y a muerte. Con horror, una parte de mi cabeza que aún era capaz de funcionar se dio cuenta de que así era cómo olía la sangre. ¿Cómo no iba a saberlo si yo misma apestaba a ella?
»Me atrapó. Cuando puso sus manos sobre mis hombros, me fallaron las rodillas y caí al suelo. Él me siguió y se colocó sobre mí —Kyoko calló, tratando de que no le fallara la voz. Hubo movimientos incómodos entre la audiencia, y una ira creciente entre sus filas.
»Entonces me mordió. Yo grité, pero él no me soltaba, empujándome contra el suelo. Bebió mi sangre y fue asqueroso. Humillante. Aterrador. El peso de su cuerpo sobre el mío. El sonido húmedo, lleno de placer, que hacía al beber de mí… —Kyoko calló, llevándose las manos al rostro y ocultándose tras ellas—. Mientras… Mientras —repitió, dejando caer sus manos, que buscaron a tientas las de Kuon—, mientras se deleitaba en el sabor de mi sangre, recobré algo de sentido y alcancé a darle con algo, ni siquiera recuerdo con qué. Pero sí que recuerdo el sonido hueco que hizo cuando lo golpeé en la cabeza. Respiraba cuando salí corriendo, pero sabía que no tendría mucho tiempo. Mientras yo viviera allí, nadie en la aldea ni en el castillo estaría a salvo.
»Y me eché a los caminos sin mirar atrás, con poco más que el morral que aún llevaba y lo puesto, huyendo de él, siempre hacia adelante, con la certeza de que él me seguía, me acechaba, y que me estaba dando caza. Que solo era una cuestión de tiempo. Que todo era inevitable y real.
»Que, al final, me atraparía.
