Descargo de responsabilidad: Twilight y todos sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, esta espectacular historia es de fanficsR4nerds, yo solamente la traduzco al español con permiso de la autora. ¡Muchas gracias, Ariel, por permitirme traducir al español esta historia XOXO!

Disclaimer: Twilight and all its characters belong to Stephenie Meyer, this spectacular story was written by fanficsR4nerds, I only translate it into Spanish with the author's permission. Thank you so much, Ariel, for allowing me to translate this story into Spanish XOXO!


No encuentro palabras para agradecer el apoyo y ayuda que recibo de Larosaderosas y Sullyfunes01 para que estas traducciones sean coherentes. Sin embargo, todos los errores son míos.


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Era principios de otoño cuando el desconocido llegó a la cabaña. No era raro recibir un invitado desconocido o inesperado en casa del fabricante de ataúdes; los extraños iban y venían a menudo de su pequeño hogar.

El fabricante de ataúdes estaba fuera, recogiendo madera fresca de los bosques vecinos, y Bella estaba de pie en su huerto, con la espalda un poco dolorida de estar toda la tarde en cuclillas. A sus pies, una cosecha de bayas dulces brillaba orgullosa.

—¡Buen día!—, llamó el forastero bajando de su alto semental marrón.

Bella se secó las manos en el delantal. Las bayas habían manchado de púrpura las yemas de sus dedos.

—Buen día, señor—. Vio cómo el desconocido llevaba a su caballo por la brida hacia la puerta de su casa.

—Mi caballo necesita agua—, dijo mirándola.

Ella asintió. —Por supuesto. Hay un prado al otro lado del huerto. Permítame guiarlo.

Volvió a limpiarse las manos en el delantal y se acercó al desconocido. Era un hombre alto y delgado, de pelo oscuro y ojos difíciles de leer. Le hizo un gesto para seguirla y lo condujo hacia la zona donde guardaban agua y heno fresco para sus animales. —Su caballo estará seguro aquí.

El forastero asintió. El aire alrededor del prado olía a hierba dulce y madreselva que crecía a lo largo de una zona de la valla.

—Gracias, madame—. Soltó a su caballo en el prado antes de volverse hacia ella.

—¿En qué puedo ayudarle, señor?

Se aclaró la garganta. —Sí, espero ver al fabricante de ataúdes.

Bella se lo esperaba. —Está recogiendo madera, pero puede esperarlo en nuestra casa—. Hizo un gesto hacia la cabaña. —¿Ya ha comido?

Él negó con la cabeza. —Gracias, madame.

Ella lo guio de regreso al huerto, recogiendo su cosecha de bayas frescas antes de conducirlo a la cabaña. No temía a un extraño en su casa; era una mujer dura y esta era su casa. Cualquier ataque aquí sería en detrimento de su adversario.

El aroma del pan recién horneado que aún flotaba en el aire y las hierbas secándose en el techo en pequeños manojos los saludaron cuando ella abrió la puerta. Su casa olía a humo suave y cera de abeja y a la inconfundible combinación de ella y su marido: dulce, terroso y cálido. Eran sus perfumes favoritos en todo el mundo.

Entró en la casa y se dirigió directamente a la pequeña chimenea de piedra de la cocina. Se agachó junto al hogar, avivando el fuego mientras ponía la tetera sobre la llama. —¿Ha venido buscando los servicios de mi esposo?—, preguntó, volviéndose hacia el desconocido.

Él asintió, grave, y ella le indicó que se sentara a la pequeña mesa. Era muy alto, y cuando se acomodó, a ella le recordó a una rana, plegando sus largas patas para ponerse en cuclillas sobre un nenúfar.

—Así es—. Se aclaró la garganta. —Mi señora está enferma.

Bella se compadeció. —Lo siento—, murmuró.

Él se aclaró la garganta una vez más. —Debería animarme—, dijo al cabo de un momento. —Pronto estará con el Señor—. Hizo una pausa, cruzándose de brazos, y Bella asintió, inclinando la cabeza en una pequeña oración silenciosa. El desconocido guardó silencio un momento, y Bella se ocupó de desenvolver la gruesa hogaza de pan que había horneado aquella mañana. Cortó una rebanada abundante, el fuerte serrar de su cuchillo de pan haciendo juego con el crepitar del fuego.

—Siento mis malos modales—, dijo el desconocido, y Bella le devolvió la mirada. —Me llamo Garrett Reynolds—. Él inclinó la cabeza en su dirección y ella asintió.

—Bella.

Emplató el grueso pan, recogió un cuenco de bayas y cortó un trozo de queso firme y salado. Ofreció la comida al Sr. Reynolds, que la tomó con agradecimiento. —Gracias, madame.

Ella asintió y, cuando la tetera empezó a silbar, le sirvió una taza de té. Cuando su invitado se hubo sentado a la mesa, ella se sentó frente a él, con una taza de té de menta en sus manos.

—Dígame, madame—, dijo el Sr. Reynolds, con los ojos fijos en ella. Ella asintió para que continuara. —He oído que su marido fabrica los mejores ataúdes de todo el reino.

Bella sonrió. —Así es—. Presumía del trabajo de su marido, pero no sin razón. Su marido era un artista en su oficio.

El Sr. Reynolds asintió, deslizando una baya oscura en su boca. —He oído que es tan hábil carpintero que incluso es capaz de personalizar los ataúdes para guardar objetos preciosos...

Al oír esto, Bella se paralizó y sus ojos oscuros se entrecerraron ligeramente. —¿Qué es lo que está preguntando?

Se aclaró la garganta, sorprendido por su franqueza. Tomó un sorbo de té y sus largos dedos tamborilearon sobre la mesa. —Quizá sea mejor dejar esta conversación para su esposo —, dijo rápidamente.

Bella lo miró de arriba abajo. En el gran reino, las mujeres no tenían mucha voz ni forma de hacerse oír. Ella lo sabía, aunque le hervía la sangre de lo injusto que era. Nunca había sido tratada así por su marido. Eran socios en todo.

Odiaba que la despidieran en su propia casa, y su boca empezó a abrirse, dispuesta a luchar contra sus palabras, cuando oyó el inconfundible ruido del carro maderero que se acercaba por el camino de afuera. Bella se levantó de la mesa y abrió la puerta, con el corazón en vilo al ver a su marido.

Ahora que podía verlo de nuevo, todo iría bien.