Lo que queda de nosotros
Por Nochedeinvierno13
Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.
Esta historia participa en el "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 4.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".
2
Manzanilla
Aemond Targaryen pasó los siguientes días dudando si decirle a Helaena lo que había escuchado. Al fin y al cabo, era la principal afectada con la decisión de su madre.
Su hermana y él tomaban té todas las tardes. Era su pequeño ritual. El único momento del día donde solo eran ellos dos, sin interrupciones. No sabía cuándo había comenzado exactamente ―los pies de Helaena siempre la llevaban a su habitación, decía que allí se sentía segura; en algún momento, debió llegar acompañada de una tetera y pastelitos de limón―, pero de lo que estaba seguro era que no debía terminar.
Ese día, Helaena lucía un vestido de lino, suelto en las mangas, con un bordado sencillo alrededor del escote; el pelo plateado, por otro lado, estaba acomodado en una redecilla. Aunque su madre se empeñara en negarlo, Helaena era la que más se parecía a Rhaenyra. Lo único que la diferenciaba físicamente era que tenía el rostro más lleno. Pero su media hermana tendría que volver a nacer para ser tan especial como Helaena.
Aemond miró el escorpión que tenía apoyado en el hombro.
―¿De dónde lo sacaste?
―Lady Martell me lo regaló ―contestó. Una pequeña comitiva Martell se estaba quedando en la capital para enorme malestar de su madre. Para Aemond, su presencia era indiferente―. Es nativo de los desiertos de Dorne. Jamás vi una especie tan maravillosa.
A su hermana le fascinaban los insectos. Los tenía en un enorme terrario en su habitación y los clasificaba según su ecosistema o su peligrosidad. Cuantas más patas tuvieran, más le agradaban. Pasaba más tiempo con ellos que a lomos de su dragón, Sueñafuego.
―Tenía entendido que los escorpiones de Dorne eran venenosos ―repuso Aemond, mirando con escepticismo al ejemplar.
―Lo son, pero Aliandra me enseñó a ordeñárselo para que no sea mortal.
Una vez que el escorpión rojo pasó a un segundo plano, los dos hermanos se sentaron a la mesa. Aemond sirvió dos tazas humeantes de té de manzanilla y le ofreció una chuchería. Helaena mordisqueó el pastelito y sonrió.
―Hay algo que no me estás diciendo, Aemond ―dijo ella. No le sorprendió que pudiera leerlo. Nunca le había mentido―. Lo veo en tus ojos. Y sé que te preocupa.
Se mordió el interior de la mejilla.
―El otro día escuché una conversación entre nuestra madre y el abuelo ―respondió―. Quieren casarte con Aegon. ―No creyó conveniente decirle que también pretendían coronarlo una vez que su padre, el rey Viserys, muriera.
Su reacción fue instantánea. La expresión de Helaena se transformó, pasó de la sonrisa al horror.
―No. Dime que no es verdad. ¡Ellos no pueden hacer eso! ―gritó y se cubrió los oídos como si estuviera inmersa en una pesadilla―. ¡No quiero hacerlo! ¡No quiero casarme con Aegon!
«Tampoco quiero que te cases con Aegon», pensó. «Tendrías que ser mía. Yo te cuidaría. Te haría feliz.» Pero lo único que hizo fue abrazarla hasta que se calmó.
El escorpión le mordió la mano, pero no sintió absolutamente nada.
