Lo que queda de nosotros

Por Nochedeinvierno13


Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.

Esta historia participa en el "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 4.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".


3

Vino

Aemond Targaryen tomó la decisión de hablar con su madre antes de que anunciara el compromiso de forma oficial.

Se dirigió a sus aposentos al caer la noche. Desde que tenía memoria, ella y su padre no compartían habitación. No existía el menor afecto entre ellos y, con el pasar del tiempo, se hacía cada vez más evidente. Junto a la enfermedad que se estaba llevando su pelo y los trozos de su piel, también iba desapareciendo la memoria del rey. En más de una ocasión había llamado «Aemma» a su madre y no había hecho nada por corregir su error.

Llamó a la puerta y aguardó a que ella le permitiera pasar. Una vez que lo hizo, se encontró con una estancia amplia, sumida en penumbras, pues solo una vela ardía en un charco de cera. Su madre estaba lista para irse a dormir, pero una copa de vino le adornaba la mano. Tenía el pelo suelto sobre los hombros y las mejillas sonrosadas.

―Sé que quieres casar a Helaena con Aegon ―dijo sin preámbulos. No tenía sentido disfrazar con cortesía el propósito que lo había llevado ahí―. Y quiero pedirte que reconsideres la decisión.

―¿Cómo sabes sobre…? ―preguntó. Sus ojos se agrandaron al comprenderlo―. Nos escuchaste.

Aemond asintió.

―Dámela a mí, madre. Dame a Helaena como esposa y te prometo que la haré feliz. Seremos muy felices ―volvió a hacer hincapié―. Tendremos hijos rubios, de ojos violetas, que te enorgullezcan a ti y a Padre. ―Nunca le había importado la aprobación del rey, pues para él solo existía su media hermana, pero Aemond estaba dispuesto a usar todos los argumentos posibles―. Tú sabes cómo es Aegon. Casarla con él será condenarla en vida.

―No puedo, Aemond.

―Nunca te he pedido nada, madre. Ni siquiera cuando el bastardo de Rhaenyra me arrancó el ojo te pedí justicia. Tú actuaste por mera voluntad ―le recordó. De hecho, en su momento, el ojo le había parecido un precio justo a cambio del dragón más grande y longevo de Poniente―. Por eso te pido que no la cases con él.

―Lo siento, hijo…

Él apretó los puños con rabia.

―Sé por qué lo haces. Solo espero que ese día nunca llegue, que jamás lo veas con la corona del Conquistador ―escupió.

Aemond regresó a su habitación con el orgullo destrozado. No había podido convencer a su madre. Helaena y Aegon se casarían sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

En su cama yacía su hermano, medio desnudo y completamente borracho. Apestaba a vino. Aemond detestaba que invadiera su espacio privado, pero su exigencia caía en oídos sordos.

Lo hizo rodar hacia el costado para tener lugar.

―Eres un cobarde ―le dijo adormilado―. Si en verdad la quisieras, la tomarías sin preguntar. Pero no te dan los huevos.

Aunque no lo admitiera en voz alta, su hermano tenía razón.

―Yo no soy una vergüenza como tú, Aegon.

―¿Y de qué te sirve cuando no puedes tener lo que quieres?

«De nada.»