Disclaimer: InuYasha y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Rumiko Takahashi. Esta historia está escrita con el único fin de entretener.

Notas:

[1] Tsuchigumo: «araña de tierra». Yōkai araña que suele devorar y robar la apariencia de los humanos.

[2] Yurei: fantasma o aparición de un ser humano muerto de forma repentina, trágica, con asuntos sin resolver o con un mal ritual funerario y que regresa a atormentar a los vivos.

[3] Irori: chimenea tradicional de las casas japonesas. Se usa para cocinar y calentar la estancia; suelen estar en medio de la habitación, y consisten en un hoyo en el suelo con leña o carbón.

[4] Hannya: máscara de ogro del teatro Noh y las danzas Kagura que representa el alma de una mujer convertida en demonio a causa de los celos, la ira, la tristeza o la obsesión.

[5] Shakujō: bastón de madera anillado, utilizado en el budismo como arma de autodefensa y herramienta de oración.


«Lobo, querido amo, no camine muy a menudo sobre las pisadas de los vivos»

Jemima y el lobo —Leonora Carrington


Hannya

Los aullidos asustados de los lobos le despejan al fin la mente, los escucha alejarse. No sabe qué ha pasado, pero siente frío y calor. En sus manos quedan algunos trozos de carne cruda, pero los deja caer al suelo sin demasiado interés, asqueado por los frutos de su frustración transmutados en una crisis de salvajismo y melodrama imperdonables. «No más que un humano o un yōkai… idiota», se reprende, asqueado, «un maldito animal».

Algo en su cabeza pugna por hablar, obligándolo a pensar en lo que hace, pero Naraku quiere hacer todo, menos pensar.

Ha conseguido deshacerse de la sacerdotisa, pero no existe más Perla de Shikon, y lo único que la noche le susurra es que es un mentiroso, un embustero y un estafador, y es tan buen estafador, que ha logrado engañarse a sí mismo.

—Sí, mentí… —Y sonríe cuando recuerda cómo vio morir a la sacerdotisa, el olor de su dulce sangre aún impregnado en sus manos incluso bajo el aroma a herrumbre y hierba de la sangre de lobo—. Y perdimos. ¿Por qué me mentiría a mí mismo?

Como una luz al final del camino, ve en el bosque una tenue luz que crepita, y como una palomilla atraída por ella, Naraku se pone de pie y va hasta ahí, pero se siente tan fuera de sí que ni siquiera sabe si sigue con forma de hombre o se ha transformado en alguna alimaña: en mariposa negra, murciélago o cuervo. Sólo sabe que cuando ha llegado a ella, su luz lo deslumbra con tanta intensidad que tiene que cubrirse el rostro, y en él ya no siente la nariz recta ni los labios finos, tampoco la barbilla afilada ni las cejas gruesas; ahora de su boca brotan dos colmillos enormes, cuyas puntas se elevan al cielo como en una risa grotesca y lasciva. Las orejas se le han alargado en un par de puntas, y la piel del rostro se le ha endurecido, cubriendo con ella una nariz anchísima, unos pómulos altos y abultados sobre una sonrisa gigantesca y deforme de la cual brotan otro par de colmillos amarillentos, aunque más pequeños.

Aturdido, se lleva las manos a la cabeza, y de su frente siente cómo brotan un par de cuernos alargados y delgados. Lo recuerda, piensa, tocándose la cara y los cuernos, palpando aquí y allá como si aquello se tratase de una máscara pegada a su piel.

—¿Tsuchigumo…? [1] —susurra, como si pudiera llamarlo. Los remanentes, se da cuenta, del horripilante rostro de ogro de aquella araña roja, la que lo tentó a vender su alma: la que lo convirtió en Naraku.


—Esta noche está llena de maldad, Tazu —susurra un joven hombre a su esposa, que cena frente a él con el rostro compungido por la angustia, llevándose los granos de arroz a la boca con una lentitud nerviosa.

—Lo sé, Tomeo —Tazu lo mira, dejando de comer por un instante—. Puedo escuchar a los lobos, no están muy lejos. Parecen huir de algo…

Ambos tienen miedo de hablar muy alto, demasiado temerosos de ser escuchados por los espíritus que habitan y rondan las oscuras noches de aquel mundo encantado por espíritus y demonios; a veces, incluso son preferibles los mismos lobos. Al verse el uno al otro se preguntan, en silencio, qué puede ser más temible y feroz que una manada de lobos.

—Es mejor que nos vayamos a dormir temprano… han pasado cosas muy extrañas estos últimos días —sugiere Tazu, apurando la cena, pero su esposo se queda quieto por un segundo, pensativo.

—Estoy de acuerdo —dice, asintiendo—. No me gusta todo lo que ha pasado en la aldea vecina. ¿Sabes? Hoy por la tarde incineraron a la sacerdotisa de ahí. Parece que un hanyō la mató…

Tazu está por tomar el último bocado a su cena cuando el crujir de una rama logra helarle la sangre. Tomeo se paraliza en su lugar, con el tazón suspendido a medio camino entre el suelo y su boca. Al mirar a su esposa, la encuentra con los ojos bien abiertos, mirando a la ventana; las pestañas casi logran rozarle las cejas.

—Ha venido de afuera…

Tomeo le chista en voz muy baja, disimulando su miedo, y mira también a la ventana. La mujer deja el tazón en el suelo, y el ligero tintineo de la cerámica contra la madera logra arrancarle un escalofrío tan espantoso que podría gritar. Son sólo humanos, pero están aún dotados por los instintos primitivos de sus antepasados, aquellos que pisaron la tierra antes de siquiera llamarse tierra, y aunque no pueden ver nada, aunque el susurrar del viento se mantiene intacto, corriendo entre las ramas y las hojas de los árboles, saben que algo malo está pasando ahí afuera, rondando por el aire nocturno que rodea su humilde cabaña en medio del bosque.

Escuchan algo más, algo golpeando el suelo, pero es tan ligero que podría tratarse de un simple gato. Otra rama cruje bajo el peso de algo, y ambos se estremecen en su sitio, reprimiendo las ganas de acurrucarse juntos, aterrados, en un rincón.

Tazu se abalanza sobre su esposo y lo toma del brazo, mordiéndose la lengua para no gritar: entonces, escuchan un gemido lastimero.

—¡Yurei…! [2] —murmura aterrada, mientras su esposo se pone de pie de un salto y alcanza la vieja espada que descansa contra la pared. Contiene la respiración, la frente se le comienza a perlar de sudor, y desenvaina con lentitud, preparándose para atacar. No es un hombre de pelea, sólo un simple campesino con una tierra muy pequeña con la cual comercian en la aldea de la sacerdotisa recién fallecida, pero los tiempos y el aislamiento lo han llevado a estar armado todo el tiempo. Está muerto de miedo, pero al menos se siente más osado con la katana en la mano.

«¿Y cómo se supone que pueda pelear contra un fantasma?», se pregunta.

Tazu se pone de pie, temblando de pies a cabeza, y su esposo le hace una seña para que se aleje cuando ven por las ventanas una lúgubre sombra rondando su casa. Es alta y robusta, y saben entonces que no puede tratarse de un simple gato.

Pasan unos segundos, muy pocos, pero los sienten eternos. Ambos rezan para que se aleje, y de vez en vez les parece escucharla gemir y gruñir en voz muy baja, apenas por encima del rumor del viento. Escuchan algo rasgando muy lentamente la lampara que brilla en la entrada de su casa, la ven moverse por entre las rendijas de la puerta de bambú tejido, y luego agitarse violentamente; un segundo después, súbitamente, se apaga. Pueden escuchar cómo la tiran al suelo, y Tazu se tapa la boca cuando la puerta se rompe ante la brusca entrada del intruso. En la oscuridad apenas iluminada por el fuego del irori [3], sólo pueden vislumbrar la misteriosa figura.

—Sólo es un hombre… —susurra ella. Está a punto de decir otra cosa, pero jamás lo logra. Empalidece cuando el hombre se adentra en la pequeña choza. Está desnudo y cubierto de sangre, con el cabello negrísimo y largo, enmarañado, sobre los hombros; Tazu nota que también lo tiene lleno de sangre, pero lo que más perturba al joven matrimonio es la máscara hannya [4] que usa, toda ella de color rojo, brillando como sangre contra el débil fuego. A primera vista parece desorientado, aunque pisa sobre el suelo de madera con firmeza; más que desorientado, piensa Tazu, parece hipnotizado.

—¡¿Quién eres tú?! —ruge Tomeo, levantando la espada contra el hombre, cuyos cuernos dorados, que le nacen en la frente, parecen refulgir a pesar de la escasa luz. Los colmillos que se asoman por aquella sonrisa demoniaca parecen burlarse de ellos. Tiene los ojos amarillos, brillantes, y en el centro un par de iris negras se tragan toda la luz que puede haber en ese lugar. Comienzan a preguntarse si aquello realmente es una máscara.

—¡Largo! ¡Fuera de aquí…!

Su esposo iba a decir algo más, Tazu lo sabía, pero de la espalda del hombre surgen una docena de extremidades largas y finas: patas de araña gigantescas que se extienden como tentáculos articulados entre sí. Se estiran al frente, impávidas y veloces, hasta empalar a Tomeo en el cuello y en el brazo derecho, donde sostiene el arma, que muy pronto cae al suelo. Dos patas le atraviesan el pecho, y una más, el muslo.

Tazu siente cómo la sangre de su esposo le salpica el rostro y la ropa mientras lo ve apenas quejarse, con aquella cosa horrible atravesándole el cuello. La sangre le brota de la boca llena de burbujas, como espuma, y ni siquiera grita cuando cae de espaldas contra el suelo. El hombre con máscara de hannya se adentra más en la casa, aproximándose a ella, atraído por el embriagante aroma de su miedo.

—Por favor… —murmura, sin atreverse a mirar el cadáver sangrante de su esposo a sus pies; no lo ve a él, ve el brillo de la katana que ha quedado tirada a unos centímetros de él—. No me mates… demonio… por favor…

—No soy un demonio… —responde Naraku con una voz cavernosa, brusca y espectral. Camina sobre el fuego del irori, y aunque la leña caliente le quema las plantas de los pies, el dolor se extiende por todo su cuerpo como el abrazo de un fantasma, abrumador, casi placentero—. Soy…

«Soy un ser humano». No sabe de dónde ha surgido aquella idea; no es un humano, tampoco un yōkai. Quiere responder, pero el miedo de la mujer le embota los sentidos y le envicia los instintos.

«Sí…», se dice después, desolado, tal vez por primera y última vez: «soy un ser humano».

No sabe qué contestar. Se escucha a sí mismo y no se reconoce. Siente su cuerpo, pero no sabe si es su cuerpo, el de InuYasha, o el del hombre que acaba de asesinar. Las patas de araña que le nacen de la espalda se mueven con ansia, goteando sangre, y el ruido metálico que hacen al chocar entre sí sólo consigue perturbar aún más sus pensamientos. El veneno ha comenzado a hervir en sus colmillos.

La mujer que suplica y llora en el suelo se arrastra hasta el cadáver de su esposo y toma la espada, retrocediendo hasta el fondo de la choza con el arma en alto, pero Naraku no se detiene hasta arrinconarla. El aroma de su miedo lo intoxica, lo llena de un éxtasis delirante; la ve con sus ojos de ogro temblar en la oscuridad, sus lágrimas reflejándose en el filo del arma con la cual lo amenaza.

—¿Qué vas a hacerme con eso, mujer? —masculla él, lascivo, riéndose. Se abalanza sobre ella como un lobo. La mujer grita, y como para infundirse valor, ella responde aventándose también contra él. Logra herirlo en el hombro al esgrimir la katana, pero aunque lo ve sangrar, él no se inmuta, ni retrocede, ni siquiera gime de dolor.

La mujer grita cuando Naraku la tumba al suelo y le abre el kimono con tanta brusquedad que consigue desgarrarlo. Bajo los pechos desnudos, escucha el latido de su corazón aterrado. Retumba dentro de ella, lleno de vida y terror, como los tambores que habrán de tocar los dioses en el fin de los tiempos. Late con tanta fuerza y con tanto horror que no puede hacer otra cosa más que encajar sus monstruosas garras y colmillos en su pecho, ansioso por devorarle la vida y el alma.

Ella trata de quitárselo de encima golpeándolo en el rostro, pero la piel de ogro es dura y áspera, y descubre, al fin, que no es ninguna máscara. Cuando el dolor la invade es incapaz de seguir peleando. Las manos de Naraku hurgan entre la fina carne de la mujer ya muerta; las puntas de sus dedos se han ennegrecido, contaminadas por esa magia oscura y lúgubre que le corre por las venas, por el veneno que se agita en su sangre, alimentado por la ira, por la ambición y por la lujuria que le embotan los sentidos. Rompe a su paso las costillas, le arranca el esternón, y vuelve a llenarse el cuerpo de sangre fresca, amarga por el terror.

Le arranca el corazón, y mirándola a los ojos abiertos, vidriosos aún, Naraku la mira con el rostro robado de su esposo, aunque de él todavía brotan los colmillos brutales y los cuernos dorados y largos. Los ojos se le iluminan rojos como brasas cuando huele el hierro en la sangre que cubre y gotea el corazón, que en sus manos podría jurar aún siente los remanentes de sus latidos.

Al morder el órgano, un par de fauces monstruosas se abren a los lados de su boca, un híbrido horroroso entre un rostro humano, los quelíceros de una araña y los colmillos de un ogro, y en ellos el único e invariable rastro de Naraku son sus ojos enrojecidos por la lujuria de la sangre y el delirio incontrolable del poder y sus horrores. Su piel arde en su espalda, ahí donde la quemadura se delinea, palpitando como un corazón en si mismo. El ardor se extiende por su cuerpo, y en su cabeza está la imagen permanente de la pira funeraria ardiendo roja, amarilla y naranja, devorándolo a él también, con Kikyō. Los remanentes del fuego lamen su piel, haciéndola palpitar en su cuello, en su pecho, en sus manos que se crispan; palpitan en su pelvis y entrepierna, en sus muslos, y casi puede sentir cómo se le acalambran las pantorrillas.

La sangre gotea de su boca y cae sobre el rostro pálido de la mujer, pero ella ya no siente nada cuando Naraku la devora, ni cuando se posa sobre ella, una imitación monstruosa de su esposo, en una noche de bodas bautizada por sangre y sombras.


Está por amanecer cuando el aroma de la muerte le inunda la nariz. Naraku abre los ojos como si despertase de una resaca espantosa, pero no ha dormido ni un sólo segundo. Ha recuperado su rostro, pero ha cambiado tantas veces en tan poco tiempo que incluso duda de sí mismo.

—Dudas de ti mismo porque las cosas no salieron como tú querías, ¿verdad…? —se reprocha voz alta, nada de voces intrusas en su cabeza. Casi las extraña, ahora se siente solo: solo con sus errores, con sus instintos impulsivos y horrorosos, con los rastros de su descontrol; se sabe aún muy joven. Los demonios dentro de él parecen también perezosos después del festín de sangre y muerte de la noche anterior.

Con la luz del sol iluminando su rostro y el interior de la cabaña, mira el cadáver empalado del esposo, ya pálido y entumecido, y luego ve el cadáver ensangrentado de la mujer, con los rayos de sol iluminando aquí y allá sus piernas desnudas ahí donde la falda se le arremolina en los muslos, enrojecida de sangre. Naraku está asqueado y se pasa las manos, frustrado, por el rostro.

«Al fin mi rostro…», piensa como único consuelo.

—Perdiste el control… Naraku… —murmura con desdén, mirando el cadáver de la mujer, en cuyo pecho ha quedado un hueco brutal y espantoso. Recuerda muy bien lo que hizo, pero como a través de un velo de fuego, como a través de un sueño muy vivido. En su boca todavía está el regusto amargo de su corazón y su sangre aterrada, y el único alivio que siente se concentra en su pelvis e ingle. No siente ni un ápice de arrepentimiento, lástima o culpa, pero está frustrado, como si hubiese cruzado demasiado rápido un límite para el cual aún no estaba listo; se siente desprolijo, asqueroso y descuidado, cubierto de sangre de lobo y humano, con millares de demonios amodorrados dentro de él.

«Dejándome llevar así, nunca volveré a ver la Perla de Shikon». La sensación de la sangre medio pegajosa en sus manos le provoca no más que desdén. «No puedo perder el control así otra vez, o perderé la guerra».

—¿Cuál guerra? —masculla frustrado, irguiéndose un poco. Se hace consciente del cantar de los pájaros de la mañana, del ligero calor que comienza a concentrarse ahí donde caen en su piel los rayos de sol que se filtran por la ventana. Mira al cielo, imaginando a los dioses que nunca ha visto observándolo todo ahí, asqueados por las aberraciones que de cuando en cuando ofrece la naturaleza.

Ha matado a Kikyō, InuYasha ha sido sellado, la aldea casi fue destruida, la Perla de Shikon ha desaparecido en el fuego, ha matado lobos, babuinos, ha perdido la cuenta de los corazones que ha arrancado y devorado; ha matado a aquella pareja que descansa frente a él, y nadie sabe su nombre, siquiera de su existencia. «Y el mundo sigue girando, y de Kikyō no quedan más que cenizas».

—¿Cuál guerra? —repite, su voz llena de desprecio y desolación—. Ya no hay Perla de Shikon…

«La guerra contra ti mismo», se recuerda entonces, mientras se lleva una mano a la espalda. Entre sus omoplatos siente la piel rugosa de la cicatriz, los vestigios de una quemadura que sabe que, no al azar, ha tomado la forma de una araña.

Toma la espada de la mujer, que ha quedado abandonada muy lejos de él, y con ella se arranca, por primera vez, la piel quemada de la espalda.


Miyatsu sube el monte con sus sandalias ya desgastadas, pidiendo en silencio que soporten un poco más la travesía. Ha encontrado la aldea al pie del monte en un absoluto luto, y una niña llamada Kaede, aprendiz de sacerdotisa y hermana de la recién fallecida protectora de la aldea, le ha explicado que cosas extrañas han pasado los últimos días en los alrededores, empezando por el repentino asesinato de su hermana a manos de un híbrido al que creían aliado y amigo.

—Hubo una figura observándolo todo desde lejos… cubierta por una piel de pelaje blanco —le dijo, tocándose ligeramente la venda que cubría su ojo lastimado—. Aún con un solo ojo, lo vi.

Al encontrar los cadáveres de los lobos en el bosque, todos ellos desgarrados, con uno especialmente maltratado, destripado y sin corazón, Miyatsu sabe que algo muy extraño ha pasado en aquel bosque apenas la noche del fatídico suceso entre la sacerdotisa y el hanyō.

—No sólo extraño… —se dice, tocando la sangre aún fresca de entre el pelaje marrón del lobo al que le han arrancado el corazón. Del cuello del lobo saca un colmillo: espera otro colmillo de lobo, de gato montés o incluso de yōkai, pero lo que encuentra es un colmillo ordinario, aparentemente humano, incluso si su aroma es distinto—. Algo maligno ha sido arrojado al mundo…

Lo sabe, puede sentirlo en todo el aire a su alrededor. Es reciente, su aroma a veneno y sangre lo delata, y ahí donde se movió, ha dejado un rastro de sangre, hierba y hojas secas, marchitas todas.

Sube el sendero, apoyándose con su shakujō [5]. Quisiera estar en cualquier otro lado excepto ese. Quisiera estar en un restaurante comiendo, rodeado de hermosa compañía, o viajando por rumbos más pacíficos; sólo es un monje ladino. «Pero es mi deber», se recuerda, incluso si por primera vez en su vida auténticamente siente miedo de lo que sea que puede encontrar.

Al poco rato el sendero de hierba y árboles marchitos lo llevan hasta una cabaña cuya lampara encuentra destrozada ante la puerta. Un mal presentimiento lo invade hasta hacerlo sudar. Quisiera no entrar, hacer como que no encontró nada malo ni extraño en ese lugar que apesta a maldad. Cualquier cosa es mejor que lo que sabe se ha desatado sobre el mundo.

El aroma a muerte que se respira es asfixiante, y aumenta conforme se acerca. Las moscas revolotean alrededor de la choza.

«Por favor, que hayan sido bandidos…», pide, incluso si aquella idea también es horrorosa

—¿Hola…? ¿Hay alguien?

Sabe que nadie responderá su llamado; lo hace, tal vez, para sentirse menos enfermo, y lo comprueba cuando ve la puerta rota, apenas sostenida por una esquina débil que finalmente cede cuando él intenta manipularla para entrar.

Miyatsu tiene que reprimir las ganas de vomitar cuando mira dentro de la cabaña: la imagen es horrenda, una pesadilla envuelta en sangre y dolor que jamás desaparecerá de su cabeza y que marcará el resto de su vida y muerte en la forma de una misión generacional, un poder que tendrá más de maldición que de bendición, y un par de hermosos ojos rojos con los que, de alguna manera, se volvería a encontrar cuando su destino, el de su hijo, y el de su nieto a medio siglo de distancia, quedasen sellados a partir de ese momento, aunque Miyatsu aún no lo sabe.

La sangre cubre gran parte de las paredes, dándole al lugar un aura enrojecida bajo los rayos del mediodía. La sangre encharca también el suelo, ya coagulada, pero aún intensa alrededor de los cadáveres de un hombre y una mujer jóvenes: él, con brutales agujeros en varias partes del cuerpo y un gesto atenazado por el miedo y la sorpresa. A la mujer la encuentra en peor estado, semidesnuda, con el pecho abierto y vacía, sin corazón.

«Igual que el lobo».

La encuentra ultrajada, con un gesto de terror aún enmarcado en su rostro ya rígido sobre el cual comienzan a rondar las moscas de la muerte.

Se dispone a enterrar al pobre matrimonio y dedicarle unas oraciones, cuando encuentra entre aquel desastre una enorme pluma negra de cuervo que descansa sobre el filo de una espada barata, todavía ensangrentada. Toma entre sus dedos la pluma, que brilla como el ónice contra la luz. Percibe cómo de ella se desprende no el aroma de un ave, sino el de un yōkai, aunque bien podría ser el de un hanyō. Junto a ella encuentra también un retazo de piel desollada no hace mucho, toda ella quemada.

Al extenderla delante de él, Miyatsu ve en ella una quemadura en forma de araña, y lo que emana de ella es demencial, oscuro y terrible. Comprueba para su desgracia, incluso si ya lo sabía, que esa es la marca del mal que se ha desatado sobre el mundo, una aberración que sólo podría ser concebida en el infierno: despide el aroma de treinta mil yōkais, el de mil animales, y el de un solo humano.

FIN


Hace poco descubrí que el abuelo de Miroku, con el cual empezó la maldición de Naraku, se llamaba Miyatsu, y no pude evitar incluirlo. Me llama la atención que se da a entender que peleó en varias ocasiones contra Naraku, siempre usando este una forma distinta, y que pasó parte de su vida persiguiéndolo. Seguro más adelante escriba un poco más de él.

Entre otras cosas, no puedo evitar pensar en un meme que vi hace poco donde aparece el dibujo de un nahual muy bonito con un texto que dice: "qué ganas de ser un nahual, sin deudas, sin estrés, puro cotorrear en el monte". La verdad que yo lo vi y dije, sí se antoja. Sinceramente esa fue la principal fuente de inspiración para este fic, más allá de si Naraku era un cambiaformas o si me recuerda en si mismo a un brujo o un nahual. Ese meme fue lo que me inspiró.

Por cierto, si han visto la película de 1964, Onibaba, de Kaneto Shindō, sabrán la referencia que dejé por ahí (bastante obvia) en el fic. No lo pude evitar tampoco, es una de mis películas preferidas. Si no la han visto, se las recomiendo un montón.

Si leyeron hasta aquí, ¡muchísimas gracias! Y gracias también por sus comentarios.

Me despido,

Agatha Romaniev