Disclaimer: Los personajes que aparecen en esta historia, así como el universo donde se desarrolla la trama no son creaciones mías ni me pertenecen, todo es obra de Hajime Isayama.

Advertencia: El siguiente capítulo contiene descripciones detalladas de índole sexual explícito. Este material está destinado únicamente a lectores adultos y puede resultar ofensivo o inapropiado para algunas personas. Se aconseja discreción.

Colapso

18

El acuerdo

Empezaba a clarear cuando Mikasa despertó la mañana siguiente. Las campanas de la iglesia sonaban. Parpadeó y se espabiló al oírlas mientras sus ojos se adaptaban a la repentina luz brillante que iluminaba la habitación de par en par.

Se quedó inmóvil un instante, asimilando la presencia de Jean, que la abrazaba por la cintura, acurrucado contra ella. Sentía el roce de su suave aliento en la cabeza.

Qué maravilloso era estar allí con se cálido cuerpo rodeándola, y la cabeza rebosante de los placeres de la noche. Había perdido su virginidad con Jean, en una asombrosa jornada de pasión y éxtasis. Y pese a que era cierto, su mente no parecía concebir que tal cosa hubiera sucedido. En su afán por condensar toda una vida de alegrías en unas cuantas horas había acabado agotándolo y agotándose a sí misma. Sin embargo, todavía lo deseaba.

Cuidadosamente, giró sobre su cuerpo para ser capaz de encararlo. Su corazón latía con una mezcla de nerviosismo y emoción mientras su mirada se posaba con ternura en el rostro sereno y apacible del hombre que yacía junto a ella. La suave respiración de Jean creaban un ritmo hipnótico y aprovechó el momento para observar cada detalle de su hermosa faz: el cabello, desordenado, caía por su frente, tenía el ceño relajado y los labios ligeramente entreabiertos. Sus ojos captaron las pecas dispersas por sus mejillas, pequeñas constelaciones que parecían haber sido pintadas por las manos de los mismos dioses y que solo eran visibles si se les prestaba la atención suficiente para notarlas.

Embelesada, captó las pequeñas cicatrices que marcaban su piel, testigos mudos de las batallas que habían librado juntos desde que tenían quince años. Había algo profundamente conmovedor en esas marcas, en cómo hablaban de su valentía y determinación, de su capacidad para superar los obstáculos y continuar luchando. Cada cicatriz era un recordatorio de su fuerza y la conexión que compartían, su cuerpo también estaba plagado de ellas, esparcidas por su pecho, abdomen, brazos, piernas, muslos…

A la par que notaba un cálido cosquilleo en el pecho, alzó instintivamente la mano para acariciar suavemente una de sus mejillas. Sus yemas rozaron con delicadeza la piel endurecida por el paso del tiempo y las continuas jornadas bajo el sol, como si estuviera tocando las páginas de un libro que contenía los secretos más hermosos del mundo. Era perfecto, tan perfecto que una oleada de emoción la invadió, llenando su alma hasta el borde.

Fue, al igual que el día anterior, que corroboró que estaba profunda y absolutamente enamorada de Jean. No era solo un sentimiento pasajero o un capricho del corazón, era un amor que se había ido construyendo lentamente a lo largo del tiempo, fortalecido por las experiencias compartidas y las pruebas superadas.

Si inclinó levemente y depositó un ligero beso en su frente. Lo notó moverse bajo su tacto, responder a él de manera instintiva. Sus ojos se abrieron lentamente, parpadeando para habituarse a la luz suave de la habitación. Una sonrisa curvó la comisura de sus labios al percatarse de su presencia y lo que estaba haciendo.

—¿Qué hora es?—dijo Jean con voz ronca y soñolienta.

—Entrada la mañana—respondió en un susurro. Tal vez decidiera dormir unas cuantas horas más al finalizar la conversación.

Sin embargo, él ya tenía otros planes y, lejos de caer nuevamente en los brazos del dios del sueño, alcanzó una de sus manos y comenzó a besar cada uno de sus nudillos, como si estuviera dejando pequeños rastros de amor en su camino.

Mikasa sintió un cosquilleo en su piel con cada beso, una sensación que irradiaba desde sus dedos y se extendía por todo su cuerpo. Cerró los ojos por un momento, permitiendo que aquello la envolviera por completo.

—Había olvidado la última vez que dormí tan bien, sin pesadillas—suspiró.

—Entiendo lo que quieres decir.

Mikasa pasó las manos por el torso desnudo de Jean mientras continuaban tumbados en la cama.

La ventana permanecía abierta, y una suave brisa otoñal hacía ondear las cortinas blancas.

Jean la rodeó con más fuerza, y la apretó contra su cuerpo. Le besó un hombro. Él rebosaba calor y masculinidad, y a Mikasa le encantaba el contacto con su cuerpo, una forma grande y caliente que la envolvía.

Era desconcertante: pensar en sí misma yaciendo en una cama con un hombre le resultaba demasiado increíble.

Incapaz de contenerse, alzó la cabeza lo suficiente para capturar sus labios en un dulce beso. Un suspiro apenas audible escapó de las profundidades del pecho de Jean mientras el contacto profundizaba. Amor, amor, eso era todo.

Una vez más, pasó sus dedos a lo largo de su cuello y tiró de la curva de su mandíbula para acercarlo tanto como le era posible. Traba de memorizar cada detalle de él: el olor amaderado y geranios, su pulso bajo las yemas de sus dedos, sus labios presionados contra los de ella, su sabor.

Se había ganado eso. Después de todo el infierno que atravesó, aquello era lo único que quería para ser feliz y la vida amenazaba con arrebatárselo de nuevo.

En un acto reflejo, ambos comenzaron una danza silenciosa: Jean se apartó lo suficiente para reincorporarse en la cama, recargando la espalda contra la cabecera mientras Mikasa pasó una pierna por encima de él, sentándose a horcajadas sobre su regazo.

Volvió a besarlo profundamente al mismo tiempo que sus manos se deslizaban por su cuerpo. Sus dedos recorrieron la columna vertebral, pasando por sus omoplatos, como un fantasma a través de su piel. Desperdigó besos a lo largo de su clavícula.

Se deleitó con la sensación de la piel desnuda y caliente de Jean sobre la suya, la mezcla de olores que emanaban. Estaba aterida, conmocionada, alegre, asustada y confusa; una extraña mezcla de sensaciones. Su cuerpo aun vibraba tras su unión; dolor y placer se entremezclaban.

Aquello era real. No se trataba de una ensoñación, ni siquiera de una aventura. Eran ella y él, en una cama, unidos como amantes, como lo estarían un marido y su mujer.

Extasiado, Jean besó a lo largo de cada centímetro de ella. Deslizó las palmas de sus manos sobre sus pechos, besó su esternón hasta que Mikasa echó la cabeza hacia atrás, jadeante. La calidez de su toque se sentía como si hubiera encendido un enorme fuego forestal en su interior.

Mikasa apoyó las manos en su pecho para mantener el equilibrio. Cuando empujó lentamente dentro de ella, los ojos moteados de Jean estaban fijos en su rostro, memorizando cada reacción.

—¿Esto esta bien?

Dio un leve grito ahogado y asintió. Porque lo fue. Sin dolor. Simplemente bueno.

—Si, está bien—dijo ella, agarrándolo por los hombros. Podía sentir los surcos y las cicatrices que creaba el uso constante del equipo de maniobras bajo sus dedos. También eran visibles en ella, sobre su pecho, entre sus muslos.

Su cuerpo se ajustó a él a la par que se aferraba a sus hombros con ambas manos.

—Cielos…—suspiró Mikasa en voz baja; su respiración aumentaba al igual que el movimiento de sus caderas. Lo hizo por instinto, de manera autómata.

Presionó su frente contra la de él y, cuando la besó, se sintió como el comienzo de algo que podría ser eterno.

Al principio, fue tan gradual que casi olvido de que había más. Podría haberse quedado así, y hubiese sido suficiente. El calor, la sensación de su piel. Ella respiró contra su rostro; olía a musgo, roble y matices de cedro. Por debajo estaba el aroma y el sabor de su sudor.

En aquella habitación no existía el peligro. El mundo entero había dejado de existir más allá de Jean. Sabía cómo deslizar las manos por su piel para hacerla jadear, besarla para que apresar su cuerpo con la fuerza de sus muslos y moverse dentro de ella, tan tortuosa y lentamente que al principio no notó la tensión que se acumulaba en su interior.

Pero, por supuesto, había más, y Jean lo estaba buscando. Vertió toda su atención en ella cuando un Angulo en particular le cortó la respiración. La observó con atención, entrelazó sus dedos con los de ella y notó que su agarre se hizo más fuerte.

La besó y la besó. Paulatinamente, el ritmo, la fricción y el contacto aumentaron hasta convertirse en algo más que reconfortante.

Acalorada y excitada, perdió la vergüenza y encontró el ritmo adecuado, frotándose y elevándose sobre él. Cuando descendía, el placer la invadía por completo y todas las sensaciones parecían conectarlos.

Jean alzó la mano para acariciarle los pechos entre jadeos y le pasó los pulgares por los rígidos pezones.

Lanzó un gemido cuando los labios de Jean rozaron el punto de pulso en su garganta. Sus movimientos eran lentos pero implacables.

Él la besó mientras deslizaba su mano entre sus cuerpos de nuevo. Su lengua se deslizó contra la de ella mientras profundizaba el beso, y sus dedos encontraron la sensible almohadilla de nervios entre sus piernas. Mikasa gimió entrecortadamente contra su boca mientras su cuerpo se tensaba encima y alrededor de él.

No era la primera vez que experimentaba un orgasmo, sin embargo, había algo diferente en este. Era como si estuviera siendo enroscada con fuerza en algún lugar de su interior. Podía sentir el violento palpitar de su corazón latiendo en su pecho. Su respiración se tornaba más y más corta y sus músculos se tensaron. Había fuego dentro de sus nervios. Cada vez que Jean se movía dentro de ella, o rozaba con sus labios algún rincón de su piel, o jugueteaba ligeramente con su clítoris, sentía como el placer aumentaba, muesca por muesca.

—Oh, Jean—sollozó. Clavó las uñas en sus hombros.

Sus ojos se abrieron repentinamente. Ella lo miro fijamente mientras su mundo se desmoronaba repentinamente en fragmentos dorados.

Los insondables orbes avellana de Jean la contemplaron fijamente, deleitándose con la forma en que se arqueaba y como su expresión se contorsionaba.

Aquella expresión lo impulsó para que él también llegara al orgasmo. La tomó por la cintura, presionó contra su cuerpo y derramó toda su semilla en su interior, sin querer cerrar los ojos por un segundo. No quería perder de vista la su rostro mientras llegaba al clímax, era hermosa, demasiado hermosa.

El placer fue tan intenso que la dejó aturdida y demasiado débil para moverse.

La ternura que le demostró después fue casi mejor que hacer el amor, que la besó por todo el cuerpo mientras la elogiaba y acariciaba. A la postre, se dirigió al cuarto de baño. Volvió con un vaso de agua fresca y un paño húmedo. Mikasa apuró hasta la última gota de agua y luego se tumbó mientras él le limpiaba sus partes íntimas. Podría haberlo hecho ella misma, pero era maravilloso dejarse cuidar, y se sentía totalmente flácida, como si tuviera los huesos empapados de miel

Después de atender sus propias necesidades, Jean se metió en la cama y la acurruco contra él. Ella apoyó la cabeza en su pecho. El latido de su corazón le retumbaba en los oídos.

—¿Mikasa?—la llamó con voz suave.

Ella levantó la cabeza.

—¿Sí?—preguntó, incapaz de interpretar su expresión.

—Lo que dijiste anoche…—comenzó a decir, inseguro. Tenía el ceño levemente fruncido y un rictus de tensión en los labios.

En su expresión había un atisbo de duda y su corazón dio un vuelco al percatarse que, al igual que el incidente de su llamada, había actuado de manera imprudente.

—No tenemos que hacerlo si tu no quieres—se apresuró a responder. Sentía que su pecho subía y bajaba mientras él suspiraba.

Él parecía dudarlo.

—¡No! Realmente quiero hacerlo, pero siento que algo está mal. No tengo un buen presentimiento—admitió.

Mikasa, ruborizada agachó la cabeza de inmediato. Se liberó del ligero agarre y tomó asiento al borde de la cama, procurando traer una sábana consigo, siento la repentina necesidad de cubrirse de inmediato.

Notó a Jean acomodarse a su lado poco después, girando su cuerpo para quedar frente a frente con ella. Sus miradas se encontraron, Mikasa pudo percibir la mezcla de determinación y nerviosismo a través del brillo ambarino de sus ojos. Parecía que había algo que quería decir, pero estaba luchando por encontrar las palabras adecuadas.

—Mikasa…—la tomó de la mano y besó el dorso de los dedos, tras lo cual se los pasó por el mentón.— . Casate conmigo—dijo él en voz baja.

A ella se le aceleró el corazón.

—¿Qué?—susurró—.¿Cómo?

—Cásate conmigo, por favor.

Ahora tenía la certeza de que no era la única que actuaba impulsivamente.

El tiempo pareció detenerse por un instante y cuando retomó la marcha lo hizo de una forma tan vertiginosa que los oídos de Mikasa empezaron a zumbar; el colchón bajo su cuerpo a tambalearse. Ahogada, boqueó como queriendo absorber aire, pero sus pulmones no le respondieron. Las emociones se agolpaban en su interior, mezclándose en una vorágine de asombro y duda.

—Jean…—murmuró, su voz sonaba temblorosa. Se sentía abrumada por la intensidad del momento, por la realización de que las cosas estaban tomando un giro que no había anticipado. La cabeza le daba vueltas, y lo único que se le ocurrió decir fue—: Habíamos acordado esperar.—En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, ya se estaba arrepintiendo.

Sin embargo, él se apresuró a responder.

—Y hemos esperado. La crisis ha terminado. Probablemente Paradis entre en guerra mañana o al día siguiente. Tendré que marcharme al frente y quiero casarme contigo antes de irme.

—¡Pero no sabemos lo que va a pasar!—exclamó ella.

—Desde luego que no, pero sea lo que sea que nos depare el futuro, quiero que te conviertas en mi esposa.

—Pero…—Mikasa se calló. ¿Por qué estaba poniendo objeciones? Él tenía razón. Nadie sabía lo que iba a suceder, pero ¿qué importancia tenía aquello entonces? Ella también quería ser su esposa, y nada de lo que pasase en el futuro podía cambiarlo.

Jamás habría imaginado que en el curso de unas cuantas horas recibiría dos propuestas de matrimonio.

Nuevamente, experimentó la misma incertidumbre que la sacudió aquella noche en la que Eren le pidió esclarecer sus sentimientos, la noche en que el curso de sus vidas se decidió.

Cuando él estuvo a punto de alejarse, Mikasa se aseguró de aferrar su mano pese a los temblores que sacudían sus dedos. Se produjo un silencio largo y cargado, interrumpido tan solo por la suave respiración de ambos.

—Está bien—concedió.

Jean la miró con intensidad, buscando en sus ojos argénteos la confirmación de que no estaba bromeando.

—¿Lo dices en serio?—preguntó sin comprender.

Mikasa se encogió de hombros con un gesto de incomodidad. No porque la propuesta le resultara vergonzosa, si no por el hecho de que no sabía qué hacer o decir en ese momento.

Cualquier duda que habitara en su mente se esfumó en el instante en que Jean acunó su rostro; sus manos temblorosas acariciaron suavemente sus mejillas. La emoción colmaba el ambiente mientras Jean se inclinaba buscando sus labios.

—Te quiero—dijo, y lo besó con avidez.

Al cabo de un minuto, sin aliento, se separó de él. Jean la miró con adoración.

—Gracias, gracias…—susurró una y otra vez con la voz entrecortada.

Los ojos de Mikasa se llenaron de lágrimas.

—No llores—dijo Jean, abrazándola.

Mikasa apretó su rostro contra el hombro desnudo de Jean y siguió llorando. Había personas que lloraban por cualquier cosa, pero ella nunca había sido de esas. En ese momento, sin embargo, gimoteaba sin poder contenerse. Lloraba por los años perdidos, por sus amigos y familia que yacían en su tumba y por el desperdicio estúpido e inútil que había supuesto la guerra. Estaba derramando todas las lágrimas reprimidas durante tres años de autocontrol.

Cuando terminó y se le secaron los ojos, lo besó con insistencia y volvieron a hacer el amor.


Luego de tomar un baño juntos, se dispusieron a bajar a la cocina y almorzar. Eso fue poco antes de que el teléfono sonara seis veces antes de que Jean contestara, dejándola a solas en la mesita de madera con dos tazas de café recién servido y unas cuantas rebanadas de pan de molde.

Mikasa hojeaba el periódico, pero era incapaz de leer más allá de los titulares, pues estaba demasiado nerviosa para concentrarse.

Luego de la improvisada propuesta de matrimonio, Jean se encargó de formular un plan que era sencillo, en teoría: regresarían a Mitras, comprarían dos boletos para embarcarse en una travesía sin fin y pasarían el resto de sus vidas sin una residencia fija, hasta que alguno de los dos decidiera asentarse en algún sitio y echar raíces.

Repiqueteó nerviosamente con los dedos sobre la mesa. No estaba segura de sí misma ni de él. Cuando vio su cara de angustia, poco después de que cada uno comenzara a vestirse, se arrodillo frente a ella, tomo sus manos y dijo:

—Me estoy portando contigo como un bruto, ¿verdad? Me habría encantado estar en un invernadero de un jardín lleno de flores delicadas, tu vestida de blanco, mientras llegaban hasta nosotros las notas de la música. Haríamos el amor apasionadamente…—sus palabras se cortaron de tajo—. Te llevare a un lugar increíble y nos pasearemos por las calles de las ciudades tomados de la mano.

La perspectiva de su matrimonio con Jean era increíble, excitante, pero no conseguía reunir las fuerzas para expresar toda esa algarabía que debía embargarla en un momento así.

Sabía de buena cuenta que él sería perseguido al desertar del ejército, los Jaegeristas se regocijarían en el hecho de catalogarlo traidor libremente y Dreher no los dejaría descansar en lo absoluto.

No obstante, si él continuaba, Jean iría a la guerra, se vestiría un uniforme y llevaría un arma, y los soldados enemigos lanzarían proyectiles, granadas y ráfagas de ametralladora con la intención de matarlo o herirlo gravemente, tanto como para que le resultara imposible caminar. Le costaba mucho pensar en cualquier otra cosa, y constantemente se hallaba al borde del llanto.

Se secó las lágrimas y maldijo en voz baja. Apenas podía ver con claridad. Se sentía como si estuviese atrapada en melaza y nadie la dejase limpiarse los zapatos.

Cuanto más lejos estuviesen de Paradis, mejor. Aun si eso implicaba dejar todo atrás: Armin, Annie, Pieck, Connie, Sasha… Eren.

Sentía que ya no le importaba lo que ocurriera. Se amaban y estaban juntos, y si eso era todo lo que tenían, sería suficiente.

Jean volvió unos minutos después. Tenía una expresión sombría, y Mikasa supo de inmediato que le habían dado malas noticias.

—El príncipe Heredero de Hizuru arribó a Mitras esta mañana. Historia ordena que formemos parte de las celebraciones protocolarias en los próximos dos días.

—Oh, Jean—suspiró, mortificada. Todavía no le hablaba sobre su rápida visita y su reunión con Kiyomi.

—Esto funcionara—recitó él—. Haremos que funcione—la miró directamente a los ojos y procuró esbozar una sonrisa para tranquilizarla, sin embargo, sus labios estaban tan tensos que a duras penas consiguió elevar la comisura de sus labios.

Sabían que era prácticamente seguro que algo malo iba a suceder, pero, aun así, la realidad golpeó a Mikasa como un mazo.


Arribaron a Mitras al anochecer. Mikasa estiró la cabeza para contemplar el edificio de la torre de apartamentos del sector acaudalado, diez pisos situados sobre dos amplios cuadrángulos de tiendas y salas de proyección.

Los restos de la tormenta formaban charcos de agua sobre la acera. Para Mikasa era como si el mal temporal no fuese a terminar nunca.

Historia les había dicho que el apartamento del piso ocho estaría completamente amueblado, que trasladarían y colocarían algunas pertenencias, que habría comida y la despensa: todo loque desearan y necesitaran, un hogar a solo tres manzanas del palacio.

Tan pronto como aparcó el automóvil, un atareado Jean se dispuso a sacar las valijas de la cajuela. En el pasado, Mikasa se habría encargado de llevarlas todas a la vez con suma facilidad, pero ahora, solo podía sortear el peso de dos.

—¡Señor Kirstein!—saludó el portero con suma algarabía al verlo ingresar en el vestíbulo—.¡Que alegría!

—Señor Zaytsev—contestó Jean, apenado—. Lo mismo digo yo—espetó genuinamente—. No tiene por qué llamarme señor Kirstein, soy yo quien debería dirigirse a usted de esa forma.

El hombre dejo escapar una risa.

—Tonterías, después de todo lo que hizo por mi mujer…—dijo. Su afable mirada recayó en Mikasa, pronto la curiosidad se desveló en su rostro.

—Señor Zaytsev, le presento a…

—Mikasa Ackerman—se apresuró a contestar.

Si el hombre estaba dispuesto a ahondar en su relación, al cabo de unos segundos decidió no hacerlo. En su lugar, se limitó a dedicarles una sonrisa afable y entregarles la copia de llaves que Jean le había confiado poco antes de partir.

Una vez en el ascensor, vio a Jean marcar el numeró ocho y de inmediato el aparató empezó un ruidoso ascenso mientras él se recostaba sobre las molduras metálicas con total desenfadado.

Salieron de la caja metálica en el piso indicado, jean encontró su número, el 803, encajó la llave en la cerradura y abrió la pesada puerta. Una ráfaga de aire limpio y fresco, con olor a muebles, alfombras nuevas y a algo más, como rosas dulces, los saludó.

Mikasa observó el interior con detenimiento: Había una pared de espejo justo al lado de la puerta. El resto del lugar era completamente neutral: blancas paredes desnudas, moqueta gris gastada. Mientras metía las maletas, Jean se disculpó por un desorden inexistente.

—Tal vez no es tan grande como la casa en la granja, pero es funcional—dijo Jean.

—Es agradable—comentó Mikasa, pasando los dedos por el borde de madera oscura del alfeizar de la ventana y el esmalte blanco de la pared. El salón estaba caldeado por el sol y el ambiente ligeramente cargado. Abrió la ventana con cierta dificultad.

Mientras su amado se desplazaba como una hormiga atareada, aprovechó el momento para explorar. Durante el camino había pensado que ver el apartamento de Jean sería algo romántico, agradable, que aprendería más cosas sobre él, pero resultaba tan pulcro y estaba tan poco amueblado que se sintió abatida. Examinó los libros de la estantería que estaba junto a la cocina: libros de texto sobre política, astronomía, algunos libros viejos de historia, una caja llena de ilustraciones. No había novelas.

—¿Tienes hambre?—preguntó Jean desde la cocina—. Puedo preparar algo rápido.

Mikasa giró levemente la cabeza y sonrió.

—Estoy bien, no tengo mucho apetito.

—No tocaste tu comida en el desayuno y tampoco lo hiciste en el almuerzo—dijo preocupado—. ¿Segura que no sucede nada malo?

Mikasa se tocó la frente. Estaba caliente. Tenía el estómago revuelto también.

—No es nada—suspiró—. Tan solo estoy cansada por el viaje.

—También has estado extrañamente callada—dijo rodeándole la cintura con los brazos.

Mikasa contuvo el aliento durante unos segundos. La manera en que su cuerpo reaccionaba cada vez que estaba cerca de Jean le parecía abrumadora e increíble por partes iguales.

—¿Estás pensando en la boda?

—Oh, Ymir, sí. Creo que estamos locos y no sabemos en lo que nos estamos metiendo—contestó con un débil suspiro de resolución.

—Cierto—asintió Jean.

—Estamos a punto de intentar hacer algo nuevo, algo diferente a lo que somos nosotros—añadió ella—. ¿No te resulta aterrador?

—Absolutamente—respondió Jean.

—Y si nos equivocamos, todo será un desastre tras otro. Dolor. Tristeza.

—No nos equivocamos, Mikasa. Eres la mujer de mi vida—un bonito sonrojo coloreaba sus mejillas.

—¿Lo soy?—preguntó ella, insegura. Todavía le costaba imaginar que alguien como Jean fuese capaz de amarla.

—¿Cuántas veces tengo que repetirlo para que me creas?—indagó en tono juguetón, depositando un beso sobre su frente.

Mikasa estaba a punto de llorar. Quería ser la esposa de Jean, era de lo único de lo que estaba segura. Se aferró a este pensamiento mientras un sinnúmero de preguntas y especulaciones se agolpaban en su cerebro. ¿Debian seguir el plan de Jean o era mejor esperar? Si accedía a casarse con él al día siguiente, ¿a quién se lo diría? ¿Adónde irían después de la ceremonia? ¿Vivirían juntos? Y si así era, ¿Dónde?

—¿Quieres dormir un rato? No tenemos que hablar de nada ahora mismo—murmuró Jean.

—Tengo que ir al baño—dijo Mikasa.

—Por supuesto, esta al final del pasillo—indicó, extrañado.

Antes de que él pudiera decir algo, escapó de su agarre y se dirigió en la dirección señalada.

Con las manos temblorosas consiguió girar el picaporte y precipitarse en el interior. Estaba teniendo muchos problemas para respirar ahora mismo.

Sus pulmones parecían no querer cooperar mientras buscaba el diminuto interruptor que debía estar en algún punto de la pared, luchando por no asfixiarse. Era demasiado. De repente todo era demasiado para ella.

Apoyó la espalda contra la puerta, respirando pesadamente. Sus rodillas temblaban con cada pequeño jadeo. Las paredes parecían contraerse, cerrarse, la habitación se había tornado más estrecha. Estaba temblando. El corazón le latía brutalmente dentro del pecho. El pulso palpitaba dentro de sus oídos; prácticamente podía escuchar su propia sangre corriendo a través de ella.

¿Qué estaba mal?

Cerró los ojos con fuerza, inhalando y exhalando profundamente. Respirar. Eso era lo que tenía que hacer en ese instante. Respirar.

El plan de Kiyomi seguía en pie. Un plan que Jean ignoraba por completo. Pese a que había tenido la oportunidad de hablarle sobre ello, optó por no hacerlo. Dentro de unas cuantas horas los dos se marcharían de Paradis para siempre. Escaparían a un lugar desconocido y comenzarían una nueva vida, lejos de todo y de todos.

El simple hecho de pensar en lo que se avecinaba le revolvió el estómago. Hange solía llamar aquello "ataques de pánico", siempre los había tenido, sin embargo, se hicieron más constantes poco después de su llegada a Marley.

A la par que se empeñaba en disipar la opresiva sensación en su pecho, consideró nuevamente las ventajas que el matrimonio con el príncipe heredero de Hizuru traería para ella.

Si accedía, viviría cómodamente por el resto de sus días. Pasaría parte de su existencia en tierras desconocidas y traería cierta estabilidad política; conseguiría salvar a sus amigos de una muerte certera y cada uno de ellos continuaría con su camino sin problema alguno, sin verse amenazados por los Jaegeristas.

«¿También tuviste este dilema, Eren?». Se preguntó a sí misma.

Tenía la boca seca y hundida. La cabeza le estallaba de dolor.

Su respiración entraba y salía entrecortada. todavía estaba apoyada contra la puerta, sucumbiendo a la calamidad de sus emociones cuando escuchó los pasos de jean acercándose desde afuera.

Toma otra larga bocanada de aire, los pulmones le dolían de solo soportarla. Había un sonrojo por todo su cuerpo, como la extraña quietud que seguía a todos los desastres. Aquella sensación caliente hormigueaba en la punta de sus dedos, enroscándose en sus palmas. Había calambres en todos sus músculos, pero intentaba ignorarlos. Estaba bien. Estaba bien. Estaba bien.

Dentro de un par de horas se encontraría en un barco, dirigiéndose a un nuevo destino al lado de Jean, dispuestos a iniciar desde cero.

Haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, consiguió ponerse de pie. Giró las llaves del lavamanos y observó la manera en cómo el agua salía disparada del grifo y salpicaba la porcelana.

Afuera reinaba el silencio. Jean no hacia ni un solo ruido, o tal vez simplemente no escuchaba ninguno. Al cabo de unos segundos, estaba consciente y contemplando su propio reflejo en el espejo.

Frustrada, recogió unos cuantos mechones de cabello que habían escapado del moño, alisándolo detrás de sus orejas, observando el leve sonrojo que subía por sus mejillas. Su cuerpo estaba envuelto en llamas insoldables. Siempre pasaba lo mismo. Su cuerpo simplemente… se asustaba en ocasiones. El corazón le latía como loco y tenía la certeza que, llegado ese punto, sus pulmones se habían encogido al punto de transformarse en sacos vacíos.

Nadie sabía nada acerca de esos episodios, ni siquiera Armin.

El agua pareció sacarla del trance y , cuando lo hizo, su reflejo en el espejo la encontró tomando una decisión.

Al salir del aseo y dirigirse en dirección a la cocina, encontró a Jean inclinado sobre la isla con los codos apoyados en la encimera. Pese a que el cansancio era visible en cada rincón de su faz, se las apañó para sonreír tan pronto como entró en su campo de visión.

—¿Estás bien?—volvió a preguntar, dando un pequeño sorbo a una botella de cerveza.

—Sí—suspiró, tomando asiento en un taburete. Todavía tenía las mejillas calientes y sentía un pequeño zumbido en los oídos, una vibración en las palmas de sus manos.

En silencio, él la observó, escudriñando su rostro.

Luego de un segundo o dos, decidió darse por vencido y, lejos de indagar en el demenor de Mikasa, arrastró una yema del dedo por el borde de la botella.

—Dejé algunas cervezas antes de marcharnos…—suspiró—. ¿Te apetece beber una?

—Por supuesto.

Jean se apresuró a tomar una botella y abrirla con destreza. Mikasa la agarró y bebió un trago. Apenas tenía sabor. Era distinta a la que había probado la noche que Armin acudió a visitarla.

—¿Jean?

—¿Sí?

Sin atreverse a encontrar su mirada, estrujó la tela de su falda y mordió su labio inferior.

—Me preguntaba si… ¿podríamos pasar a Shinganshina antes de marcharnos?—preguntó—. Me gustaría despedirme de Eren y mis padres—espetó.

—Si, claro que sí, Mikasa—accedió de inmediato.

Poco a poco, la extraña mezcla de olores y el ambiente se le antojaron reconfortantes, pintorescos en la cruda secuela de lo que sea que hubiese sucedido en el cuarto de baño hace unos minutos.

La calma duró poco y, cuando se disponía a abrir la boca para decir algo, un llamado a la puerta los puso alerta.

Inmediatamente, Jean caminó sigilosamente; extrajo el arma del bolsillo de su gabardina y se recargó contra la pared. Mikasa se puso de pie, expectante. Actuar de esa forma la transportó inmediatamente a las misiones encubierto que realizaban en Marley. Ella y Jean fueron compañeros en muchas ocasiones. Por esa razón era sencillo actuar de manera autómata en esas circunstancias.

Llevó un dedo hasta su boca para indicar que guardara silencio. Preparada para cualquier cosa, observó cada movimiento de Jean, nerviosa. El pulso se le aceleró en el instante que él se acercó a la mirilla de la puerta para echar un vistazo: notó sus músculos tensarse bajo la fina camisa y después lo escuchó soltar un largo y pausado suspiro.

En medio de la confusión, Jean abrió la puerta.

—Me diste un susto de muerte, idiota—lo escuchó decir a la par que se desplazaba un poco para darle paso a la comitiva que aguardaba en el pasillo.

—No es mi culpa que seas un maldito paranoico—rebatió Connie.

Uno a uno, los miembros restantes de la extinta Legión de Reconocimiento ingresaron en el apartamento.

—Espero que estén hambrientos. Trajimos comida y vino—anunció Pieck.

—Lo lamento, chicos. Intente detenerlos, pero fue imposible—se disculpó Armin.

—Eso es mentira—se apresuró a responder Connie—. Tu fuiste el de la idea.

El silencio se disipo y, tan pronto como cerraron la puerta, las conversaciones y las risas fluyeron en consonancia con el vino.

Habían traído jamón ahumado y trucha asalmonada para cenar. Pieck no mentía cuando les dijo que había comida suficiente para alimentar a un ejército o al menos, una parte considerable.

—Bueno, es oficial. Los Jaegeristas nos quieren muertos y harán todo lo que este en sus manos para lograrlo—dijo Connie.

—Vaya forma de arruinar el momento—protestó Jean.

—Connie tiene razón—coincidió Armin con pesar—. La situación es… desalentadora.

La afonía recayó sobre ellos abruptamente, asestándoles un fuerte golpe de realidad.

—¿Tienen algún plan en mente?—preguntó Jean, alternando la mirada entre Reiner, Annie y Pieck.

—Regresaremos a Marley—suspiró Annie—. No es la mejor opción, pero es la única que tenemos.

—Todo esto es una mierda. Imagine que la última reunión serviría para disipar la tensión entre las naciones.

—Siendo sinceros, no había mucho que pudiéramos hacer. El General tomó una decisión y solo nos quedaba aceptarla—Connie se encogió de hombros, apesumbrado.

El murmullo de la conversación era tenue, cauteloso. A medida que las horas transcurrían, la algarabía se disipaba.

Una vez más, todos se congregaban para luchar contra el mismo objetivo, el mismo que los había orillado a darle la espalda a sus compañeros con tal de detener a Eren.

—Mikasa…—llamó Armin a su espalda.

—¿Crees que haya forma de detenerlos?—preguntó sin apartar la mirada de la pila de platos y cubiertos sucios en el fregadero.

—Probablemente—suspiró—. El príncipe heredero quiere hablar contigo.

Mikasa apartó la atención de la vajilla y se volvió hacia él, sus ojos grises reflejando una tormenta interior.

—¿Cuándo?—preguntó, su voz apenas un susurro.

Armin respiró hondo antes de responder.

—Mañana mismo. Dijo que está interesado en llegar a un acuerdo y que el mismo sea beneficioso para los dos.

Una vez más, los pensamientos de Mikasa se arremolinaron como hojas llevadas por un vendaval. El dilema que le atenazaba el corazón era tan antiguo como el tiempo mismo: el deber y la lealtad contra los anhelos personales. Por un lado, tenía la responsabilidad de proteger a sus amigos y, en última instancia, a la causa que todos ellos compartían. Pero, por otro, en el confuso laberinto de su corazón, el rostro de Jean brillaba como un faro de calma y promesas que anhelaba.

El príncipe heredero no era un hombre cuyas intenciones fueran fáciles de predecir. Cualquier encuentro con él podría ser un callejón sin salida, una encrucijada en la que Mikasa tendría que tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre.

Mikasa apartó la vista, su mirada perdida en algún punto entre el espacio y el tiempo. Finalmente, con un suspiro, asintió lentamente.

—Bien—murmuró—. Lo haré—como si concediera una preciada moneda de oro en un oscuro trueque.

Armin asintió con solemnidad.

—Será al mediodía—dijo.

La determinación de Mikasa se mezclaba con un temor paralizante. El futuro se desplegaba ante ella como un camino bifurcado, donde las decisiones de hoy determinarían el destino del mañana. Una elección entre la lealtad a sus amigos y sus propios anhelos. En ese instante, el apartamento se transformó en el epicentro de su tormentosa encrucijada.


Las tranquilas calles de Mitras caldeaban al sol. A su paso, vio el carro de un pescadero tirado a caballo, a una niñera con un cochecito de paseo y a un chofer cambiando la rueda de un taxi motor.

Contaba con poco tiempo. Esa misma mañana, Jean había enlistado las cosas que debía realizar en el día: por la mañana, una reunión con los demás Generales, al medio día un almuerzo obligado con Historia y, después una visita al registro civil para comenzar con los trámites de la boda.

Al igual que el día anterior, Jean se disculpó con ella. Habría imaginado que su boda sería como las de todas las parejas, un largo día de tediosa ceremonia. Esa era una forma mejor de hacer las cosas. No había planificación, lista de invitados ni servicio de restauración. No había himnos ni discursos: solo la novia y el novio.

Desterró de su mente todo pensamiento sobre el futuro. Paradis estaba en guerra, podía suceder cualquier cosa.

Luego de un par de minutos, aparcaron frente a la clásica fachada de la embajada. Custodiada por uno de los guardias de los Azumabito, ingresó al vestíbulo.

Kiyomi la estaba esperando. Después de todo, ella era el enlace y una pieza clave para las negociaciones.

—Luces encantadora—musitó.

Aquella mañana, mientras decidida que conjunto utilizar para reunirse con el príncipe heredero, Mikasa se decantó por un elegante conjunto que consistía en una blusa ceñida con encajes y cuello alto y, encima de la blusa, un vestido de un azul cielo tan pálido que era casi blanco.

Sabía que Kiyomi habría preferido que portara alguno de los elegantes y elaborados Kimonos que utilizaban las mujeres en Hizuru. Sin embargo, Mikasa sentía que era demasiado.

—¿Dónde está?—indagó Mikasa al mismo tiempo que paseaba la mirada por la estancia.

—En los jardines. Pronto comenzara la ceremonia del té—respondió la mujer.

Aquella era la señal para marcharse. Nerviosa, tomó una enorme bocanada de aire. Tenía la respiración entrecortada, así que intentó controlarla, sin éxito.

Al final del pasillo se vislumbraba un rectángulo blanco. La primera vez que estuvo en ese lugar fue confiada a una de las tantas salas que tenían preparadas para los invitados. Le resultaba extraño que el príncipe optara por recibirlos al exterior, donde cualquiera sería capaz de escuchar su conversación.

A medida que se acercaban a su destino, Mikasa no podía dejar de pellizcarse y repetirse a cada hora que eso no era un sueño. De vez en cuando, sus ojos se dirigían hacia sus manos. Contaba sus dedos. Miraba un cuadro, apartaba la vista y volvía a mirar en un intento desesperado por no perder la concentración ni la calma.

Estaba lo bastante ansiosa par actuar con normalidad y entonces Kiyomi, antes de salir al jardín, frenó en seco, se volvió hacia ella y dijo:

—Eres una chica lista, Mikasa. No necesito decirte lo que pasará con tu futuro si rechazas la propuesta del príncipe. Debes poner un cuidado extremo. Estoy segura de que sabrás desenvolverte.

Mikasa no estaba tan segura, pero no le quedaba más remedio que comprobarlo.

Tan pronto como cruzaron el umbral, los jardines de la embajada se desplegaron ante ella como un tapiz de colores otoñales. Hojas doradas, rojas y amarillas colgaban de los árboles, recubriendo el suelo con una alfombra crujiente bajo los pies de quienes se aventuraban por el lugar. El cielo, claro y despejado, derramaba su luz sobre el paisaje, creando el escenario perfecto para el encuentro que estaba a punto de ocurrir.

El suave viento llevaba consigo el aroma de los crisantemos y el murmullo del agua resonaba en el estanque cercano, confiriéndole al lugar una atmósfera de serenidad y misterio.

De pie, cerca del puente, la figura imponente de un hombre destacaba entre las sombras del pabellón de bambú. A simple vista, la apariencia del príncipe recordaba a la de un personaje de una antigua leyenda, con cabello oscuro perfectamente atado en un moño, y un rostro enigmático que revelaba una profunda seriedad.

Pronto, la máscara de absoluta seriedad transmutó en una de genuina felicidad cuando se percató de la presencia de sus invitados. Con paso firme, el hombre recorrió la distancia que los separaba. Llevaba un traje sastre, similar a los que utilizaban Jean y Armin en ocasiones especiales.

—Kiyomi-san—saludó con una amplia sonrisa.

Kōtaishi denka—respondió ella con una reverencia.

—Oh, vamos, no hay necesidad de tantas formalidades—comentó el príncipe en tono casual—. Debería ser yo quien se incline ante usted.

—¿Qué clase de príncipe haría eso?

—Uno muy peculiar. Diferente al resto de los monarcas.

En ese instante, sus ojos profundos se posaron sobre los de Mikasa: un atisbo de curiosidad brillaba en su mirada. Como si hubiera estado esperando su llegada sin siquiera saberlo.

Kōtaishi denka, le presento a Mikasa Ackerman—dijo Kiyomi.

Pasó especial cuidado en hacer una reverencia perfecta, tal como se lo había enseñado su madre cuando era pequeña.

—Azumabito Yuudai—se presentó—. Pero puede decirme Yuudai. Todo este asunto de los títulos me parece… anticuado—sonrió con malicia.

Kiyomi se limitó a expresar su derrota en un largo suspiro.

—He escuchado todo tipo de historias respecto a usted, señorita Ackerman—continuó diciendo—. Kiyomi me contó lo que hizo por ella durante el Retumbar.

—Solo hice lo que considere correcto—replicó.

—Aun así es admirable.

El príncipe la miraba con curiosidad, lo cual la turbó aún más.

Yuudai sonrió, satisfecho. Sin embargo, antes de que fuese capaz de decir una palabra más otro hombre elegantemente vestido arribó.

—Permítame presentarle a mi secretario de confianza, el señor Kaito—anunció el príncipe mientras el hombre hacia una reverencia respetuosa—. El señor Sato ha sido un pilar fundamental en los asuntos de nuestro reino y en la organización de este encuentro.

El secretario Sato, con una sonrisa cálida en sus labios, se inclinó hacia el frente a manera de reverencia.

—Es un honor conocerla—musitó—. Debo admitir que ambos estábamos intrigados y ansiosos por conocerla.

Mikasa notó el calor acumularse en sus mejillas y reptar por todo su rostro.

No estaba habituada a nadar por las aguas de la política. Gran parte del trato y las relaciones recaían en Armin y Jean, quienes parecían haber nacido para eso.

En cambio se sentía torpe, incapaz de seguirle el paso a ambos hombres. En el pasado, Mikasa Ackerman solamente era un arma de guerra de la que la milicia podía jactarse con orgullo: la chica que valía cien soldados. Sus intervenciones no requerían hablar mucho y, la mayor parte del tiempo, se limitaba a escuchar y asentir cuando era necesario.

Kiyomi se puso a toser, indicando de ese modo que su presencia y la del señor Sato ya no era requerida.

—Ahora que lo recuerdo, Kaito-san, teníamos una partida de Shōji pendiente.

—Cómo olvidarlo, Kiyomi-sama—concedió.

La mujer, con una sonrisa cómplice, se reiteró en compañía del secretario dejando a Mikasa y el príncipe heredero a solas en ese tranquilo rincón del jardín.

Yuudai se adelantó a unos pasos para ir a su encuentro y, de manera poco ortodoxa, le ofreció su brazo para acompañarla a una de las mesas dispuestas cerca del estanque.

Los dos tomaron asiento uno frente al otro. Nerviosa, desvió la mirada hacia el paisaje para recuperar la compostura. Mientras tanto, el príncipe , con un gesto elegante, llamó a uno de los hombres de servicio.

—¿Desea beber algo en particular, señorita Ackerman?—preguntó con amabilidad.

—Un poco de agua estará bien, gracias—respondió con voz suave.

El príncipe asintió y le hizo una seña al lacayo, quien se dirigió a la galería donde se hallaba un carrito con todo tipo de bebidas y otros aperitivos.

—Trajimos algunas delicadezas de Hizuru, estoy seguro que tuvo la oportunidad de probarlas.

—Sí, lo hice—asintió—. Fue en aquella época en la que estuvimos alojados en la Mansión Azumabito en Marley.

—Supongo que Kiyomi ya la habrá instruido convenientemente para llevarla de regreso a Hizuru.

—Lo está intentando.

Por fin, al cabo de un par de segundos, el lacayo llevo una copa con agua y otra bebida para el príncipe. Mikasa agradeció con una sonrisa temblorosa a la par que Yuudai observala la interacción con atención.

Después de tomar un sorbo y tranquilizarse un poco, el hombre creyó conveniente retomar la conversación.

—Kiyomi habló con usted hace dos días, ¿es correcto?

Mikasa asintió con serenidad.

—Así es. Conversamos sobre varios asuntos. Es una mujer admirable, con una perspicacia excepcional.

Yuudai asintió en señal de acuerdo.

—Es una figura importante en nuestras relaciones con el mundo exterior. Ha trabajado incansablemente para fortalecer los lazos de Hizuru CON OTRAS NACIONES—hizo una pausa y dio un sorbo a su propia bebida—. Espero que nuestra reunión pueda contribuir a esos esfuerzo y que seamos capaz de avanzar hacia un futuro más próspero y pacífico.

Mikasa frunció el ceño.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Adelante—concedió el príncipe.

—En caso de aceptar su propuesta de matrimonio, ¿Cuáles serían mis obligaciones?

No había necesidad de ser cautos. Mikasa conocía el motivo por el cual estaban reunidos ahí.

—Se le conferiría el título de princesa y tomaría ciertas responsabilidades dentro de la corte.

Los dos se sumergieron en un lapso de reflexión mientras las palabras y las expectativas flotaban en el aire.

—También tendría que darle un heredero, ¿no es así?—soltó.

El comentario hizo sonrojar al príncipe. Una risa escapó de sus labios en respuesta.

—No, señorita Ackerman, no es necesario en absoluto—dijo afablemente—. En Hizuru, la sucesión al trono no se da de manera automática por línea de sangre. La elección es un proceso meticuloso y riguroso, y se valora la capacidad y el compromiso con el bienestar de nuestra nación sobre cualquier otra consideración.

Mikasa asintió, mostrando comprensión.

Yuudai se removió ligeramente en su asunto, incómodo. Cualquier ápice de felicidad acabó por disiparse para abrirle paso a una expresión serena, casi mortalmente seria.

—Para ser honesto, he estado dándole vueltas a esa idea, y creo que un matrimonio podría resultar ventajoso para ambas partes.

Antes de que pudiera continuar, lo interrumpió con respecto pero firmeza.

—Lo lamento, su Alteza, pero debo decir que no tengo intención de casarme. Estoy comprometida—admitió.

Yuudai estaba muy sorprendido.

—Eso complica la situación—carraspeó—. Pero, ¿podría permitirme explicar antes de tomar una decisión?

Mikasa asintió con cortesía, dispuesta a escuchar lo que el príncipe heredero tenía que decir.

—Dada mi posición y la situación tan delicada en la que nos encontramos en Paradis, mis consejeros sugirieron un matrimonio como una forma de fortalecer las relaciones diplomáticas y garantizar la estabilidad en la región. La Reina Historia, por su puesto, quedó fuera de la discusión. Pero Kiyomi mencionó su nombre, sugiriendo que usted podría ser la persona adecuada.

—Detesto la idea de ser tratada como ganado—dijo con descontento.

—También yo—dijo Yuudai en complicidad—. Sin embargo, al meditarlo, me di cuenta que el mundo se encuentra en constante cambio, los matrimonios políticos son una realidad que debemos considerar, aunque sea desagradable.

—Suena contradictorio—espetó.

Yuudai levantó la mano para rogarle calma.

—Permítame ahondar antes de decir nada—pidió con suavidad—. Mis motivos no son los que se podrían esperar en estos casos, al contrario, son bastante egoístas.—Hizo una pausa, dudando en el último momento si plantearle o no la propuesta que tenía en mente. Decidió que nada perdería por intentarlo—. Quiero que sepa que, si acepta, nosotros no…, no mantendríamos relaciones… conyugales.

Mikasa frunció el entrecejo con ahínco, mostrando cierta sorpresa ante la declaración del príncipe.

—Es justo que sepa que, al igual que usted, yo también estoy enamorado.

Ella, aún más sorprendida, respondió con una expresión neutral:

—Oh, ya veo—murmuró—. Y la señorita en cuestión, ¿qué dice al respecto? ¿está de acuerdo que contraiga matrimonio con otra mujer?

Yuudai sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—Me temo que no hay señorita en cuestión, sino un caballero—admitió: un sonrojo coloreaba sus mejillas—. Y fue él quien lo sugirió.

—Su alteza, yo…—musitó desencajada, intentando asimilar aquella última declaración.

El príncipe volvió a alzar la mano.

—Tiene que reconocer que es mucho mejor plan que el de desatar una guerra—dijo componiendo una mueca de fingido espanto que la hizo sonreír—. En caso de que usted, señorita Ackerman, aceptara convertirse en mi esposa, no la convertiría en una esclava, sino en una compañera, una aliada. Además, de esta manera también calmaría a los Jaegeristas. Y también le aseguro que puede traer a su amado consigo. Sobra decir que todo esto que le estoy contando debe quedar entre nosotros. Y que, en el supuesto de que acepte y por… cuestión de tiempo, preferiría que nos saltásemos el noviazgo—concluyó con tono jocoso, intentando restar seriedad al asunto.

—Es todo tan… insólito—manifestó pensativa—. Necesito tiempo para pensarlo y…

—Por supuesto, pero tenga presente que es un buen trato.

Mikasa regresó al apartamento sumida en un torbellino de emociones que no le permitían reflexionar; su cerebro parecía haberse bloqueado y se negaba a hilar sus pensamientos con coherencia. La presión que sentía en el pecho, el nudo en el estómago y aquel regusto amargo en la garganta, tampoco la ayudaban a ordenar el caos en el que se hallaba sumido su cuerpo.


El edificio comenzó a vaciarse lentamente: hombres ataviados en ajuares militares se desplazaban por los alrededores fijando su próximo destino. Desde la lejanía, el tumulto se antojaba como una marea verde. Los Jaegeristas comenzaban a congregarse para atestiguar las negociaciones de paz entre Paradis y Hizuru. Como era de esperarse, todos se encontraban expectantes e ignoraban por completo el cause que dicha situación estaba tomando.

—Parece que ganaste una especie de batalla diplomática en la última reunión—dijo Armin, cambiando el tema.

—El General Hegstad…—tuvo que pensar para encontrar la palabra adecuada, algo poco habitual en él—… exultante—dijo tras una pausa.

—¿Y tú no?

Jean arrugo el entrecejo.

—Me preocupa que las negociaciones se vengan abajo. Si el príncipe Heredero lo sabe… no dudaran en retirar la oferta y regresar a Hizuru tan rápido como se lo propongan.

La distancia de la Cámara de Lores hacia el Cuartel era de al menos diez minuto, y más cuando el tránsito peatonal atestaba las calles de Mitras. Ninguno de los dos se había molestado en encontrar atajos para evitar el bullicio de los aldeanos, el grito ensordecedor de los vendedores o los niños corriendo entre las piernas de los adultos. Ambos sabían que, zigzagueando ágilmente contra la mareada personas, podían hablar sobre temas delicados sin la necesidad de mostrarse sospechosos. Solo Darian la impresión de ser dos soldados más paseando bajo la calidez del sol otoñal.

—Eso complica la situación—admitió Armin colocando las manos en los bolsillos de su pantalón y esquivando un par de niños que perseguían una pelota.

—¿Consideras que se desatara una guerra?

—¡No, por Ymir!—respondió Armin aterrorizado—. Espero que no.

En cambio, Jean no mostró ninguna expresión.

—Ya escuchaste a Dreher hace un rato. Están ansiosos por ir a la batalla.

—Claramente son hombres que nunca tuvieron que enfrentarse a un titan. Los mismos que no vislumbraron la carnicería del Retumbar en Marley. Aún tengo pesadillas al respecto.

—Este tipo de cosas suceden cuando le confieres poder a un montón de idiotas.

Escuchó como su acompañante soltaba una risa divertida.

—Cuidado, alguien podría escucharnos—sonrió de medio lado.

Sus palabras se disiparon en medio del estruendo de la ciudad, con sus tranvías chillando y las voces de la gente clamando noticias, era un eco ensordecedor de la inminente tormenta que se cernía sobre la humanidad.

En ese momento, Jean se abstuvo de hablar y continuaron los siguientes minutos avanzando juntos por esa cacofonía, sus pasos resonando en el adoquinado gastado por el tiempo. La tensión que colgaba en el aire después de la reunión pesaba sobre sus hombros, una carga que ninguno de los dos estaba dispuesto a compartir en voz alta.

Jean, con su impecable uniforme y la mirada perdida en el horizonte incierto, anhelaba volver a casa, pero sabía que antes debía lidiar con asuntos pendientes antes de disfrutar de la cálida compañía de Mikasa.

Un carraspeó suave y deliberado rompió el tenso silencio que los envolvía. Jean se aclaró la garganta, una pausa necesaria antes de dirigir la mirada hacia Armin, cuyos ojos cerúleos reflejaban preocupación.

—Armin—susurró, su voz cargada de la seriedad que demandaba la hora—. Hay algo que quiero hablar contigo.

Aquellas palabras lo obligaron a frenar en seco en medio de la multitud, completamente atento y alerta.

—¿Sucede algo malo?

Si bien, había estado de acuerdo con la sugerencia de Mikasa de que mantuvieran su compromiso en secreto hasta que terminase la crisis, que aún seguía abierta, aunque las aguas empezaban a volver a su cauce. Las negociaciones le permitían a Jean albergar la esperanza de que los ánimos se templaran y la sensatez y moderación prevalecieran en Paradis.

Aun así, consideraba injusto dejar a Armin fuera de todo eso. Después de todo, él era la única familia de Mikasa y, por ende, debía estar al tanto del rumbo que tomaría su relación en cuestión de horas.

Pasó una mano por su cabello desordenado, su mirada vaciló antes de finalmente tomar aliento y responder:

—Quizás no sea el momento más oportuno para lo que tengo que decirte.—Su voz llevaba un peso notable, y Armin se tensó de pies a cabeza, una corriente de inquietud recorriendo su espalda. Jean se masajeo la nuca, nuevamente se encontraba buscando las palabras adecuadas—. Voy a casarme con Mikasa.

El antiguo titan Colosal lució sorprendido por un segundo o dos. Atrapado en una bruma de confusión, parpadeó ante la noticia.

—Eso es… es bueno saberlo—replicó con cierta vacilación—, pero ¿tal vez en un futuro cercano?—se encogió de hombros.

Jean negó con la cabeza, su rostro serio.

—No, Armin, no en un futuro cercano. Pronto. En este momento, iré al Registro Civil a solicitar el permiso. Quería que estuvieras al tanto de la situación.

El aludido parecía horrorizado ante la idea.

—Jean, ¿estás seguro de esto? Me da la impresión que ambos están precipitándose—señaló Armin con angustia.

Jean suspiró y se encogió de hombros.

—¿Cuándo será el momento adecuado? La guerra se cierne sobre nosotros, y quien sabe qué nos depara el futuro. Si no lo hacemos pronto, terminaríamos separados, y no quiero que eso suceda. Mikasa es lo más importante para mí, y no quiero perderla. Necesito estar seguro de que siempre estaremos juntos, sin importar lo que suceda.

Armin entrecerró los ojos, su preocupación era persistente.

—No puedes asegurarlo. La situación es incierta. Sería estúpido de nuestra parte basar las decisiones en el miedo.

Jean volvió a soltar todo el aire contenido en su pecho, tratando de calmar la opresión entre sus costillas con respiraciones profundas.

—Escuche lo mismo que tú en esa reunión, Arlert. La guerra es inminente, y no podemos ignorar ese hecho.

Armin se cruzó de brazos.

—¿Y cuál es tu plan, Jean? ¿Van a casarse la dejaras sola?—indagó el rubio con aspereza—. Acaso… ¿acaso está embarazada?

Jean parpadeó sorprendido.

—¿Qué? ¡Por supuesto que no!—su voz llevaba una nota de indignación—. Esa no es la razón. Mikasa y yo simplemente estamos seguros de lo que sentimos el uno por el otro. Queremos estar juntos pase lo que pase.

La tensión entre los dos aumentaba. Jean se sentía profundamente ofendido por la insinuación de Armin, quien, por su parte, pasó una mano por su rostro, visiblemente agobiado por la noticia.

—También vamos a marcharnos de Paradis—agregó.

—¿Qué demonios, Jean?—gruñó Armin con aspereza y siguió en voz baja, con la furia tiñendo sus ojos—.¿Te das cuenta de lo que estas diciendo? Van a juzgarte por desertar, podríamos enfrentarnos a graves consecuencias—en ese punto, el antiguo comandante se veía como si estuviera a punto de desmayarse.

Jean contuvo un bufido exasperado.

—Maldita sea, Kirstein. Deja de comportarte como un niño—dijo con un tono de voz apresurado—.Conoces a esos tipos. Le estarías dando las razones suficientes para ejecutarlos a los dos. Están esperando un movimiento imprudente de nuestra parte para hacerlo.

Una punzada de culpabilidad arremetió contra Jean. Había barajeado la posibilidad de que su huida traería graves consecuencias no solo a él y Mikasa, sino también a todos sus amigos.

—Eres un hombre sensato. ¿Acaso no lo consideraste?

La mandíbula de Jean tembló ligeramente.

Lejos de continuar con la reprimenda, Armin cerró los ojos y trago grueso en un intento desesperado por tranquilizarse. Pocas veces perdía los estribos y, cuando lo hacía, era por razones plenamente justificadas.

—Jean, estoy feliz de que ambos vayan a casarse, pero hay algo detrás de todo esto que me tiene inquieto. Te conozco, conozco a Mikasa, y sé que ninguno de los dos actuaría como adolescentes imprudentes.

Jean frunció el ceño, sus ojos centrándose en su amigo.

—¿Crees que algo sucedió con ella?—preguntó con preocupación.

Armin arqueó una ceja, confundido.

—¿A qué te refieres?

—La noche de la reunión… ella me llamó. Fue extraño. Por su tono de voz parecía que había pasado la tarde llorando—las palabras le salían con dificultad—. Cuando regrese a casa, lucía muy rara y tenía un golpe en la mejilla. Dijo que se había caído.

—¿Le creíste?

Jean negó con la cabeza.

—Por supuesto que no. Pero decidí no indagar en el tema. Sabes cómo es ella, si la acosaba con preguntas, terminaría cerrándose por completo y no diría ni una palabra.

Pensativo, Armin acarició su labio inferior con la punta del dedo pulgar.

—Es extraño…—murmuró—. Sin embargo, debemos ser cautelosos en este momento, ¿verdad?

Jean se mostró escéptico y pregunto:

—¿Cuánto tiempo debemos esperar?

—Tres días—declaró en tono categórico—. Solo tres días. En ese tiempo, la situación política se habrá resuelto. Si estalla la guerra, me asegurare de sacarlos a ambos de Paradis y enviarlos a Marley.

La idea no era de su agrado, pero confiaba en que Armin mantendría su palabra.

Colocó una mano sobre su hombro y lo estrujo, al mismo tiempo que admitía su derrota con gracia.

—Gracias, Armin.


Mikasa contempló su reflejo en el espejo. La iluminación en el cuarto de baño no era la mejor, pero cumplía con su función.

Continuó sopesando los pros y los contras de la descabellada proposición. A ratos, el alma se le encogía de tristeza al pensar en todo lo que implicaría y, lo único que conseguía, era que las lágrimas acudieran de nuevo a sus ojos sin haber tomado una decisión.

No era fácil desprenderse, de buenas a primeras, de sus sueños e ideales y ceder a la petición de un desconocido.

Al observar lo guapa que estaba, se entristeció aun más.

«¿Qué tengo que ver yo con todo este embrollo político? ¿Por qué no puedo ser feliz a lado de Jean?». Siguió repitiéndose una y otra vez.

Si bien el príncipe heredero había sido extremadamente considerado con ella, aquel acuerdo no era justo para Jean. Al fin y al cabo, ante los ojos de las personas sería la esposa de Yuudai y, como tal, debía cumplir con una serie de obligaciones, aun cuando a puertas cerradas la situación fuese diferente. Jean merecía más que eso.

Con más pesar que emoción, alcanzó el vestido que colgaba de un gancho y lo pasó por encima de su cabeza, asegurándose de ajustar la tela a la forma de sus curvas.

Era una bonita pieza en color azul media noche; tenía un escote en forma de corazón, sin tirantes de por medio. La forma resaltaba su cintura y la tela de la falda caía libremente hasta el suelo. Había atado su cabello en un moño, dejando al descubierto su cuello y hombros. Resaltaba la elegancia que, sin duda alguna, rivalizaría con el lujo de las salas de la alta sociedad. Sin embargo, cuando llegó el momento de subir el cierra, se encontró en una situación complicada.

Con manos diestras, intentó deslizar la cremallera de la espalda, pero sus dedos se movían con torpeza. Los nervios, la tensión y la anticipación habían hecho de aquel acto aparentemente sencillo un desafío. Mikasa suspiró, frustrada.

—Jean—su voz, que normalmente irradiaba seguridad, temblaba con una nota de urgencia—. Necesito tu ayuda.

Sabía que Jean estaba del otro lado. Escuchó los pasos al otro lado y después el suave "click" de la puerta al abrirse.

Expectante, permaneció bajo el umbral de la puerta, observándola con detenimiento.

—¿Puedes ayudarme? El cierre esta atascado—replicó.

—Claro.

Un escalofrió recorrió su cuerpo al notar su cercanía. Podía sentir el calor que irradiaba, la forma en que sus manos se posaban sobre su cintura, tratando de encontrar la fuente del problema.

Cerró los ojos con fuerza y trago grueso. Pese a que ambos habían llevado su relación a otro nivel la noche anterior, no podía evitar sentirse nerviosa cada vez que él la tocaba. Y no era porque le desagradara, por supuesto que no. En todo caso, Jean la había llevado a degustar la ambrosia del placer. Por esa razón, su cuerpo reaccionaba de manera autómata al evocar la manera en que sus manos la acariciaban, como sus labios recorrían cada centímetro de su piel y la forma en que la miraba: como si fuese la mujer más hermosa en la faz de la tierra.

—¿Estás segura que esta cosa tiene cierre?—lo escuchó decir a su espalda.

—S-sí, debe estar en algún lugar.

No podía pasar por el alto el rubor que le subía por el cuello. Ni la forma en la que se le aceleró el corazón, como si fuera un ladrón torpe que pisoteara al parterre de flores.

Maldijo en voz baja cuando los primeros tirones no funcionaron, y volvió a acercase a ella, lo suficiente para que os diminutos vellos de su espalda se levantaran cuando respiró contra su piel, lo suficientemente cerca para rozar esa extensión desnuda.

—Lo siento, solo un poco más—murmuró. La cremallera se soltó y Jean logró subirla hasta su espalda. Él sonrió y miro al espejo, percatándose de que ella había estado mirando su reflejo todo el tiempo.

Depositó un tierno beso en su hombro desnudo y dijo con voz suave:

—Luces bellísima.

Mikasa hizo ademan de alejarse de él, pero titubeo un instante cuando Jean agarró su cadera con un brazo y desperdigó besos hasta su cuello, mientras la rodeaba por la cintura lo suficientemente fuerte para que ella sintiera el bulto entre sus piernas, incluso sobre la tela.

—Jean…—dejó salir un suspiro ahogado.

—No sé si quiero arrancártelo o simplemente besar cada parte de ti con el puesto.

Mikasa lo interrumpió al darse la vuelta y tomarle el rostro entre las manos para besarlo. Quería añadir algo más, pero su boca era demasiado deliciosa para resistirse. De manera que claudico, ávida de esa dulce y húmeda suavidad, sin poder evitar tomado lo que pudiera. Su erección se hizo más notoria. Aturdido por el deseo, Jean se aferró a sus caderas. Con toques expertos, se las apañó para subir un poco la tela, hasta que de repente comprendió lo que estaba haciendo. Le puso fin al beso entre jadeos.

—No más besos—dijo con voz ronca— o acabare devorándote entera.

Mikasa asintió con la cabeza y la inclinó. Ahora era su turno para admirarlo: llevaba un esmoquin negro con un moño a juego. Su amor por Jean había despertado en su interior como un león aletargado, ávido de deseo físico, un animal que era acicateado y atormentado por los besos robados y roces furtivos.

—Tú también luces muy bien. Eres un hombre hermoso—dijo ella con cierta timidez.

Sus palabras le provocaron un estremecimiento de placer, y se vio obligado a endurecer todos los músculos para no ceder a sus impulsos. Era indecente lo mucho que la deseaba.

En voz baja replicó:

—Me alegra que pienses así. Pero n hay nada en el mundo tan fino y bonito como tú.

—¿Fino?

—Exquisita. Eres fina como la luz del sol, o un poema hecho canción.

Su corazón se aceleró. No era la primera vez que Jean le decía cosas así, pero escucharlo hacerlo era suficiente para soltar un suspiro.

Antes de que pudiera responder, Jean se acercó a besarla, un momento robado de pasión antes de la noche que les aguardaba.

Cuando se apartaron, su mirada se encontró con la de Mikasa y acarició su mejilla con ternura.

—Por más que quisiera quedarme aquí contigo, tenemos un lugar al cual ir—dijo con un suspiro.

Ella asintió. Lo cierto era que no tenía ganas de ir a la función de ballet. Quería quedarse en esa habitación, con Jean entre sus piernas, besando cada rincón de su cuerpo.

Una vez más, otro sonrojó coloreo sus mejillas al mismo tiempo que cerraba los ojos con fuerza para disipar la serie de imágenes pecaminosas proyectadas en los recovecos de su mente.

Jean la dirigió hacia la habitación.

—Aguarda un momento, tengo una sorpresa para ti—espetó.

Mikasa frunció el ceño en confusión.

Lo miró dirigirse a la cómoda, abrir un cajón y extraer algo que quedó fuera de su campo de visión tan pronto lo ocultó en uno de los bolsillos de su saco.

—Cierra los ojos—pidió.

Por un instante, consideró la idea de rehusarse, pero al ver el rostro anhelante de Jean, cedió ante sus deseos.

Sin más preámbulos, tomó su mano izquierda; acarició sus nudillos con ternura y después sintió que algo se deslizaba por su dedo anular.

—Puedes abrirlos ya—anunció él.

Su mirada argéntea se posó de inmediato en el anillo de oro con un único diamante de un quilate. No era un anillo ostentoso, pero era un diamante blanco puro, el color más atractivo, de corte redondo brillante, y tenía un aspecto fabuloso.

—Jean, esto…—comenzó a decir antes de que él la interrumpiera.

—Connie me dio la idea—dijo con una sonrisa. La expresión de sorpresa de Mikasa se transformó en una de cariño y gratitud—. Los Marleyanos le llaman "anillo de compromiso". Imagine que sería un lindo detalle, considerando que no hemos tenido la oportunidad de vivir esta etapa como es debido—murmuró—. ¿Te gusta?

—Oh, Jean, es maravilloso—espetó. Sin perder el tiempo, lo besó directamente en los labios, un gesto lleno de amor y gratitud.

Después de un segundo, Jean tomó la mano de Mikasa y deposito un beso en el dorso.

Luego de eso, los dos se dirigieron a su siguiente destino: el teatro de Mitras.

Los alrededores del lugar estaban envueltos en una atmosfera de elegancia y sofisticación que era palpable en el aire. La alta sociedad se había congregado para la noche de ballet, y la multitud que se agolpaba alrededor del majestuoso edificio estaba deslumbrante.

Las mujeres lucían vestidos de gala, con telas lujosas y deslumbrantes joyas que centelleaban a la luz de las lámparas de la calle. Los vestido estaban adornados con encajes, bordados y detalles intrincados que realzaban su belleza. Los colores eran variados, desde tonos suaves y etéreos hasta profundos azules y rojos intensos, que destacaban en la penumbra.

Los hombres, elegantemente vestidos con esmoquin y corbatas de lazo, se destacaban con su porte distinguido. Los sombreros de copa y bastones eran complementos que añadían un toque de refinamiento a su apariencia. La conversación fluía con elegancia y vivacidad, creando un zumbido constante alrededor del teatro.

—¡Jean! ¡Mikasa!—exclamó Connie a lo lejos, alzando una mano para capturar su atención.

Mikasa estaba nerviosa. La cantidad de personas a su alrededor la abrumaba, y su pulso se aceleraba a medida que se adentraban en el majestuoso edificio. Antes de que la ansiedad pudiera apoderarse de ella por completo, Connie se acercó a saludar, seguido de Pieck.

—Tenemos un palco para nosotros solos, ¿pueden creerlo?—dijo maravillado.

—Es una bonita forma de decir que nos convertiremos en el centro de atención de los Jaegeristas—rebatió Pieck.

—¿Creen que intentaran asesinarnos?

—¡Connie!—lo reprimió Mikasa.

—Lo siento—se disculpó, reconociendo su falta de tacto.

—Dudo que vayan a hacerlo—suspiró Jean, echando un vistazo a su alrededor. Al parecer, Mikasa no era la única que se sentía inquieta—. ¿Dónde esta Armin?

—Historia lo llevo consigo a su palco personal—replico Reiner.

—Apuesto a que mueres de envidia—lo molestó Connie.

—Armin solo es un pobre diablo con suerte.

Mikasa sonrió. Aquellas conversaciones siempre le recordaban a las pequeñas discusión que tenían a forma de juego durante sus días como cadetes. Antes de que la inevitable y aplastadora fuerza del destino los golpeara.

—De cualquier forma, nos adelantaremos, adentro es un caos—vociferó Connie.

Cuando sus amigos se alejaron para encontrar sus asientos, Jean ofreció su brazo a Mikasa. Ella lo tomó, gustosa y comenzaron a subir los peldaños de la escalera que los llevaría a su palco.

Mientras ascendían, Jean la miró con preocupación.

—¿Te encuentras bien?—preguntó.

—Si, es solo que no estoy acostumbrada a todo esto—asintió. La magnitud del evento y la multitud de la gente eran demasiado para ella, pero estaba decidida a seguir adelante.

—Nunca deja de ser sorprendente—agregó Jean.

—Sin duda lo es.

Para gran parte de la sociedad de Mitras, el teatro no era más que otra oportunidad para lucir ropa y joyas.

Caminaron hasta su propio palco privado. Era un espacio íntimo y ostentoso con una vista privilegiada del escenario. Los dos tomaron asiento uno al lado del otro.

Un camarero ingresó en silencio y les sirvió champan. Mikasa, manteniendo la cabeza en alto para observar a los demás asistentes, preguntó a Jean con precaución:

—¿Puedes ver a los demás desde aquí?

Jean notó el tono de alarma en su voz y respondió con calma.

—¿Estas preocupada?

—Naturalmente, estamos en la boca del lobo.

—No te preocupes. Connie, Pieck y Reiner están a un palco justo debajo del nuestro. Historia y los demás se ubican a la izquierda.

Apoyando su mano en las candilejas, comenzó a mirar al patio de butacas y a los palcos de enfrente. Su mano, enfundada en el guante, involuntaria e imperceptiblemente apretaba y soltaba convulsivamente el programa de la velada al ritmo de la obertura, arrugándolo.

—¿Habías asistido antes a un lugar así?—quiso saber. Necesitaba apartar su mente la idea de que en cualquier momento los Jaegeristas se lanzarían al ataque.

—Solo en una ocasión—respondió—. Fue una de las misiones en cubierto. Hange tenía la certeza de que si conseguíamos acercarnos a los militares de alto rango en Marley obtendríamos información de Eren—explicó—. Estaba equivocada. Los generales y comandantes no estaban interesados en nada de eso. Así que terminamos en la ópera. Fue una función encantadora, sin duda.

Mientras aun sonaban los últimos acordes de la obertura, el director de orquesta dio unos toquecitos con la batuta. Los que todavía estaban de pie tomaron asiento otros cuantos se dirigieron a sus butacas.

—¿Cómo es que conseguían ese tipo de misiones?—protestó en voz baja.

Jean se encogió de hombros.

—Supongo que tuve suerte.

Mikasa puso los ojos en blanco.

—Yo pase la mayor parte del tiempo frecuentando bares y tabernas junto al capitán.

—Vale la pena, especialmente por la compañía—respondió Jean en tono sarcástico.

—Afortunadamente, no intentamos asesinarnos—convino.

En medio del escenario había unos paneles azules, y por detrás de ellos, bajo las luces, aparecieron algunas mujeres ataviadas en vaporosas túnicas negras. La combinación de instrumentos y voces comenzó a resonar en la sala. El centro de atención eran la pareja de bailarines en el centro del escenario; la joven llevaba el rostro cubierto con una tela, pero las expresiones del chico eran las mismas de una persona sumida en la agonía.

Le habría gustado entender más del teatro. Sin embargo, sus conocimientos no se comparaban con los de Jean. Después de todo, tras la guerra, ella había permanecido confinada en las colinas. Su única fuente de entretenimiento eran los libros que tomaba prestados semanalmente de la discreta biblioteca de Shinganshina.

Jean se inclinó ligeramente hacia ella, podía sentir sus labios cerca de su oído, la cálida respiración bañando la piel desnuda de su cuello.

—Es la historia de Alessandra, quien muere mordida por una serpiente, y Damarion buscándola en el inframundo—comenzó a contarle, como si quisiera compartir un secreto—.Ella le ha prometido una vida feliz si se abstiene de buscarla, pero él no lo hará.

La dulce melodía de su voz se mezclaba perfectamente con la música y los movimientos en el escenario.

Mikasa estiró el brazo y le agarró la mano a Jean con disimulo. Él sonrió, y le acaricio los dedos con la yema del pulgar.

En ese momento, el ballet parecía ser es que una simple representación artística. Era una metáfora de su propia vida y de los desafíos que enfrentaban juntos.

«Si eres lo suficientemente inteligente, te largaras de Paradis.—Las palabras del General acudieron a ella como una pérfida profecía—. De lo contrario, asesinare a todos y cada uno de tus amigos frente a ti, comenzando por Arlert y terminando con Kirstein. Me asegurare de que veas todo con lujo de detalle y vivas con esa imagen grabada a fuego en tu memoria por el resto de tus días».

Una lagrima solitaria rodó por su mejilla, y fue entonces cuando se dio cuenta que estaba llorando.

Jean, consternado, la avizoró preocupado. Con delicadeza, limpio el rastro húmedo con la punta del pulgar. Mikasa tomó su mano, buscando apoyo y consuelo en medio del oleaje de emociones que la golpeaban.

—¿Qué sucede después?—pregunto con un hilo de voz.

—Damarion deberá cumplir con una serie de tareas para llegar al inframundo, pero, lamentablemente, no lo consigue.

La tristeza y el fracaso del protagonista se proyectaron en la hermosa coreografiá y le emotiva banda sonora.

Al finalizar el primer acto, el lugar estalló en aplausos. Mikasa, resuelta, se inclinó hacia Jean y lo besó apasionadamente. Era una muestra de cariño cargada de amor y deseo, un testimonio de su unión y la intensidad de sus sentimientos en medio de un mundo tumultos.

Jean respondió al beso con la misma pasión, tomando el rostro de Mikasa con ternura.

—Te amo—le confesó él con toda la sinceridad que le era posible.

Mikasa esbozó una sonrisa triste. Sin responder, lo beso con más fuerza a medida que el mundo a su alrededor parecía desvanecerse.


Mikasa terminó de enjuagarse las manos, roció el lavabo con el chorro de agua para eliminar los rastros de burbujas y jabón y se secó con una de las toallas dispuestas al costado, prestando sumo cuidado al anillo que reposaba en su dedo anular.

Una vez finalizó, se dirigió al exterior. El vestíbulo estaba atestado de personas que deseaban prolongar la velada. En medio del tumulto, paseó la mirada por el mar de rostros y personas buscando a Jean. Sus ojos recayeron en el punto donde lo había dejado en compañía de Connie y Pieck antes de excusarse y marcharse al tocador. Una sensación de inquietud la embargó al no ser capaz de divisarlo entre la muchedumbre.

Conteniendo las ganas de lanzar una maldición, tomó una enorme bocanada de aire y se adentró entre la maraña de personas elegantes. Mientras avanzaba con determinación, emitido disculpas por la intromisión, una mano firme se posó alrededor de su antebrazo, deteniéndola en el lugar.

Se giró rápidamente para ver de quien se trataba, y su corazón se paralizó al encontrarse con el rostro sonriente del General Dreher.

Fue en ese momento, cuando se encontraron sus miradas, que el aliento le falto a Mikasa, las palabras se atoraron en su garganta. Dolor. Miedo. Lo único que podía sentir en ese instante era terror.

Dreher, en cambio, amplió la sonrisa.

—Es una grata sorpresa encontrarte aquí, considerando las desagradables circunstancias de nuestro último encuentro.

Aterrada, buscó con urgencia a Jean en medio de la multitud. Sus ojos escudriñaron la audiencia, un acto que no pasó desapercibido ante los ojos del General.

—Tu príncipe se encuentra charlando con otros tenientes—respondió con cinismo—.No vendrá a rescatarte—agregó con cierto deleite, estrujando la carne de su antebrazo—. Supongo que estas al tanto de las ultimas actualizaciones de la situación política. El panorama es desolador para todos, en especial para los traidores. Puedo decir que la justicia se está haciendo con mano propia.

Mikasa tragó grueso, acentuando su nerviosismo. Si tan solo conseguía encontrar a Jean, podría llamar su atención. Pero la tarea se tornaba más complicada a la par que los minutos avanzaban.

Un atisbo de esperanza apareció ante ella cuando sus mirada se cruzó con la de Pieck. La antigua titan cambiante era demasiado inteligente para su propio bien, inmediatamente se daría cuenta que algo extraño estaba ocurriendo.

El general volvió a jalarla discretamente.

—Estoy siendo generoso—murmuro en tono amenazante—. Puedes largarte dentro de unos días o afrontar el peso de las consecuencias—siseó.

Mikasa consiguió zafarse del agarre de Dreher; con una mirada desafiante y tono decidido, se giró para encararlo.

—Si vuelve a tocarme, será la última vez que tendrá manos—espetó entre dientes.

El general abrió la boca para rebatir, cualquier cosa que se hubiese propuesto a decir se vio interrumpida por la voz de Pieck.

—¡Mikasa! ¡Ahí estas!—expresó aliviada—. Estuve buscándote por todos lados—sonrió. Por Ymir, esa chica era una verdadera heroína—. General Dreher—saludó al fingir darse cuenta de su presencia.

—Señorita Finger.

—Si me disculpa, temo que voy a privarlo de la compañía de Mikasa.

Dreher sonrió.

—Por supuesto, nuestra conversación ya había terminado.

Pieck asintió y, sin más preámbulos, colocó una mano en la espalda baja de Mikasa, guiándola a través del mar de personas hasta uno de los balcones del teatro.

—¿Te encuentras bien?—preguntó, preocupada.

—S-si—murmuró, aun afectada por el fortuito encuentro.

—Ese bastardo… se lo que está haciendo. Se ha encargado de amedrentarnos a todos, pero nunca imagine que llegaría tan lejos.

Lo que acababa de ocurrir flotaba entre ellas como una nube afirma en el aire.

—¿De verdad te encuentras bien?—preguntó Pieck.

—Sí, lo estoy—elevó la mano para restarle importancia a la situación—. Gracias—masculló.

—Estoy segura que hubieses manejado todo el asunto a la perfección, pero no está de más pedir ayuda de vez en cuando—guiñó el ojo.

Las puertas de cristal se abrieron y apareció Jean.

—Lo lamento—se disculpó—.Estos chicos de ahora realmente no saben de lo que hablan. Matar titanes. Una tarea divertida, por supuesto—dijo.

Se revolvió el pelo con la yema de los dedos, dejándoselo juvenilmente alborotado.

—Estas de suerte. Un minuto más y haría todo lo que fuese posible para ganarme la atención de Mikasa—bromeó Pieck.

—Eso es imposible—rebatió Jean en un tono categórico, situándose a un lado de Mikasa.

Pieck arqueó una ceja, divertida.

—¿Acaso estas retándome?

Mikasa se sonrojó hasta la raíz del pelo.

—No eres competencia para mí, Finger—continuo diciendo con un aire de autosuficiencia, a la par que rodeaba la cintura de Mikasa con un brazo.

—Por un segundo lo consideraste, incluso lucias atormentado—señaló Pieck—. Tranquilo, no voy a hacerlo—dijo con una sonrisa coqueta.

Claramente, Pieck estaba haciendo un maravilloso trabajo para disipar la tensión y desviar la atención de Jean.

—Como sea. ¿Irán a la cena en el palacio?—curiosa, intercaló la mirada entre los dos.

—No—se apresuró a replicar Jean. Mikasa lo miró, anonadada—. Tenemos otros planes.

Pieck, haciendo gala de ese sexto sentido que la hacía percibir las cosas a leguas de distancia, notó el rubor en las mejillas de Mikasa; el brillo en sus ojos. A bocajarro, dijo:

—Oh, ya veo… entiendo que tipo de planes.

—¡No es lo que piensas!—se apresuró a responder Mikasa, mortificada.

—¿Y en que estoy pensado exactamente?

Un violento sonrojo reptó por el cuello de Mikasa hasta su rostro. Pieck dejó escapar una carcajada.

—En ese caso, diviértanse—se despidió.

—Mantenme al tanto de todo lo que ocurra en la cena—pidió Jean en tono serio.

—Hare todo lo que pueda.

Con una simple despedida, Pieck se alejó, dejándolos a solas.

—Esa mujer…—suspiró Jean.

—Me agrada—comentó Mikasa.

—Es un dolor en el trasero, al igual que Connie—echó un vistazo desinteresado por el lugar y después la miro a ella—. ¿Nos vamos?

Mikasa asintió.

Jean le ofreció su brazo y ella lo tomó. Juntos salieron del teatro. Mientras bajaban los escalones agarrados del brazo hacia el coche que estaba aparcado en la acera, Mikasa no pudo evitar cuestionarle:

—¿Adónde vamos?

—Es una sorpresa—murmuró.

Se sentaron en el asiento de atrás del coche. Mientras arrancaban, Jean le tomó la mano y se la besó. Se miraron a los ojos y se echaron a reír. Mikasa había visto a otras parejas hacer eso, y siempre había pensado que era una reacción estúpida y almibarada, pero de pronto le parecía la cosa más natural del mundo.

Al cabo de unos minutos llegaron a un hotel. Jean la tomó del brazo y juntos cruzaron el vestíbulo, caminando junto a las columnas altísimas y los pasillos silenciosos, sin ningún sonido más allá que los tacones golpeando el suelo de mármol.

Jean tanteó la llave de la suite en la cerradura y abrió la puerta. Mikasa se quedó en el umbral con el corazón disparado a causa de la expectación. La habitación estaba llena de flores. Debía de haber un centenar de rosas color coral. Había un enorme frutero en un aparador, y una caja de bombones. La luz del techo caía sobre las mesas y los sofás tapizados con alegres tejidos.

Jean le ofreció su mano y ella la tomó sin pensarlo, dirigiéndola al interior de la habitación.

Le tomó un par de segundos darse cuenta que algo estaba fuera de lugar. Jean parecía nervioso. Notó el temblor en sus manos cuando abrió la botella de champaña, casi derramándola en la alfombra. Ella le dedico una sonrisa agradecida cuando le entregó una flauta llena hasta el tope.

—Esto es hermoso—consiguió decir luego de dar un trago a su propia bebida.

—Lo es, ¿cierto?—le pasó un plato de fruta cuidadosamente cortada.

Mikasa tomó una fresa en rodajas y la llevo hasta su boca. La combinación con el licor era perfecta, las chispas agridulces saltaban en su lengua, colmando sus papilas gustativas. Incapaz de contenerse, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

Embriagada por el alcohol espumoso, le dedico una mirada rápido a su compañero. Si un dios pudiera habitar un cuerpo humando, definitivamente seria en un hombre tan devastadoramente guapo como Jean.

El calor se extendió por su pecho y apartó los ojos hacia otro punto en la habitación. Jean ya se había despojado del moño y también del saco, algo que la hizo estremecer.

—¿Puedo preguntar a qué se debe todo esto?

Jean rellenó ambas copas con cuidado.

—Solo quería celebrar. Me percate de que no habíamos tenido una cita apropiada, así que me pareció prudente compensar ese hecho.

Mikasa sonrió.

—Es increíble, ¿lo planeaste tu solo?

Jean se encogió de hombros, visiblemente halagado.

—Recibí un poco de ayuda, pero se puedo decir que sí.

Los dos guardaron silencio un segundo o dos visiblemente sumidos en sus pensamientos.

—Mikasa—llamó Jean con voz firme. Colocó la flauta de champaña en la mesa y se acercó a ella: tomó su mano y la estrujo con delicadeza—. Respecto a la boda… hable con Armin sobre ello.

La noticia la tomo por sorpresa. Habían acordado mantener el secreto de su unión. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, sin estar segura de cómo debía sentirse al respecto.

—¿Por qué?—fue lo único que consiguió decir.

—Consideré que Armin tenía derecho a saberlo.

Su corazón dio un vuelco. Hasta ese instante, Mikasa no sabía descifrar el temor de darle la noticia a Armin. No obstante, mientras miraba el ceño fruncido de Jean y sus labios tensos, comprendió que, gran parte de su temor recaía en la posibilidad de que su amigo intentara detenerlos.

—¿Qué dijo?—cuestionó temerosa de la posible respuesta.

—Que debíamos esperar antes de tomar una decisión final. Aguardar a que la situación política se resuelva. En caso de que estalle la guerra, prometió ayudarnos a escapar de Paradis.

La cabeza le daba vueltas.

Haciendo acopio de sus fuerzas, se levantó del sofá y camino hacia la ventana. Desde ahí era posible apreciar el palacio y sus alrededores. Se abrazó a sí misma en un intento desesperado por brindarse consuelo. Las amenazas de Dreher estaban tan presentes como la incómoda sensación de dolor instalada en su antebrazo.

Necesitaban salir de ahí cuanto antes. Lo último que quería era convertirse en la pieza clave de dicho conflicto. Debía tomar una decisión y el tiempo se le acababa.

—Mikasa.

Jean se situó a su lado como un espectro. Estiró la mano para tocarla: sus dedos tomaron delicadamente su muñeca, atrayéndola hacia su cuerpo.

En un acto reflejo se volvió hacia él. Sus ojos brillante se posaron en los de ella y apartó un mechón de cabello castaño que caía por su frente.

El sentido común se evaporó en el momento que acunó su rostro, ese mismo instante que ambos habían estado esperando desde la noche de su unión.

Como el caballero que era, dejó que explorara su boca con detenimiento. Jean no hizo ningún tipo de movimiento hasta que Mikasa enredó los dedos en su cabello.

La paciencia era una virtud, pero cuando se trataba de ella devorando con avidez sus labios y saboreando sus gemidos, Jean se dijo así mismo que no era más que un vulgar humano.

—¿Estás segura?—susurró sin aliento.

Las palabras no acudieron a ella. En su lugar, permitió que su cuerpo hablara. Alcanzó su mano y la puso sobre su pecho, justo en el sitio donde debía situarse su corazón.

El aroma de Mikasa colmaba la parte posterior de su cuello, algo similar a las naranjas dulces y peonias.

—Jean…—masculló.

Podría haberse consumido en llamas tan solo al escuchar la forma en la que pronunciaba su nombre. Mikasa entrelazó los dedos en su cabello, guiando sus labios hasta el punto de pulso situado en su cuello. Jean gimió contra su piel, permitiéndole sentir el efecto que tenía contra su cuerpo al presionarse con insistencia.

Manos fuertes amasaron sus caderas: aquellos labios enloquecedores mordían su hombro y cuellos desnudos. Jean la empujó contra la pared, fijándola contra la superficie dura.

Envolvió una mano alrededor de su muslo, obligándola a enroscarse alrededor de su cintura. Mikasa jadeó cuando él deslizó el escote de su vestido hacia abajo: la elevación de sus asomándose tentativamente más allá de la caída baja.

Cada nervio de su cuerpo estaba a tope cuando esos mismos labios recorrieron su cuello, dejando húmedos besos entre los suaves montículos. Aquel encuentro era diferente al de la noche anterior. Sus caricias se sentía como si el fuego acariciara cada centímetro de piel que sus labios tocaban.

Era perfecto.

Sin más consideraciones, tomó la parte delantera del vestido y lo deslizó por sus senos, caderas y luego los muslos, dejando al descubierto el conjunto de encaje y ligeros.

Inmediatamente, Jean se arrodilló en el suelo. Mikasa lo contempló con absoluta devoción al mismo tiempo que tomaba su pie izquierdo y lo apoyaba en su muslo. Quitó las medias de sus piernas, prestando especial atención a sus muslos, luego sus pantorrillas, tobillos y pies.

Mikasa se quedó sin aliento cuando Jean inclinó la cabeza hacia adelante: sus labios rozando la elevación de su clítoris a través del encaje de las bragas. No solo lo hizo una vez; estaba decidido a volverla loca con su gentil devoción. Mordisqueó la sensible protuberancia, devorándola lentamente. Pronto, la tela quedó arruinada debido a la combinación de su saliva y el propio néctar de su excitación.

El sabor de la champaña pesaba en su lengua, sin embargo, Mikasa Ackerman estaba embriagada por la sensación de la boca de Jean succionando su clítoris.

Durante el tiempo de convivencia, Jean había aprendido y memorizado todos los lugares para tocarla y hacerla suspirar. Sabia ejercer la presión correcta mientras trazaba una línea sobre su coño aun vestido.

Mikasa dejó escapar un grito al momento en que Jean apartó la tela de sus bragas y comenzó a lamer su sexo desnudo. Mordió el interior de su mejilla al escuchar los obscenos sonidos que emitía su parte más intima y la forma en que sus jugos se deslizaban por su barbilla, haciéndola ver estrellas.

Jean era un hombre generoso. Siempre priorizaba su placer por encima del suyo. Había comprendido que a través de ese desinterés, obtenía una inmensa alegría al apreciar su rostro constreñido por el placer.

Enganchó los muslos alrededor de sus hombros y Jean continuó devorándola hasta que su cuerpo tembló. Mikasa tenía los ojos llorosos, estaba a punto de alcanzar el punto máximo del placer.

—J-Jean.

Su respiración se volvió inestable a la par que arqueaba la espalda involuntariamente. Escalofríos de placer sacudieron su cuerpo y la creciente necesidad que lucho por ignorar durante el resto del día regresó con fuerza.

Cada fibra nerviosa ardía por él. Cualquier remanente de autocontrol se esfumo al apartarlo de su sexo, bebiendo con avidez la vista de sus labios hinchados, el cabello despeinado y su amplio pecho.

Las palmas ásperas, endurecidas por el arduo entrenamiento militar, subieron por sus muslos desnudos. Jean consiguió levantarse, lo suficiente para cerrar la boca sobre uno de sus pezones erectos, el repentino destello de calidez la hizo estremecer. Su lengua se arremolino sobre la protuberancia, dejándola brillante con saliva y pasando a la siguiente para brindarle la misma atención.

Mikasa reaccionó, delirante, balanceando sus caderas sobre el bulto craso y erecto contenido en sus pantalones, con los ojos cerrados.

—No—la voz grave de su amante perforó sus pensamientos estáticos—. Abre los ojos. Quiero ver cómo explotan cuando finalmente me hunda en ti.

Por un segundo, Mikasa tuvo la certeza de que se desvanecería ante sus obscenas palabras. Sin embargo, Jean la aseguró entre sus brazos y la llevó hasta la cama.

Con ojos brillantes y oscurecidos por el deseo, lo miró desabotonarse la camisa, deslizarse los pantalones y calzoncillos por sus muslos tonificados hasta liberar su miembro duro: una gota de líquido preseminal se deslizó por el eje corpulento.

Tragando con dificultad, Mikasa extendió la mano para aferrarse a la fuerte base, masturbándolo lentamente. Con un siseo la apartó, situándose entre sus muslos.

Tal como había sucedió la primera vez, Jean fue tierno cuando empujó su miembro, hundiéndose en las profundidades centímetro a centímetro, arrancando gemidos de los labios entreabiertos de la soldado más fuerte del mundo. Fue hasta que estuvo completamente dentro de ella que la besó con desbordante pasión.

Poco a poco, el dolor punzante fue reemplazado por la impetuosa necesidad de moverse.

—Jean—jadeó, los ojos entrecerrados por el placer—. P-por favor. Muévete.

No había necesidad de decirlo dos veces. Con una mano entrelazada y la otra sujetándola firmemente por la parte baja de su espalda, Jean marcó un ritmo que la hizo desfallecer.

—Mikasa—la llamó con la voz entrecortada—. No mires hacia otro lado—susurró, tenso por el golpeteo rítmico de sus caderas contra las suyas—. Mirame a mí.

Obedeciendo a sus órdenes, mantuvo la mirada sobre sus orbes avellana, sin apartarlos en ningún momento, incluso cuando su ritmo incrementó. Sus bonitos rasgos se contorsionaron. Colocó una mano sobre su pecho, sintiendo el latido acelerado de su corazón que no era rival para los empujones entrecortados que magullaban su punto dulce.

Los chapoteos de su sexo alrededor de su miembro y el fuerte agarre en sus caderas comenzaban a marearla. Todo se nubló a su alrededor.

—¡Jean, por favor!

No tenía idea de lo que estaba rogando, pero las suplicas fueron acalladas con besos abrasadores. Jean la besaba como si fuera un hombre hambriento y sus labios fueran maná caído del mismo cielo.

Los dulces gemidos de Mikasa lo embriagaron, en especial cuando dio una estocada y profundizó el ángulo.

—J-Jean n-no puedo, necesito…

—Lo sé—sonaba tenso y entrecortado—. Lo sé, cariño. Se una buena chica y córrete para mí, ¿de acuerdo?

Fue demasiado. Todo era demasiado.

Los sonidos pecaminosos llenaron la exuberante habitación. Las luces parpadeaban en la distancia, haciéndola sentir como si estuviera inmersa en un sueño. La presión de los labios de Jean sobre su frente y mejillas eran casi reverentes.

Algo se rompió dentro de ella y sollozó. Gruesas lagrimas corrían por sus mejillas.

—Te quiero, Jean.

Su visión se tornó blanca y cayó por el borde del abismo con un fuerte grito, aferrándose a él mientras bombeaba sus caderas furiosamente. Jean tomaba todo lo que le estaba dando; los besos mortíferos, los duros empujones, el agarre apretado en sus caderas.

Espontáneamente, Mikasa envolvió las piernas alrededor de su cintura. Atrapándolo.

—¡Mikasa!—tropezó con vacilación.

—Termina dentro de mi—gimió. Los últimos vestigios de vergüenza y sentido común que acechaban detrás de su mente embelesada se desvanecieron—. Lléname, Jean.

Ese era todo el permiso que necesitaba. Ráfagas de semen caliente pintaron su interior y la llenaron hasta el borde. Derramó su semilla, manchando las sábanas y también sus muslos con vetas blancas.

Ambos habían encontrado su perdición.

Jean maldijo en voz baja.

Completamente cansado, se desplomó a lado de ella, asegurándose de atraerla hacia su cuerpo mientras procuraba estabilizar sus latidos y respiración.

La comprensión de lo que había hecho se estrelló contra Mikasa en el segundo en que sus ojos se cerraron. Con su miembro ablandándose en su interior, y las gotas de su semilla deslizándose por sus labios hinchados, Mikasa no pudo contener el pánico helado.

Por mucho que en su mente resonaran las amenazas de un futuro inminente, se aferró a él.

—Te amo.

Esas dos palabras traerían alegría a cualquiera, pero para Mikasa Ackerman, no eran más que punzadas silenciosas de dolor que no podían maquillar el horror absoluto que sentía.

Al igual que en la función de ballet, no respondió. Cerró los ojos, fingiendo estar dormida.

Jean plantó otro dulce beso en su sien, acariciando su espalda hasta que la tensión desapareció de sus músculos. Por mucho que quisiera quedarse despierto todo la noche, el cansancio lo golpeo con el peso de mil ladrillos.

Incapaz de mantenerse consciente por un segundo o más, lo último que Mikasa notó fueron los labios de Jean ligeramente sobre los suyos.

Continuara


N/A: ¡Hola, hola, gente bonita! Espero que se encuentren de maravilla. De mi parte, hoy tengo la oportunidad de regresar y no lo hice con las manos vacías, sino con un capítulo con una extensión de más de diez mil palabras y mucho, mucho drama.

Dejando de lado las disculpas con la demora, me centrare en algunos puntos importantes. El primero es que, no vayan a matarme por el hecho de que Mikasa no respondió a ninguno de los dos "te amo" de Jean. Esta acción está plenamente justificada y lo explico en algún párrafo del capítulo anterior y también, se refirmara después. No es porque Mikasa no sienta lo mismo por él, tiene algo que ver con el miedo.

Disfrute escribir la escena de la reunión con el príncipe. Si bien, es un personaje completamente de mi autoría, tiene funcionalidad para la trama. Así que, todo este embrollo de la política no ha llegado a su fin, apenas comienza.

Como ya les había mencionado antes, la historia se encuentra en sus capítulos finales. En verdad, estuve buscando el momento adecuado para actualizar, pero por una u otra razón me era casi imposible sentarme a escribir cien palabras.

Espero finalizarlo antes de que acabe el año.

Por esa razón y como siempre lo hago, agradezco su infinita paciencia y el apoyo que me han brindado a lo largo de estos meses, ya sea leyendo, añadiendo a sus favoritos, siguiendo el fic o dejándome bonitos reviews que verdaderamente disfruto leer y que son una fuente de inspiración.

Les envió un fuerte abrazo donde quiera que se encuentren.

Espero volver pronto ¡cuídense mucho!

¡Nos leemos hasta la próxima! ¡Bye, bye!