Descargo de responsabilidad: Twilight y todos sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, esta espectacular historia es de fanficsR4nerds, yo solamente la traduzco al español con permiso de la autora. ¡Muchas gracias, Ariel, por permitirme traducir al español esta historia XOXO!
Disclaimer: Twilight and all its characters belong to Stephenie Meyer, this spectacular story was written by fanficsR4nerds, I only translate it into Spanish with the author's permission. Thank you so much, Ariel, for allowing me to translate this story into Spanish XOXO!
No encuentro palabras para agradecer el apoyo y ayuda que recibo de Larosaderosas y Sullyfunes01 para que estas traducciones sean coherentes. Sin embargo, todos los errores son míos.
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El fabricante de ataúdes era un hombre fuerte. Había crecido transportando madera, cepillando tablas, aprendiendo a trabajar con la naturaleza para crear una belleza absoluta. Trabajaba con sus manos a diario, y aún no había un solo obstáculo demasiado grande para él.
Cuando la puerta de su cabaña se abrió y sus ojos se posaron en su amada esposa, el fabricante de ataúdes se sintió invencible. Era la belleza y la gracia personificadas, con su cabello oscuro recogido cuidadosamente en la nuca y su delantal siempre presente, manchado de rico zumo de bayas y suciedad. Tenía una mancha de algo oscuro en la mejilla, y él deseaba besarla para removerla de su piel cremosa.
Una sombra se movió detrás de ella en la cabaña, y por un momento muy rápido, muy terrible, el corazón del fabricante de ataúdes se congeló. Odiaba dejarla sola, aunque sabía que nadie -hombre o mujer- era más capaz de protegerse a sí mismo que su amada y animosa esposa. Sin embargo, recibían visitas de todo el reino, y él sabía que no debía confiar en la mayoría de los hombres.
La sonrisa que adornaba el rostro de su esposa le alivió el corazón, y se detuvo, atando el caballo a la valla antes de cruzar la puerta del huerto. Ella estaba en sus brazos antes de que la puerta se cerrara.
Respiró el profundo aroma a hierbas frescas y tierra de su piel, y la atesoró con todo lo que era.
—¿Qué tal el viaje?—, preguntó ella, apartándose y mirando por encima del hombro de él.
Él asintió con la cabeza y sus ásperos dedos se acercaron a ella para pasarle un mechón de pelo por detrás de la oreja. —Fructífero—, le dijo.
Sus ojos volvieron a encontrarse con los de él y sonrió. —Tienes un cliente—, le dijo inclinando la cabeza hacia el interior de su casa.
Los ojos de él parpadearon hacia la puerta y asintió. Le dio un beso en el pelo, una plegaria silenciosa para agradecer que hubiera estado bien en su ausencia. Ella se hizo a un lado, observando cómo él enderezaba su cansada espalda, dirigiéndose al interior de su hogar. No debía entrar y entretenerse. Estaba claro que el Sr. Reynolds deseaba privacidad al hablar con su marido. Sólo el hecho de saber que Edward le informaría de las peticiones del señor Reynolds inmediatamente después de su partida le impidió irrumpir en el interior.
En su lugar, se giró hacia la valla donde el caballo seguía atado. Acercó la mano al suave hocico y lo acarició suavemente. Un ladrido profundo la saludó y sonrió al ver a Bear, su gran perro marrón.
Inclinó la cintura para saludar al animal, que ladró encantado y le lamió la cara. Ella se rió. —Bienvenido a casa—, dijo, frotando al perro detrás de sus grandes orejas. —¿Hiciste lo que te pedí y mantuviste a salvo a tu amo?
El perro ladró como si la entendiera, y ella sonrió frotándole la cabeza. —Esta noche te daré un premio—, le prometió. Bear sacudió su pelaje desgreñado y trotó hacia el huerto. Se volvió hacia el equino que tiraba de la carreta. —Acompáñame, mi amor—, susurró, frotando el puente de la nariz del caballo. Lo desató y lo condujo junto con la carreta por la parte trasera de la casa hasta el taller de su marido. No descargó la carreta, sabiendo que él preferiría hacerlo él mismo, pero colocó el caballete y desató suavemente al animal de la brida y el arnés. Lo llevó al prado, donde el caballo del forastero seguía pastando. —Ya está—, murmuró, frotando las ancas del equino. —Descansa.
Cuando sus animales estuvieron atendidos, volvió a su huerto. Reunió una cesta de verduras cosechadas a primera hora de la mañana y las llevó al pequeño arroyo que corría detrás de su casa. Bear ladró cuando se unió a ella, olfateando el borde del agua mientras ella se acomodaba. Lavó las verduras, frotándolas con ternura para eliminar los terrones de tierra que aún quedaban adheridos a ellas.
El comienzo del otoño proporcionaba una cosecha abundante, y Bella tenía ante sí la ingente tarea de almacenar tanta comida como le fuera posible para el próximo invierno.
El forastero estaba saliendo de la cabaña cuando Bella regresó, con las verduras limpias y listas para la cena. Se encontró con sus ojos oscuros y cautelosos cuando salió a la luz del día. —¿Cenará con nosotros?—, le preguntó, esperando que no lo hiciera.
Él le dedicó una sonrisa cansada. —Una oferta generosa, madame, pero no. Debo regresar a la aldea antes de que caiga la noche.
Ella asintió, y sus ojos se desviaron hacia su marido cuando él también salió de la cabaña. Como siempre que lo veía, su corazón se hinchaba de un amor tan profundo y feroz que casi la asustaba.
Volvió a besarle el pelo al pasar y ella se inclinó hacia él, con los ojos cerrados.
Él siguió su camino, ayudando al señor Reynolds a recoger a su semental. Bella entró en la casa y puso las verduras en la mesa. Se puso manos a la obra, preparando la cena, cortando cuidadosamente las verduras en trozos adecuados para un guiso sencillo.
Estaba añadiendo el último ingrediente cuando se abrió la puerta de la cabaña y su marido volvió a entrar, con Bear justo detrás de él, ladrando su saludo.
Era difícil para cualquiera que observara al fabricante de ataúdes y a su esposa determinar cuál de los dos sentía más pasión por el otro. El fabricante de ataúdes era temible en su amor, y todos los hombres sensatos de todas las aldeas a un día de camino de su casa sabían que no debían acercarse a su mujer.
Rara vez había problemas, porque la esposa del fabricante de ataúdes se mantenía firme en su devoción absoluta, y su lengua ardiente y su mente ágil se habían desatado sobre varios hombres, haciéndoles acobardarse antes incluso de que su marido se enterara de sus avances. Todo el mundo sabía que, a pesar de la fuerza del fabricante de ataúdes, su mujer era invencible.
Cuando el fabricante de ataúdes entró en su sencilla casa y vio a su amada, sintió que su alma se movía dentro de él, asentándose y encontrando la paz, como un animal cauteloso que se acurruca junto a la chimenea tras un largo día.
En dos zancadas, cruzó la casa y estrechó a su esposa entre sus brazos, con su pequeño cuerpo acurrucado contra el suyo. Habían sido tallados del mismo árbol del alma: dos mitades de un todo perfecto.
Sus labios se encontraron con los de ella, que sabía a bayas dulces y ácidas. Él gimió contra su boca, hambriento de más de la comida que ella le proporcionaba.
Ella igualó su hambre, barriendo la mesa y moviendo las faldas mientras se encaramaba a ella. Su marido se colocó entre sus piernas y le atacó la boca con la lengua, probando su día.
Sabía al pan y al queso salado que había comido en su viaje y a manzanas, Dios santo, cómo sabía a aquellas deliciosas manzanas ácidas.
Ella no sabía si su amor por las manzanas era anterior a él. No había tiempo antes de ellos; siempre lo habían sido.
Como siempre había ocurrido entre ellos, no hicieron falta palabras mientras sus cuerpos se buscaban. Sus ásperas manos la agarraron por las caderas, sujetándola contra él mientras se acomodaba sobre la mesa. Era indecente tomarla de ese modo, pero por su vida, no podía moverlas. Ella le exigía con tanta urgencia que él decidió que quería ser indecente.
Sus labios encontraron su mandíbula, chupando y besando su tierna carne, y sus dedos se enredaron en su túnica, retorciendo la tela para acercarlo más a ella. Sintió que los dedos de ella empezaban a descender más y más hasta la corbata de sus calzones, y gimió cuando ella le pasó las manos por encima, su lengua salió para lamer el jugo de bayas oscuras de donde aún reposaba contra su mejilla.
—Sabes a verano—. Él gimió, sus labios cosquilleando contra la piel de ella, probando la dulzura que le recordaba los largos días de verano recogiendo bayas con Bella cuando eran niños.
Ella giró la cabeza y sus dedos se detuvieron cuando sus labios volvieron a encontrarse con los de él. —Sabes a manzanas—. Sonrió contra sus labios. Sintió su sonrisa. Llevaba diciéndoselo desde que eran niños, cuando se besaban a espaldas de sus padres. Le tiró de los pantalones y él se acercó más a sus muslos. Le apartó las faldas, deseando librarse por completo de la ropa.
Después, se lo prometió a sí mismo. Más tarde, cuando el fuego se hubiera apagado, desenvolvería a su preciosa esposa y se perdería en su adoración.
—Edward—. Su nombre en la lengua de ella era una súplica ardiente, y sus labios capturaron los de ella de nuevo mientras se liberaba de los pantalones. Sus cuerpos se encontraron con la precisión ciega que da la práctica, y ambos se estremecieron al unirse. Ella se estremeció entre sus brazos, con el corazón latiéndole tan fuerte que lo sentía en la garganta, detrás de los ojos... Lo sentía en todas partes. Le dolía el cuerpo y un frenesí desesperado se apoderó de su mente.
Ella se dirigía a él sin palabras, y él respondía a su llamada cada vez.
Era divina, pensó, la forma en que sus cuerpos se unían. La más sagrada de las uniones, su amor era sagrado, bendecido por Dios mismo.
Ella lo sabía por el placer que la embargaba, la fuerza arrolladora de la alegría y el amor que inundaban su cuerpo cuando él la llevaba a cimas inaccesibles para todos, excepto para los pocos afortunados que yacen con su alma gemela.
Dos piezas que volvían a unirse para formar un todo único y precioso.
