Capítulo 178. Tres minutos
El vasto poder de Makoto hizo que Lesath empezara a recular, lo que le llenaba de impotencia. ¡Cuánto habría pagado por llevar una máscara, como Marin de Águila! La subcomandante de la división Pegaso siempre había sido la más rápida entre los santos de plata cuando combatía en el aire, lo bastante como para que en el pasado, cuando combatieron contra Hipólita, esta no pudiera destrozarlos a todos mientras los miraba desde arriba. Claro que en eso también ayudó tener al lado a Nicole de Altar.
Se miró las manos, percibiendo un temblor del que nadie más tendría noticia, porque formando puños lo detuvo. Aquella batalla había sido de las más duras que recordaba. Cuando luchó contra el gigante era un poco menos que un vagabundo anquilosado que necesitaba desentumecer los músculos pateando morralla. Cuando enfrentó a Ignis, otro tanto, y si el ex-lacayo del príncipe Alexer era el mismo Campeón de Aqueronte contra el que Makoto luchó en Sicilia, bien, era evidente que entonces no empleó ni la centésima parte de su poder, contentándose con alejar a un santo de Atenea metomentodo del rey Piotr. Contra Hipólita fue diferente, él estaba siempre activo, dirigiendo cacerías contra caballeros negros como Mykene; ella conservaba los ojos, las orejas, los brazos y las piernas, estaba en el cénit de su fuerza, o eso quería creer el santo de Orión. En todo caso, comparando a aquel monstruo limitado, más que beneficiado, por la armadura negra, con quien atacó isla Thalassa y quien presentó batalla en Reina Muerte, la segunda era una sombra de una sombra.
Ahora sentía con exactitud la misma sensación que entonces. Había luchado en una auténtica Guerra Santa, había combatido demonios por sí solo, cosa que no cualquiera podía decir, al ser preferibles los ataques grupales. En el transcurso de aquella batalla, de apenas veinte minutos si calculaba bien, no solo había recuperado el poder que tenía antaño, sino que lo había dejado atrás como un recuerdo sin importancia. Y sin embargo, viendo a aquel oponente, se aceptaba inferior.
Miró a la veloz Marin y al habilidoso Zaon. Ellos también habían crecido. De forma inconsciente, buscó al estirado de Ishmael, encontrando empero al optimista Joseph, ahora tan sombrío. Lucía agotado, el muchacho, pero seguiría luchando sin lugar a dudas. Él poseía las virtudes de ellos tres, solo que más balanceadas, sin destacar en fuerza, rapidez y habilidad. Así como Margaret de Lagarto era aprendiz de todo y maestro de nada, Joseph de Centauro era el perfecto equilibrio, el perfecto promedio.
Juntos…
—Podríamos perder contra él —murmuró Lesath antes de tropezar con algo.
Se trataba de Aerys de Erídano, un cubito de hielo de lo más encantador. Sin dudar, proyectó una oleada de calor hacia su compañero de batallas.
En poco tiempo, el santo de bronce se vio liberado y empapado de agua hirviendo.
—¡Ay! ¡Arde, arde, arde! —gritaba Aerys, dando brincos y golpeándose la cabeza con desesperación. Toda la piel en ella estaba quemada, hasta las puntas de las orejas—. Ya no… arde… ¿me rescataron?
—Saliste de Guatemala —dijo Lesath una vez su compañero se tranquilizó—, para meterte en Guatapeor, ¿estás listo para seguir?
Él lo miró largo y tendido, después asintió y dirigió la mirada a Makoto.
Lesath no le dijo nada sobre la cara de tonto de pueblo que puso, porque desde que conoció a Orfeo de Lira no había visto un santo de plata con un poder semejante. Cuatro del mismo rango, incluso si eran él, Marin, Zaon y Joseph, no tenían ninguna oportunidad. Necesitaban ayuda para superar ese obstáculo, y la tenían, porque Bianca, Nico, Aerys, Mera, Minwu, Margaret, Pavlin y Grigori estaban allí. Y no solo ellos.
—Buenos días —dijo Fang de Cerbero, dando un gran bostezo.
Del manto de plata solo quedaban los brazales y esferas picudas. El resto había sido machacado en una emboscada contra los demonios, que dieron cuenta de él hasta que los mandó a su prisión personal.
Lo acompañaban Noesis de Triángulo, el responsable de ejecutar a cinco de los demonios que Fang había sellado, siendo la muerte del sexto un trabajo en equipo entre el propio Fang y Retsu de Lince, discípulo de Noesis, también presente. El santo de bronce, a pesar del rostro lampiño y lleno de esperanza, no era ningún muchacho, a la mayoría de los presentes los superaba en edad, que no en experiencia; tenía un manto sagrado tan impecable como el de Joseph. Por el contrario, el manto de Triángulo presentaba bastante grietas, a pesar de lo cual Noesis persistía en vestirlo. Lesath asintió, aquel era de los suyos, terco como una mula.
—Llevas veintiún minutos de retraso —anunció Retsu, envalentonado—. Quedan tres minutos para que el sello se rompa, otros cinco para el amanecer.
Lesath se limitó a encogerse de hombros. ¿Qué se creía aquel mocoso?
—¿Cuál es tu respuesta, Mosca? —preguntó Noesis.
La atención de todos se centró en Makoto, aquel inesperado titán que los desafiaba con el mero hecho de estar allí, respirando el poder y la gloria que solo la élite conocía.
—Si queréis conocerla —dijo Makoto—, ¡luchad!
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Tres minutos, ciento ochenta segundos. Un tiempo insignificante. Para la mayoría de las personas, podía pasar sin que apenas se diesen cuenta. Un diminuto fragmento de la finita vida humana que se llevaba el viento del cruel Crono. Nada más.
Para los santos de Atenea, en cuyos corazones ardía el cosmos, la fuerza infinita que los animaba a desafiar incluso a los cielos, tal que el proverbial fuego de Prometeo, cada uno de esos segundos era una eternidad. Todos y cada uno de los presentes, incluyendo a Noesis, Retsu y Fang, que suspiraba con aire cansado, se lanzaron hacia un único oponente. Todas las técnicas que conocían fueron ejecutadas sobre aquel que las esquivaba con brutal simpleza, para después golpearlos con la potencia suficiente para apartarlos y lidiar con otros que venían desde otras direcciones. A cada momento que pasaba, la montaña, despedazada por las fuerzas enfrentadas, iba perdiendo altura.
—Desperdiciáis demasiadas energías —advirtió Makoto, pateando en un solo momento a Lesath, Marin, Zaon y Joseph; aquellos cuatro ya no podían siquiera servir de distracción por más de cinco segundos—. ¡Concentrad vuestro cosmos, luchad como siempre han hecho los santos de Atenea!
Ya había pasado un minuto y Marin rio, siendo la primera en todo aquel grupo que decía algo. De todos los presentes, el único que compartió esa risa era Lesath, pues él recordaba a una niña asegurando que todas esas compañeras que la vencían una y otra vez en las batallas grupales estaban mal, que las exhibiciones gratuitas de fuerza eran propias de monstruos, no de héroes. Para la niña que fue Marin, esa fue la manera de comprender el principio básico de la destrucción que todo santo de Atenea conoce. Solo Lesath conocía esa historia porque desde entonces era un metomentodo, pero dos personas más aprendieron de ella. Una fue Shaina, su única compañera de entrenamiento, que no obstante terminó cediendo a la atracción de las demás amazonas por la obtención de una fuerza sin par cuando le tocó ser maestra. El otro fue nadie menos que Seiya de Pegaso, el héroe legendario que desafió a los mismos dioses.
En ambos pensaba Marin cuando llegó hasta Makoto, liberando un sinnúmero de puñetazos a la vez que venía Mera desde el otro lado, no como un ejército, sino como una sola y velocísima guerrera. La una en tierra y la otra en el cielo, ambas eran las más rápidas de todos, exceptuando al propio Makoto, pero ya nadie estaba dispuesto a quedarse atrás, y estudiando a sus compañeras, acometieron.
Nico y Bianca, Margaret y Joseph, Pavlin y Aerys, Noesis y Retsu, Zaon y Lesath, Fang y Minwu. Todos se arrojaron a Makoto, ya no desperdiciando energías y dañando ese insignificante montón de rocas, tan frágil, sino concentrando hasta la última chispa de poder en cada golpe dado. Podían hacerlo porque solo estaban recordando algo que ya sabían, y que por el deseo de alcanzar a aquel antiguo compañero que les había superado a todos, por el anhelo de poder cuidarse los unos a los otros cuando la muerte era tan cierta en el destino al que se dirigían, olvidaron por demasiado tiempo. Tan solo Grigori, por la debilidad de cuerpo que le había provocado la lucha contra los demonios, y Margaret, imitador consumado que empleaba las técnicas de otros, quedaban algo atrás del resto de santos de plata, de tal suerte que el ímpetu de Nico, la experiencia de Retsu y la cólera de un Aerys entregado a la batalla no les iban a la zaga.
—De dos en dos no vais a lograr nada —rechazó Makoto, cuya brutal patada impactó primero en Nico de Can Menor, empujándolo contra Bianca de Can Mayor antes de que esta pudiera moverse—. Abandonad vuestros prejuicios. No existen el amigo, el hermano y el maestro, solo los santos de Atenea.
Treinta segundos habían transcurrido para entonces. De lances perdidos en el aire, de dobles ataques bloqueados por aquel cosmos imbatible. Los santos de plata y de bronce presentes decidieron dar buen uso a los siguientes treinta, que empezaron con una engañosa primera carga de los santos de Orión, Águila, Perseo y Centauro. Sacudiendo la cabeza, Makoto sometió a aquellos cuatro con una sencillez que debía impactar a todos los que vendrían después, aunque fue él quien quedó sorprendido. La potencia de los golpes estaba destinada a dejarlos inconscientes, pero, puesto que Joseph cedió el primero, su reluciente manto de plata se extinguió en el momento. ¡No solo la armadura de cosmos era fruto del Milagro, también lo era su propia vestidura!
Medio segundo después de esa carga inicial vinieron todos, todos y cada uno, atacando a la vez. Makoto gozaba de una avasalladora superioridad en rapidez, de modo que pudo hacerse enseguida una imagen de los alrededores y comprender que cada posición estaba pensada para cortar cualquier movimiento. Los más rápidos iban en vanguardia, para distraer; los más resistentes les seguían, para aguantar; los más lentos, en retaguardia, tendrían la oportunidad de concentrar todas las fuerzas que tenían para un ataque determinante. Makoto, sonriendo, voló hasta la retaguardia.
Pero ya en el momento en que sonreía, todos los demás cambiaban posiciones. Tarde, el santo de Mosca se dio cuenta de dos detalles. Que Mera no le quitaba la vista de encima y que el semblante de Margaret era de triunfo absoluto.
—Los santos de Atenea luchan con sus cuerpos —dijo el santo de Lagarto, centro de un enlace psíquico que los unía a todos—. ¿Cuándo eso estuvo peleado con algún que otro truco? —cuestionó, divertido, mientras se le escapaba mirar de reojo a Mera de Lebreles. En ese momento, todos los presentes tenían acceso a la mente de Makoto.
Mientras abría la boca para responder, los puños de Lesath, Marin, Zaon y Joseph, recién levantado, aunque ya con la misma apariencia de guerrero recién salido de un sinfín de batallas que tenían todos, con cicatrices en los brazos y el rostro bajo unos cabellos grises, herencia de su batalla con Caronte, impactaron contra la espalda del santo de Mosca, desequilibrándolo. Fue entonces cuando por fin se dio la batalla de uno contra todos, en la cual los cosmos de bronce y de plata se entremezclaron.
Un gran poder se concentraba en ese punto en el que Makoto desviaba incontables ataques con los dedos, al ser un riesgo estar esquivándolos y una cobardía el moverse lejos aprovechando su velocidad. Sin embargo, ni la montaña ni el sello se vieron más afectados de lo que ya había ocurrido hasta ahora. Porque las fuerzas de todos iban allá donde estaban dirigidas, nada más, nada menos. El poder capaz de hacer cimbrar la tierra y desgarrar los cielos estaba en las piernas y los puños de los combatientes, listo para lograr la victoria y proteger el mundo.
Transcurridos veinticinco segundos, empero, Makoto no había perdido ni un solo palmo de terreno. Llegados a ese punto, se daba cuenta de que no necesitaba esquivar nada.
—Esto es inútil —maldijo Margaret—. ¿Qué sentido tiene luchar sin usar nuestras técnicas? ¡Desde los tiempos mitológicos, los santos de Atenea lucharon con sus piernas y puños, sí, pero no como simples mortales, sino realizando prodigios!
—No entiendo —dijo Makoto, perplejo—. ¿Se supone que no podéis usar técnicas?
Todos se miraron entre sí, habiéndolo supuesto.
—¡Pero serás…! —A media maldición, Lesath cargó.
El último minuto de batalla fue el más intenso de todos, porque los cuerpos de los combatientes llevaban tiempo habituándose a aquel rival inalcanzable. Los sentidos estaban despiertos, los músculos prestos y las mentes enfocadas. Incluso si el enlace formado por Margaret ya no recibía suficiente información de la habilidad de Mera, tenían otros medios para limitar el objetivo e hicieron uso de ellos.
Primero, el Puño Meteórico, el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo y la Legión de Fantasmas empujaron a Makoto a detener más golpes de los que podía ver. Después actuó Margaret, poniendo hasta la última chispa de cosmos en paralizar aquel ágil cuerpo. Por sí solo, el santo de Lagarto no habría servido de nada, pero a los esfuerzos de aquel se sumaron la Ventisca de Pavlin y la Tormenta de Grigori, el hielo cubrió enseguida las piernas del santo de Mosca y la energía estática le recorría los músculos hasta llegar a los nervios, mitigando la velocidad solo un poco.
Aprovechando esa apertura, en la que seis santos de plata centraban todos los esfuerzos, cargó Joseph, recubriéndose del Milagro en el último momento. Descubierto el truco, la imagen que representaba no era la del santo de Centauro, sino una encarnación de aquella mítica criatura inmortalizada en los cielos. Makoto fue capaz de frenar la acometida con la misma mano que había roto tantas lanzas y había rechazado los ataques de Mera y Marin, pero en ese mismo instante Amanecer y Harpe chocaron contra el brazo extendido. No era la primera vez que los cosmos de Joseph, Lesath y Zaon pulsaban contra aquel muro, y ni siquiera los esfuerzos en reducir la capacidad de reacción de Makoto impedían que la victoria se inclinara hacia él.
—Ya lo había dicho —decía Margaret, con las rodillas temblando—. ¡Es imposible!
—Nada lo es —intervino Noesis, a la espalda de Makoto—. Todo es posible, si el cosmos arde lo suficiente. ¿No es verdad, muchachos?
Retsu y Aerys, a la diestra del santo de Triángulo, asintieron antes de acometer contra el santo de Mosca. El primero, desgarrando el aire con las manos, creó las ondas de aire afilado que gustaba de llamar Huracán de Garras Aceradas, las cuales se incendiaron con el Aliento del Sol Caído para formar cuchillas ardientes capaces de cortar todo en el mundo, ya fueran montañas, el mar o el mismo cielo. El cosmos de Makoto, presionado en exceso en el frente, reaccionó también en la retaguardia, tal y como esperaba el propio Noesis. Este y Fang intercambiaron una simple mirada, sabiendo qué hacer.
Eran miembros de la división Dragón, estaban preparados para enfrentar cosas que no se podían matar, fueran fantasmas o el cosmos infinito de los hombres. Así, Fang, empleando las dos bolas picudas en que acaban sus cadenas, golpeó los dos costados de Makoto, ejecutando el Custodio del Infierno. Parte de las fuerzas del objetivo se desviaron al mundo personal del santo de Cerbero, y, para que sellar esta energía perdida y mantener abierta la abertura en la barrera cósmica que todos luchaban por superar, Noesis interpuso un sello en forma de triángulo de pura energía.
Nadie estaba, en todo caso, en posición para golpear esa zona desprotegida. Makoto seguía manteniendo a raya a toda la vanguardia y los que se hallaban en la retaguardia debían concentrar los esfuerzos en mantener el dique en el caudal cósmico.
—¡Doble Mordisco…! —empezó a gritar Bianca.
—¡… de Ortro! —concluyó Nico.
Y simultáneamente, los dos hermanos clavaron sus garras en la espalda de Makoto, quien gritó sin remedio mientras la sangre manaba por el suelo.
Una sonrisa triunfante se formó en los rostros de todos. Solo quedaban cinco segundos.
Makoto no necesitó más tiempo para el contraataque.
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Trece santos de Atenea yacían, inconscientes, por sobre la baja meseta que un día fue conocida como montaña. Solo Lesath permanecía, terco, orgulloso y malherido, de pie, como representante de la paradigmática resistencia de los siervos de Atenea.
Enfrente estaba el responsable de tal proeza y tal destrucción. A la velocidad de la luz, mientras la sangre bañaba la tierra que pulverizaba a su paso, Makoto de Mosca venció a la fuerza, la rapidez, la habilidad y la técnica, si bien no a la unidad que aquellos bravos oponentes representaban, pues en sus costados destacaban dos graves heridas.
—Sangras —dijo Lesath, de labios hinchados y respiración agitada—. Eres mortal.
—Pues claro que lo soy —admitió Makoto, mirando sin miedo aquel brazo brillante de cosmos carmesí. Amanecer ardía con el mismo fulgor que el Ascenso del Hijo Pródigo de Aerys; en esa corta, aunque intensa batalla, el santo de Orión pudo completar una nueva técnica. Y no era el único. Se palpó las heridas, admirado—. Cuando tú eras todo un héroe, yo era un renacuajo cuya mejor medalla era ganar al fútbol contra otros enanos. Fui humano, soy humano y siempre seré humano.
—En ese caso… —Lesath dio un paso hacia adelante y trastabilló, en parte por lo débil que estaba y en parte por un temblor repentino.
Como la imagen de un espejo cediendo al impacto de una roja que arrojasen contra él, el mundo se hizo pedazos. La meseta, con esas capas de hielo y ríos de lava congelada en las faldas, fue sustituida por la montaña que fue, mientras la Prisión Fantasma de Fang de Cerbero, remodelada por el cosmos de Noesis de Triángulo, era reducida a la nada. Makoto podía comprender que aquellos dos habían creado ese escenario de batalla no solo porque se lo dijeron, sino también porque luchó con ellos. Tuvo que dar un suspiro de alivio, pues Bianca de Can Mayor y Ban de León Menor pasaron seis meses en una cárcel semejante. No habría sido raro que el Santuario lo dejase ahí varado.
«No podrían —reflexionó Makoto—. Soy demasiado fuerte para ser contenido.»
Rio, divirtiéndole la idea, y escupió sangre.
—En ese caso —volvió a hablar Lesath, tras apenas dar tres pasos—, yo puedo vencerte. Solo. —Alzó Amanecer, amenazante.
—No —dijo Makoto, deteniendo el ataque con solo dedo.
Todo ese calor se extinguió en un momento. Lesath estaba en las últimas.
—Esos dos chuchos te vencieron —maldijo el santo de Orión, presionando.
—Se han vuelto fuertes —admitió Makoto.
—¡Yo podría ganarles a escupitajos!
—Sin duda.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque ellos, Nico y Bianca, necesitaron de doce almas nobles para alcanzarme.
—Me niego a aceptarlo —dijo Lesath—. ¡Si un renacuajo como tú puede, yo también!
—El cosmos es infinito —declaró Makoto. Como prueba de tales palabras, golpeó a Lesath con suavidad, haciéndolo volar un par de metros—. Lo pequeño que fui, lo diminuto que soy, lo insignificante que seré. ¿Qué importa? Hay un universo en mi interior, que se expande sin límites —dijo, llevándose la mano al pecho.
Rápido, Lesath se levantó, pero en cuanto oyó tales palabras se detuvo.
—Todos tenemos ese universo, ¿verdad, Milo? —El santo de Orión sacudió la mente—. Yo quería poder. Quería traer paz a este mundo tan loco. Y fue otro el que lo obtuvo. Siempre es otro el que crece mientras yo me quedo atrás.
—No importa que el universo en tu interior sea pequeño —dijo Makoto, con algo de sorna—. Juntando muchos, al final, incluso el gran universo que nos rodea se volverá una minucia. Tú ahí estás, de pie. Tus huesos rotos. Tu cara machacada. Te da igual, te sigues levantando, cuando yo tengo unas ganas locas de descansar.
Lesath lo miró con sorpresa, luego escupió.
—Deja de joder, Mosca, seguirías luchando aunque se te caiga la carne de los huesos.
Makoto rio, teniendo que aceptar que era verdad.
—Puede ser, pero me gustaría que trataran estas heridas.
—¡No haberte cargado al jodido médico, Mosca!
Y como daba la casualidad de que Minwu estaba cerca, fue a patearlo.
Justo entonces aterrizó una estela de luz entre el santo de Orión y el inconsciente santo de Copa. Antes de que quedara revelado quien se hallaba tras ese velo de cosmos, ya los dos podían imaginarlo.
—Se presenta Aqua de Cefeo —saludó la ninfa, alzando los puños—. ¿Llego a tiempo para el combate de entrenamiento? —Y empezó a dar golpes.
—Hemos perdido todos —dijo Lesath, encogiéndose de hombros—. Contra una mosca.
Por tercera vez en tan poco tiempo, Makoto rio. ¡Lesath de Orión estaba dispuesto a decirse derrotado con tal de provocar a aquella recién llegada! Aqua de Cefeo, de ascendencia divina, no necesitaba de duras experiencias para poseer una fuerza sin par. Aquello le venía de nacimiento. No necesitaba hacer milagros pues ella era un milagro.
—¿Entonces, el santo de plata más fuerte ahora es…?
—Mosca.
—¡Eso no puede ser!
—Pues lo es. Y te aguantas.
A puro orgullo, Lesath se cruzó de brazos y sonrió.
—Makoto de Mosca —dijo Aqua, girándose con lentitud y haciendo crujir los nudillos—, es tiempo de que tú y yo…
—¿Podrías curarnos? —pidió Makoto—. Me he cargado al médico.
—Sigo vivo —se quejó Minwu, aunque sin levantarse—. Locos.
Uno a uno, todos los santos de Atenea dieron seña de estar con vida, lo que hizo a Lesath rechinar los dientes. El fuerte santo de Orión había abierto su propia frustración a todos aquellos compañeros, sin imaginar que lo escuchaban.
En cuanto a Aqua, era difícil saber lo que pensaba, debido a la máscara. Sin embargo, teniendo cerca a Minwu y Lesath, los apuntó primero a ellos disparándoles un chorro de agua bendita, semejante a un bombero apagando el incendio llamado mortalidad.
A un nivel celular, sin mucho mimo, Aqua restauró los tejidos de todos los heridos, mil veces golpeados por una batalla absurda, aunque necesaria.
—Y por último —dijo Aqua, muy seria, antes de meter los dedos en las heridas de Makoto—, el santo de plata más fuerte del mundo. —Insensible al grito de dolor de aquel, volvió a unir los tejidos a la vez que limpiaba las heridas—. ¿Qué digo del mundo? Del universo. —Makoto la veía con los ojos como platos, mientras todos los demás se iban levantando y observaban en respetuoso silencio—. ¡Que viva el Hércules mosquito! ¡Que viva! —Y así prosiguió la cura hasta el final.
Tan pronto esta acabó, el espacio alrededor de los santos, a la sombra de la montaña, quedó rasgado por la Otra Dimensión y todos fueron transportados.
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El santo de Mosca apareció en el pasillo, donde Gestahl Noah consolaba a una joven santa que, por alguna razón que desconocía, no llevaba máscara.
—Lo harás bien, Lisbeth —aseguraba el Sumo Sacerdote.
—Tengo… miedo… —admitió la llamada Lisbeth—. ¿Por qué no pude reparar antes?
Makoto enrojeció. Si era una reparadora de mantos sagrados, que no pudiera hacer el trabajo antes debía ser culpa suya, aunque por lo que vio en el combate había poco que reparar. Varios de los mantos sagrados tendrían que ser reconstruidos de cero.
—Bienvenido —le saludó el Sumo Sacerdote. Ahora que las luces estaban encendidas, era visible el sencillo parche que le tapaba el ojo perdido—. ¿Has tomado una decisión?
Antes de hablar, Makoto respiró hondo.
—Los caballeros negros han asesinado a millones de personas. —Por alguna razón, la santa tuvo un sobresalto; tal vez no sabía nada del asunto—. Los argonautas, que habrían garantizado la paz entre la Tierra y el Olimpo, quizá estén muertos. —Esta vez fue el turno de Gestahl Noah de mostrar pesar, tal vez sincero—. Akasha está muerta. Azrael está muerto. —Por momentos le falló la voz, pero se repuso—. No puedo permitir que todo lo que ellos hicieron haya sido en vano.
—No lo será, tendremos venganza.
—No es venganza lo que busco.
El semblante del Sumo Sacerdote se tornó tan fatal, que sin lugar a dudas habría dicho que él sí buscaba venganza si no se hubiese contenido.
—Entonces, ¿qué?
—Creo que en esta guerra, los santos hemos sido los verdaderos enemigos del mundo. Solo piénsalo un momento, ahora que eres el Sumo Sacerdote. Guerreamos con los Astra Planeta para salvar a nuestros compañeros. El resultado es el que me han contado y he visto. No, no juzgo al antiguo líder del Santuario, admiraba a Seiya desde el fondo de mi corazón y siempre creí injusto el castigo que recibió por defendernos, pero eso es parte del problema. Los santos de Atenea estamos dispuestos a desafiar a los dioses incluso si con ello condenamos a todo un planeta, con miles de millones de personas que solo buscan vivir en paz sus vidas, ¿es eso justo?
—Los dioses matarían a esos miles de millones de vidas sin pensárselo dos veces —replicó Gestahl Noah, hablando por propia experiencia.
—Lo intentaron —aceptó Makoto—. Dos veces. Y fracasaron. Si tan solo no hubiésemos hecho nada más, las cosas habrían sido mejores.
—¿Así piensas?
—Así pienso.
—¿Reniegas de ser un santo de Atenea y de desafiar a los dioses?
—Jamás.
—¿Entonces? ¿Quién eres?
—Makoto de Mosca, un santo de Atenea dispuesto, no a desafiar a los dioses, sino a acabar de una vez por todas con un asunto que desde el principio fue personal. Sin dañar a nadie más. Sin causar más dolor a los inocentes, ni a los malvados, a nadie.
Para ese momento, no solo la joven lo miraba admirada, sino también Gestahl Noah profesaba hacia él cierto respeto.
—Así que sabes a dónde nos dirigimos.
Makoto asintió.
—A matar a Caronte de Plutón. A cortar la cabeza del general antes de que se le ocurra dirigir otra guerra entre los vivos y los muertos.
—No es necesario, ¿lo sabes? —dijo Gestahl Noah, de pronto, lo que hizo que la joven sonriera con vergüenza—. Él fue liberado, pero por mandato divino no puede regresar a la Tierra. Ni él, ni ninguno de los Astra Planeta. Estamos, como puedes ver, a salvo de más consecuencias de ese asunto personal que mencionas.
—La humanidad solo estará a salvo de ese asunto personal cuando lo concluyamos —declaró Makoto—. Nosotros. Esta generación que nació para desgracia de Caronte de Plutón. Sobre los muertos de la Noche de la Podredumbre nacimos. Y esta ya ha durado trece años, es tiempo de que llegue el amanecer.
El Sumo Sacerdote asintió, complacido. Después mirando a la joven, preguntó:
—Lisbeth de Cincel Negro, ¿qué opinas de esto?
La joven, boquiabierta y admirada, tardó en responder el mismo tiempo que Makoto tardó en procesar que aquella joven de cálido cosmos era una de los caballeros negros.
—Yo voy a luchar. ¡Sí que sí! ¡También soy un santo de Atenea!
Y se fue corriendo, sonriendo.
—He terminado con la Ley de las Máscaras —decía el Sumo Sacerdote mientras veía a Lisbeth sin el menor reparo—, escuché cómo la Unidad Themyscira al completo me sacaba la lengua. Quienes visten un manto sagrado se encogieron de hombros y siguieron siendo quienes son. Lo comprendo, son siglos, no, milenios de tradición por el error de mi querida esposa. —Sacudiendo la cabeza, Gestahl Noah volvió la vista al santo de Mosca—. ¿Conoces al Triunvirato?
—Sí —dijo Makoto, todavía dándole vueltas a la Ley de las Máscaras. Recordaba una charla amena ocurrida hacía mucho entre él, Geist y Azrael. También pensaba en Gugalanna, el antiguo santo de Tauro, con una supuesta Atenea a la que le gustaba todo. Fue honesto con Gestahl Noah la otra vez, esos asuntos no le interesaban, ya no, pero de todas formas resonaban en la mente del muchacho que fue—. Nicole de Altar representa al Santuario, Sorrento de Sirena representa a las fuerzas del océano y el rey Alexer representa a Bluegrad. Munin de Cuervo Negro está subordinado a ellos, junto con todo Hybris. Se acabaron vuestras matanzas.
—¿Eso te tranquiliza?
—Ya te he dicho lo que me tranquilizará.
—Entonces, vamos, al Jardín de las Hespérides, en los confines del mundo. ¡Así es! Allá donde se dirigía la embajada de paz, a fin de acordar con Apolo y Artemisa el cese de las acciones de los astrales. En ese lugar nos reencontraremos tal vez con amigos, y sobre todo, nos veremos las caras con el enemigo. Allá acabará todo para mí.
—¿Tienes miedo?
—Soy inmortal —declaró Gestahl Noah, inconsciente de la sonrisa que provocó en quien lo escuchaba—. Si muero, renaceré. Una y otra vez. Salvo que me mate el regente de Plutón. Él tiene la bendición divina de Hades, quien con su espada puede quebrantar aun la protección de otros dioses. Si él me da muerte, será para siempre. ¿Qué…?
—Es que —decía Makoto—, todo el mundo es inmortal hoy en día.
Por un momento, aquellos dos, que nunca podrían entenderse, rieron juntos.
—¿Por qué has decidido ser el Sumo Sacerdote otra vez? —preguntó Makoto—. ¿Por qué no quedarte? Es asunto de los santos de Atenea, no de vosotros.
—Porque es deber del padre corregir al hijo descarriado —respondió Gestahl Noah.
Y así, con una sonrisa enigmática, el Sumo Sacerdote le indicó el camino.
Notas del autor:
Shadir. Es su sino, renacer una y otra vez para seguir realizando las mismas acciones. Interesante reflexión la que haces sobre las dualidades. ¿Hasta qué punto se puede distinguir un mundo de bien de uno de mal si no hay lo contrario para comparar?
El octavo sentido es muy de los 2000, ahora la moda es el décimo sentido. ¡Prepárate mundo, que viene Overlord Makoto a traer orden! (¿O caos?)
Sí, puede que esta gente lo esté llevando todo demasiado lejos.
