NOTA 1:
Querida oxybry:
Que tus días sean dichosos, llenos de luz y de la caricia de la brisa. ¡Muchísimas felicidades!
NOTA 2:
No hay homogeneidad en los nombres porque proceden de varios grupos de tradumaquetación.
LATENTE
Afuera, lucía el sol mientras el carruaje se alejaba, las ruedas haciendo repiquetear la grava del camino. Era un día claro, brillante, y la luz jugaba con los vitrales de colores, creando destellos de color aquí y allá. Sin embargo, la semejanza de alegría moría ahí, y, entre los fríos muros del colegio, el aire se sentía plomizo y gris. El joven caminaba bajo el peso de las miradas mientras cruzaba el gran comedor, consciente de cómo el murmullo crecía a su paso. Los alumnos lo miraban con disgusto (y algo muy parecido al desprecio), y, al frente, en la larga mesa que presidía el salón, reservada al profesorado, una mujer, de moño tenso y vestido de ruedo amplio de la más fina negra seda (sobrio y elegante, mas no barato), en cuyo rostro comenzaban a notarse las señales de la edad madura, lucía una mueca depredadora y hambrienta que pretendía pasar por una sonrisa.
Josephina Ruemayer dirigía el internado Imperio como si fuera su coto particular. El centro, orientado a jóvenes damas y caballeros* con dineros, funcionaba como una máquina bien engrasada donde ella era la soberana indiscutible. Para aquellos que no tenían ojos ni pensamiento propio, Josephina encarnaba todas las virtudes aparentes de una noble dama: era justa, severa pero amable, de moral recta y sin miedo alguno a tomar decisiones difíciles, y una luz a la que dirigirse en tiempos de incertidumbre. Tan solo rendía cuentas periódicamente a la junta escolar, presidida por la familia Sacrémpire, propietaria de las tierras en que se había construido el colegio y cuyo favor había ostentado por más de veinte años.
Sin embargo, si uno aprendía a ver más allá de las apariencias, empezaba a vislumbrar la podredumbre en todo lo que la rodeaba. El reinado de Josephina se sustentaba en el miedo (mal llamado 'respeto') que ejercían sus acólitos (entre los que se encontraban tanto docentes como alumnos). Eran estos, por lo general, miembros de las primeras familias, de la Bon Ton londinense, cuyo carácter se había retorcido hasta incurrir en lo inenarrable, manifestando su verdadera y negra naturaleza. Liderados por el cruel Tenoah y convertidos en ejecutores de la voluntad de su señora, eliminaban cualquier atisbo de voz crítica o divergente, con el beneplácito de aquella o, como ocurría la mayoría de las veces, por delegación suya, porque Josephina impartía las órdenes, pero jamás se ensuciaba las manos con los demás.
La víctima principal de sus castigos —denominados demostraciones de virtud— solía ser su hija, a la que había convertido en modelo de ejemplaridad sumaria y expeditiva. Leticia, una muchacha reservada, había sido alumna primero y docente después durante un breve lapso de tiempo, hasta que cayó en flagrante desgracia a los ojos de su madre. Aunque quizás debiera decirse que tal hecho había sucedido desde mucho antes de su nacimiento, pues nunca fue una criatura deseada ni querida. De su marido, poco se sabe, salvo que marchó un día para no volver jamás. Siendo así las cosas, Josephina terminó de volcar en su inocente hija todo el odio y desprecio que sentía por su esposo, pero como figura de autoridad, habría de recurrir a otras vías y maneras. Empezó con pequeños desplantes, una respuesta más afilada que otra, algún comentario destinado directamente a la vergüenza y la humillación… Pero sobre todo, la aisló, la privó de cualquier apoyo o círculo de confianza, dejándola sola. Fue en ese entonces cuando descubrió el placer de usar la mano abierta contra alguien que jamás le replicaría…
Todo esto Leticia lo soportaba con más o menos entereza, porque Josephina seguía siendo su madre y también su empleadora. Ella no tenía conexiones, ni amistades que osaran desafiar y enfrentarse a su madre, ni mucho menos que quisieran acogerla o proveerla de algún empleo más allá de las paredes que siempre conoció. Pero el día que Josephina fue testigo con sus propios ojos de cómo las alumnas más pequeñas de su hija le mostraban abiertamente su infantil e inocente afecto, al engendro abominable de su vientre y no a ella —"La Directora"—, a Josephina se le agrió el semblante. Apretó los puños y la mandíbula, los dientes le chirriaron y sintió cómo la furia, la auténtica ira, la recorría de la cabeza a los pies.
A partir de ese día todo cambió. En una audiencia bastante pública la había despojado de su rol de docente y de todos sus privilegios, bajo el pretexto de una amoralidad y desvío de las buenas costumbres que nunca argumentó ni demostró. Leticia, de rodillas en el suelo, mantenía gacha la cabeza, las manos sobre el regazo, mientras trataba de entender qué era lo que había hecho mal. Después, la obligaron a ponerse en pie, y mientras la sujetaban entre dos, Tenoah, el esbirro de su madre, le dio quince golpes en la espalda con una vara de mimbre y otros quince en las pantorrillas. Leticia gritó, claro está. Tenoah sonreía como un maníaco que acabara de descubrir su pasión en la vida…
Mientras caían los golpes, algunos de los docentes —unos pocos— apartaron la mirada. Entre ellos, Callisto, el heredero de la familia Sacrémpire y secretario del internado (y que personalmente odiaba a josephina pero carecía del valor de enfrentarse a ella) y un tal Ashek, hombre frío y distante, que jamás osaría contradecirla. Otra, recién llegada al internado y por nombre Noelle, se mordía las ganas de saltar y quebrar la vara con sus propias manos. Finalmente, venció el respeto (o el miedo) hacia Josephina y nadie intervino. Mientras, los golpes seguían cayendo. Para entonces, Leticia solo sentía la neblina cegadora del dolor y finalmente, el alivio del desmayo.
La despertó un balde de agua helada arrojado a la cara. Leticia, puesta en pie con brusquedad, recorrió con pasos cortos y desiguales, que dejaban atrás húmedas huellas rojas, el camino de salida bajo el peso de las miradas de reconvención y censura. Merced a la magnanimidad de su madre, se le permitiría seguir viviendo en el internado, encomendada ahora a las labores de limpieza y otras tareas meniales más humildes o vergonzantes. Hubo de abandonar el que había sido su dormitorio y trasladarse a la buhardilla que se usaba como trastero, en compañía de telarañas, chinches, ratones y fauna similar. Con la espalda surcada de verdugones y las pantorrillas en carne viva, y empapada como estaba, Leticia apagó el candil y se tendió de bruces en el catre ajado que sería su nuevo lecho, dándole, entre lágrimas y latigazos de dolor, la bienvenida al sueño.
La percepción que se tenía de Leticia en el internado empeoró. Y si bien nadie sabía bien qué razones eran las que la convertían en un ser humano tan despreciable, todos la despreciaban abiertamente. Desde aquel día, se multiplicaron las humillaciones y los castigos desproporcionados por faltas reales o imaginarias. Uno de ellos había sido cortarle el cabello con unas tijeras de podar, a trasquilones, en el gran comedor, frente a todos los residentes. Quizás Josephina envidiara su lustrosa cabellera, quizás solo quisiera un nuevo espectáculo con el que satisfacer su propia vanidad… Otra de sus disciplinas había consistido en dejarla de pie, en el atrio del colegio, toda la noche, bajo la lluvia, hasta el amanecer. Para cuando por fin se le concedió la venia de regresar al interior, temblaba convulsivamente y tenía los labios morados y las puntas de los dedos azules, casi negras.
Una prisión, un pequeño infierno, en suma, era el internado Imperio para Leticia.
Mas también en el infierno había lugar para la esperanza… En ocasiones, cuando Tenoah descargaba su fuerza contra los huesos de Leticia, Ashek subía a la buhardilla y llevaba consigo desinfectante y vendas limpias. Se sentaba junto al estrecho catre y trataba sus heridas sin decir palabra. Y Noelle siempre le traía comida que 'distraía' en las cocinas. Era la muchacha todo lo que Ashek no era: locuaz, divertida y luminosa. Para su sorpresa, más de una vez Leticia se había descubierto sonriendo con alguna de las disparatadas historias que solía contarle.
Y luego estaba Julius, el amable Julius, que le hablaba de tierras lejanas, de leyendas de dragones y profecías por cumplir. De caballeros galantes, maldiciones y milagros, de justicia y de bondad… Se encontraban siempre por casualidad, cuando en las noches claras Leticia huía a los jardines a llorar alguna de sus muchas penas. Julius le solía leer las cartas de su hermano, que hablaban de una vida sencilla y pacífica, donde el afecto no se castigaba, y los días transcurrían en la beatífica placidez y satisfacción de una familia que se amaba. Leticia suspiraba al escucharlo, y se permitía entonces soñar con una vida lejos de Imperio y una familia a la que llamar propia, con el afecto de unos hijos y un esposo que jamás habrían de llegar.
Porque Josephina jamás le permitiría escapar de sus garras.
Lo encontraron una mañana, colgado de un viejo roble y con todos los huesos quebrados. El amable rostro, deformado e irreconocible por los golpes. Pronto corrió el conveniente rumor de que Julius atentaba contra la honra de las doncellas, al amparo de su posición en el internado, y de que alguien debía haberse tomado la justicia por su mano. Esa fue la historia que vendió Josephina a quien quisiera escucharla, mancillando para siempre el nombre de un inocente y arrastrándolo por el fango de la ignominia.
Lo enterraron esa misma noche, a la luz de los fanales, en las afueras del cementerio, en tierra no consagrada, reservada a suicidas y criminales.
Sin embargo, la muerte de Julius fue la gota que colmó el metafórico vaso de unos cuantos, renuentes a dar por ciertas las mentiras de Josephina y por justificados los golpes de Leticia y otros tantos. Sí, la muerte de Julius sublevó los espíritus de los más resistentes, iniciando una marea creciente de cambio, como las ondas de un estanque, o como una brisa fresca que nadie sabe de dónde viene, pero que se siente en la piel. O quizás como sangre que corre al fin por las venas, haciéndoles sentir que, por vez primera, pensaban por sí mismos.
Hoy, meses después de la muerte de Julius, el internado era, a partes iguales, un pozo de rebelión latente y uno de sumisión por la fuerza y el miedo. La indiferencia que fingían algunos —bien entre las propias filas de Josephina o en los dormitorios de los alumnos (liderados por un muchacho de la familia Barnes)—, se iba tornando cada vez más rápido en subversión, en rabia contra ella y piedad para con su hija. Aprendieron a impostar una actitud de obediencia y de sometimiento a su autoridad, pero tan delicada y frágil, que solo era cuestión de tiempo que se viera rota sin marcha atrás. Pero todos apretaban los dientes y nadie se atrevía a dar el primer paso…
Por lo menos, aún…
El joven se detuvo al fin delante de la mesa principal. Los murmullos del comedor a su espalda cesaron, expectantes. Enderezó la espalda y alzó el mentón, desafiando a Josephina. Ella ladeó la cabeza, curiosa por la chispa de rebeldía en sus ojos. Oh, iba a ser tan divertido aplastarla…
—Así que tú eres el nuevo profesor, ¿eh? —dijo, haciendo que sus largas uñas se deslizaran lánguidamente por sus mejillas—. El hermano de ese bastardo muerto.
Él sometió la ira y la indignación y volvió a apretar los dientes.
—Sí, lo soy —respondió al cabo—. Me llamo Dietryan, señora —añadió, intentando no mirar a la muchacha de inocentes ojos azules que fregaba el suelo de rodillas frente a él.
"Sálvala", decía la última carta de su hermano.
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NOTA 1:
Sí, sí. Sé que no es nada alegre, pero la musa así lo quiso. Quédate con que es solo el principio de la revolución, que ya los dioses del fandom se encargarán de hacerle justicia a Leti y de que Josephina "cobre" de todas las formas posibles.
La idea de tu regalo era explorar cómo podría ser la configuración de este mundo en un AU distinto y sin magia, qué cosas cambiarían, etc., pero sobre todo, las posibilidades narrativas que se abrirían. En fin, espero que te haya gustado, aunque sea bastante agridulce.
¡Feliz cumpleaños!
NOTA 2:
* Los colegios mixtos empezaron a aparecer en Inglaterra desde el siglo XVIII, y los internados o centros superiores mixtos, en el siglo XIX. Eso sí, dormían en edificios separados.
