Capítulo 1. Después de la Torre de los Dioses
La torre del reloj marcó las 6 de la tarde. Hacía frío, un aire poco agradable que recorría Términa de arriba a abajo. Los aldeanos se marchaban corriendo a sus casas, abrigados bajo capas de lana y bufandas gruesas, cubriendo sus rostros con sombreros de ala ancha y gorros tejidos. Las tiendas cerraban, los vendedores ambulantes recogían a toda prisa, y los últimos compradores apuraban los minutos antes de la llegada del anochecer. Estaba siendo un otoño más frío y oscuro de lo que se recordaba, un otoño que traía vientos que olían a quemado, a tierra removida y pólvora. Los aldeanos estaban atemorizados no solo por la oscuridad del crepúsculo, sino por otra oscuridad que se anunciaba desde el lejano castillo de Hyrule, en Kakariko. Este miedo vaciaba las calles.
En los últimos días, el alcalde de Términa, con una copa de vino en la mano, anunció que solo los locos y los insensatos se les ocurría salir con la caída del sol.
La chica pelirroja que corría por el centro de la plaza era un poco de ambas cosas.
La seguía un grupo de jóvenes de la ciudad. Hacía dos meses que se habían unido bajo la bandera del auténtico rey, y habían iniciado el entrenamiento. La encargada de guiarles era la primer caballero. En un principio, algunos jóvenes estaban felices de conocerla, aquella a la que llamaban la Heroína de Hyrule. Se contaban grandes historias, sobre su viaje al Mundo Oscuro y su reciente batalla en la Torre de los Dioses, donde había impedido que el mundo acabara. Una noche en la posada, escucharon al Sabio del bosque, Leclas de Sharia, decir que era la mujer más valiente y más dura que jamás había pisado Hyrule, y también que era la heredera del mismísimo Héroe del Tiempo.
Lo que Leclas se guardó es que tenía un carácter firme, poco dado a las bromas y encima exigente. Les hizo correr, saltar, trepar, y no dio tregua, aunque hacía frío a esas horas, y más todavía a primeras de la mañana. Algún chico se desapuntó tras el primer día, y los que quedaban difícilmente se podían llamar un ejército. La primer caballero les miraba de reojo. Soltaba vapor a través del aliento que se escapaba de sus labios, mientras gritaba las órdenes, sin darles más que una media hora de descanso al mediodía. Todos los futuros soldados sabían, por esa forma de mirar, que parecía decepcionada y enfadada. Era un grupo de novatos, insuficientes para enfrentarse al ejército del rey Link, el impostor, y defender al auténtico rey, Link V Barnerak, alojado en las dependencias del alcalde de Términa. Les había acogido, y le llamaba su majestad, y había pedido a los ciudadanos que apoyaran al auténtico rey.
Aunque no todo el mundo opinaba igual.
La gente miraba al que decía ser el auténtico rey Link. Era un muchacho delgado, de cabellos rubios, piel muy blanca, y que apenas comía, dormía o bebía. Pasaba los días en la oficina del alcalde, mandando misivas, pidiendo a las personas que se refugiaron en la ciudad y que venían de Kakariko que se pusieran en contacto con parientes en todas las ciudades del país, para obtener su ayuda. Hacía tres meses que había vuelto en un barco, acompañado por los seis sabios, la Heroína de Hyrule y la princesa de Gadia. Nada más atracar, al descender la pasarela, dio un emotivo discurso, prometiendo acabar con el impostor que había usurpado su lugar, y restaurar la paz en Hyrule. Sin embargo, a medida que pasaban los meses, menos confianza tenían en él.
Se suponía que contaba con la ayuda del gran reino de Gadia. Sin embargo, hacía mucho que su princesa Altea Tetra había marchado en compañía de su prometido para informar a su abuelo el rey Rober, y no habían recibido noticia alguna.
Se suponía que contaba con el apoyo de los zoras, pero estos se habían escondido en lo más profundo del mar. Tras la marcha de la Sabia del agua, no se sabía nada de ellos, ni habían aparecido en las costas.
Se suponía que las fieras guerreras del desierto, el pueblo de las gerudo, también apoyaban al rey verdadero. La Sabía del Espíritu se había marchado montada en su escoba, pero no habían visto al grupo de guerreras aparecer en el horizonte.
Se creía que los gorons también apoyaban esta causa, y para ello su gran rey Link VIII se había marchado, convertido en una gran roca que rodó por los caminos de Términa. De este pueblo tampoco se sabía nada.
El rey habló de una nueva raza que nadie conocía, una de hombres pájaros, muy valientes y decididos, llamados ornis. Para pedirles ayuda, el mismo Sabio de la Luz, el abad Saharasala, se había transformado en búho delante de los presentes y había marchado.
Tres meses después, ni zoras, ni gorons, ni gerudos, ni ornis, mucho menos el ejército del rey de Gadia habían aparecido por allí, y los ciudadanos de Términa empezaban a cuestionarse si era verdad todo lo que les habían prometido, y si sería cierto que este muchacho enclenque, poca cosa y que solo tenía su voz como arma, podría volver a instaurar la paz.
No ayudaba que cada día, los jóvenes que se habían apuntado al ejército sintieran más miedo por la Heroína de Hyrule, y empezaran a desistir.
El grupo de corredores había llegado a la plaza. Estaban encendiendo algunas farolas, pero apenas se veía más allá de las propias narices. Zelda hizo la señal de alto, subió a la tarima que se usaba para dar discursos, y desde allí ordenó al grupo que hiciera flexiones con los nudillos. Pocos chicos obedecieron: unos diez se quedaron de pie, con los brazos cruzados.
– Llevamos corriendo horas, no hemos bebido agua ni comido nada desde el mediodía– dijo una, tras mirar a sus compañeros.
– ¿Qué pensáis, que en la batalla el enemigo os dejará ir a tomar la sopa de vuestra mamá? – gritó Zelda –. ¡Beberéis cuando os lo ordene, atajo de gan…!
– Ahora, ahora… – intervino un chico alto de piel morena y cabellos oscuros. Había subido a la plataforma detrás de la primer caballero. Alzó un poco más la voz para anunciar –: Id a beber algo, el entrenamiento ha terminado.
– Porque tú lo digas, Kafei... – Zelda miró de reojo al Sabio de la Sombra.
– No, lo ordena el rey. Quiere verte – dijo Kafei. El Sabio del Bosque apareció entonces. Dio un par de palmadas, para llamar la atención al ejército provisional de Hyrule, y dijo en voz bien alta y chillona:
– Para agradeceros vuestro trabajo en el entrenamiento, os invito a todos a una buena jarra y estofado en la Torre de Melora. ¡Vamos, seguidme!
Aunque los chicos dejaron de hacer flexiones y se levantaron, ninguno se movió. Al sentir que la miraban, Zelda se cruzó de brazos y, tras soltar un suspiro, dijo:
– Adelante, romped filas.
Mientras Leclas daba las instrucciones y hasta dedicaba un par de palmadas en los hombros a algunos de los que caminaban más renqueantes, Zelda se giró hacia Kafei y le dedicó una de sus miradas más duras. El Sabio de la Sombra soportó la mirada, sin retroceder. Era de los pocos que no temían el mal carácter de la primer caballero de Hyrule.
– Eres demasiado dura con ellos… – empezó a decir Kafei. Zelda movió la cabellera, sus rizos rojizos y naranjas alborotados por el ejercicio.
– Ya estamos…
Leclas caminaba hacia ellos, y, nada más subir la escalera, dijo:
– Oye, Zanahoria, como sigas así, los chavales se van a desapuntar. Se supone que tenemos que crear un ejército, no destruirlo – Leclas tampoco temía la mirada llena de odio de Zelda, porque además se atrevió a usar el mote por el que muchos la conocían. Claro que solo permitía a este sabio llamarla así.
– Más o menos, lo mismo pienso yo. Se trata de hacer que se queden en el ejército, si los desanimamos, se largarán y nos dejarán solos – Kafei le tendió a Zelda una cantimplora. La chica, tras mirar este objeto como si le estuviera ofreciendo un trozo de carne podrida, lo tomó, soltó un escupitajo a un lado y bebió de un trago. A pesar de su dureza, había que decir que ella misma había hecho los ejercicios con los chicos. Tenía el cuerpo cubierto de polvo y sudor, en la cara apenas se veían sus pecas.
– ¿Es que vosotros creéis que esto es un juego? No, no lo es. Ya lo visteis en Lynn… – se detuvo, consciente de que el sabio de la Sombra no había estado en esa batalla. Se giró hacia Leclas y le dijo: – ¿Recuerdas, verdad? Y si no esa batalla, recordad cuando liberamos a Link del castillo. No puedo dejar que unos niños se metan en mitad de una refriega, sabiendo que pueden morir todos, no sin estar preparados. Me da igual que me crean un monstruo, voy a seguir siendo dura. Ojalá pudiera serlo más, la verdad.
Leclas asintió, no dijo nada, y Kafei, tras aceptar la cantimplora de vuelta, dijo:
– Lo entiendo, Zelda, pero levantar un poco la mano… No estaría de más – señaló con una barbilla hacia el ayuntamiento –. No te he mentido: te está esperando. Aunque entenderé si quieres lavarte un poco y cambiarte…
– No, anda… A ver si son buenas noticias – sin mirar atrás, Zelda bajó de la plataforma de un salto. Aterrizó sobre sus dos pies, levantando una nube de polvo, para unirse a la que ya le cubría. Siguió caminando, hacia las puertas del ayuntamiento, seguida por Kafei y Leclas. Como estaba de espaldas, no vio la mirada que se cruzaron los dos sabios. La de Kafei como diciendo "¿por qué?" y Leclas respondiendo con un gesto de los hombros "¿qué más da?".
Nadie detuvo a Zelda. Estaban más que acostumbrados a que la caballero entrara hecha un torbellino, subiera al despacho de la segunda planta, discutiera con el alcalde de Términa y el rey, y se marchara para seguir con su entrenamiento. Dejó a su paso huellas de tierra, que la mujer de la limpieza vio, para luego suspirar y decir que podrían enseñarle a la muchacha a limpiarse las botas. Cuando subió a la planta de arriba, pasó sin llamar, sobresaltando así al alcalde. A esas horas del día, solía tomarse una copa de vino, como hacía después del desayuno y también en la comida. Link, sentado en una mesa aparte, con un montón de folios a su izquierda, y otro montón de cartas ya selladas a su derecha, levantó la vista y dejó la pluma. La luz de la lámpara sobre su cabeza y un candelabro a su lado eran las únicas luces que iluminaba el despacho.
– Ah, ¿qué pasa?
– Tú me dirás, me han dicho que querías verme – Zelda miró hacia el alcalde de Términa, que de repente se puso en pie y dijo que tenía un asunto que arreglar. Justo entonces, Zelda vio aparecer a Maple por la puerta. La chica, a falta de actividad, se había puesto a cocinar en un rincón de Términa, donde ofrecía sus platos a cambio de monedas "para la causa de Hyrule". El alcalde la saludó al pasar, y Maple le saludó a su vez, y mostró la olla y los platos cubiertos que llevaba entre las manos.
Los dejó sobre la mesa, y, como si se movieran siguiendo una coreografía, Kafei y Leclas trajeron platos, dos vasos, cubiertos y una jarra de agua.
– ¿Pero qué demonios…? – empezó a decir Zelda. Link dejó la pluma. Aunque estaba igual de sorprendido, por la sonrisa que se le escapó, pareció comprender mejor la pantomima que la muchacha.
– Salteado montañés, con verduras, y aquí – Maple señaló un plato cubierto – un poco de carne para la señorita. Este plato tiene trufas hechas de cacao, una receta nueva. Que os aproveche…
Se giró deprisa, tomó a su marido Kafei de un brazo y del otro a Leclas, y los arrastró hasta la puerta, cerrando tras ellos.
Zelda miró a Link, y este dijo, mientras se limpiaba las manos con un trapo:
– Creo que querían dejarnos a solas.
– No tenemos tiempo para estas tonterías – Zelda dijo esto, pero olisqueó el aire. Justo entonces recordó que ella apenas había comido ni bebido, como su pequeño ejército, y el estómago fue el que emitió los ruidos de protesta.
Entonces, comprendió por qué Kafei le había dicho que debía lavarse antes de ir a ver Link. Se miró las ropas y las manos, sucias y llenas de polvo, e imaginó que su cara estaría igual.
– Hay una jofaina allí, en el rincón. El agua estará fría, pero… – dijo entonces Link. Zelda obedeció, aceptando un trapo limpio para secarse. Estaba más arrepentida que nunca por no haberse lavado, cambiado de ropas, peinado. Si su amiga Miranda Ralph hubiera estado allí, le habría dicho que una nunca se presentaba delante de su novio con el aspecto de una mendiga.
Zelda se lavó el polvo del rostro, justo para ver cómo le aparecían unas manchas rojas en las mejillas. Le costaba aún pensar en esa palabra, y hacerlo en relación con la persona que, detrás de ella, empezaba a servir el guiso y la carne. Zelda le miró, usando el espejo.
Link era el mismo que hacía unos tres meses, el chico delgado, con el cabello rubio y los ojos muy azules. Seguía entusiasmándose por cosas absurdas, como las ruinas de algunos lugares de Términa, los libros antiguos, las historias y leyendas. Cuando los deberes reales se lo permitían, podía dedicar un tiempo a tocar la flauta plateada, la herencia que tenía de su familia. En lo que sí había cambiado era que tenía el rostro pálido más suave y terso que nunca, sin rastro de las ojeras que solía tener. De hecho, en los últimos tres meses, había dormido mejor que en 5 años.
Ahora, no solo las mejillas sino también la frente, el cuello y las orejas de Zelda se pusieron de color granate.
– Vamos, que se enfría – dijo Link, mientras tatareaba, con una sonrisa en los labios. Se echó a reír, al darse cuenta de la expresión de Zelda –. ¿Qué te pasa? Hay carne, no solo verdura.
– Te puedes comer mi parte, con el filete me conformo – Zelda se sentó a la mesa. Link le había llenado el plato de verduras, a propósito. Según él, la alimentación de la guerrero dejaba que desear. "Y me lo dice el flacucho este que siempre está enfermo".
Aunque dormía bien, y comía de forma decente, Link había pasado por varios resfriados. Hederick Sapón, que era el único médico en quien el rey confiaba, le había dicho que debía reponerse, descansar, dormir, comer muy bien y no tener preocupaciones. Todo lo primero era fácil de controlar, pero lo último… No tan sencillo. Justo en ese momento, vio que Link sacaba el frasquito con el cordial que le había preparado el doctor Sapón, con hierbas y algas, y que debía de saber a rayos. El rey tomó rápido una cucharilla, el rostro torcido en un gesto de asco y bebió un buen trago de agua para olvidar el sabor. Se sentó delante de Zelda, y, solo cuando vio que ella empezaba a cortar el filete, se decidió a pinchar un trozo de seta y comerlo.
– ¿Qué… Qué tal el día? – preguntó Zelda, con los ojos fijos en el filete. Fingió que había tartamudeado por masticar, cuando en realidad, apenas le salía la voz. "Me he enfrentado a escorpiones gigantes, pájaros enormes, plantas, Poes, caballeros fantasmas, monstruos del Mundo oscuro… y me da miedo preguntarle a Link qué ha hecho hoy. No hay quien me entienda".
– Lo mismo de siempre – Link parecía cómodo y tranquilo. Mientras comía cada pedazo de su guiso de verduras, le contó a Zelda que no habían recibido más que tibias respuestas de algunos nobles, que decían que estaban dispuestos a unirse a la causa siempre y cuando el rey les prometiera que iban a tener más tierras o ventajas, y también que les asegurara que el ejército de Gadia iba a respaldarles, además de todas los pueblos y razas de Hyrule.
– No estoy en condición de hacer nada de lo que piden. No puedo prometerles ventajas ni más tierras, no sin saber los gastos del falso rey. No tengo confirmación del Rey Rober ni de nadie más, por lo que no puedo asegurar que tengamos un ejército – y Link, por un segundo, puso el rostro de desaliento que le había visto en varias veces.
– Responderán. Es solo que estamos muy lejos, y es probable que tengan sus dificultades para llegar. El falso rey Lonk estará intentando dejarnos sin aliados…
Los dos se referían así al otro rey, al que tenía el cuerpo y rostro de Link, pero que no era él. Para el auténtico, le suponía un problema que usaran su nombre para un ser maligno, creado por Vaati. Por eso, Zelda había sugerido el nombre de Lonk, y los dos habían estado riéndose un buen rato. Al usarlo, Zelda pretendía sacarle una sonrisa y también darle algo de esperanza.
– ¿Por qué crees que esos idiotas nos han tendido esta trampa? – Zelda se sirvió un poco de vino del alcalde. Link no bebía, pero ella solía tomarse media copa antes de dormir.
– Pensarán que no pasamos mucho tiempo juntos – Link sonrió –. No saben nada.
– Somos el colmo de la discreción – Zelda devolvió la sonrisa, y le guiñó el ojo. Al instante, el pálido rostro de Link se tiñó de rojo.
Tres meses atrás, cuando Tetra les anunció que ya veían Términa en el horizonte, Saharasala reunió a los dos en el pequeño camarote de Link. El abad empezó diciendo que él se alegraba de que por fin estuvieran juntos, que siempre había notado que serían una gran pareja, y que les veía felices después de tantas penurias. Zelda dijo en voz alta "pero", mientras observaba con los brazos cruzados al sabio. Que hubiera resucitado junto con los demás sabios había sido una gran sorpresa, pero en esos momentos, Zelda no parecía nada contenta. Link podía entenderla.
– Necesitamos la ayuda de muchos nobles, y estarán más dispuestos a ayudar si creen que Link va a convertir a alguna de sus hijas en futura reina de Hyrule.
– ¿Vamos a mentir? Yo no pienso ofrecerme en matrimonio a nadie, por mucho que los necesitemos. Prefiero ser sincero.
– Hacerles creer no es lo mismo que mentir. No se trata de negar o que rompáis… Solo os pido que seáis discretos. Dejad que piensen que es una posibilidad, sin decirles nada. Serán más fáciles de convencer…
"Nunca imaginé que Saharasala pudiera decir algo tan cruel… Pero tenía razón. Muchos nobles en sus cartas andan sugiriendo que tienen hijas muy guapas, dejando caer que Link estaría encantado de conocerlas. Es todo un ejercicio de diplomacia que no los mande a la porra" pensó Zelda, mientras observaba a Link partir a la mitad un espárrago verde.
Por ese motivo, y también por todas las tareas que tenían, Zelda y Link pasaban separados gran parte del día. A ojos de los demás, era fácil suponer que no se veían, e incluso que ya no estaban juntos. Sin embargo, cuando la noche caía, y todo estaba tranquilo, Zelda trepaba por una enredadera de la torre, iba al dormitorio de Link y charlaban, bebían vino o té, se contaban todo lo que habían hecho durante el día. En más de una ocasión, el amanecer se los había encontrado a los dos abrazados, durmiendo juntos. Era muy raro, porque Zelda no podía descansar en lugares cerrados, no a menos que la obligara el mal tiempo. Así habían pasado el verano, con las ventanas abiertas dejando que la brisa del mar les rodeara a los dos. Antes de que nadie más despertara, Zelda se marchaba por la enredadera y fingía haber dormido en la habitación de la posada, desordenando la cama y saliendo de allí para desayunar. Parecía que nadie lo sabía.
"Menos mal que Saharasala no está, no habríamos podido engañarle tan bien como a los demás" Zelda miró por encima de la copa a Link. El rey también la observaba. Había dejado de comer, y tenía la mano derecha bajo el mentón. Los ojos tenían ese brillo soñador y divertido con el que solía mirarla, pero Zelda le conocía muy bien. Vio la nube de dolor que solía tener cuando un pensamiento, que ambos mantenían oculto muy en el fondo, salía a flote, igual que los restos de un naufragio.
Para evitar que sacara el tema, Zelda dijo:
– Tenía que haberme dado un baño antes, pero me han abordado justo en mitad del entrenamiento.
– No me importa. Yo tampoco me he cambiado en todo el día. Se me ha caído un bote de tinta – Link levantó la manga y enseñó a Zelda la gran mancha oscura que tenía en el brazo izquierdo –. Por suerte, a ninguno de los dos nos importa el aspecto del otro.
Zelda se rio, le llamó torpe, y luego Link, roto el hilo de sus tristes pensamientos, le contó a que en breve recibiría un libro de magia, y que podría consultarlo. Esperaba poder realizar hechizos, aunque sería más fácil si por lo menos pudiera contratar a un maestro.
Algo que no habían podido mantener en secreto era que ninguno de los dos tenía ya los poderes del Triforce. Link había dejado de tener sueños proféticos. Zelda, aunque tenía la espada maestra y el escudo espejo, era incapaz de atacar con la misma fuerza y de hacer los giros tan poderosos. Zelda se miró la mano derecha, donde el dorso estaba limpio de toda cicatriz. Link tampoco tenía la suya. En la frente, aún le quedaba una ligera marca, una especie de delicada arruga, de donde Zelda vio surgir el triforce del poder.
Saharasala no les había podido decir más que lo que ya sabían: que sus piezas del Triforce habían desaparecido, en busca de nuevos portadores, que aparecerían la próxima vez que el mal despertara. "¿Todo esto, para nada?" se dijo Zelda. "Sí, porque, aunque ya no esté, resucitará tarde o temprano, solo que no estaremos aquí para impedirlo. A nosotros nos queda la tarea infame de cuidar de Hyrule hasta que esté inundado..."
Link debió notar lo que pensaba, porque se inclinó por encima de la mesa y le puso su mano sobre la suya. La notó caliente, firme, y, a pesar de haberse lavado las manos antes de comer, llena de manchas de tinta. Zelda soltó una leve carcajada.
– Lo echo de menos – Zelda levantó la vista, para mirar la cara de Link. Él podría haber preguntado en ese momento a qué se refería, pero no era necesario.
– Yo también, a veces. Cuando tenía sueños proféticos, aunque me llenaban de miedo y me hacían despertar temblando, en cierto modo eran tranquilizadores. Sabía qué iba a pasar, podía hacer algo… Sin embargo, ahora no sé qué hay en el futuro. No sé si lograremos recuperar el reino o no, si podemos ganar la guerra.
– Así viven todas las personas en el mundo, sin saber nada – Zelda sonrió un poco –. Yo puedo pelear, pero ya no me siento tan invencible como antes. De hecho, tengo miedo de la primera batalla, sé que no podré ser igual de fuerte, y solo espero que el rey Lonk no tenga criaturas gigantes y mágicas para atacarnos, porque no sé si podré detenerlas.
– Estoy seguro de que podrás, y que aún hay mucho héroe legendario en ti. Al igual que yo sigo aprendiendo y estudiando magia, tú te entrenas. Y no estaremos solos. Ya verás, lo lograremos – y apretó un poco la mano de Zelda.
Ella soltó un respiro como única respuesta, y después, dijo que si habían terminado iba a ayudar a recoger. Se levantaron los dos al mismo tiempo, y entonces Zelda aprovechó para acercarse a Link. Este tenía un plato en la mano, para dejarlo en el aparador de la entrada, pero al acercarse tanto Zelda, se le resbaló y se cayó, partiéndose por la mitad. Zelda se echó a reír y le llamó torpe, pero no se retiró. Se acercó más todavía, le rodeó el cuello con sus brazos y le atrajo hacia ella.
Para poder besarle, era la única forma. Link siempre era demasiado pudoroso y tímido. Zelda tenía que llevar la iniciativa. Claro que, cuando empezaba, él la correspondía con igual pasión. Eso pasó ahora, aunque antes susurró "era un plato de la vajilla de la mujer del alcalde… Muy valiosa", a lo que Zelda respondió con un "lo enterraré en el jardín, para que no se entere". Y por fin se besaron.
Esa noche, Zelda trepó otra vez la enredadera, para dormir juntos, apoyados el uno en el otro. Abrieron las ventanas de par en par, aunque el aire del mar traía frío con él. Se cubrieron con varias mantas. Zelda aprovechó que Link se quedó dormido primero, con un libro entre las manos, para apoyar su cabeza en el pecho y escucharle respirar. Antes de quedarse dormida, cerró las ventanas. No quería que el pobre se resfriara más por su culpa. La verdad es que, desde que habían empezado a dormir juntos, Zelda no notaba el mismo agobio y temor que tuvo en el pasado a dormir bajo techo. Solo lo había logrado entre los brazos tranquilos y serenos de Link. Sonrió para sí misma, con un suspiro, apoyó la cabeza en el hombro de Link, cerró los ojos y se entregó a la sensación de felicidad y calma.
Sin embargo, estas serían las últimas noches de tranquilidad.
