Capítulo 22. La prueba del pasado.
Zelda no se sentó. Empezó a caminar dando vueltas, mirando hacia el lugar por donde se había marchado Leclas. Al final, tomó la antorcha, la metió en la hoguera para encenderla y empezó a caminar en la misma dirección que el shariano. Jason se puso en pie, y Liandra se quedó quieta, con las manos aún en el rostro, pero observando a los otros dos.
– Quédate con ella – dijo Zelda.
– Pero… – Jason vaciló, y entonces Zelda se acercó un poco y le dijo, en voz baja:
– Importa más proteger a un civil. Yo iré detrás de Leclas – Zelda le tendió un frasco que tenía semillas de ámbar y de luz –. Recuerda el entrenamiento: estas son para quemar, estas para cegar o paralizar. Intentaré volver pronto.
– De acuerdo, capitana – Jason se metió los frascos en el bolsillo –. Le doy hasta que amanezca, si no vuelve, intentaré ir a ayudarla. Suerte.
Zelda sonrió. No iba a permitir que un chaval se metiera en más problemas, pero tenía que recordarse a sí misma que cuando tenía 15 años peleó contra el moldora, se metió en la cueva de los mil demonios, y terminó con una banda de goblins que asolaban varias aldeas. Se metió en la oscuridad, y avanzó en línea recta. Todo oscuro, no veía nada. Caminó y caminó, esperando ver de nuevo la luz de la luna llena del claro, y encontrarse de nuevo con Jason y con Liandra… Pero no. Solo siguió avanzando, en la oscuridad.
Oscuridad y silencio.
Esto le trajo a la memoria el Bosque Perdido. Recién conocidos a Urbión y a Leclas, en toda la aventura para salvar el bosque, a los niños y al resto del mundo de una terrible maldición. El oráculo de Zaeta en su oreja, guiándola. ¿En qué se diferenciaba de esta situación? Muchas cosas. No tenía tantos aliados como en ese momento, pero era mayor y más preparada. Si esto era una trampa de Zant, no sabía qué pretendía. Leclas estaba bien, no había sido torturado.
Claro que le había dicho que había visto a Urbión.
Justo entonces, al levantar la antorcha, le vio. Estaba de pie, a pocos metros de ella. Si no hubiera movido la luz, se habría tropezado con él directamente. La miraba, con los ojos rojos fijos en ella y una extraña sonrisa. Zelda dio un paso atrás, tomó la espada de Gadia y la desenvainó. Urbión levantó la mano, pero no la atacó. Señaló con un dedo en una dirección, y Zelda miró un poco, sin ver más que oscuridad. Urbión no bajó el brazo, y la siguió con la mirada a medida que Zelda pasaba frente a él y avanzó. A pocos metros, volvió a ver a Urbión, y de nuevo le indicó una dirección.
– ¿Me puedo fiar de lo que seas? – preguntó.
La criatura que tenía la forma de Urbión dejó de sonreír, pero no dejó de señalar.
"Claro que no, pero parece que es lo que debo hacer"
Poco a poco, estaba llegando a un lugar distinto al de las ruinas. Era un calvero, hundido entre árboles gigantes que se precipitaban como hambrientos sobre un plato de comida, las ramas parecidas a grandes brazos y manos, dedos esqueléticos que rozaban el suelo, los troncos con forma de rostros deformados. Zelda los dejó atrás, intentando mantener su respiración y los latidos del corazón bajo control. No debía asustarse, debía recordar quien era, que esto era una prueba del espíritu, y también una trampa de Zant.
"Claro, como yo soy siempre tan perfecta"
Zelda giró la antorcha. Este pensamiento sonó tan fuerte en su cabeza que hasta le pareció que lo había dicho en voz alta.
"No, no es cierto… Claro que no"
"Todo te sale bien, sobrevives, eres una heroína" se dijo de nuevo, y no pudo evitar pensar en Leclas, en todo el odio y el veneno que había salido de él.
"No, no todo me sale bien… Y me equivoco. El Aquamorpha… Si Link no hubiera aparecido, habría muerto, y todo por ir de valiente" Zelda agitó sus rizos. "Con el espejo de Devian, no la derroté, se escapó y encima me lanzó una maldición… Dejé morir a los sabios en la Torre de los Dioses"
A medida que iba enumerando sus peores logros, Zelda sentía que perdía fuerzas. Bajó la antorcha. No servía de nada, solo para verse a sí misma, recorrer estos caminos interminables. La Espada Maestra vibró, pero no le prestó atención.
– Sé que he fallado, quizá los demás no lo sepan – Zelda dijo esto en voz alta, sin importarle ya. Estaba sola en la más absoluta oscuridad –. Por eso puedo fingir que no, que puedo seguir siendo valiente… Pero en realidad no lo soy. He fracasado, muchas veces. Además… – Zelda recordó la imagen que le mostró la Saga del Fuego: la de ella misma, pequeña, vestida de verde. ¿Qué le había dicho? Que debía perdonarse por el pasado –. ¿Es esta la prueba? Dime, Espíritu de la Espada…
No obtuvo más respuesta que la misma oscuridad y el silencio. Se sentó en el suelo, agotada. ¿Cuánto tiempo llevaba andando? Puede que fueran días. Al soltar un suspiro, vio que su aliento formaba vaho. Debía de hacer mucho frío, y si seguía así, se congelaría. "Moriremos de hambre y frío, como la gente normal, ha dicho ese burro de Leclas" y por un segundo, no supo por qué, de repente le entró la risa. Había que reconocer una cosa al shariano: cuando quería, sabía hacerla reír. Eso le había dicho Nabooru. Hasta Kafei, que solía ser algo serio, era más divertido y se permitía seguir las bromas de Leclas. Zelda se puso en pie. Debía encontrarle, daba igual lo que pasara.
Vio que seguía en el calvero, en el centro mismo. Allí, cuando tomó la antorcha y la volvió a encender, vio por fin algo distinto: un pequeño estanque. Estaba congelado. Se asomó, un poco. Se vio a sí misma portando la antorcha.
– ¡No te asomes! – gritó una voz.
La de Leclas.
Estaba al otro lado del estanque, encogido. La nieve había empezado a acumularse en sus hombros y en la cabeza. La muleta que había usado estaba partida a su lado. Justo donde estaba sentado, en la superficie del estanque había una pequeña grieta, como si hubiera tratado de romperlo.
Zelda bajó la vista, y volvió a verse a sí misma, pero esta vez, lo que vio fue una especie de monstruo con trenzas rojas, ojos demoníacos, vestido con una armadura. Claro que no era ella, pero al moverse, hacía los mismos gestos. Fascinada, no podía retirar la vista: la criatura se transformó en una niña pequeña, con armas tan grandes que apenas podía levantarlas con las manos.
– Yo he visto… He visto a mi padre, y a un monstruo… que no te puedo describir. Era horrible. Merezco morir aquí, ahora mismo… – susurró Leclas.
No solo tenía nieve acumulada alrededor, además, tenía el rostro azul. Se estaba congelando. Unos minutos antes, ella misma había sentido ese frío. Las imágenes que veían eran feas, y sabía lo que le estaban mostrando: lo que ella pensaba de sí misma. Tomó aire, levantó la antorcha y dio un paso al frente. Su pie pisó la imagen de sí misma, su propio pie monstruoso reflejado. Despacio, fue avanzando, pisando su propia imagen, con la vista fija en Leclas.
– ¿Qué haces? Es una trampa, ¿no lo ves? Márchate…
– No, no pienso irme. Te necesito, Leclas. Necesitamos al Sabio del Bosque. Debemos terminar esta prueba juntos.
– Te lo he advertido, más de una vez, que esto es una trampa, ¿por qué te has metido de lleno? – Leclas volteó el rostro, para no mirar a Zelda –. No tienes ni idea, Zanahoria.
Mientras hablaban, Zelda había logrado atravesar el estanque. Se posó de nuevo sobre la nieve blanda del otro lado. Los árboles a su alrededor parecían más tenebrosos que antes, pero no les prestó atención. Se agachó al lado de Leclas, clavó la antorcha en el suelo y, con la mano libre, tocó la mejilla de su amigo. Estaba frío.
– Aun sabiendo antes que esto era una trampa, ¿crees que no hubiera seguido? Parece mentira, Leclas. Que nos conocemos. Sabes de sobra que me hubiera metido en sitios peores, como un caldero hirviendo, en una clase de matemáticas o en un baile de esos finos, con tal de ayudarte. No porque seas un sabio – dijo, interrumpiendo a Leclas que ya empezaba a formar una frase –. Porque eres mi amigo. Porque a pesar de ser un maldito cabezón, gruñón, te burlas de mí un montón, eres alguien a quien aprecio. Sin duda, mi primer amigo de verdad en este país. Ojalá hubiera estado contigo cuando te hirieron. Ese guardián habría acabado hecho trizas, te lo aseguro.
Leclas la miró, sorprendido, pero al instante bajó la vista.
– No me des coba para que te siga, Zanahoria. No te creo…
– Muy bonito, pero en fin… ¿Quieres más pruebas? Vamos a asomarnos los dos juntos, y miraremos nuestros reflejos al mismo tiempo. Estoy segura de que veremos lo que pensamos el uno del otro, de verdad – Zelda se puso en pie, tomó de nuevo la antorcha y envainó. Para esto no necesitaba luchar, debía emplear otros trucos. Alargó la mano para invitar a Leclas a levantarse.
El shariano la miró. Un pequeño montón de nieve cayó, cuando levantó por fin la cabeza y empezó a moverse. Le dolía la pierna, lo supo Zelda por la forma de inclinarse. Le agarró de la cintura y le ayudó a sostenerse. Leclas era ya más alto que ella, y además era fuerte, pero le sorprendió lo débil que estaba. Juntos, se asomaron a la vez, y, bajo la luz de la antorcha, miraron sus reflejos.
Leclas vio a una hermosa Zelda, muy alta, con un resplandor dorado. El rostro bronceado relucía de felicidad, tenía los ojos más brillantes que nunca, y además su armadura era dorada. Y Zelda vio a Leclas como un chico alto, con el pecho inundado de luz, rodeado de niños, con una sonrisa pícara, vestido de ropajes multicolores aún más ostentosos que los que solía llevar. Alrededor de él, había un aura verde, luminosa. Se le veía una gran sonrisa, y transmitía amabilidad, cariño y simpatía. Leclas se vio a sí mismo así, y, tras un segundo de vacilación, dijo:
– ¿De veras… esto es lo que ves de mí mismo? Pero yo soy…
Y el Leclas amable y divertido se transformó en un hombretón grande, con barba negra y brazos enormes, con cuernos, y ojos rojos. Zelda chasqueó los dedos frente a él y le dijo:
– Claro que sí. Al igual que este sitio refleja lo peor que pensamos de nosotros, también refleja lo que pensamos de la otra persona, en comparación con nuestros defectos. Siempre has sido más amable que yo con los más débiles. Incluso si te enfadabas, era porque pensabas primero en los niños del Bosque Perdido. Y te daba rabia. Nunca he pensado de ti que fueras como tu padre, un borracho violento y sin control – Zelda estrechó su mano con la de Leclas y apretó, para que lo sintiera –. Te necesitamos, Sabio del Bosque. No eres como Nabooru, ni Kafei, ni Saharasala, ni Link VIII ni Laruto, no lo necesitas. Eres el más amable de todos nosotros. No dejes que gane ese cabrito de Zant.
Leclas bajó la mirada. Ya no estaba su reflejo, pues se retiró un paso. Zelda vio entonces que estaba llorando.
– He sido tan… tan cruel con todos… Le dije unas cosas horribles a Link, a Maple, a Tetra… Me odian.
– Estaban muy preocupados por ti, estoy segura de que les dará una alegría tremenda verte, y tú les pedirás perdón.
– A ti te he dicho… Todo lo malo que alguna vez he pensado de ti, he sido…
Zelda no lo pudo evitar, se le escapó una carcajada.
– ¿Y cuándo te has contenido? Llevo escuchándote criticarme por ser "perfecta" desde que nos conocimos, Leclas. No es una novedad.
Nada más ver que Leclas sonreía, un resplandor verdoso rodeó al shariano. Zelda se hubiera asustado, pero Leclas no perdió la sonrisa. Cerró los ojos y cayó de rodillas. Ya no tenía nieve sobre él, y la piel parecía sonrosada como siempre. Zelda sintió la Espada Maestra en su cadera, y al tocarla, una figura apareció en mitad del estanque. Era una niña, pequeña, con el cabello rubio y vestida de verde. La miró con unos ojos también verdes, fijos en Zelda y después en Leclas. Recordó lo que le dijo Darunia en la anterior prueba, y Zelda se atrevió a decir:
– ¿Tú eres Sharia, la anterior sabia del Bosque? ¿Eres tú quién ha lanzado esta maldición? No lo parece…
– No, claro que no. Te he acompañado para ayudarte a salvar al Sabio del Bosque. Me alegra ver que has usado la razón y la sensibilidad en lugar de la violencia. Es algo propio de un sabio – la niña sonrió. Puede que tuviera aspecto de ser muy joven, pero se le notaba mucha madurez. Zelda asintió y entonces le dijo:
– ¿He pasado la prueba?
– Con nota, Zelda Esparaván. Eres una auténtica heroína. Comprendes que no siempre la pelea es la solución. Sin embargo, aún te queda romper la maldición que asola este bosque. Una criatura que controla los kulls quiere retener al Sabio del Bosque para que ese Zant pueda corromper su poder. Estás a tiempo de evitarlo, pero vas a tener que luchar.
– Ahí si puedo usar la espada, ¿no? – Zelda sonrió –. ¿Y la piedra, la de Leclas? ¿Aún no me la das?
Sharia sonrió, pero no respondió. Señaló a la oscuridad. Zelda levantó la antorcha, al mismo tiempo que Leclas se ponía en pie, mareado pero mejor. Los árboles que rodeaban el calvero habían avanzado. Estaban ya tan cerca de ellos que no dejaban ni un centímetro libre para huir del lugar. Zelda retrocedió un poco, y su pie pisó el helado estanque. Estuvo a punto de resbalar, pero mantuvo el equilibrio. Leclas se puso a su lado. A falta de arma, cogió lo que quedaba de su muleta y la levantó.
– Vienen a por nosotros…
De algún lugar, no sabían exactamente de donde, les pareció que les llegaba el sonido de una espada contra metal, y gritos de dolor. Zelda supo que era Jason, peleando solo. Le había dejado en el claro, con Liandra, y esta no sería de mucha utilidad.
– Hay que ir a ayudarles, ¿alguna idea, Zelda? – preguntó Leclas.
Estaba retrocediendo, pisando la superficie del estanque. Este ya no reflejaba nada. Zelda miró a los árboles, abajo un segundo y después a Leclas. Sonrió, y dijo:
– No te va a gustar, pero sí, tengo una idea – y, sin esperar contestación, saltó en el mismo sitio. Leclas le pidió que parara, que iban a acabar mojados en agua helada, que no era buena idea, pero Zelda insistió: saltó tres veces más. La grieta que Leclas ya había hecho antes de su llegada se hizo más grande, se dividió en una red de grietas.
Los árboles se inclinaban, despacio, con sus ramas como dedos sobre ellos, cuando de repente, el hielo se terminó por romper, solo que, en vez de caer en un estanque de agua, mojarse las rodillas y las botas, Leclas y Zelda cayeron por un agujero unos metros hacia la oscuridad.
Después de la marcha de Zelda, Jason intentó mantenerse sereno. Mantuvo el fuego, y le pidió a Liandra que descansara, que quizá al amanecer podrían encontrar a los otros dos y regresar a casa. La chica se encogió de hombros, se tendió un poco, pero no durmió. Jason no sabía qué más hacer. En su corta vida de soldado, se había encontrado con momentos en los que no podía hacer otra cosa que esperar. Haciendo guardia, solo de pie frente a la tienda del rey Link, o en la cola para conseguir su ración, o esperando instrucciones, o en sus raras horas de descanso. La verdad, es que tenía que esforzarse un poco para recordar como era su vida antes de que el grupo de sabios, el rey y Zelda llegaran a Términa después de la lucha en la Torre de los Dioses.
Tenía el recuerdo de cómo tenían que esconderse, sus hermanos y él, en un sótano los días que la guardia venía a recaudar impuestos. Su madre había llegado a fingir que estaba muy enferma, con pústulas, para que no se acercaran a ella en las épocas que estaba embarazada. Cuando Jason pudo creció bastante para aparentar tener más años, fue contratado por un vecino pudiente como mozo de cuadra, a él y a más niños de la ciudad. Las chicas iban a todas al templo, y fingían que eran novicias. El alcalde tenía amigos en la corte, y era raro que les hicieran una inspección sorpresa. Poco a poco, habían sobrevivido.
Recordó a sus pobres hermanitos, lo tristes que estaban. Había dejado a Maruk como el hermano mayor. En el banco de Términa le adelantaron un año de paga, a cargo de su salario como soldado. No pasarían necesidades en una temporada, aunque Términa estaba destruida, pero ya no tenían que esconderse y seguía siendo buenos vecinos entre ellos. Aun así, si él fallecía en ese bosque oscuro, ellos tendrían que pagar el préstamo. Este pensamiento tan materialista le hizo ponerse en pie.
Como si el temor de lo que podría significar su muerte a sus hermanitos conjurara un monstruo, Jason escuchó sonidos en el claro: no eran pasos ni voces humanas, sino algo parecido a la madera crujiendo, cuando se dilata tras un día de humedad y después calor. No era el único en escucharlo, Liandra se puso en pie de inmediato. Abrigada con la capa de su primo, tomó lo único que tenía a mano, una rama de árbol que iba a servir para alimentar el fuego.
En el bolsillo de su túnica de soldado, tenía los dos frascos. Tomó el de semillas de ámbar, sin mirar, y lo abrió para coger un par de semillas. Durante el entrenamiento en Términa, durante el verano, Zelda les había explicado su origen, usos y los mejores métodos para usarlas en una batalla. La chica les había hablado de que, antes, ella tenía más variedad: picademonios, apestosas, y unas que ella llamaba "misteriosas" y que sus funciones eran imprevisibles. Se había alegrado, dijo, de no tenerlas, porque los chicos de Términa, en cuanto tuvieron su propio frasco de semillas, las desperdiciaron muy rápido. Jason fue obediente, pero sus hermanos no, y había perdido su frasco de semillas ámbar el primer día. No había vuelto a tener ocasión de usarlas…
Apuntó con una a un lado, hacia un montón de leña que había acumulado, y la otra hacia un árbol, pensando en que, si iluminaba más el claro, podría ver al enemigo con mayor claridad. Eso hizo, solo que la semilla que lanzó la primera era de luz, y la segunda también. Se produjo un chispazo, y Jason y Liandra se quedaron cegados por la luz. Solo un segundo, Jason había llegado a ver unos rostros en la oscuridad, los de esas criaturas que Leclas había llamado Kull.
Había como diez rodeando a la pareja.
El destello le había dejado ciego. Ordenó a Liandra que se agachara junto al altar y que no se moviera. Parpadeó, tratando de despejar la vista y dejar atrás las estrellitas de luz que seguía viendo. El sonido de crujidos estaba tan cerca que supo que tenía ya uno pegado a su lado. A Zelda la había aprisionado y tratado de asfixiarla. Por eso, Jason se dobló, alargó la mano con la espada y lanzó un ataque circular, con toda la fuerza que pudo. Ahora ya podía ver, y supo que al menos se quitó de encima a los tres que le rodeaban de frente, a la izquierda y a la derecha. A girar, se quedó frente al que intentaba atacarle por la espalda. No tuvo que luchar contra él, porque Liandra, de pie en el altar, le asestó un golpe con la rama.
Seguían llegando más y más. Jason los mantenía a raya. Acabó con la espalda contra la de Liandra, mientras la chica usaba la rama para mantenerlos alejados, Jason intentaba derribarlos. Puede que, con un buen tajo, se desarmaran, pero enseguida seguían apareciendo, más y más. Fue Liandra la que dijo:
– ¡Se levantan otra vez!
Sí, era cierto. Por cada dos que Jason derribaba, uno nuevo volvía a surgir, con más brazos, piernas y cabezas. Y si derribaba uno de estos, se ensamblaba con otro para crear un kull más grande, y más difícil de derrotar. Hubo un momento en el que Jason, que tenía gotas de sudor helado corriendo por su cara, se encontró cara a cara con un kull gigantesco, una especie de kull más parecido a una criatura como un ciempiés que a una marioneta. Se movía igual, pero tenía más brazos y piernas para golpear. Fue entonces que Jason, tratando de mantener a Liandra a salvo, se interpuso y se llevó por ello un fuerte guantazo, que le lanzó unos metros lejos de la chica.
Antes había sido la vista, ahora era el oído: solo podía escuchar una sirena, un pitido interminable, como cuando enfermó de otitis. Sacudió la cabeza y trató de levantarse todo lo rápido que podía, porque escuchó gritar a Liandra. El Kull gigante ya estaba sobre ella, levantando sus brazos. Incluso en la distancia en la que estaba, Jason vio que el rostro de esta criatura tenía miles de dientes, todos puntiagudos.
Corrió. Era alguien muy veloz. Había sido una cualidad por la que había resultado encontrar trabajo en Términa: podía correr a grandes velocidades, incluso cargado con paquetes o cubos de agua, y además llegar en un suspiro. Su padre le había puesto el mote de Piesdefuego por eso, y Jason lo había conservado como su apellido. Retiró a Liandra, agarrándola de la capa de Leclas y la arrojó al suelo, al mismo tiempo que él se puso en medio otra vez. Había perdido la espada, solo le quedaba el frasco de semillas ámbar, que lanzó al rostro de la criatura.
Ocurrieron varias cosas a la vez. Se escuchó un crujido, de algún lugar por encima de sus cabezas. Las semillas ámbar se estrellaron contra el rostro del kull gigante, y este entrecerró sus diez ojos azules y rojos. Dos figuras descendieron del cielo, en mitad de la oscuridad. Una de ellas llevaba una espada rota, que levantó por encima de su cabeza y, con un grito, aterrizó en el suelo. L otra persona cayó a plomo, y Jason solo tuvo tiempo de alargar los brazos y pillarla, antes de que se hiciera daño. Resultó que era Leclas.
La otra era Zelda, y su espada, de algún modo, había partido en dos el cuello del kull. La gran cabeza rodó por el suelo, emitió un siseo y se esfumó en el aire, dejando una nube oscura. Jason sonrió, y sintió a su lado a Liandra suspirar de alivio.
– ¿Te importaría bajarme, atontado? – le espetó Leclas. Jason obedeció inmediatamente.
– Disculpe, Maese Leclas.
El sabio le miró de reojo, soltó algo parecido a un bufido, pero luego dijo:
– No, discúlpame tú. Gracias por evitar que me partiera la crisma – Leclas añadió después: –. Me puedes llamar por el nombre, y tratarme de tú, que no soy un maldito noble, contra…
Zelda se acercó a ellos. Preguntó si estaban bien, con especial atención a Leclas, que le dijo que cómo sabía que iban a caer al claro, y ella le contestó que fue pura intuición. Jason miró hacia la espada que llevaba desenvainada: la empuñadura azul era inconfundible, era la Espada Maestra. Había pensado que Zelda solo la usaba para casos de urgencia, porque normalmente usaba la otra, la de la empuñadura dorada. Comprendió en ese momento por qué: la hoja estaba partida, no quedaba nada más que un pequeño fragmento. Zelda se dio cuenta que el chico se había dado cuenta, y la guardó de nuevo en la falsa vaina que usaba para aparentar que seguía teniendo esa espada.
Liandra no se había dado cuenta. Había abrazado a su primo, y le estaba diciendo algo que solo Leclas escuchó. Este la retiró despacio, le tocó la cabeza y le dijo:
– ¿Qué vas a tener que pedir perdón tú? No has hecho nada malo, no lo olvides. Ya saldremos de aquí y me disculparé con tu madre.
Zelda le dio una patada a resto de kull.
– Bien, si podemos continuar, vamos ya. Esta noche no parece tener fin, pero hay que salir de este bosque.
– ¿Creéis que al haber derrotado al kull ya estamos libres? – preguntó Jason.
Vio que los otros dos se miraban. Leclas negó con la cabeza, y Zelda solo dijo "aficionados" poniendo los ojos en blanco. A Leclas se le escapó una risotada, pero enseguida la reprimió. Le parecía estupendo que los dos hubieran hecho las paces, pero ¿era necesario burlarse así de él? Jason esperó a que le dijeran algo.
– Esta cosa no es la que ha creado la maldición o la trampa en la que estamos. Nos vendría bien Link, con la Lente de la Verdad ya estaría buscando pistas… – dijo Zelda.
– ¿Todo esto no te resulta familiar? ¿Y si se trata de otro gran Poe, como el del Bosque Perdido o el del templo ese en el pueblo de Reizar? Son criaturas capaces de crear este tipo de oscuridad, ¿no te parece?
Zelda sonrió.
– Además, puede crear ilusiones muy buenas, usando lo que pensamos. Puede… Pero no sé, Zant no parece ser muy amigo de usar criaturas sobrenaturales. Hasta ahora, me he enfrentado con seres grandes, pero parecían mecánicos, como esta cosa – y le dio una patada a un resto del kull –. Son preguntas que quizá debamos hacernos con Link y el resto de los sabios. Si creemos que es un poe, ¿dónde crees que estará?
– Con lo cobardes que son, seguro que metido en lo más hondo del bosque, para evitar que le pillemos – Leclas miró alrededor. Al instante, frunció el ceño. Zelda parecía más bien sorprendida, pero Jason no entendía qué les parecía tan interesante. La chica pelirroja preguntó si escuchaba algo, a lo que Jason negó con la cabeza.
Para sorpresa de Jason y de Liandra, Zelda empezó a tararear una tonada. Leclas asintió y dijo que era lo mismo que escuchaba él. Señaló al camino de la derecha y entonces dijo una frase que sonó muy extraña a los otros dos:
– Sharia nos está guiando…
– ¿El pueblo? – preguntó Jason.
– No, claro que no – Leclas le miró y preguntó entonces a Zelda –. ¿Qué hacemos con ellos?
– Se vienen con nosotros. A Jason le necesitamos si hay que luchar más, y Liandra es muy joven, pero algo podrá hacer – Zelda tomó la ballesta que llevaba colgada a la espalda. Se la dio a la chica, junto con un hatillo de flechas pequeñas. Jason recuperó su espada, sin decir nada, pero algo molesto porque hablaban de ellos como si fueran una carga.
La chica sonrió, aceptó la ballesta y no dijo nada. Zelda les dijo que debían seguirla, que iban a seguir la música que supuestamente ella y Leclas escuchaban. Caminaron obedientemente, Jason cerrando la marcha aunque, según recordaba de las lecciones del entrenamiento, el que llevaba el arma de largo alcance debía ser el último. Liandra dio un paso más lento para ponerse casi a su lado, y entonces le preguntó, en voz muy baja:
– Oye, Jason, ¿sabes cómo funciona esto?
Por un segundo, dudó entre enfadarse con Zelda, sorprenderse de que la chica no supiera ni siquiera que era una ballesta o reír. Se quedó a medio camino de las tres opciones, y sonrió. Le dio un par de instrucciones, como que debía apuntar con la flecha, y también que la sujetara con las dos manos, que podía fallar el tiro si no. También que debía mantenerse alejada si los atacaban de nuevo, porque, aunque podía disparar flechas, tenía que recargar en cada disparo, y por tanto era vulnerable en ese momento.
– No te alejes mucho de mí, por si acaso. Yo trataré de ayudarte.
– Gracias, Jason, eres un buen soldado – la chica sonrió.
– Y tú muy valiente, gracias también.
Siguieron avanzando. En un momento determinado, Zelda, que había visto a los otros dos hablando, le susurró a Leclas:
– ¿Tú crees que esos dos…?
– Pues que ni se le ocurra… – Leclas frunció el ceño –. Su padre es una bestia parda, más que el morlaco del señor Ingo. No tendrá Hyrule suficiente para escapar.
Zelda sonrió. Maple le contó que, cuando ella y Kafei se dieron cuenta de que estaban enamorados, tenían que ser discretos, porque el señor Ingo amenazaba a todo chico que se acercaba a Maple, y Kafei, al ser su mozo, podría acabar en la calle. ¿Eran todos los padres así? Zelda se sorprendió pensando qué habría pensado su padre cuando, al principio del verano, le escribió para contarle la situación en Términa y también que Link y ella… Bien, que eran ya novios oficiales. No había recibido respuesta de él, pero era normal. El viaje en barco a Lynn llevaba semanas, y si había tantos problemas en todas partes, puede que ni siquiera le llegara su carta. ¿La gerudo que le pidió la caracola le dijo algo? No lo creía.
Al menos, esta vez no regresaron al claro. Seguían caminando en la oscuridad, sin más. En un momento, como ella iba la primera, se dio cuenta que el terreno congelado tenía un poco más de barro. Estaban llegando a algún tipo de río o riachuelo, y así lo dijo. Se detuvo en seco, al ver que no podía avanzar más: había una especie de lago. Levantó la antorcha, y miró la superficie del agua, con cierto recelo. Solo se vio a sí misma, normal, con Leclas al lado.
– La música se ha detenido – dijo Leclas.
Sharia los había llevado hasta allí, pero con tanta oscuridad era imposible saber qué esperaba que hicieran allí. Zelda movió la antorcha, caminó hasta un árbol que estaba cerca de la orilla y, tras murmurar que lo sentía mucho, le prendió fuego. Para ayudar a mantener el fuego, echó una semilla de ámbar, y se apartó un poco. Ahora, la hoguera iluminaba el lugar donde estaban: un claro, despejado, sin restos de ruinas ni caminos. Por encima de ellos, brillaba una gran luna llena. Una vez sus ojos se iban a acostumbrando, Zelda tuvo la sensación de que el mundo era gris y azul, como le pasó en la primera arca que subió.
– Hemos llegado. Tened cuidado… – le dio tiempo a decir, antes de que las aguas empezaran a agitarse. El grupo retrocedió para dejar paso a una enorme bestia.
Había tenido razón Zelda al hablar de que Zant prefería criaturas mecánicas. Esta parecía una mezcla de un guardián, con su mismo ojo fijo de color azul, y los tentáculos largos y con garras puntiagudas. Sin embargo, debajo del cuerpo metálico, se veía una forma amorfa, una especie de criatura casi transparente. En un lugar, en el centro de su cuerpo, Zelda vio una familiar luz. La del farol de un poe.
Los dos habían tenido razón.
Los tentáculos empezaron a descender sobre ellos. Leclas dio un paso atrás, y lo esquivó, pero no podía correr como los otros tres, no sin que le doliera más la pierna. Su prima entonces se puso a su lado y apuntó con la ballesta hacia el ojo. Por desgracia, aunque apuntó bien, la criatura estaba a cierta distancia. No logró dañarla, y la flecha cayó al agua. Zelda usó la espada de Gadia, pero sintió en su cadera la familiar vibración de la Espada Maestra. "¿Vas a ayudarme, verdad, Espíritu?"
Tomó la espada de Gadia, la desenvainó y la lanzó hacia Leclas. Este la cogió con sorpresa, pero no le dio tiempo a preguntar. Cuando un tentáculo se abalanzó sobre Liandra y él, solo pudo lanzar un tajo y cortar una parte. Jason lo sostuvo a tiempo con su espada y escudo. Pidió a Liandra que se quedara detrás.
Zelda estaba al otro lado. Ella saltaba, esquivaba y cortaba tentáculos usando la Espada Maestra. Al desenvainarla, vio que su hoja era ahora azul, igual de larga. Pensó que se parecía a las extrañas armas que llevaba Kandra Valkerion, el bastón que se transformaba en una espada, un hacha y un puñal de luz. De hecho, no sentía el familiar peso de la Espada Maestra. Esquivó a duras penas, atacó y pensó que esa criatura, un supuesto Gran Poe con casco de metal, debía de tener un farol con su alma.
– ¡Liandra! Dispara al centro, a su pecho – ordenó, gritando por encima del sonido de la lucha.
– Estoy muy lejos, no llego… – dijo la muchacha. Solo la escucharon Jason y Leclas.
– Dame la ballesta a mí, y escóndete – le pidió Leclas.
– Tampoco podrías llegar, sigue estando muy lejos – respondió Jason en lugar de Liandra. Se puso de lado para esquivar otro tentáculo, y aprovechó para cortar desde arriba, con toda la fuerza de sus brazos –. Necesitamos algo que nos haga volar, o nadar, una barca, un pelícaro o un orni…
Cuatro tentáculos salieron despedidos de debajo del agua. Jason tuvo el reflejo de esquivar uno, y agarrar a Liandra del brazo para ayudarla. Leclas sintió que le golpeaba por la espalda, pero al caer al suelo, en cierto modo evitó que le hiciera más daño. Sin embargo, al otro lado, fue testigo de que uno de esos tentáculos había sujetado a Zelda del tobillo. Tiró de ella, la derribó y todos vieron como hundía a la primer caballero en las heladas aguas. El Gran Poe soltó algo parecido a una risita.
"No, Zelda se liberará, ella sola… Estoy seguro" pensó Leclas, poniéndose en pie. Tuvo que agacharse otra vez porque volvió a salir un tentáculo, pero pudo rodar, y alejarse de él. La superficie del lago estaba quieta, solo interrumpida por los tentáculos que salían y también por unas pequeñas burbujas plateadas. Las soltaba Zelda, al tratar de luchar abajo. El aire que se estaba escapando, y que cada vez era menor… "No, no… No, ella no…" Lecla se puso en pie.
Apretó los puños, dejó caer la espada, y miró hacia esas aguas. ¿Qué había dicho Jason que necesitaban? Una barca, o algo que volara. Sea lo que sea, debía construirlo en pocos minutos. ¿Era eso posible? Parpadeó. Delante de él vio a la niña que se había presentado como la sabia del Bosque. No recordaba su conversación con ella, pero no hacía falta. Supo que estaba allí para enseñarle el camino. Le tendió un objeto, Leclas lo tomó: era una piedra de color verde, con forma de coma, como las que le enseñó a usar Saharasala en sus lecciones de escritura y lectura. Al cerrar los dedos sobre la piedra, Leclas vio con claridad, por fin, todo lo que le rodeaba. Vio los árboles, y uno de ellos era más bajo y ancho. Le serviría. Ocurría todo muy despacio en su cabeza, pero en el mundo real, fueron unos segundos. Jason y Liandra vieron de repente que un árbol se movía solo, se quedaba suspendido en el aire, y se dividía en dos hasta convertirse en una plancha. Descendió hasta la orilla y entonces Leclas dijo a Liandra:
– Sube. Te acercaré todo lo que pueda, cuando lo tengas a tiro, dispara sin vacilar – y la chica obedeció a su primo, aunque todo aquello empezara a ser igual que una pesadilla o un loco sueño. Jason también subió. El Gran Poe estaba lanzando más de sus tentáculos, dirigidos contra la barca. Gracias a Jason, no logró dañar a Liandra.
En la mente de Leclas, donde todo iba lento, se formó una especie de abanico con muchas aspas, que colocó en la parte de atrás de la balsa. Había visto esas cosas en el interior de un guardián, y se había preguntado si era para moverse o para tener aire dentro. Sea como fuera, las aspas sirvieron para hacer mover la barca, a gran velocidad.
Mientras, en el lugar de donde salían las burbujas de aire, apareció un rayo de color azul, y una figura emergió casi de un salto del agua, impulsada por una explosión que tuvo lugar debajo. Empapada, Zelda vio en esos escasos segundos como Liandra apuntaba con la ballesta y su flecha esta vez llegaba al corazón del Gran Poe. Este empezó a temblar, los tentáculos se agitaron en el aire y vio que el rostro del Poe se fijaba en Zelda. No había tenido ocasión de ver las caras de estos seres, pero con este tuvo claro que tenía una calavera, debajo del casco, y sus ojos, los verdaderos, la miraron con algo parecido al dolor. Zelda alzó la Espada Maestra y lanzó un tajo en vertical, y al hacerlo tuvo la sensación extraña de que había ejecutado a una pobre criatura, que se había dejado vencer.
La oscuridad del bosque se disolvió mientras el cuerpo de la criatura desaparecía, dejando detrás las partes mecánicas. La balsa donde estaban Jason y Liandra se detuvo, y Leclas, en la orilla, susurró gracias a Sharia. Esta asintió y le dijo:
– Bienvenido a tu poder de sabio, Leclas. Enhorabuena.
