Descargo de responsabilidad: Twilight y todos sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, esta espectacular historia es de fanficsR4nerds, yo solamente la traduzco al español con permiso de la autora. ¡Muchas gracias, Ariel, por permitirme traducir al español esta historia XOXO!

Disclaimer: Twilight and all its characters belong to Stephenie Meyer, this spectacular story was written by fanficsR4nerds, I only translate it into Spanish with the author's permission. Thank you so much, Ariel, for allowing me to translate this story into Spanish XOXO!


No encuentro palabras para agradecer el apoyo y ayuda que recibo de Larosaderosas y Sullyfunes01 para que estas traducciones sean coherentes. Sin embargo, todos los errores son míos.


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Se despertaban antes que el sol.

Ambos tenían una fuerte ética en su trabajo, y rara vez se permitían holgazanear.

Ella empezó encargándose del fuego, dándole vida mientras preparaba la comida de la mañana. Él empezó por el establo, revisando al caballo y a la cabra antes de ocuparse del pequeño gallinero que tenían. Cuando hubo ordeñado a la cabra -que seguiría produciendo leche hasta la primavera, si tenían suerte- y recogido todos los huevos, regresó a la casa. Su mujer tenía gachas de avena hirviendo y él le entregó la leche y los huevos, contento de tener algo tan resistente con qué cocinar.

Volvió a salir mientras ella seguía trabajando, llevando consigo a Bear a los bordes del bosque para revisar sus trampas. Las ponía cada pocos días para tener carne fresca. Era suficiente para ellos.

Una de sus trampas atrapó un conejo, y él lo recogió antes de emprender el camino de vuelta a casa. La comida estaba lista cuando regresó, y se deleitó con las bayas frescas que pudo mezclar con ellas.

Se sentaron y comieron, hablando del trabajo que tenían por delante: él tenía un ataúd en el que casi había terminado de trabajar, y ella tenía que hacer un viaje al pueblo por algunas provisiones.

Él comió dos tazones de avena, y no fue hasta que casi había terminado con el segundo que se dio cuenta de que ella comía despacio, sorbiendo su té de menta con una mirada lejana en los ojos.

—¿Amor mío?—, preguntó, tendiéndole la mano. Ella parpadeó y sus ojos se enfocaron en su rostro. —¿Qué te preocupa?

Ella sonrió, moviendo la cabeza como si intentara interrumpir sus pensamientos. —Hay mucho que hacer antes de que cambie el tiempo—, dijo lentamente. —Estoy intentando recordarlo todo.

Él asintió, sus dedos callosos frotando el dorso de su mano. —¿Qué puedo hacer?

Ella le miró fijamente, con la palma de la mano bajo la suya para aferrarse a él. —Hay que llenar el leñero y comprobar el pienso de los animales.

Él asintió mientras ella empezaba a enumerar las tareas. Se maravilló de cómo podía retenerlas todas en su cabeza sin esfuerzo. —Ya casi he terminado con el ataúd—, dijo levantando la mano de ella para besarle los nudillos. —Cuando termine, empezaré a trabajar en estas tareas.

...

El pueblo en el que vivían era pequeño, pero había sido su hogar toda la vida. Todos la conocían cuando hacía el trayecto hasta el pueblo, y se detenía a hablar con varias personas, feliz de pasar el tiempo con ellas. Amaba el aislamiento de su cabaña, pero también disfrutaba conversando con viejos amigos de vez en cuando.

Su primera parada fue en la botica. Cultivaba la mayor parte de lo que necesitaba, pero algunas plantas estaban fuera de su alcance. Era caro comprarlas, pero eran necesarias para mantener la salud.

La campanilla sobre la puerta tintineó ligeramente cuando entró en la botica. El viejo y familiar lugar olía a hierbas, especias y cera de abejas. El aire era polvoriento y las ganas de estornudar se apoderaban de cualquiera que entrara por la puerta. Bella amaba la tienda, a pesar del aire viciado de su interior. Le encantaba mirar los frascos de ámbar que se alineaban en los estantes, le encantaba oler las plantas, algunas extrañas y otras tan familiares.

El boticario era un hombre alto y elegante, de piel oscura como la noche y sonrisa brillante como el sol. Adoraba a monsieur Laurent, que era casi el único hombre del pueblo que le hablaba de igual a igual.

Cuando la puerta se cerró tras ella, haciendo sonar de nuevo la campanilla, monsieur Laurent se volvió y su brillante sonrisa la llenó de satisfacción. —Señora Bella—, saludó, con un tono rico y cálido. —Es un placer verla en el pueblo.

Ella se acercó al mostrador, con una sonrisa fácil y genuina. —Monsieur Laurent, me alegro de verte, amigo mío.

Monsieur Laurent se inclinó sobre el mostrador, sus ojos oscuros brillaban de alegría. —¿Cómo has estado, chérie?

Bella se pasó una mano por delante. —Muy bien—, dijo, y los movimientos de su mano expresaron mucho más que sus palabras.

Él sonrió con complicidad. —¿Más jengibre?—, preguntó, apartándose del mostrador.

Ella asintió. —Sí, por favor.

Se colocó detrás del mostrador y recogió la raíz para ella. Miró por encima del hombro y entrecerró ligeramente los ojos. —¿Puedo recomendarle algunas hierbas más?

Ella le hizo un gesto para que continuara y él dejó la raíz de jengibre sobre el mostrador antes de cruzar la tienda. Volvió con un tarro de cristal lleno de polvo verde. —Viene de África—, le dijo, poniéndole el tarro delante. —La llaman Moringa—. Hizo una pausa y golpeó el tarro. —Es bueno para mantener la salud durante el invierno.

Ella lo miró. —Nunca había oído hablar de ella—, dijo lentamente. Lo vio asentir con el rabillo del ojo. —¿Es segura?

Había oído hablar de hierbas procedentes de tierras lejanas, que pregonaban sus asombrosas habilidades sólo para matar inevitablemente a quienes las usaban. Era precavida con todo lo que no pudiera cultivar ella misma.

Oui, chérie. Yo mismo la he tomado—. Volvió a golpear el frasco. —Es una buena planta. Bonne énergie.

—De acuerdo—, aceptó ella. —Llevaré un poco.

Magnifique—, dijo él, recogiendo el tarro. —¿Algo más?

Ella negó con la cabeza y él se puso a preparar su pedido. —¿Qué tal ha dormido tu esposo?—, le preguntó, mirándola por encima del hombro.

Ella asintió. —Mejor, ahora que ya no está herido—. El fabricante de ataúdes se había roto los huesos de la mano izquierda hacía unos meses, y no había sido el dolor lo que le había mantenido despierto por la noche, sino su pura inquietud. Necesitaba tallar, trabajar la madera. Era su vocación.

Monsieur Laurent asintió mientras continuaba alistando su pedido. —Son buenas noticias—, convino. La miró. —¿Y tu sueño, chérie?

Ella dudó. No había dormido bien las últimas semanas, pero estaba segura de que el nuevo proyecto del Sr. Reynolds la ayudaría a tranquilizarse. —Mejorará—, dijo definitivamente.

Monsieur Laurent sonrió mientras servía. —Sin duda—. Se rio entre dientes. —El insomnio se doblega ante una dama con tanta fuerza de voluntad como tú.

Ella sonrió. Terminó su pedido y lo llevó al mostrador, poniéndolo delante de ella. —Anoche soñé contigo y con tu esposo—, le dijo, y un recuerdo iluminó sus ojos. —Él estaba en un campo, envuelto en la niebla. Tú estabas apartada de él, con una antorcha en las manos, gritando su nombre—. Hizo una pausa, sus ojos se desenfocaron de ella mientras buscaba su recuerdo. —Un viejo árbol de tejo se interponía entre ustedes dos, sus bayas rojas tan brillantes como la sangre sobre la nieve.

Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. —¿Qué pasó?

Él la miró, parpadeando de vuelta al presente, y luego sonrió, con sus brillantes dientes reluciéndole. —Le prendiste fuego al árbol con la antorcha, lo quemaste. A la luz de las llamas, encontraste a tu esposo.

Ella sonrió. —No hay nada que no quemaría para encontrarlo—, aceptó en voz baja.

Él rio, y el sonido fue rico y profundo, como las olas bañando una orilla rocosa. —De eso, chérie, no tengo duda.