Tentempié


Si uno se infiltraba confiado y en sofisticada cautela, poco a poco la sociedad disminuía el espesor para aproximarse a las mesas con menos sillas, las de adelante, aquellas cuyos apellidos asignados hacían mayor la imposibilidad de acercarse tanto. Después de un par de horas bien aprovechadas en el codeo opulento, la reportera logró la sonrisa más inofensiva para que el mesero que ofrecía champagne la dirigiera al cuarto de baño del área exclusiva. El pasillo opuesto a esa zona era la única alternativa de escape cuando vio a la emblemática pareja escabullirse de la fiesta hacía media hora, pero de los accesos bloqueados la opción última se trataba de una puerta de servicio que conducía a la azotea. A menos que en alguno de esos asedios se hubiere trasladado al director general del Grupo ShinHwa y a su esposa para librarse ante algún asunto de urgencia, ellos estarían en la azotea esperando algún helicóptero quizás, y frente a la incógnita del motivo cualquier murmuración resultaría exquisita para una nota de último minuto en su reporte.

Llegó hasta el último descanso de las escaleras sin riesgo de ser acorralada. No se escuchaban hélices y, sin embargo, la bruma otoñal no tenía la furia necesaria para impedir un gorgoteo indescifrable muy cerca de la puerta hacia el exterior. Sólo esa evidencia indicaba que allí podría haber alguien, eso y los un par de pequeñas cajas recién destrozadas al pie del portón. La luz blanca del interior se debilitaba apenas un par de metros hacia afuera, y aunque la brillantez citadina alumbraba el espacio, el reflejo más próximo era una especie de halo rojizo encima de alguna base.

—Sólo a ti se te ocurre hacer un gasto tan innecesario por un antojo de último minuto —se escuchó refunfuñar una voz femenina—. La cena estaba bien.

—Sólo a tú podrías quejarte con tanta tacañería a estas alturas de nuestra vida —contrarrestó el hombre, con cierta simpatía en el acento—. Además, ¿no fuiste tú quien quiso su café de treinta mil wons?

—Y ¿por qué te lo estás bebiendo todo tú? ¿Eh?

Entonces la reportera descendió la mirada hacia las cajas. Se trataba del empaque nuevo de una parrilla portátil y una pequeña cacerola. Se preguntó de repente si las personas afuera no eran más bien empleados gozando el receso, a juzgar también por la infantilidad de sus voces. De pronto, el ruido de unas bolsas y algunos crujidos sobresalieron.

—Oye, espera... ¡Joon-pyo, odio que hagas eso! —la reportera se apretujó en la esquina al escuchar cómo la mujer gritó ese nombre— ¡Te dije que esperaras un par de minutos más! Eso es asqueroso...

—Así también sabe bueno —respondió el aludido al masticar algo sonoramente crujiente—. Déjame en paz. Tengo hambre.

La infiltrada lo dudó unos segundos. Pese a haber escuchado en plena claridad el mote del egregio director general del Grupo ShinHwa, aquella voz no se asemejaba al timbre augusto y sereno de los comerciales y que algunas horas atrás había expresado tan soberbio discurso en la cena de gala. El diminuto espejo de su cosmetiquera fue extendido al exterior para corroborar con sigilo que el adónico perfil entre la nocturnidad era del venerable antedicho, así como la violácea seda derramada sobre el piso y a la diestra era el halagador vestido de su esposa.

Era de no creerse. Se rumoreó que no se trataba de una pareja convencional, pero imaginar uno de los pares de cónyuges más influyentes del mercado internacional sentados en el piso de una azotea y cocinando improvisadamente un cada vez más fragante ramen, superaba toda creatividad. El celo público durante la gradual integración del matrimonio en la alta sociedad decaería ante un magnate comiendo ramen crudo y su esposa dando grotescos manotazos; no obstante, algo muy pulcro había en la escena, de suerte casi redentora, natural como jamás en las pocas fotografías de portada se adivinaría. Tenía sentido si uno lo apreciaba con apta quietud, pues ante la sobriedad casi tenebrosa que aquella familia, el íntimo alboroto era más congruente con unos jóvenes que no entraban aún a los treinta años.

—La verdad —comenzó a decir el hombre luego de un suspiro— sabe mejor recién salido de la máquina. Demoraron mucho para traerlo.

—No me digas que tu próximo capricho será llevar una máquina expendedora a donde quiera que vayamos.

—No —respondió el director general, con la boca llena del ramen que ya se servían desde la tapa de la cacerola—. Sabes que son de las pocas cosas que aún podemos hacer de manera normal. No lo sustituiría, pero la próxima vez iremos nosotros mismos.

Eso era suficiente para la reportera. No valía la pena restarles también el privilegio de la privacidad, del ramen instantáneo, del café de máquina y de la travesura veinteañera. Seguro que de vuelta en la ceremonia escucharía conversaciones más provechosas.


No sé si todavía exista gente leyendo por aquí, pero quedarme esto para mí solita no es tan divertido. Si hay alguien allí, ojalá disfruten conmigo.