Capítulo 8
—Una vez más, Maria.
—Ya lo he repetido cinco veces.
—Pues ahora serán seis —unos ojos escondidos detrás de unos lentes viejos me observaron con severidad ante mi réplica.
Con un pesado suspiro agarré el libro que había dejado en la mesa y lo levanté a la altura de mis ojos. Empecé a leer desde el principio, pero esa vez un poco más sosegada y con más cuidado que la última. No quería tener que volver a repetirlo.
—Mucho mejor —al terminar, la señorita Heliotrope se mostró más satisfecha—. Si le hubieras puesto el mismo empeño la primera vez, no habrías tenido que volver a leerlo.
—Creo que lo que quiere decir es que lo ha hecho estupendamente —el mayordomo que se encontraba arreglando en silencio las flores de uno de los jarrones, habló desde la esquina. Le sonreí agradecida por el apoyo.
—Digweed —el hombre saltó al oír su llamado malhumorado, tornando hacia ella despacio—. ¿Qué haces merodeando silencioso como una sombra?
—Estoy arreglando un poco la casa antes de ir al pueblo.
—¿Y a qué esperas?
—Iba a aguardar a que terminara la lección porque tenía que consultarle un par de cosas, señorita —se quitó el sombrero torpemente, rascando la coronilla.
—Bueno, ¿y de qué se trata? —alzó una ceja con interés. Lo observé detenidamente. Se mostraba nervioso, como si le diera apuro de alguna manera lo que fuese a decirle. Ella quería mantenerse serena pero sabía que ese comportamiento aparentemente correcto y algo frío era solo una fachada que escondía lo que verdaderamente sentía. Así que opté por hacerles un favor a ambos.
—Señorita Heliotrope —levantó su vista hacia mí, rompiendo el contacto visual con el hombre. Podía ver un ligero sonrojo en sus mejillas—. ¿Hemos terminado por hoy? —miró su reloj asintiendo lentamente—. Si quiere, puedo ir yo al pueblo, así pueden hablar largo y tendido —le eché una rápida e inocente mirada a los dos. Se quedaron callados por un momento.
—Me haría un gran favor, señorita —corroboró Digweed. La mujer se lo pensó por un momento, no pareciendo muy convencida pero finalmente desistió.
—Hoy has trabajado muy bien, te mereces despejarte un rato —amplié mi sonrisa y me giré contenta hacia la puerta para marcharme.
—La lista está en el mueble de la entrada —me dijo al pasar por su lado. Eché un ligero vistazo al estudio para ver que se sentaba en la silla que había dejado vacía a su lado. Una tenue sonrisa apareció en el rostro de la señorita a medida que el mayordomo le hablaba de algo que no pude escuchar desde allí. Era normal que quisieran tomarse su tiempo. Bien dicen que las cosas de palacio van despacio. Lo que fuese que quisieran hacer, bien estaba. Se notaba que se querían.
Los prejuicios de la sociedad le habían pesado demasiado a la mujer ya entrada en edad. Nunca había contraído nupcias o tenido la presencia de pretendientes en Londres. Se tuvo que ocupar de mí y me dedicó sus mejores años. A veces me sentía culpable por haber sido una de las causas que le impidieron vivir su vida. Recuerdo una charla cuando era más pequeña y mi padre estaba fuera de casa en alguno de sus múltiples viajes.
—Señorita Heliotrope —sabía que tenía su atención puesta en mí, aunque yo estuviese ocupada jugueteando con el dobladillo de mi vestido—, si tuviese oportunidad de cambiar algo de su vida, ¿lo haría?
La mujer pareció pensarlo por un momento, dejando que mi imaginación volara con la posible respuesta. Seguro que sí. ¿Quién querría pasar el resto de su vida cuidando de una niña que ni siquiera es suya? Aunque mi padre le pagara bien, no compensaba el sacrificio.
—¿A qué viene esa pregunta, querida?
—Creo que ha tenido que renunciar a muchas cosas por estar todo el tiempo conmigo —seguía cabizbaja. El silencio volvió a reinar en la sala, tan solo aligerado por el sonido del crepitar del fuego en la chimenea.
—A veces, las cosas en la vida pasan así, de sopetón —se centró en su bordado, terminando de dar las últimas puntadas a la flor azul que estaba cosiendo—. No te las esperas ni te las imaginas, como lo que le pasó a tu madre —su voz destilaba tristeza—. Fue como la hermana que nunca tuve y siempre estaré agradecida por todo lo que hizo por mí —alzó la vista para sonreír en mi dirección. Sus ojos brillaban con orgullo y cariño—. No es que haya tenido la mejor de las suertes en la vida, pero estoy muy feliz de que tu madre confiara en mí para cuidar de ti si a ella le ocurría algo durante el parto. Eras tan pequeñita… —alcanzó mi mano y me miró con inquebrantable firmeza—. Y no. No cambiaría nada. Podré no haber tenido muchos pretendientes o amores, pero eso no se compara, ni por asomo, a la dicha que sentí cuando te tuve en brazos por primera vez, Maria. Tú me necesitabas y seguiré estando incluso cuando llegue el día en el que ya no me necesites más. Porque eso es lo que hace la familia.
Sentí un nudo en mi garganta, solté un sollozo y me lancé a sus brazos. Ella me acunó, haciéndome saber que, pasase lo que pasase, siempre estaría conmigo.
Sonreí ante el recuerdo mientras caminaba hacia los establos. Había un par de cosas que atender en el pueblo, debía darme prisa si quería tenerlo todo hecho antes de la comida. Cuando entré en las cuadras, saludé a Atlas, el caballo de mi tío, antes de pararme frente al establo de Periwinkle. La yegua relinchó contenta al verme. Hacía tiempo que no salía a montar.
—¿Te vienes a dar un paseo? —acaricié su hocico gris. Como si me entendiera, asintió con entusiasmo. La ensillé y le coloqué las riendas, antes de salir al trote. Una vez estuvimos un poco alejadas de los perímetros de la casa, me di la libertad de galopar un rato. Esa sensación me encantaba y estaba segura que a la arisca yegua también le sentaba bien correr de vez en cuando. Aquel día no era el mejor para hacerlo, ya que estaba un poco nublado, pero no parecía probable que fuese a llover.
Notaba que Periwinkle ya se me quedaba un poco pequeña para montar. Al fin y al cabo yo estaba creciendo bastante rápido. Estaba a punto de cumplir quince años dentro de poco. Apuraría al máximo y seguiría con ella hasta que mi altura me lo permitiese.
No tardamos mucho en llegar al pueblo. Era día de mercado y había mucho ajetreo, como era de esperar. No solía ir mucho por allí, prefería pasear por el parque de Moonacre o, en su mayoría, caminar por el bosque. Me parecía mucho más interesante.
Desmonté de un salto y até a la yegua a uno de los postes de madera que había en la zona. Agarré la alforja y me la colgué al cuello, sacando el papel donde Digweed había apuntado lo que necesitaba. La primera parada era hacer la compra para Marmaduke. Con la pequeña bolsa de cuero que me había dejado junto a la lista, compré todo lo necesario.
El siguiente paso era ir al banco. El mayordomo había dejado también un recibo que debía cobrar. Mientras me dirigía hacia allí, pasé por la plaza observando a los comerciantes faenados. Sin duda harían buen dinero ese mes. Muchos viajeros de paso se interesaban por el pescado y la carne de Moonacre. La calidad era excelente y siempre hubo mucha demanda.
Llegué pronto al banco y tuve que esperar debido a que varias personas estaban haciendo cola dentro. Me senté en uno de los barriles que había junto a la entrada y esperé paciente a que se vaciara un poco.
Varias voces conicidas llamaron mi atención cuando abrieron la puerta y salieron.
—Vaya faena… Ahora a ver como se lo contamos al jefe.
—Yo voto por esperar un poco, puede que la semana que viene ya tengamos el dinero.
—Muy optimista te veo, David.
Me levanté para ver a los tres chicos hablar atropelladamente, ajenos a lo que había a su alrededor. Se les veía preocupados.
—Buenos días —llamé, atrayendo su atención. Enseguida se callaron y me sonrieron con alegría al verme—. O tal vez solo lo sean para mí.
—¡Maria! ¡Qué sorpresa verla aquí!
—He venido a hacer unos recados —alcé la bolsa—. ¿Dónde está vuestro "capitán"? —rieron al entender a quién me refería.
—Escaqueandose, como siempre, de las tareas agobiantes —bromeó Richard, rodando los ojos.
—De todo lo que no sea cazar, más bien —añadió Henry.
—No lo veo haciendo de chico de los recados —torcí el gesto fingidamente.
—¡¿Y a nosotros sí?! —reí al oírlos replicar ofendidos a la vez.
—No quise decir tal cosa —alcé las manos inocentemente.
—Nos encantaría quedarnos para seguir charlando, pero tenemos que volver al castillo para informar de las transacciones —el moreno sonrió de lado, disculpándose sutilmente.
—Pues por vuestras caras, no ha ido muy bien —fruncí el ceño al ver una mueca de disgusto en el rostro de Henry.
—Son tiempos raros. Últimamente estamos teniendo problemas con las ventas. La caza ya no se paga tan bien como antes —los otros dos asintieron con pesadez.
—¿Y qué piensa Robin de esto?
—No cree que sea tan grave. Está intentando llevarlo como puede. Su padre piensa igual, siempre hay malas épocas en el comercio—el rubio se encogió de hombros, intentando quitarle hierro al asunto. Yo no estaba muy segura de que fuera así. Debió ver la duda en mi rostro, ya que se apresuró a continuar—. ¡Oh! Pero no se preocupe. Todo marchará a su debido tiempo.
—Espero que el negocio mejore pronto —les ofrecí mi mejor sonrisa de ánimo.
—¡Así será! —dijo con entusiasmo Richard, quitándose el sombrero para darle más ímpetu a sus palabras.
—Dadle saludos de mi parte y decidle que deje de mandarle limpiar los trapos sucios a los demás —bromeé, sujetando la puerta para entrar cuando ya era mi turno.
—Descuide, lo haremos con gusto —Henry guiñó un ojo con complicidad y se marcharon hacia la plaza, donde recogieron sus caballos y marcharon hacia el castillo De Noir.
Terminé de hacer todo lo que debía y me apresuré en volver lo antes posible. No sabía si Marmaduke iba a necesitar algo de lo que traía ese día.
En el camino, mi mente no paraba de darle vueltas a los rostros de los chicos y lo que me habían comentado. Tal vez era más grave de lo que querían hacer ver. O tal vez estuviese exagerando o sacando las cosas de contexto como la última vez y no había nada de lo que preocuparse.
Chasqueé la lengua, negando con la cabeza. Primero debía mantener en orden mis pensamientos. Alterarme sin ninguna prueba o indicio de que hubiese algo raro no me iba a servir de nada si resultaba no ser como me lo imaginaba después de todo. Tenía que mantener la cabeza fría. O preguntarle a Robin directamente. La segunda opción no era tan mala.
Me sobresalté al sentir algo frío caer sobre mi nariz. Seguidamente lo sentí sobre mi cabello. Miré al cielo, que era de dónde procedía, y varias gotas de lluvia cayeron en mi rostro. Empezaba a caer con fuerza.
Maldije en voz baja, agarré las riendas y le indiqué a Periwinkle que galopara lo que quedaba de travesía. Me apresuré en dejarla en su cuadra y le pasé una toalla para quitarle un poco el agua que le caía de las crines.
Volví a casa escabulléndome como pude para evitar empaparme más de lo que ya estaba y suspiré de alivio al pisar el suelo de mármol del vestíbulo.
—¿Maria? ¿Eres tú?
—Ya estoy en casa —me acerqué al salón, siguiendo el sonido de la voz de mi institutriz.
—Menos mal que ya has llegado. El tiempo se ha vuelto loco de repente —rió en voz baja. Se la veía más contenta que esa mañana.
—Sí… Una suerte que no me haya pillado en el pueblo. Voy a darle la compra a Marmaduke —saludé a Digweed con un asentimiento de cabeza al verlo parado no muy lejos, siempre haciendo compañía a la mujer. Esta aún no se había girado a verme, así que quería darme prisa para evitar que viera el desastre que llevaba encima. Pero, aguda como siempre, alzó sus ojos y me llamó alarmada, haciendo que me detuviera antes de doblar la esquina y desaparecer.
—¡Santo Dios! ¡Pero si estás calada hasta los huesos! —se levantó de inmediato, observando de arriba a abajo—. Ve enseguida a tu habitación a cambiarte o cogerás un catarro espantoso —me empujó, agarrando la bolsa que llevaba y dándosela al hombre para que él se hiciera cargo.
—Señorita Heliotrope, no es para tanto.
—Toma un baño de agua caliente y luego hablamos —ignoró mi réplica y subí sin más remedio por las escaleras hasta mi torre.
Al verme reflejada en el espejo del tocador, pude ver que parecía un trapo sin escurrir recién sumergido en un cubo. De mi cabello caían varios hilos finos de agua y ya ni hablemos de mi falda y el rastro que dejó por toda la casa.
Sentí como mis huesos se relajaban cuando me metí en la bañera. Ya empezaba a hacer frío y esa tormenta era la bienvenida al invierno que llevaría más temprano que tarde.
Al salir envuelta en mi camisón blanco como la nieve y una bata, miré por la ventana para ver que el cielo se había oscurecido hasta el punto que hacía parecer de noche.
Me dejé caer sobre el asiento frente al espejo y empecé a cepillarme el cabello para estar lista a la hora de comer. Un cosquilleo rondó por dentro de mi nariz, una sensación molesta. Me la cubrí con las manos justo a tiempo de que saliera un ruidoso estornudo.
«Ay, no…» —me lamenté para mis adentros, cerrando los ojos con frustración sabiendo lo que venía después de eso.
