Capítulo 11 Hacia el desierto de las gerudos

Miraban todos los dos alfileres amarillos en el mapa, Link había señalado esos lugares, alejados uno del otro: La montaña de Fuego, y la fortaleza de las gerudos en el desierto. Era lo que el rey quería: que fueran a ayudar a sus aliados desaparecidos.

– No podremos llegar con un ejército. Es un camino largo y peligroso – dijo Lord Brant.

– Mandaremos a dos emisarios – Link observó bien el mapa y a las personas que había pedido que vinieran a la reunión. Kafei, Medli, Oreili, Vestes, Zelda y Saharasala –. Encomendaré la misión de acudir a la montaña de los gorons a Kafei Suterland, protector de los pueblos de Hyrule y Sabio de la Sombra. Le acompañará Oreili de los ornis, que ha demostrado ser un audaz guerrero y un excelente mensajero.

Kafei miró hacia Zelda. Esperaba un gesto de la chica, pero esta miraba con rostro neutro el mapa y después a Link.

– Será un viaje complicado, y es una misión arriesgada. Kafei, tendrás que averiguar qué ha sucedido con los gorons, y servir de apoyo. Llevarás contigo estas palabras, para ayudarles a unirse a nuestra causa – Link le tendió una carta sellada con el símbolo de la familia real.

Kafei asintió. Zelda sabía, por la expresión que puso, que ya estaba pensando en cómo anunciarle a Maple que volvía a marcharse, tras solo un día después de su llegada. "Maple es fuerte, más de lo que Kafei piensa".

– Encomendaré la misión de partir al desierto de las gerudos, ir a ver su líder Zenara y a su hermana Nabooru, Sabia del Espíritu, a Zelda Esparaván, primer caballero de Hyrule. Le acompañará otra gran guerrero y un gran apoyo, Vestes. Pido ayuda a los ornis, porque ellos pueden recorrer grandes distancias. También, deberán averiguar que han sido de las emisarias enviadas antes. Mas, si Medli, su princesa, desea que elijamos otros medios, lo entenderé…

– Es mi deseo que Vestes y Oreili cumplan estas misiones – dijo Medli, con la misma seriedad que tenía Link.

– Sería mejor enviar a uno de mis capitanes para contactar con las gerudos – dijo Lord Brant. Zelda le miró de reojo, y no pudo evitar decir entonces:

– No, si no quiere perder a un hombre, Lord. Las gerudos matan a todos los que se acercan a la fortaleza. Permiten solo la entrada hasta el oasis del encuentro, y de allí en adelante, solo pueden pasar mujeres. Además – y aquí Zelda dijo unas palabras en gerudo. Link la entendió, y sonrió, pero no dijo nada. Al terminar de decir la frase, Zelda tradujo –. Hablo correctamente su idioma, y las líderes me conocen y me respetan. El rey obra con sabiduría.

En realidad, lo que Zelda había dicho fue "las gerudos desprecian a los hombres estúpidos que huelen a perfume", pero Link no lo reveló. En su lugar, dio las gracias a Zelda, y esta anunció que podría estar lista en media hora. Vestes dijo que se ocuparía de recoger algunos víveres, y entonces Lord Brant anunció que él empezaría a preparar el ejército para la marcha. Link señaló que, si todo salía bien, los dos emisarios podrían reunirse con ellos en la llanura occidental. Dio por terminada la reunión, y todos partieron a sus quehaceres. Link preguntó a Zelda si podía quedarse un momento, y esta obedeció. Nada más sentir que la puerta de la tienda se cerraba, Link susurró:

– ¿Cómo he estado?

– Magnífico. Hasta me creo que eres un líder y todo – Zelda sonrió. Respondió en el mismo tono, y continuaron la conversación igual.

La noche anterior, antes de quedarse dormido, Link pensó en las distintas opciones que tenía que plantear, y cómo hacerlo para que Lord Brant no les impidiera ir. Zelda le propuso entonces que ella iría a ver a las gerudos, y que mandara a otra persona para ir con los gorons.

– De haber estado Leclas, le habríamos mandado a él también, para ayudar a Kafei, pero aún no han llegado. Ul–kele está buscándolos, y les guiará hasta Términa o, si ya habéis iniciado el camino, hasta encontrarnos.

– Se reunirán contigo en el campo de batalla. Quiero ir cuanto antes, Link, y estar a tu lado. Me preocupa dejarte con esta gente, sin tantos aliados…

– Estaré bien. No comeré ni beberé sin estar seguro de que no hay veneno – Link tosió otra vez. Bebió un poco de agua de una cantimplora que llevaba colgada del cinturón. Ese día, Sapón le había dado más cordial, y además estaba fabricando una serie de detectores de venenos en secreto, para que Link pudiera echar en la comida y en la bebida para saber si estaba envenenado. Zelda había reunido a todos los chicos de Términa, les había nombrado cuerpo de seguridad del rey, y ya tenían organizadas las guardias.

– Les he dicho que obedezcan a Leclas y Saharasala. Confío en el cabezón, será igual de pesado que yo y más directo aún.

– Recuerda, por favor, Zelda… – Link le cogió la mano. Le puso la brújula en ella, bocabajo –. Te pido lo mismo: que siempre sepas regresar.

Entre los objetos que Zelda había olvidado en Términa, en la tienda de Link, estaba la brújula que le regaló. La había encontrado en la habitación de Link, y este le dijo que lo guardaron por si ella la necesitaba.

– No te pongas moñas, alteza – tiró de la mano y le obligó a ponerse en pie –. Cuídate, por favor. No te esfuerces, descansa, y no hagas tonterías como salir en mi busca. ¿De acuerdo?

No llegaron a besarse. Sabían que fuera de la tienda había más soldados, y sin duda, estarían escuchando. Zelda le abrazó, y sintió que Link trataba de retenerla, pero al final la dejó marchar.

Una vez se quedó solo, Link se sentó en la mesa. Posó la mano en el mapa, y cerró los ojos. Vio de nuevo unas manchas de color dorado, y mucha oscuridad. Si se concentraba, esas manchas formaban una imagen. Era la misma siempre, pero no la comprendía. Era una visión llena de líneas que cambiaban a cada segundo. Abrió los ojos, de repente, y trató de respirar. Sobre el mapa, cayeron dos gotas de sangre. Al instante, le dolió la cabeza.

Vestes estaba entusiasmada. Daba saltitos de un lado a otro, moviendo la cabeza de lado a lado.

– Ha comido demasiado alpiste, para tener energía durante el vuelo – dijo su hermano, Oreili.

Al contrario que su hermana, el orni estaba tranquilo, sereno. Los cuatro habían revisado sus equipos, las armas que iba a llevar y también los víveres. Para los ornis, ir a la Montaña del Fuego, muy cerca de su hogar, era un viaje no muy azaroso. Kafei le preguntó a Zelda si tenía algún consejo con los gorons. Zelda, tras reflexionar un momento, le dijo:

– No toques la cabeza de los niños goron – Zelda sonrió al decir lo siguiente –. Para saludarles, diles "Soles te guarden, amigo". Y no te hagas una bola y después hagas el pino, a menos que quieras que se partan de risa.

– La aventura en el Templo del Fuego – Kafei también sonrió –. Me encanta esa historia. No te preocupes, no me acercaré a un dodongo. Ojalá tuviera la ayuda de Link para esto, aunque fuera a distancia usando la piedra telepatía.

Link había pedido que le prestaran un traje ignífugo, y le había dejado un libro para que lo leyera durante el viaje, sobre las costumbres de los gorons. Además, el granjero también llevaba una mochila llena hasta arriba de pan, magdalenas, carne seca picante y pescado, más suave. Zelda no había llegado a ver a Maple, porque la chica, tras la visita de su marido, había estado muy ocupada ayudando con el tema de las cocinas del ejército. Junto con más civiles, que no podían coger armas, como personas mayores y muchos niños, se ocuparían de la parte de apoyo.

– Dudo que tengas que ir al Templo del Fuego, no será necesario – Zelda vestía de nuevo sus hombreras de metal, llevaba su cota de mallas, y una túnica verde muy simple. Como iba a ir al desierto, llevaba además una capa de tela gris, con capucha, buenas botas, y un par de camisas de lino, por si llegaba a un oasis para refrescarse. Maple le había preparado una mochila igual que la de Kafei, pero había añadido más carne y galletas de avena –. Por si acaso, acepta siempre la ayuda de los gorons, ni se te ocurra ir solo.

– No estoy tranquilo dejando a Link, con tanta gente desconocida – se atrevió a decir Kafei, en voz muy baja –. ¿No podría haberte enviado a ti a los dos sitios?

– Necesitamos resolverlo en el menor tiempo posible – le dijo Zelda, en igual tono –. Tiene a Saharasala, que para ser ciego no le quita ojo, y a Medli, que le está ayudando a usar magia. Además, también están los príncipes de Gadia – Zelda sonrió un poco –. Se me hace raro llamarles así.

– Siempre creí que serían otros los siguientes en casarse – Kafie dio un golpe cariñoso a Zelda en la espalda –. Nos vemos a la vuelta. Con suerte, llegaremos con nuestros aliados y acabaremos con ese Link sombra de una vez…

– ¿Link sombra? No, de sombra nada…

– Cuando yo le conocí, se convertía en sombra. No sé de dónde sacaría la máscara, y esos látigos negros que… – Kafei se detuvo. Zelda le estaba mirando, como si acabara de darse cuenta de que estaba olvidando algo importante.

– Maldita sea… ¿Por qué no hemos hablado de esto antes? – Zelda estrechó los ojos –. En el Monasterio de la Luz. Era igual que Link, no hizo nada… Solo acusarnos. Además, ¿no lo creó Vaati? Creía que, si derrotabas a un mago, lo que había creado desaparecía. Link una vez me dijo que le parecía raro que su doble siguiera vivo… Es todo…

– Estas preguntas ya se las habrá hecho Link, sin duda… A la vuelta lo hablaremos – Kafei señaló con la barbilla la empuñadura de la Espada Maestra. Seguía metida en la funda, con la apariencia de seguir siendo la misma. Zelda llevaba además el Espejo Escudo, la espada que le había regalado Tetra y también la ballesta. Se colocó bien las correas del escudo en su espalda, mientras decía:

– Sí, me la llevo. No puedo dejarla. Quizá, con suerte, termino antes y me puedo pasar a ver a los gorons. Necesito que me forjen unas buenas hombreras – y guiñó el ojo a Kafei. Puede que el granjero hubiera perdido los poderes que le dio el orbe de Nayru, pero algo comprendió, porque asintió serio y le deseó suerte.

Querían partir antes del anochecer, para que, en el caso de que el enemigo estuviera vigilando los cielos, no viera el camino que habían tomado en el cielo del crepúsculo. Los ornis tenían una gran vista nocturna. Zelda vio a los dos hermanos ornis darse un abrazo, repetirle Vestes que no hiciera tonterías a Oreili, y este decirle a Vestes que debía divertirse. También le dijo:

– Ojalá encontréis a todas las ornis que fueron al desierto…

– Sí, Medli me ha dicho que mandaron tres mensajeras antes de darse por vencidos. Por suerte, los ornis siempre mandaron hembras, por lo que las gerudos pueden haberlas hecho prisioneras, pero no las habrán ejecutado – torció el gesto un poco y dijo a Kafei, con el mismo tono bajo –. Me preocupa eso. Zenara es una líder un tanto dura y severa, pero estoy segura de que Nabooru no le habría permitido dejarnos sin noticias y tratar mal a emisarios de otras razas. Si están haciendo prisioneros como en el pasado, entonces las gerudos están preparándose para la guerra. Al contrario que los gorons, son muy desconfiadas.

Kafei abrazó a Zelda, le pidió que tuviera cuidado, y subió al lomo de Oreili. Vestes se agachó un poco, y entonces preguntó:

– ¿No quieres despedirte de Link?

– Ya está hecho. Mejor, se pone muy sentimental y raro cada vez que me voy sin él.

Por la mirada elocuente de la orni, Zelda supo que tenía la respuesta en la punta de su pico: la última vez, casi no regresas. "A ver si soy de utilidad de verdad y no un estorbo. Las heridas ya no me tiran, pero no sé si estoy en forma". Su mirada se deslizó a la empuñadura de la Espada Maestra. "Espíritu, por favor, da señales de vida pronto para saber qué debo hacer. Necesitamos tu ayuda".

Aunque los ornis eran veloces, lo eran más cuando viajaban "ligeros de equipaje", como dijo Vestes. Zelda no pesaba mucho, pero el equipamiento y los víveres sí. Por eso, tardaron al menos 3 días en alcanzar la entrada al desierto. Desde el aire, las dos chicas pudieron observar que el cañón Ikana estaba ocupado por soldados. Volaron más alto, para que no pudieran verlas. Esto provocó en las dos bastante intranquilidad.

– ¿Pueden estar las ornis prisioneras de ellos? – preguntó Zelda, con la duda de dar media vuelta para acercarse y ver a este ejército.

– No lo creo. Yendo solas, volarían a más altura, y pasarían incluso mejor que nosotras dos. Y no nos han visto – Vestes masticó su semillas y hierbas.

Habían llegado a la zona donde el cañón desaparecía y empezaba el desierto. Era de noche ya, y las dos habían hecho un parón para descansar. Tenían pensado seguir un poco más, al menos hasta el primer oasis. Zelda miró el lugar. El desierto no cambia, le había dicho Nabooru una vez. Es el mismo ahora, que hace diez años, que hace 100, y será igual dentro de otros 100 años. Sin embargo, Zelda sabía que habría una inundación en el futuro, y todo Hyrule desaparecería. Entonces, este desierto, los paisajes que vieron a sus pies, las cumbres nevadas, los bosques profundos, todo quedaría reducido al olvido.

La carne seca que tenía en la boca se le hizo bola.

– Ya he terminado – dijo, tras tragar esta bola seca y echar un trago de agua –. Podemos irnos…

Vestes se puso en pie, y entonces, la orni se quedó paralizada, con los ojos abiertos. Miraba hacia un lugar del desierto. Zelda trató de verlo, pero para ella, a la luz del crepúsculo, no podía distinguir mucho más que unas leves formas y algunos matojos. A lo lejos, estaba el oasis de la bienvenida, el lugar que las gerudos usaban como límite para que llegaran hombres, el único donde los comerciantes podían hacer sus tratos.

Sin decir nada, Zelda se acercó a Vestes, le dijo un "vamos", y la orni asintió. Las dos aterrizaron cerca de esos bultos que había visto, y entonces la reacción de Vestes fue clara. Hasta Zelda pudo verlo. Era el cuerpo de un orni. Estaba destrozado, el viento del desierto había destruido casi toda la carne, apenas quedaban más que restos de sus ropas, un arco partido por la mitad y un collar de cuentas polvorientas. Vestes lo cogió, examinó, y después trinó y dijo:

– Es Aramal, una de las últimas emisarias. Parece que tuvo una lucha contra algo, y fue derrotada. Llevaré su collar a su marido – Vestes parpadeó y volvió a trinar. Zelda recordó que los ornis no lloraban, emitían ese canto de tristeza. La dejó, que terminara con su rito, mientras ella miraba alrededor.

No le gustaba ver un cadáver, mucho menos uno que estaba tan descompuesto. El viento del desierto había despojado del olor, y las alimañas se habrían comido una parte, pero quedaba aún algo de carne y plumas. "Eso es lo que dejamos atrás, restos sin formas, huesos…" pensó, justo cuando vio salir un gusano gordo y blanco entre lo poco que quedaba de carne.

Se alejó unos pasos, se llevó la mano al estómago, y, aprovechando que Vestes estaba aún cantando, echó la carne que había comido hacía poco. Se limpió con la manga, y ocultó el vómito con el pie. Nunca le había pasado antes, con el cuerpo de sus enemigos. Bebió un poco de agua antes de regresar junto a Vestes.

– Voy a cavar una tumba. Es mejor que no encendamos una hoguera, no sabemos quién la asesinó, pero seguro que no fueron las gerudos.

– ¿Cómo estás tan segura? – preguntó Vestes.

– La flecha que tiene en la pata. Las plumas son negras. Las gerudos usan colores como el rojo, el amarillo y el verde. No usarían jamás el negro. Eso es de bandidos, y también he visto que los lizalfos las usan. Aunque, si quieres comprobarlo, tendrás que quitársela para ver la punta.

Vestes, sin ninguna vacilación, tiró de la flecha, llevándose un trozo de carne putrefacta. Zelda se dominó lo bastante para quedarse quieta, aunque su primera idea fue dar un paso atrás y terminar de arrojar el resto de la carne.

– La punta tiene pinchos. Solo los hombres lagarto usan ese tipo de armas: son muy dañinas. Las gerudos prefieren venenos paralizadores – Zelda pidió perdón al escudo espejo, y empezó a usarlo como pala. Vestes se despojó de su capa, y usó para cubrir el cuerpo.

Las dos chicas terminaron la tarea siendo ya noche cerrada. Zelda propuso descansar en un recodo con una pequeña cueva, ocultas del viento. Observó el horizonte, usó la brújula y miró al cielo para asegurarse. Luego, se refugió junto a Vestes y dijo:

– La fortaleza está en esa dirección. Al amanecer nos pondremos en marcha, con tu velocidad llegaremos en menos de un día – Zelda se sentó al lado de Vestes y entonces le dijo que ella haría la primera guardia.

– Estoy bien – dijo la orni.

– Lo sé, pero era amiga tuya, seguro…

– No, la conocía muy poco. Aun así… Es una lástima. No somos muchos, y si empezamos a morir así de repente, no sé qué pasará con nuestra tribu. Valú nos aseguró que estaremos, que no nos extinguiremos, pero yo no sé si puedo creer en sus palabras, después de ver tantos muertos.

Zelda se cubrió con la capa gris. En el desierto, siempre bajaban las temperaturas. Por eso, toda su ropa tenía mangas largas. De día, a pesar del calor, era mejor llevar algo cubriendo la piel, y por la noche el frío era tan extremo que necesitaba más ropa aún. Vestes tenía las plumas que le aislaban.

– ¿Es frecuente que las gerudos permitan ataques de esos hombres lagarto? Creí entender que controlaban el desierto.

– Puede que tengan problemas más graves. Por eso ni las emisarias de las ornis han llegado, ni tampoco ellas han podido reunirse en Términa – Zelda bostezó –. Bien, entonces, si quieres, yo puedo hacer la siguiente guardia. Me echaré un buen rato, avisa si ves moverse lo que sea. Que no te muerdan las gramulas.

Escuchó la pregunta "¿qué son las gramulas?" justo antes de cerrar los ojos y quedarse profundamente dormida.

Estaba en un lugar del desierto. El sol caía sobre ella sin piedad, y sentía mucha sed y cansancio. A su alrededor, había unas paredes altas de roca, sin tallar, de un color rojizo. La piedra estaba tan erosionada por el viento que sobresalían en forma de picos. El viento pasaba entre los enormes agujeros, y se escuchaba como un lamento continuo. Parecían enormes colmillos o huesos de animal, igual que el cuerpo de la orni que habían encontrado. Zelda se tocó el estómago, pues sintió la misma nausea y dolor, pero resistió. Frente a ella, caminaban varias personas. Iban en su dirección, y Zelda se llevó por instinto la mano a la cadera. No tenía nada encima, ningún arma.

El grupo estaba formado por gerudos, todas vestidas de oscuro, con sus velos cubriendo los rostros. Formaban un círculo alrededor de otras dos personas: una gerudo de cabellos negros, ojos azabaches que le hicieron pensar en Nabooru, y, a su lado, un hylian rubio. Era muy joven, quizá no tenía ni los 16 años. Llevaba, eso sí, ropa de color verde, y un gorro puntiagudo de tela muy parecido a los que solía usar Leclas en su momento. La mujer le hablaba en común, y el chico solo lograba asentir. Al pasar por su lado, Zelda sintió una vibración en su cuerpo, y entonces, escuchó la voz de mujer:

– Atenta.

"¿Espíritu de la espada?"

En el mundo real, Vestes escuchó a Zelda murmurar y moverse. Se había quedado tan dormida que la orni no quiso interrumpirla, y había decidido quedarse un rato más de guardia. Vio que la labrynnesa, tumbada boca arriba, abrigada por la capa gris, susurraba y después, la empuñadura de su espada empezaba a brillar.

En el sueño, el sol cegó a Zelda y esta se encogió. El chico decía en ese momento que estaba dispuesto a escuchar lo que la Saga del Fuego tuviera que decirle. La mujer que le acompañaba hizo un gesto con los ojos, y Zelda creyó que le sonreía.

– La Saga no siempre da la mejor respuesta, pero será la que necesites. No puedes cuestionarle, tienes que obedecer y dar las gracias, no insistas. Su predicción es acertada y única.

Zelda observó el rostro del chico. ¿Sería el Héroe del Tiempo? No estaba tan segura. Sí, era rubio, pero sus ojos eran verdes, y tenía una nariz pequeña y chata. Quiso seguirles, pero no podía moverse. El grupo pasó de largo, no la vieron, y se perdieron en lo más profundo del cañón. Al final, había una caverna, y de ella salió un largo lamento, un hondo grito que parecía provenir del centro mismo del desierto.

– ¡Zelda! – escuchó, y esta vez fue en la vida real.

La chica se levantó, y, antes siquiera de abrir los ojos, ya tenía la mano en la espada y había desenvainado. Sin embargo, lo que había cogido primero era la Espada Maestra. Vestes estaba de pie, disparaba con el arco, pero ya tenían encima a un grupo de enemigos. La chica dio una voltereta en el suelo para evitar una lanza, aferró la espada nueva, y esta vez sí, paró el golpe y lo devolvió. Era un lizalfo, con la piel verde con rayas amarillas. Era la primera vez que veía ese patrón de colores. Hasta ahora, solían ser verdes, o rojos o incluso una vez se encontró con uno de color azul, un pobre diablo que vivía en un lugar muy frío.

Este lagarto, además, tenía un cuerno que le brotaba del centro de la frente.

Se escurrió para salir del refugio. Había como diez lagartos alrededor, con sus lanzas ya atacando a la orni. Esta solo llevaba su arco, sin escudo. Desde donde estaba, Zelda vio que habían logrado herir a Vestes en el lomo. Quizá la muchacha había tratado de volar, y se había llevado una cuchillada. Zelda esquivó, avanzó y llegó a su lado. Lucharon espalda contra espalda. Para desesperación de la labrynnesa, cada vez había más y más lizalfos.

– ¡Vestes, vuela!

– ¡No puedo irme, sin ti! – gritó la orni.

Zelda echó mano a los saquitos que llevaba. Había podido recoger algunas semillas, entre ellas de luz. La cogió, y lanzó, tras advertir a Vestes de que cerrara los ojos. Los lizalfos retrocedieron y aprovechó el momento:

– Ve al este, a la fortaleza, y enseña este medallón a las guardias gerudo. Ellas te dirán. Yo llegaré en unos días, no te preocupes – y le metió el medallón de su madre, con su nombre grabado, en el bolsillo de su túnica.

La orni vaciló, pero al final, abrió las alas, y despegó del suelo con un salto. Zelda podría haber subido con ella. No lo propuso, porque sabía que, si la llevaba, iría más lenta y los hombres lagarto podrían derribarla con las lanzas. Ahora que no tenía que preocuparse por si herían a la pobre orni, Zelda apretó los dientes y siguió luchando. Sus ataques eran amplios, mantenía un buen ritmo usando el escudo espejo como defensa, y sus estocadas bien dirigidas rompían las escamas, hacía saltar sus colmillos, a uno le seccionó una pata, a otro le dejó el vientre abierto. Los hombres lagarto retrocedían, daban sus gritos de desesperación, y al final, los que quedaban se escurrieron hacia las rocas. Zelda sonrió satisfecha.

– Eso os pasa por meteros conmigo, lagartijas estúpidas.

Sucedió entonces. El lagarto verde con rayas amarillas apareció frente a ella. En algún momento de la lucha se había encogido y camuflado con la arena del desierto. Amanecía, había poca luz, pero Zelda vio que el cuerno le brillaba. Antes de poder retroceder, sintió como si en el cielo despejado hubiera tormenta y cayera un rayo justo encima de ella. Todo el cuerpo tembló, la corriente la atravesó, le hizo entrechocar los dientes. Los músculos dejaron de obedecerla, y solo fue consciente de que tanto el escudo como la espada habían salido volando. Cuando dejó de ver chispas, estaba tendida en el suelo, boca arriba. Trató de levantarse, sin éxito porque no la obedecía nada. Sus ojos eran lo único que permanecieron alerta. Pudo ver al lagarto acercarse a ella, y agarrarla del brazo. Gritaron entre ellos, uno hasta se acercó con la espada por encima de la cabeza, dirigida hacia ella. El verde hizo un ruido parecido a unos chasquidos, señaló el escudo espejo, y todos se quedaron quietos.

Zelda recuperó el dominio del brazo derecho. Cogió un poco de arena y la lanzó al aire, mientras rodaba por la arena. Trató de llegar de nuevo hacia el escudo espejo, y entonces, el cuerno amarillo volvió a brillar.

Esta vez, la corriente duró tanto tiempo que lo último que recordaba fue un velo amarillo lleno de rayos eléctricos.

Los lizalfos hablaban en su idioma. Estaban alrededor de un fuego, y fue el sonido de sus voces guturales, además del frío, lo que hizo despertar a Zelda. Lo hizo despacio, entreabriendo los ojos primero para observar donde estaba, si estaba sola, y el estado en el que se encontraba. Los hombres lagarto le habían atado las muñecas a la espalda, y también tenía una gruesa cuerda alrededor de los tobillos. Le habían quitado las hombreras, las armas, y los sacos con semillas. "Debí arrojar otra de luz, me estoy volviendo lenta", pensó. Un rápido vistazo le permitió descubrir que el Espejo Escudo estaba apoyado en el suelo, cerca de la fogata. Seguro que al lado estaba la Espada Maestra.

Estaban en un lugar con suelo de piedra, y al aire libre, uno de esos sitios en el desierto que conservaban antiguas construcciones. Zelda solía aprovecharlos como refugio, porque había algunas plantas secas que podrían ayudar a quemar, y también eran perfectos para sobrevivir a tormentas de arena.

Pensaba en cómo llegar hasta las armas, en que quizá los lagartos harían turnos para dormir, cuando sintió un movimiento a su derecha. Se incorporó un poco, y le pareció ver una silueta oscura escurriéndose por encima de su cabeza, junto a una columna. No fue la única que lo vio. El lagarto del cuerno amarillo se acercó, con este ya brillando. Zelda cerró los ojos con firmeza, y quizá el fallo fue que lo hizo rápido. El lagarto se agachó, la levantó del cuello de la túnica y la arrastró hasta la fogata. Volvió a arrojarla en el suelo, sin ningún miramiento, mientras daba unos chillidos agudos. Al instante, dos lagartos se escurrieron veloces entre las arenas.

Zelda trató de escapar otra vez. Lo único bueno de la situación es que ahora estaba más cerca de las armas. Podía verlas. Quizá, si rodaba con agilidad, y las cogía, podía escapar de esta. Sin embargo, el lizalfo verde no le dio la oportunidad. Volvió a iluminarse su cuerno, los otros se apartaron, y la corriente la dejó fuera de combate.

Despertó una segunda vez, tendida en mitad de una densa oscuridad. Olía a demonios. Al moverse, escuchó el tintineo del metal. Tenía unas pesadas argollas cerradas sobre sus muñecas, y las cadenas, largas, se perdían en algún lugar a su espalda. Pudo incorporarse de rodillas, mientras se quitaba el barro de los ojos. Le dolían todos los músculos, la cabeza, tenía hambre y sed. A juzgar por el olor que despedían sus ropas y también el suelo en el que estaba, supuso que había estado fuera de combate al menos un par de días. La boca estaba pastosa, y al mover el cuello, sintió un fuerte tirón.

El suelo estaba húmedo. Olía igual que las calles de Salamance, cuando la visitaron. Se tocó la frente, donde tenía una costra dura de sangre reseca. En algún momento, la habían arrojado allí sin ningún miramiento y se había hecho las heridas que tenía. También le dolía un costado, y sentía el familiar dolor en la espalda de una buena patada mientras estaba tendida. Al menos, tenía todos los dientes.

– Chica, eh, chica… – escuchó la voz de una mujer, en algún lugar al fondo. Zelda escudriñó la oscuridad. No veía nada –. Ya estás despierta, bien. ¿Qué tal estás, puedes hablar?

– Sí. ¿Quién eres, dónde estás? – Zelda empezó a caminar hacia la voz, alargando las manos. Dio unos cuantos pasos, antes de que la cadena se tensara del todo.

– No te molestes: estamos encadenadas de tal forma que no nos podemos tocar – escuchó una especie de aleteo, seguido de un –: Soy una mensajero orni, mi nombre es Nuvem. No pareces una gerudo. ¿Quién eres?

– ¿Puedes ver? Ah, claro, orni – Zelda se quedó quieta. Ahora que había llegado al centro de la sala, empezaba a vislumbrar un techo lejano, un agujero estrecho por donde se veía un rayo plateado de la luna –. Soy Zelda Esparaván, amiga de vuestro pueblo, primer caballero de Hyrule. He venido a rescataros… Aunque no me ha salido muy bien – chasqueó la lengua y dijo: – ¿Estás tú sola? ¿Hay alguien más por aquí, más prisioneras?

– En esta mazmorra solo estoy yo. Hace días que se llevaron a Crasta… – la voz de Nuvem se apagó un poco –. Hace un mes, creo, Aramal logró escapar. Quizá ella te ha enviado, ¿verdad?

El recuerdo del cuerpo de la pobre orni, con la flecha de los lizalfos asomando por su pierna, estremeció a Zelda. Si eso había ocurrido hacía un mes, ella había estado durmiendo con Link y quejándose de su ejército de novatos, mientras esto estaba ocurriendo. "De nuevo, soy la peor heroína que existe".

– No, lo siento… ¿Se llevaron a Crasta, dices? ¿Sabes a dónde o para qué?

– Viniendo de estas criaturas, nada bueno, desde luego. A veces se acuerdan de que estamos aquí, y lanzan algo de comida y agua, pero no se puede contar con ella todos los días – Nuvem hizo un ruido parecido a un gorjeo, como de desesperanza. Añadió – Cuando te han traído, no he entendido todo lo que decían, pero uno proponía dejarte colgando de la pared. Parece que no se fían de ti.

– Hacen bien, porque te voy a sacar de aquí – Zelda se estiró todo lo que pudo en el suelo. Había visto un trozo de algo que parecía hueso. Un resto de la comida que de vez en cuando echaban pensó. Se estiró por el sucio barro, haciendo caso del dolor que le provocaba estirarse tanto, ni de los músculos. Arañó el suelo, dejando las marcas de sus manos en él. Nuvem dio un par de saltos y dijo que era inútil. Que ella había intentado liberarse de las cadenas picoteando las patas, porque con la sangre podría deslizarse. Así había escapado Aramal.

Zelda hizo un último esfuerzo. Llegó hasta el hueso y lo tocó, varias veces. Se acordó del juego de llaves maestras que tuvo una vez, lo útiles que fueron. No había vuelto a encontrárselas, el buhonero que se las vendió en Termina, un tipo raro que llevaba una capucha morada con orejas de conejo, ya le había advertido de que era una oportunidad única en la vida. De todas formas, ella conocía más trucos.

"Leclas, maldito tunante, gracias por enseñarme".

Entre las habilidades del shariano, además de construir en madera lo que se le antojara, también estaba correr como el viento y abrir cerraduras con cualquier cosa puntiaguda que tuviera. Este hueso lo era, y también resistente. A oscuras, Zelda buscó la cerradura de la argolla de la izquierda. Introdujo el hueso en ella, y empezó a rascar el metal, hasta sentir el primer tirón. Sí, ahí estaba el mecanismo. ¿Cuántas veces le había dicho Leclas que cada cerradura era igual y al mismo tiempo distinta? Todas tenían un sitio donde, si se apretaba con fuerza, por unos segundos se abría el cerrojo. Sin embargo, no estaba nunca en el mismo lugar. Zelda se sentó en el suelo, tomó aire, y con toda la paciencia que pudo, lo intentó varias veces. Las manos le sudaban, y el hueso resistió, aunque a cada fallo contenía el aire, esperando haberlo roto. La orni llamada Nuvem estaba callada. Ella ya debía de saber lo que estaba intentando hacer.

Al final, con un chasquido y un tirón rápido, Zelda consiguió liberar la muñeca izquierda. La argolla cayó al suelo, separada de la cadena. Iba a intentarlo con la derecha, pero el hueso se había partido, y el fragmento que quedó era pequeño y más frágil aún. Tiró de la cadena aún atada a la muñeca derecha, y pudo escuchar el crujido de la cadena deslizándose por la roca, sin ningún tirón. Fue deslizando, hasta comprender que ya tenía el otro extremo. Estaba libre, al menos lo suficiente para moverse por la mazmorra. El problema es que tenía que arrastrar la cadena.

Encontró otro hueso, y fue hasta el otro lado de la mazmorra, llamando a Nuvem. La orni le susurró un "aquí".

– Ten cuidado. Los escucho, están cerca…

– Intentaré darme prisa. ¿Has dicho que tienes la argolla en la pata? Ahora voy – Zelda se tropezó con el cuerpo con plumas. Nuvem la guió hasta el suelo, y movió la pata para que Zelda escuchara el tintineo.

A pesar de la oscuridad, Zelda pudo comprobar que la orni no había exagerado. Había tratado de arrancarse la cadena, hasta dejarse la pata en carne viva. No se quejó, debía de dolerle, y además, olía mal. "Si encontramos mi mochila, tengo remedios de Sapón. Podrá volar, pero…"

– Has dicho antes que yo no era una gerudo – dijo Zelda, para darle conversación.

– Hace días los escuché decir que tenían a una, que era muy importante. A ella la tienen en un lugar que no entendí bien, algo de agua…

– ¿Cómo es que sabes lo que hablan?

– Llevo aquí tanto tiempo que he aprendido a interpretar esos sonidos. Quizá esté equivocada, pero es lo único que tenía para entretenerme. Tengo muy buen oído.

Zelda liberó a la orni. Esta dio un par de saltos, y, aunque se notaba que estaba muy alegre, no emitió ningún sonido.

– ¿Crees que podrás salir por ese agujero? Es muy estrecho – dijo Zelda.

– Sí, pero no puedo llevarte. Estoy muy débil, solo podría dar un gran salto… Mejor salgamos por la puerta, hay una al fondo, por aquí. No está cerrada, se supone que con las cadenas no podíamos llegar.

Pasó por alto el hecho de que no se lo dijera antes, quizá porque desconfiaba de la primer caballero, que se habría ido corriendo dejándola allí. Zelda sonrió, suspiró y dijo:

– Vete, sin mí. Intenta volar lo más alto y rápido posible. Si no, te lanzarán flechas y te harán daño. No mires atrás. Vuela hasta la fortaleza de las gerudos, diles que me tienen aquí. Con suerte, te encontrarás con otra orni que se llama Vestes.

– Pero no puedo… Dejarte aquí, sola, no…

– Estaré bien. Para que puedas irte, haré una distracción. Además, voy a liberar a la gerudo que tienen atrapada, y recuperar mis cosas – Zelda enrolló la cadena alrededor de su brazo –. Cuando escuches mucho ruido, tú sal por el ventanuco. Recuerda: la fortaleza de las gerudos, Vestes. Si no, vuela hacia la Montaña del Fuego y pide ayuda a los gorons. Vamos.

– Si te han atrapado una vez, lo harán otra. Son muy rápidos, y tienen a varios de ellos que sueltan un rayo que te paraliza, incluso a distancia.

– ¿No me digas? Tranquila, me las apañaré. ¿La puerta está por ahí? Espero que el resto de este maldito sitio tenga algo de luz…

Zelda dejó a la orni detrás. Le escuchó soltar el gorjeo que era su forma de reírse, pero no la siguió. A medida que iba dejando atrás a la orni, se sorprendió sintiendo que las piernas le dolían, y que el estómago lo tenía del revés. Era miedo. Lo había sentido muchas veces, pero no de forma tan intensa como en ese momento. "Vamos, no seas dramática. Lo he hecho como el culo hasta ahora, pero ya está. Soy la heroína de Hyrule, no voy a dejarme amedrentar por unos cuantos lizalfos, por muy eléctricos que se pongan".

Trato de recordar los consejos que le dio una vez la maestra Mariposa en Labrynnia, para las tormentas. El metal atraía los rayos, era mejor quitarse de encima todo lo metálico si te pillaba una tormenta en la calle o en pleno campo. También, que debía refugiarse bajo un árbol, aunque lo mejor era meterse en una cueva o tirarse en el suelo. Se imaginó tumbándose a los pies del lizalfos con el cuerno ese, y casi le dio un ataque de risa. No, tendría que haber otra solución.

Nada más salir, se encontró a uno, de color rojo. Le dejó que gritara, para dar la voz de alarma, y entonces le golpeó con todas las fuerzas usando la cadena. La enrolló en su cuello, apretó y le obligó a quedarse en el suelo. Cogió su arma, una especie de espada curva tosca y llena de muescas, y le golpeó en el cabezón hasta dejarlo sin sentido. Escuchó los pasos de los lizalfos corriendo hacia ella, y puso los pies en polvorosa. En los pasillos había luz, poca, pero era mejor que nada. Eran pasillos con formas extrañas, excavados en la tierra. Dejó atrás estructuras de madera, parecidas a las que ponían en minerías para evitar que se derrumbaran los túneles. "No sabía que los lizalfos fueran tan sofisticados".

No solían tener muchas herramientas. Robaban armas de los humanos. Ellos, de por sí, podían defenderse usando la cola y los dientes, pero habían acabado aprendido a usar espadas, puñales y lanzas. Link le dijo una vez que el pueblo de los hombres lagarto, así como los goblins, orcos y otros bichos, habían surgido tras la guerra del aprisionamiento, algo que sucedió hacía muchos siglos. Fue Ganondorf quien los trajo a Hyrule, desde lugares muy lejanos, más allá de este desierto.

"Como no tengo a Link cerca, me voy diciendo a mí misma datos históricos" Zelda se ocultó detrás de un pilar de madera, a tiempo de ver a dos lizalfos amarillos y tres verdes (sin las rayas amarillas, menos mal) pasar de largo. Esperaba que Nuvem le hubiera hecho caso y estuviera ahora volando lejos de este lugar.

¿Y dónde estaba? Eran túneles de tierra, por todas partes, pero no veía salida ni le llegaba viento fresco del exterior. En el desierto, había una cordillera montañosa, pero las gerudos conocían todas las cuevas, no se habrían podido establecer un grupo tan numeroso de lizalfos, no sin que ellas les hubieran echado.

Zelda dio un paso, y entonces, el suelo donde pisó desapareció. La pierna entera, hasta la rodilla, desapareció por ese agujero. A tiempo, se contuvo para no dar un grito. Cuando trató de sacar la pierna, sintió que algo le apresaba el tobillo y tiraba de ella. El suelo cedió, y cayó por un agujero, hasta quedar sentada. Lo que la había apresado le puso una mano en la boca y la arrastró un poco, para alejarla de allí. Una vez más lizalfos pasaron por encima a la carrera, la soltó.

– Ven, por aquí – susurró.

– ¿Quién eres? – Zelda tenía que avanzar agachada, porque el túnel era muy bajo.

– Un amigo. Ahora te explico.

La forma que tenía delante era baja y gris. Iba avanzando, soltando tierra, que Zelda tenía que apartar. Después de un buen rato bajo tierra, ahogada y cada vez más enfadada, vio que llegaban a un sitio más amplio. La persona que la había conducido hasta allí encendió algo que parecía un farol, y lo colgó encima de su cabeza. Zelda se sentó en el suelo, porque le dolía la espalda y las piernas de caminar agachada.

Era una criatura muy rara. Tenía hocico de perro, largo y con bigotes, y una piel gris con manchas marrones. No era muy alta, con un cuerpo ancho por arriba y pequeño y corto en la parte inferior. Lo más llamativo eran las manos, unas enormes garras afiladas, dignas de pertenecer a una pesadilla.

– Tú y la mujer pájaro habéis estado en una prisión, tendrás sed. No puedes enfrentarte a los lizalfos así como vas.

– ¿Ah no? Me he cargado ya uno. Pero no me importa… ¿Qué demonios eres?

La criatura no pareció ofenderse. Le cedió a Zelda una cantimplora hecha con un cactus. Con mucho cuidado de no pincharse la cara, pudo beber, y lo cierto es que esa agua le supo deliciosa. Bebió otro largo trago, y el animal dijo que podía beber aún más. Le tendió algo que era redondo y pequeño, y que resultó ser una ciruela.

– Soy un moguma, me llamo Grunt. Los míos vivíamos en estos túneles, hasta que llegaron los lizalfos y el rey, en su máquina voladora, y nos expulsaron.

Zelda casi se atraganta.

– ¿Rey, máquina voladora?

– Eso nos dijeron los vigilantes. El rey Link, de Hyrule. Por lo visto, se ha vuelto loco y está tratando de acabar con todas las razas, empezando con nosotros, los moguma – Grunt le dio otra cantimplora, hecha con un pellejo de algún animal –. Todos tuvimos que huir, familias enteras, con sus niños… Pero yo no quise irme, me quedé con mi anciano padre, que no se podía mover.

– ¿Y dónde está? – Zelda tragó el trozo de ciruela. No se había dado cuenta de lo hambrienta y sedienta que estaba hasta que pudo comer y beber.

Grunt negó con la cabeza.

– Entonces, quise irme, pero vi a las mujeres pájaro, y la otra prisionera, y pensé en… Pero soy cobarde, no me atrevía… Hasta que te he visto liberarte de las cadenas y ayudarla.

– De acuerdo. Y me has obligado a venir aquí para ¿qué?

– Tienes muy mal aspecto, no eres rival para todos los lizalfos que hay pululando por aquí. Primero, recupera fuerzas, y después podemos…

– No tengo tiempo – Zelda trató de ponerse en pie, y se dio un golpe con el techo, que la devolvió a quedarse sentada.

– Vale, señorita valiente, pero escucha. No solo hay lizalfos aquí, el rey ese trajo a una criatura, una cosa enorme… Una especie de gusano, pero con dientes y muy malvado. Lo tienen rodeando una jaula, y dentro tienen a una persona.

– ¿Sabes si es una gerudo? – Zelda volvió a ponerse en pie, despacio, para no darse contra el techo.

– No sé, puede… Está muy alto, no he podido acercarme. Pero, escúchame…

– Me haces perder el tiempo, tengo que recuperar mis armas, y ayudar a esa gerudo. Volveré por el túnel…

– Eso trato de decirte. ¿Es que no escuchas? Para derrotar a estos lizalfos necesitas un equipo, tú sola…

– Sí, me va mejor así. No puedo estar preocupándome por ti.

– Ya, pero te han capturado y te han encerrado. No te llego a ayudar, y habrías vuelto a esa prisión – dijo Grunt, cruzándose de brazos.

Zelda abrió la boca, para decirle a este moguma que ella era la Heroína de Hyrule, que se había enfrentado ya dos veces al señor del Mundo Oscuro, y una veintena de criaturas grandes y temibles, y había salido airosa. Sin embargo, escuchó la voz de Link. No estaba sola, siempre le tendría a él, y a todos de su lado. Por eso, tomó aire, lo soltó por la nariz para evitar que Grunt la escuchara suspirar, y volvió a sentarse.

– Tienes razón. De acuerdo, dime. ¿Cómo quieres que lo haga yo? Tú has estado aquí mucho más, podrías haberte ocupado de este tema.

– Ya te he dicho, soy cobarde. Pero contigo, quizá tengamos una oportunidad, y así recuperar los túneles de los Filos de la Tierra. ¡Y ayudar a mi pueblo! Primero, supongo que necesitarás recuperar tus armas, ¿verdad? Sé dónde las guardan. Puedo excavar un túnel hasta ellas. Después, puedo llevarte hasta la otra prisionera. La trajo ese rey tan loco, dijo que era importante y puso a la criatura rara para protegerla. A cambio de custodiarla, los lizalfos recibieron algo, pero no entendí el qué.

Zelda miró el puñal curvado que había arrebatado al lizalfos.

– Armas. Para ayudarles contra las gerudos y dominar así el desierto – apretó los labios –. Vale, vamos, en marcha.

Recuperar las armas fue fácil. De hecho, a Zelda le sorprendió la rapidez de Grunt el moguma cavando esos túneles con sus zarpas. Aconsejó a la labrynnesa que se colocara justo detrás de él, para evitar recibir una palada de tierra y asfixiarse. Tras atravesar varios túneles en distintas direcciones, el moguma se giró, le pidió silencio y, con solo un golpe de su garra, empujó una trampilla de madera. Le dejó espacio para que fuera ella quien saliera a la estancia. Era pequeña, con unas rejas en forma de rejilla. Había en ese lugar espadas de todo tipo, arcos, lanzas y flechas. Zelda encontró su mochila, con la brújula dentro. Los lizalfos no valoraban cosas como el oro. La espada que le habían regalado los príncipes de Gadia estaba allí, también. Aprovechó que vio un martillo para romper la cadena a la altura de la muñeca y estar más libre. Tardó un poco encontrar el Escudo Espejo, que estaba metido en una caja, y la Espada Maestra. Había sido arrojada en un montón de armas también rotas. "Para fundirla y hacer más armas… Menos mal".

Nada más tocar la empuñadura, Zelda sintió temblar su brazo. La voz de mujer, que ya había escuchado antes, le dijo muy bajito algo que apenas entendió, pero Zelda no tenía tiempo para enigmas. Quería ver a esa gerudo prisionera. Rezaba porque Nuvem hubiera llegado a la fortaleza, se hubiera encontrado con Vestes, y que pudiera guiarlas hasta este lugar. Volvió a meterse dentro del túnel, y el moguma se ocupó de cerrarlo bien. Volvió a excavar, con destino a la prisión de la gerudo. Zelda había intentado que Grunt la describiera mejor, pero le dijo cosas tan generales que podía referirse a cualquier gerudo.

Llegaron al fin: era un salón más grande, donde hacía más calor porque había una corriente de agua hirviendo en el fondo. Grunt aclaró que no podía avanzar más, por eso no sabía cómo estaría la prisionera. Estaba dentro de una gran jaula colgada del techo. Bajo ella, estaba el lago de agua tan caliente que Zelda no pudo acercarse sin sentir que se derretía. Esto era nuevo, no había escuchado nunca que en el desierto hubiera manantiales de agua caliente. Se lo anotó, en su interior, para preguntarle a Link cuando regresara a su lado.

– Tendré que subir por la pared… – Zelda se giró para ver si había recovecos y agujeros por donde poder introducir manos y pies y llegar hasta la jaula. El moguma soltó un grito de advertencia y se metió en el agujero. Zelda se llevó la mano a la cadera.

El suelo estaba temblando. Del centro mismo del lago de agua caliente, se formó primero un montículo y después, surgió de allí una criatura. Recordó que Grunt le había dicho que el rey había traído algo grande, con dientes y temible. Lo que el moguma no le había llegado a decir es que estaba hecho del mismo material que los guardianes. El cuerpo brillaba acerado, y tenía los mismos ojos que las máquinas. Solo que no había patas que pudiera atacar. Se movía deslizándose por el suelo. Bajo el agua, Zelda le pareció ver líneas de metal.

No perdió más tiempo. Saltó para esquivar el primer rayo, y el segundo lo detuvo con el escudo espejo. Lo movió para que el haz de luz regresara a la criatura con la misma fuerza, y logro devolvérselo, pero al centro del cuerpo, porque el gran gusano se movió rápido, más que un guardián.

– ¡Se mueve, por allí! – gritó alguien, desde la jaula. Zelda levantó la vista.

Era Zenara. Al menos, una versión aún más delgada, y ajada que la que recordaba de la última vez que la vio en persona. La líder de las gerudos le gritó que se diera la vuelta, y que se alejara, y Zelda eso hizo. Dio un rodeo, esquivando al ser y sus rayos. Como los guardianes, debía tener un punto débil, un lugar donde acabar con él. Pero no lo veía. Trató de devolver el rayo apuntando a sus ojos, pero la luz rebotó en ellos sin cerrarlos.

No era lo único que había en la sala: por una puerta entraron lizalfos. El primero del grupo, el mismo lizalfo verde con líneas amarillas que le había dejado fuera de combate. Era quién dirigía a los demás, les ordenó en su idioma. Los lagartos corrían sin problemas sobre el lago de agua, y trataban de rodearla. "¿Que no tengo que luchar sola? Pues ahora lo estoy, y necesito aún más que nunca a lo demás… ¿Dónde están?"

"Debes tener confianza en ellos, no todo depende de ti" le dijo la voz de mujer. "Está bien ser seguro de uno mismo, pero debes recordar que, al final, prevalecerá el bien y la gente se unirá para ayudarte. Ten fe".

"Hablas como él, Espíritu de la Espada". Zelda esquivó la primera de las lanzas que le estaban lanzando, al mismo tiempo que el gusano iluminó la estancia con sus rayos. Desde la jaula, Zenara trataba de usar lo que tenía a mano, fragmentos de huesos, alguna pieza de metal, pero sin resultado. Zelda se encogió, rodó, lanzó ataques por todos lados, tratando de esquivar en todo momento. Cuando sentía que le fallaban las fuerzas, escuchó un grito de algún lugar por arriba de ellas, y por fin, aparecieron dos ornis. Una tenía las plumas verdosas, era Vestes, la otra, por el plumaje gris y la forma errática de volar, comprendió que era Nuvem. Las dos disparaban flechas bastante certeras, e hicieron retroceder a los lizalfos. Nuvem arrojó un objeto dentro de la jaula, otro arco, porque ahora Zenara podía también ayudarlas desde arriba.

El gran gusano se acercó a Zelda, y usó su gran cola articulada para golpearla. Estaba demasiado atenta a la llegada de más lizalfos, por lo que no le vio hasta que tuvo la cola encima. Sin embargo, no llegó a darle. El moguma Grunt fue el responsable. Soltó una flor bomba, previno a Zelda para que se agachara, y el gusano dio la vuelta sobre sí mismo y volvió a recorrer el mismo camino, pero inverso. Aun así, la flor estalló a tiempo para quebrar la armadura de metal. Ahora, Zelda vio que tenía carne debajo.

Fue como si todo se detuviera. El lizalfos verde tenía su gran cuerno brillando, a punto de lanzar un rayo. Estaba metido en el agua, y escuchó la voz de Mariposa, muchos años atrás, decirles que el agua era peligrosa, que la electricidad corría dentro de ella y te podía quemar. El gusano se estaba metiendo otra vez dentro del lago, justo al lado del lizalfos.

– ¡Vestes! ¡Dispara a su cuerno, al del lagarto verde, rápido! – Zelda corrió hacia los lizalfos que quedaban en pie. Los empujó con el escudo espejo, y volvió a gritar la orden. Zenara quizá debió entenderla, porque empezó a disparar a los lizalfos que tenía frente a Zelda, y Nuvem, al quedarse sin flechas, usó sus alas para levantar una corriente de aire y hacerles perder el equilibrio. Al herirlos, retrocedían y era más fácil para la guerrero obligarlos a volver al lago de agua hirviendo. El gusano intentaba regresar, pero el moguma se lo impedía, lanzando más y más flores bombas, sin vacilar.

Vestes logró dar en el blanco: su flecha rebotó en el cuerno del lizalfos eléctrico. El mismo rayo que había dejado a Zelda fuera de combate rodeó al lagarto como una cúpula de rayos. Al golpear el agua, se formaron cientos de rayos, que golpearon a todos los lizalfos que estaban allí dentro. La criatura de metal fue quien se llevó la peor parte. Su cuerpo se desintegró, y mostró por fin su verdadera apariencia: un gran gusano de tierra, con sus colmillos y ojos redondos y rojos.

Atacó, usando la técnica del círculo. El filo de la espada chocó con la cola del animal, y la seccionó en dos. El lizalfos que tenía el cuerno eléctrico dejo de temblar. Su cuerpo chamuscado fue el primer en caer en el lago, seguido del resto. Entonces, se produjo un fuerte estallido, que lanzó a Zelda por los aires hasta golpearse contra la pared. La sala quedó en silencio. Si había algún lizalfos aún en pie, en ese momento soltó las armas y se marchó corriendo.

Grunt se acercó a Zelda, que se había dejado caer de rodillas en el suelo. Ahora que podía verse reflejada en el escudo espejo y en el agua, entendió por qué el moguma había querido primero que comiera algo y bebiera. Tenía muy mal aspecto. Se encogió, murmuró que había que sacar a Zenara de su jaula, y se dejó arrastrar por el sueño, mientras la voz del Espíritu la felicitaba.

Zelda tenía quemaduras severas. No solo por el primer ataque, sino que, durante el último, sin ser consciente de ello, había recibido la onda expansiva de la cúpula eléctrica que surgió. La gerudo había tenido suerte, aunque seguía inconsciente del golpe que se dio contra el techo de la jaula, y la orni Nuvem estaba justo sobrevolando encima. Vestes estaba lejos, pudo escapar, aunque tenía unas plumas de la cola chamuscadas. Aun así, la explosión destrozó una parte de la jaula, y por eso Nuvem pudo sacar a Zenara. La peor parte se la llevó Zelda.

– No es la primera vez que un plan me estalla en la cara – dijo la labrynnesa, mientras Vestes le aplicaba remedios de Sapón. Grunt trajo fruta y agua, y habían encendido una hoguera –. Ni siquiera la primera este mes…

Escuchó reír a la orni. Nuvem tenía la pata derecha vendada, y descansaba cerca de la líder de las gerudos. Grunt esperaba, medio cuerpo metido en un agujero, la otra mitad fuera. Tanto él como Vestes estaban ilesos.

– Ha sido una pelea impresionante – dijo entonces el moguma.

– Sí, gracias a ti, Grunt. Esas flores bomba nos han ayudado mucho – Zelda preguntó a Vestes si podía volver a ponerse la túnica, y esta le dio el visto bueno. El agua caliente del lago resultó ser muy buena para lavarse, y también desinfectar las heridas, solo que estaba llena de cadáveres de lizalfos. Zelda los apartó con el pie.

Nuvem estaba impaciente. Quería ir a buscar a Crasta, la otra orni que los lizalfos se llevaron. Vestes le dijo que ella no había visto a ninguna orni más, y omitió que habían encontrado el cadáver de Aramal. Mientras, Zelda comió con avidez las ciruelas del desierto que había traído el moguma. Durmieron por turnos, siempre vigilando que Zenara estuviera bien.

Durante su guardia, Zelda se acercó a la criatura que había destruido. Quedaban restos de la armadura de metal que la había cubierto, unas placas que tenían los símbolos de inscripciones y letras que empezaban a serle familiares. "Ojalá tuviera una cámara luminográfica, podría enseñárselo a Link".

Regresó a la hoguera que habían hecho para calentarse, a la espera de encontrarse mejor. En ese momento, Vestes le contaba a Nuvem cómo el rey Link le había encomendado la misión de ayudar a la heroína de Hyrule. Zelda se sentó frente a las ornis y dijo:

– ¿No llegaste a ir a la fortaleza?

Vestes le devolvió el medallón.

– No. El rey me pidió protegerte y ayudarte, no debí dejarte en ese lugar. Los lagartos te secuestraron. Intenté socorrerte, pero no pude…

Zelda pensó un momento. No, estaba segura de que esa silueta que vio no pertenecía a la orni. Le preguntó qué le pasó, y la orni respondió, con voz dolida:

– Me capturó una hylian de piel oscura. Me encerró dentro de una cueva unas horas, me curó la herida y cuando me dejó salir, me dijo que debía seguir un camino que había hecho con flores luz, hasta este lugar.

– ¿Una hylian de piel oscura? Kandra… – Zelda observó la reacción de la orni.

– Creo que sí. Era tal como tú decías que era, pero no sé… Me pareció que actuaba raro.

"La muy cobarde no se ha atrevido a acercarse… Estoy segura de que fue ella a la que vi, ¿por qué no me ayudó entonces?" Zelda trató de pensar en cómo lo haría un soldado. ¿Y si había dejado que la llevaran hasta allí para averiguar dónde estaba el refugio de los lizalfos? Sabría que Zelda se las apañaría para salir por su cuenta, pero por si acaso, mandó a Vestes. "Ya la pillaré, a ver qué está tramando".

Estaba pensando en esto último, mientras se preguntaba cómo podrían salir las cuatro del desierto, y en que dudaba que los lizalfos tuvieran caballos, cuando Zenara se incorporó de repente. Suerte que le habían quitado el arco, y no tenía a mano una espada o un puñal, porque lo primero que hizo fue un gesto de querer atacar. Zelda la saludó, le preguntó qué tal estaba, y la líder de las gerudos no respondió. Se puso en pie sola.

Zenara no era ni siquiera su gerudo favorita después de Nabooru. La líder de las gerudos era desagradable, siempre enfadada y ponía todo en duda. Años después de que Link las declarara amigas del pueblo de Hyrule y abriera las vías de comercio, seguía repeliendo a este. No la culpaba, Link entendía que había años de resentimiento y odio entre ellos. Él le seguía mandando las invitaciones para venir a su palacio en Kakariko, y Zenara solo enviaba a Nabooru. Al menos, a Zelda le tenía cierto respeto, por ser el primer caballero de Hyrule y también porque algunas de las misiones que había cumplido habían sido de ayuda a las gerudos.

– Hay que marcharse – dijo, nada más terminar de darse cuenta de que estaba libre. Sin embargo, no dio un paso, porque cayó de rodillas. Zelda se acercó con agua y le dijo:

– Estás muy débil, Zenara. Por favor, dime cómo acabaste en esa jaula...

Zenara bajó la mirada. Chasqueó la lengua y entonces le dijo a Zelda.

– No deberíamos perder el tiempo charlando. Mi pueblo está en problemas…

– Tu hermana estará organizando un rescate, estarán bien. Aunque me sorprende que no nos pidiera ayuda, quizá el ejército del cañón Ikana se lo impide – Zelda se puso en pie. Vio que Zenara evitaba mirarla. Solía llevar el velo con el símbolo de la líder, por eso se le hacía tan raro estar así con ella, hablando de igual a igual. Tenía un gesto en la boca que le recordaba a alguien, pero no era a Nabooru.

Ante el silencio de Zenara, Zelda propuso recoger las armas que habían logrado recuperar del almacén, y poner rumbo a la fortaleza gerudo, aunque dudaba que pudieran las ornis, por más que Nuvem decía que ella estaba mejor.

– ¿Sabes en qué lugar del desierto estamos? No reconozco… – Zelda miró alrededor. Estaban en una especie de cañón, con grandes muros de tierra. Había miles de agujeros, y la roca formaba picos parecidos a colmillos. Esto lo había visto, en el sueño que tuvo justo antes de que atacaran los lizalfos. Zenara la observó y entonces le dijo:

– Estamos en los Filos de la Tierra. Al fondo, en esa dirección, está la caverna donde vive la Saga del Fuego. Vinimos aquí las dos, pero… – Zenara se calló.

– ¿Las dos? ¿Nabooru y tú?

Zenara asintió. Luego, con voz ahogada, llegó a decir:

– Se la llevaron, Zelda. No sé a dónde, pero mi hermana, la Sabia del Espíritu, está desaparecida. Nos atacaron, eran numerosos, no solo hombres lagartos, sino orcos, goblins y algo que parecía una mezcla con humanos… Además, uno de ellos, un humano con máscara de piedra nos lanzó un tipo de magia que no conocíamos. A mí me encerraron en la jaula donde estaba, aislada, con esa criatura bajo los pies y sin posibilidad de escapar. Por más que he pedido miles de veces que me lo dijeran, desconozco el paradero de Nabooru – miró a Zelda –. Has reconocido este sitio, seguro que ella te habló de él. Nunca habías venido, ¿verdad?

– Sí que he estado, creo que en un sueño. Lo que vi no puede ser el futuro, parecía más bien… El pasado, quizá – Zelda se llevó la mano a la sien. Le dolía. Era como si todo aquello le fuera familiar, pero sin saber de dónde o cuando lo había vivido –. Creo que debemos ir a ver a la Saga del Fuego. ¿Qué opinas? ¿Podría ella decirnos dónde está Nabooru?

– Yo no he estado nunca, pero sé dónde está la caverna. En esa dirección, en lo más profundo de los Filos de la Tierra. Pero… – y la líder de las gerudos observó a las ornis.

– Tranquilas, podéis iros – dijo Nuvem, con la pata estirada cerca del fuego.

– Yo puedo quedarme con ella – propuso Grunt –. Cuando volváis, iré a por mi pueblo, para volver a poblar estas cuevas.

– Os acompaño – Vestes se colocó bien el arco en la espalda y dijo –. Su majestad Link confió en mí para cuidar de Zelda, así que no pienso volver a marcharme…

Zenara volvió a hacer un gesto con la boca, un rictus de desagrado que a Zelda no le pasó inadvertido. Sintió que no le había contado toda la historia, pero sabía que a Zenara no se la podía obligar a contar lo que no quería. Habría que confiar en ella. La Espada Maestra vibró, solo Zelda lo sintió, y comprendió que era lo que debía hacer a continuación.