Capítulo 13. La Saga del Fuego.

Había escuchado a Nabooru hablar de este lugar. Lo había mencionado a menudo, como un oráculo al que acudía para aprender magia y también conocer el futuro. Les había contado, a ella y a Link durante una cena, que la Saga tenía ya cerca de mil años, que predijo la muerte de la madre de Nabooru, la anterior líder, y también otros eventos. Se decía que un héroe legendario, anterior al Héroe del Tiempo, la rescató del temible Volvagia, y hasta se rumoreaba que había visto el Mundo Oscuro, como ellos. "Seguro que lo flipó con la aldea de los animales adictos al juego" pensó Zelda, pero no llegó a decirlo en voz alta.

A medida que avanzaban por el camino, las paredes se iban estrechando, y el sonido del viento se hacía más lúgubre. El sol iba desapareciendo por encima de sus cabezas, y la oscuridad empezaba a alcanzarlas. Sin embargo, Zenara parecía revivir. Tenía los puños, el ceño fruncido y la boca torcida en un gesto de asco, pero su expresión en los ojos era muy triste. Hasta ahora, sabía que las dos hermanas se querían, aunque tenían muchas discusiones y eran muy diferentes.

Para distraerla, Zelda le contó todo lo que les había pasado desde que Nabooru se marchó en busca del apoyo de las gerudos hasta ahora. Escuchó con atención, como también hizo Saharasala, pero no le hizo preguntas. Al terminar el relato, solo preguntó:

– Entonces, ¿ya no eres la elegida por el Triforce del Valor? ¿Y sigues luchando?

– No me queda más remedio. Hay que recuperar el reino.

– Eso explica tu forma de pelear – la líder de las gerudo dijo lo siguiente, y por unos segundos Zelda estuvo tentada de darle un golpe –. Torpe, violenta, descuidada… Sin medir lo que haces… Ya no tienes el Triforce, eres mortal. Si te hieren, morirás. ¿No lo has pensado?

"Todos los días, Zenara. Tengo una fecha final, la desconozco, pero será antes de lo que debió ser" pensó en contestar, pero en su lugar solo dijo que al menos ella había logrado liberarla de la jaula.

Justo entonces llegaron frente a una gran caverna. Vestes aterrizó, y dijo que allí olía a muerte y no se veía nada. El viento hacía que las piedras alrededor soltaran aullidos y gemidos. Estaba ya oscureciendo, y Zelda prendió una semilla de ámbar usando un palo de un árbol seco que había cerca.

– Solo pueden entrar en la caverna quienes tengan una pregunta que hacer – advirtió Zenara. Miró a Zelda, y esta dijo que ella iba a entrar, sí o sí. Vestes vaciló y dijo que ella no tenía ninguna duda sobre el futuro, pero que no podía abandonar a Zelda otra vez.

– Tranquila. Vigila el exterior, y si no salimos en un día, ven a buscarnos – le propuso Zelda. Para que la creyera, le dio de nuevo su medallón. La orni asintió, y la dejaron dando saltos inquietos en el exterior, mientras las otras dos se hundieron en la profundidad de la cueva.

– Puede que Zant ya haya estado por aquí, y… – dijo Zelda en voz baja. Zenara negó con la cabeza.

– La Saga tiene más de mil años de vida, ha sobrevivido a todas las crisis que existen. Estará bien.

La antorcha no llegaba a iluminar todo el lugar. En lo más alto, en la lejana bóveda, vio los ojillos luminosos de murciélagos, observando a las intrusas. Zelda se llevó la mano a la espada, pero Zenara la detuvo.

– Hay normas en este lugar: no se pueden sacar armas, ni derramar sangre. Ya te he dicho que la Saga no ha sobrevivido estos años, no sin saber protegerse. No nos harán nada, tranquila.

– Has dicho antes que nunca has venido… – dijo Zelda.

– No, pero mi madre me contó todo – antes de partir, Zenara se había traído con ella un arco, flechas y también una espada, toda del arsenal de los lizalfos –. Murió a manos de los esbirros de la reina Estrella, y parece que su hijo está siguiendo sus pasos…

– Link es inocente – Zelda suspiró –. Ha sido él quien me ha pedido que venga a ver qué había pasado con vosotras. Nabooru te explicaría lo de la Torre de los Dioses, y también que hay un doble malvado en el poder.

– Todo eso, además de que queréis que las gerudos abandonen otra vez el desierto para atacar Hyrule. Mi hermana intentó convencerme para venir a ver a la Saga, que ella me demostraría que estábamos haciendo lo correcto. Yo no quería. Sin embargo, Nabooru insistió, y las otras gerudos del consejo la creyeron… Así que accedí. Maldita la hora – Zenara se tropezó, soltó una serie de insultos en su idioma que Zelda fingió no conocer, y siguió caminando.

Zelda creía que para las gerudos consultar a la Saga del Fuego era bueno, algo tradicional, pero estaba viendo que Zenara no estaba nada contenta. Solo la había acompañado para hacerle una pregunta, dónde estaba Nabooru. Una vez más, Zelda se preguntó cómo era eso de tener hermanos. Sus padres, según tenía entendido, habían planeado una gran familia, llena de niños. Tenían escogidos muchos nombres para ellos, la mayoría para chicos. Quizá, si a Clara Esparaván no la hubieran asesinado antes de tiempo, Zelda habría sido la hermana mayor de todos esos niños. ¿Sería tan malhumorada como Zenara? ¿Habría discutido tanto con ellos, o serían grandes amigos, siempre aliados?

"Una casa llena de niños pelirrojos… Sería un sueño muy bonito, ¿verdad, Link? Aunque no sé siquiera si llegaré a tener uno…"

Un escalofrío le recorrió la espalda, tan fuerte que Zenara le preguntó si tenía frío. Zelda negó con la cabeza.

Alzó un poco más la antorcha. En las paredes de ese sitio había algo, parecían estatuas. Zelda se acercó a una para iluminarla. Era la figura de un pájaro, muy parecido, ahora que lo veía, a la pelícaro Gashin. Cuando le preguntó a Zenara, esta dijo que no tenía ni idea. Estaban llegando al fondo de la caverna, después de un buen rato caminando, tras dejar atrás más estatuas, más figuras y paredes llenas de dibujos.

– Si Link estuviera por aquí, ya estaría haciendo preguntas y examinando todo con la Lente de la Verdad. Le flipan estas cosas.

– Ya, Nabooru me ha llenado la cabeza con historias sobre él. No me las creo. Los reyes de Hyrule siempre han sido crueles y malvados. Su abuelo rompió el tratado de paz con mi madre, nos acusó de la muerte de la princesa. El rey Lion nos ignoró, y la reina Estrella fue la peor de todos. Solo me decidí a abrir de nuevo las relaciones por el bien de mi pueblo y porque Nabooru y el consejo me aseguraron que nos traerían prosperidad. Solo ha durado cinco años.

"Aquí estoy, con la versión femenina y culta de Leclas. Una gruñona" Zelda se llevó la mano a la empuñadura de la Espada Maestra. Recordó las pocas veces que el shariano y la líder de las gerudos habían intercambiado palabras, y cómo habían tenido ella y Nabooru que interponerse. Leclas no era nada delicado con Zenara, y parecía que le gustaba provocarla, y la líder de las gerudos detestaba a los hombres. El recuerdo de Nabooru, contándole como su hermana había rechazado el deber de participar en la herencia, hizo que el corazón de Zelda le doliera. "La sabia del Espíritu está desaparecida… ¿No lo sabría al menos Saharasala, que es quién siente a los demás sabios?"

– ¿Qué le vas a preguntar a la Saga del Fuego? – le preguntó de repente Zenara.

– Dónde está tu hermana, lógicamente. Si está en apuros, iremos a rescatarla. ¿Y tú?

– Iba a pedirte que me dejaras a mí esa pregunta, y tú hicieras cualquier otra. Seguro que tienes miles que hacer, con respecto a la guerra.

¿Era miedo lo que le pareció escuchar en la voz de Zenara? Zelda la miró, un poco intranquila. En el sueño, le advertían al héroe que las respuestas de la Saga eran únicas, acertadas y que no se podían cuestionar. Nunca había ido a una adivina, no sabía qué esperar. Tenía razón Zenara, tenía miles de preguntas, como, por ejemplo, ¿cómo serían esas pruebas del espíritu de la espada? ¿Cuándo debía enfrentarlas? ¿Conseguiría pasarlas?

– ¿Tú no tienes más preguntas que hacerle, Zenara? – dijo Zelda, más para dar conversación. La líder negó con la cabeza.

– No. Nabooru solo quería mostrarme que debíamos aliarnos con tu rey Link, pero yo he dirigido mi pueblo sin necesidad de adivinanzas ni oráculos, y quería que siguiera así – Zenara se detuvo. Zelda la imitó porque las dos habían llegado al final de la cueva. Solo tenían una gran pared ante ellas, lisa y desnuda, sin grabados.

Zelda movió la antorcha. Vio que había huecos en la pared, a modo de faroles, y se acercó para prenderlos. Al menos, así consiguió que la sala se iluminara Zenara retrocedió un poco, y miró al suelo. Estaban las dos subidas a una especie de altar redondo, gigantesco. Con la luz, pudieron ver que había agujeros en el suelo, no muy grandes.

– Hay que hacer una ofrenda, para hacer la pregunta – dijo Zenara, chasqueando la lengua. Murmuró en su idioma –. Debe tener un gran significado para ti.

– Tiene más valor, aquello que más aprecias. Al menos, es un objeto, no un sentimiento o una persona – Zelda pensó en lo que llevaba encima, y al instante su mente le devolvió dos objetos al menos que eran valiosos, más que el Escudo Espejo o la Espada Maestra. Se llevó la mano al cuello, y recordó tarde que se lo había devuelto a Vestes, para que las gerudos la reconocieran como amiga de Zelda en caso de necesitar ayuda. Entonces, solo le quedaba uno.

La brújula.

Recordó la noche en la que Link se la regaló. Cómo le tradujo el grabado en hyliano antiguo, lo emocionada que se sintió y las ganas que tuvo en ese momento de decirle que ella se quedaba en Hyrule, por más que debía regresar a Labrynnia y ayudar a su padre a recuperar sus tierras. También, que el ya entonces muy sabio Link le advirtió que hacerle caballero no sería un regalo, sino más un deber y un peso. Zelda cogió la brújula, admiró una última vez sus grabados, el oro, el dibujo de la rosa de los vientos, su aguja imantada siempre indicando el norte. Todas las veces que la ayudó a buscar el camino correcto, la forma de regresar.

La depositó en uno de los agujeros, con el último pensamiento de que Link mismo aprobaría esta decisión. Aun así, los dedos se quedaron rígidos, y tuvo que ordenarse a sí misma que debía soltar la brújula.

Zenara no tenía nada. Había sido despojada de sus objetos. Lo único que le quedaba era la joya que lucía en su frente. Según le dijo Nabooru, esta joya se la grababan en la cabeza a las líderes gerudos, un ritual doloroso pero necesario. El topacio que Zenara llevaba era un símbolo del poder del rayo que heredó de su madre, pero que había perdido a medida que crecía. De hecho, Zelda solo le vio usarlo una vez, y según le dijo Nabooru, tuvo que guardar cama un mes, porque no podía levantarse del agotamiento.

Tras vacilar, Zenara se arrodilló en el suelo, llevó el puñal que había cogido en la armería y empezó a arañar la superficie del topacio. Zelda le dijo que parara, que ella sería la única que haría la pregunta, pero la gerudo no quiso escucharla. Solo respondió que ella ya lo sabía, que esto iba a pasar, y, sin más, tras dar un grito de dolor, se arrancó el topacio de la frente. Le dejó una honda cicatriz, que empezó a manar sangre. Zelda le dio una de las camisas que ella no había llegado a usar, y también pomada cicatrizante, y la ayudó a hacerse un vendaje. La joya cayó al agujero que le correspondía, dando saltos, hasta desaparecer del todo.

Pasaron unos minutos, en los que Zelda se concentró en curar cómo pudo a Zenara. No la incomodó con preguntas tontas, como que si ahora podría sustituir la joya por otra. Sabía la respuesta. Aunque ella tuviera otra brújula, regalada por Link, con la misma inscripción, nunca sería la misma que le regaló esa noche tan bonita, alegre, en la que le coronaron a él y ella fue nombrada primer caballero. Eso no volvería jamás.

En el exterior, era noche cerrada. Dentro de la cueva hacía frío. Zelda propuso hacer un fuego y calentarse, pero Zenara le dijo que debían quedarse quietas en el altar. Obedeció, y observó a la líder de las gerudo, quedarse sentada en el suelo, con las rodillas hacia fuera. Zelda la imitó, y quedaron las dos mirando hacia la pared vacía. La luz de las antorchas se fue apagando, a medida que el viento frío de la noche se colaba por las rendijas. Zelda se cruzó de brazos, los descruzó, se rascó la rodilla, descubrió que en algún momento se había hecho un roto en el pantalón. Murmuró que eran nuevos, y que no tenía otros. Quiso añadir que estaba harta de perder prendas de ropa, cuando Zenara la chistó.

Le dolía la espalda. A la segunda hora de estar así, Zelda dio una cabezada, y estuvo a punto de caerse hacia delante. Volvió a sentarse erguida, al ver que Zenara no se había movido. Ni siquiera se limpió la sangre que aún le caía por la frente, a pesar del vendaje. Empezaba dolerle también la pierna derecha, después la izquierda, y por último hasta el trasero. Cerró los ojos, y se concentró en lo poco que sabía de la Saga. Nabooru solía decirle que era a quién había consultado cuando aparecieron las brujas Koume y Kotake. También que ella le había enseñado la magia que conocía, aunque lo cierto es que la sabia del Espíritu no usaba tanto sus poderes, quizá para volar en esa escoba. Ah, la escoba que perteneció a Koume y Kotake. El Escudo Espejo lo consiguió entonces. Antes, justo antes, había usado uno que le regaló Link, el que compró con parte del premio de ganar la carrera del Rancho Lon. Esto la hizo pensar en ese día, en lo tonto que estaba, que si quería participar a pesar de no saber nada de carreras. Si no se hubieran presentado esos fantasmas para atacarle, no habría ganado. Tuvo que reprimir la carcajada, al recordar la luminografía final que había sacado don Obdulio…

– Piensas en demasiadas cosas estúpidas, muchacha.

Zelda abrió los ojos. Ya no estaba en la sala redonda, ni siquiera estaba sentada. Se encontraba flotando en el aire, en mitad de la oscuridad. "Me he quedado dormida. Zenara se va a pillar un rebote cuando..."

– No, estás despierta. Ven, tenemos que hablar.

Como pudo, moviendo piernas y brazos igual que si nadara, Zelda logró llegar hasta donde había un único punto de luz. Al rozarlo, sus pies tocaron de repente suelo, y se encontró en una habitación vacía, el suelo liso, pero rodeada de una especie de neblina. Seguía sin ver a la persona que la había llamado. Caminó un poco, en dirección a la silueta de alguien, pero no era una adorable anciana de 1000 años.

Miró a la mujer pelirroja, que tenía en frente. Era una gerudo, sin duda. Los ojos almendrados la observaron, por encima del velo que llevaba. Su cabello estaba recogido en una tirante coleta. Cuando se acercó Zelda, desenvainó dos sables que llevaba en la cadera y apuntó con uno a Zelda mientras el otro lo mantuvo atrás.

– Me dijeron que no se puede derramar sangre en este lugar – dijo Zelda, intentando sonar calmada. Su propia voz le sonó extraña, como lejana.

– ¿Y tú te haces llamar heredera del Héroe del Tiempo? – dijo la extraña mujer. Sin más, giró las caderas en un baile bien ejecutado, y el sable de atrás cayó en picado hacia Zelda, mientras el primero, el más cercano, se movió en un amplio círculo.

Zelda se movió con rapidez. Puede que no debiera usar armas, donde quiera que estuviera, pero el instinto estaba allí, no había cambiado. Usó el escudo para protegerse del ataque que venía de frente, y la espada para bloquear el segundo. Cuando chocaron, Zelda aguantó el peso del contrincante, se giró ella también y la esquivó, manteniendo siempre la distancia y la guardia.

– Nunca me he llamado tal cosa – se defendió.

– Heroína de Hyrule es lo mismo, ¿no? – la mujer avanzó hacia ella, girando con las dos espadas en alto. A Zelda no le quedó más remedio que rodar por el suelo para esquivarla, y ponerse de pie rápido. Al hacerlo, sintió que uno de los sables pasaba muy cerca. Al mirar al suelo, vio varios mechones de su cabello esparcido.

– No quiero pelear contigo, seas quién seas. Yo solo quiero ver a la Saga. Es importante, tenemos que encontrar a Nabooru.

La mujer no la escuchó. Siguió lanzando esas estocadas en círculo, arriba y abajo. Zelda las repelió todas, pero no contraatacó. Intentaba mantener la distancia, pero llegó al final de la pasarela circular donde estaban, y descubrió que se encontraban suspendidas en el aire. Un paso más atrás, y caería al vacío. De hecho, tenía un talón fuera, se mantenía de puntillas, y la mujer lo vio, porque hizo un veloz movimiento, y Zelda encontró que su cuello estaba justo entre los dos sables cruzados. Trató de mover la mano con la espada, pero la mujer entonces le dio una fuerte patada. Lanzó la espada que le había regalado los príncipes de Gadia por los aires.

Solo tenía el Escudo Espejo y la Espada Maestra. "¿Solo? En otro tiempo, con eso me hubiera bastado...". Claro que, en otros tiempos, la espada tenía filo, cuerpo, algo. Ahora no era más que una empuñadura.

– Vamos, chica fuego, enséñame de lo que eres capaz – dijo la mujer en idioma de las gerudos.

"Chica fuego" Fatat Naria. Así la llamaban entre las gerudos. Era mejor ese mote que Caballero Zanahoria o Pecosa. Se lo había puesto la misma Sabia del Espíritu.

– No, tú no eres… Nabooru.

– Sí que lo soy, pero no la Nabooru que conoces – la mujer la agarró con una sola mano del brazo, la levantó en el aire y la arrojó al centro de la plataforma. Fue tan brutal que Zelda perdió el Escudo Espejo, y le dolió toda la espalda –. Me presento. Soy Nabooru, la primera, la líder de las gerudos. Fui amiga del chico que tú conoces como el Héroe del Tiempo. La espada me ha enviado. Soy una de tus pruebas. Tienes que derrotarme, pero de momento, lo has hecho de pena, muchacha.

Zelda se incorporó rápido, de un salto. Había perdido la espada tontamente, y, además, en el momento en que esta Nabooru le había agarrado, uno de sus sables le había cortado en el cuello. Por suerte, no en la yugular, pero estaba sangrando. Tendría unos minutos antes de que la pérdida de sangre la dejara indefensa. Tomó el escudo dando una voltereta, y ya tenía a Nabooru otra vez sobre ella. Lo único que pudo hacer, lo que tantas veces había entrenado con su padre, fue esquivar el ataque, con un salto lateral, pero solo apoyó un pie. Con el otro, se agachó y puso una zancadilla a Nabooru. La esquivó también, pero le hizo perder el equilibrio. Zelda le agarró del pantalón bombacho con la mano libre de la espada, y tiró hacía atrás. Nabooru resbaló y al caer, Zelda le arrebató uno de los sables.

– No te servirá – la gerudo escapó, asestando un golpe en la sien a Zelda –. Tengo todos los que quiera a mi disposición.

Chasqueó los dedos, y otro sable reapareció en sus manos, mientras que el que Zelda había logrado conseguir estaba oxidado. En ese momento, empezó a marearse, y se le escurrió entre los dedos. La sangre estaba tiñendo sus ropas y dejando un reguero por el suelo. "Que no se podía derramar sangre, y un comino".

"Úsame"

Era la voz del Espíritu de la Espada Maestra. Zelda negó con la cabeza.

– Estás rota, no funcionas.

"Pero si me has usado ya, ¿por qué has dejado de confiar en mí? ¿Qué temes?"

– Reza a tus diosas extranjeras, chica fuego, porque voy a enviarte con ellas ahora.

"Disculpa, Espada Maestra. Tienes razón. Ayúdame"

– Si muero, quiero hacerlo junto a él – susurró Zelda. Asió la Espada Maestra. Vio venir a Nabooru, con sus dos sables dirigidos a su corazón y a su cuello, y el tiempo se volvió lento, mientras el haz de luz surgió del filo inexistente de la Espada Maestra. Con solo dos movimientos ágiles, con la Espada Maestra y el escudo bien firme, Zelda derribó a Nabooru en el suelo, y le apoyó la punta de la espada en el cuello.

No era Nabooru, era solo una niña. Vestía una túnica de color verde, como ella, y era pelirroja, pero no podía verle el rostro. Zelda apretó la mandíbula y dijo:

– Estoy harta de trucos, Saga del Fuego.

La niña desapareció, y Nabooru volvió a aparecer delante de ella.

– De acuerdo, has vencido esta prueba. No te la he puesto difícil, pero hacía tiempo que no luchaba y quería verlo con mis propios ojos – la gerudo avanzó. Se quitó el velo y mostró su rostro. Era el de una mujer joven. Tenía algo familiar, pero no supo ubicarla en sus recuerdos –. Fui una vez, en vida, la Sabia del Espíritu. Unimos fuerzas con el Héroe del Tiempo. Un placer conocerte, Zelda Esparaván, Heroína de Hyrule.

Esta se llevó la mano al cuello. Ya no sangraba. De hecho, no quedaba rastro de nada. Todo había sido una ilusión.

– Tu pregunta para la Saga del Fuego era esa: ¿superarías las pruebas del espíritu, recuperarías la Espada Maestra? La respuesta es esta también: todo irá bien, pero solo si eres capaz de perdonarte los errores del pasado. Esa última imagen representa lo que te debilita y te impide avanzar.

– Yo no… – Zelda negó con la cabeza –. Yo no he hecho nada de que sentirme culpable. Estoy bien con el pasado.

– ¿Seguro? Creo que aún necesitarás más pruebas para verlo – Nabooru se cruzó de brazos –. Escucha, Chica Fuego, mis palabras. Ten mucho cuidado con lo que crees y lo que supones. Ah, la Saga también quiere advertirte que tengas cuidado con el agua. Tú eres fuego, impaciente, destructiva, llena de ira. Ante las dificultades, prefieres avanzar sin preguntar, sin pensar, sin reflexionar. El agua requiere paciencia y meditación, no te precipites, o puede que esa prueba sea imposible de superar. Tened mucho cuidado con eso.

– No sé a qué te refieres, yo solo quiero encontrar a Nabooru, saber si podemos rescatarla – Zelda sintió los brazos y piernas pesados. Cayó de rodillas frente a la Nabooru del pasado. A duras penas le sostuvo la mirada, mientras luchaba por ponerse en pie, sin éxito.

– Esa pregunta ya tiene respuesta. Zenara la ha recibido – Nabooru se guardó los sables, hizo un gesto que solía hacer las gerudos, alzar la mano derecha mostrando la palma, el gesto de la despedida –. En un futuro, volveremos a vernos.

Un golpe seco, que sintió en todo el cuerpo, hizo que Zelda abriera los ojos de repente. Estaba tumbada en el suelo, solo un poco más lejos del lugar donde estuvo sentada. Al incorporarse, sintió tal migraña que volvió a tenderse. Zenara estaba unos metros más allá, tumbada de lado. Había dejado de sangrar, al menos, pero parecía inconsciente.

– No he entendido nada de lo que ha pasado. Menuda locura – Zelda se arrastró hasta Zenara. Le tocó el hombro, y por fin la líder de las gerudo se despertó –. Espero que a ti te haya dicho algo que nos sirva, si no, hemos perdido el tiempo…

Zenara se incorporó, y al instante se puso en pie.

– Dijiste que hay un ejército en el cañón Ikana, ¿verdad? Nabooru está prisionera allí. Debemos ayudarla. Pero antes debo reunirme con mi pueblo. Hay que desterrar a nuestro enemigo de las tierras del desierto.

No le preguntó siquiera por su respuesta, aunque Zelda lo agradeció. No había comprendido por qué, después de la lucha, le soltó ese galimatías del agua y fuego, de ella y de él. En su sueño, le advertían al héroe que las respuestas que daba eran verdaderas, pero a Zelda le parecieron un montón de tonterías. De todas formas, se las recitó para recordarlas, y así poder preguntarle a Nabooru, cuando lograran rescatarla.

Al ponerse en pie, Zelda vio que en el suelo estaba, entre las dos hornacinas que había, se encontraba una especie de piedra. Tenía una forma como si fuera una coma, con un agujero en medio.

– ¿Qué es esto? – preguntó, antes de atreverse a agacharse y tocarlo. Estaba un poco frío.

– A veces, la Saga deja algo porque considera que necesitas guía o ayuda – y señaló con la barbilla la piedra. Zelda se agachó y la tocó. La piedra brilló y después se apagó. "Es para mí, ¿verdad? Es la forma que tienes de decirme que he pasado la prueba".

La espada tembló un poco, pero no escuchó la voz de mujer. En su lugar, lo que escuchó fue el grito de Zenara para que se diera prisa.

En el campamento, encontraron a Nuvem dormida, con la pata estirada y de nuevo vendada. El moguma Grunt estaba fuera de su agujero. Había excavado para encontrar una fuente de agua, y rebuscado en la guardia de lizalfos hasta encontrar más comida y bebida. También había encontrado algo más. Esperó a que apareciera Vestes para decirle, con las orejas gachas:

– Encontré huesos en el fondo de la cueva… Tenían esto, lo he cogido… – y le tendió un collar con plumas y dijes. Vestes se dejó caer de rodillas, y empezó a trinar. Zelda le preguntó si podía llevarla a los huesos, pero Zenara chasqueó la lengua.

– No tenemos más tiempo que perder. Hay que ir a la fortaleza, y emprender la marcha al cañón de Ikana – Zenara se cruzó de brazos. Zelda comprendió que esperaba que Vestes y Nuvem las llevara.

– No, hay que honrar a los fallecidos. Para los ornis es importante – Zelda preguntó a Grunt si se lo había dicho a Nuvem, a lo que el moguma respondió con un asentimiento. Desde que le dio la noticia, la orni no había despertado.

– Ve a enterrarla, Zelda. Yo me ocuparé de Nuvem, le contaré lo que pasó a Aramal. Cuando regreses, estaremos listas para empezar el viaje – Vestes parpadeó. Los ornis no lloraban, porque no podían, y eso le dio a Zelda más tristeza.

Acompañó a Grunt, llegó a donde estaba el cuerpo de la orni. El moguma la ayudó a excavar un buen sitio, y usando una manta que encontraron, la enterraron ahí. "Es el segundo cuerpo de un aliado que entierro en pocos días" se dijo Zelda, y al pensarlo, supo que no sería el último. Al fin y al cabo, estaban en guerra. Iba a ver más cuerpos, y era probable que fueran de gente que conocía, que horas antes hubieran reído, comido, bromeado o discutido. "Viste morir a los sabios, en la Torre de los Dioses" se dijo, mientras se notaba los ojos cálidos con las lágrimas.

Tal y como Vestes le había prometido, al regresar se encontró a las dos ornis en pie. Zenara había recogido el campamento, y en ese momento, apagó la hoguera dando patadas y levantando arena. No podían llevarse todo lo que había encontrado en la guarida. Zelda escogió un fragmento del metal del gusano, un par de dagas, manta y provisiones. Se despidieron de Grunt, quien aseguró que iba a buscar a sus familiares para que regresaran a las cuevas, y que esta vez, serían más feroces y defenderían el lugar y a la Saga del Fuego.

– Gracias, Grunt. La verdad, si no llegas a aparecer no sé cómo me las habría apañado – Zelda le sonrió –. Si algún día los mogumas decidís salir del desierto, tenéis un hogar en Hyrule. El rey estaría muy feliz de conoceros.

Grunt se sintió tan halagado, que le regaló a Zelda un saquito lleno de flores bombas. Le explicó que ellos lo usaban así para transportarlas, que debía tener cuidado de no dejarlo abierto, y que debía ser rápida para tirar las flores bomba, que enseguida estallaban. Zelda se lo agradeció otra vez. Le hubiera repetido de nuevo gracias, pero escuchó el suspiro lleno de rabia de Zenara. Subió al lomo de Vestes y Zenara en el de Nuvem, y así las cuatro abandonaron por fin los Filos de la Tierra.