No parecían haber límites para mi ineptitud. Ese fue el pensamiento que me asaltó cuando derribé un plato con mi codo y este provocó un estruendo al estrellarse contra el suelo. Era mi tercera víctima.

– Te recuerdo que la vajilla no nos sobra, Christine –dijo Dana mientras recogía los escombros del accidente con un escobillón y una pala.

– Lo sé, lo siento –dije, alejando la pila de loza de la orilla de la encimera–. Estoy aprendiendo, lo haré mejor.

– Sí, ya lo escuché varias veces. Está bien, pero intenta hacerlo sin llevarte a inocentes contigo. –Echó los restos en una bolsa.

Se abrió la puerta de la cocina y la brisa marina me golpeó la espalda. Nailah entró con un plato de comida vacío y se acercó a nosotras, que llevábamos una buena porción de la tarde agobiándonos con mi nueva tarea.

– Deja que la chica nueva lo lave –le indicó Dana.

– Lo haré yo. –Se limitó a responder Nailah.

La sentí a mi lado y la miré. Tenía esos ojos que usaba para intimidarme, de modo que me retiré de mi lugar frente al lavavajillas sin protestar. Ella agarró la esponja y la enjuagó varias veces. Decidí prestar atención a sus movimientos para imitarla después. Frotó su plato de una manera particular, dibujando circunferencias y figuras geométricas de manera reiterada y como siguiendo un sendero delimitado con anterioridad. Era algo peculiar y, supe de inmediato, una rutina inventada por ella. Cuando terminó de secarlo y lo dejó junto a la loza limpia, le habló a Dana:

– El entrenamiento empieza en veinte minutos.

Me enderecé de inmediato. ¿Qué entrenamiento? ¿De qué hablaban? La guerrera abandonó la cocina y, 15 minutos después, mientras terminaba de secar una taza, formulé mis preguntas en voz alta.

– Nailah nos pone en forma. Además, tenemos que saber pelear bien.

Claro que sí. Así era cómo estas personas cumplían sus sueños en la Gran Era Piratas. Me quedé pensando en las batallas ilustradas en libros de historia y en la risa de Gold Roger antes de morir, a la vez que mi displicente compañera me guiaba hasta un almacén que debía limpiar.

– Cuidado con las arañas –fueron las palabras de ánimo con las que me despidió.

Desde el rincón de la cubierta donde me encontraba podía ver el patio en el que Nailah había puesto una fila de postes de madera que, asumí, utilizarían como sacos de boxeo. Marina fue la primera en llegar. Juntas empezaron a elongar, hasta que llegó Dana, a quien le reprocharon el retraso. Yo las miraba con atención, descuidando mis labores, pero haciendo un activo esfuerzo por memorizar sus movimientos. Trotaron por la cubierta un rato, mientras yo sacudía alfombras de manera distraída, y después Nailah empezó con una coreografía de golpes y patadas al aire que al parecer ya se sabían de memoria y que seguían al unísono. Alguien habló a mis espaldas y me hizo saltar en mi lugar.

– ¿Ya andas de ociosa en mi nave?

Era Madame Icarina y yo tuve que tranquilizarme antes de responderle.

– Lo siento. Me interesa mucho verlas entrenar.

Ella asintió en silencio.

– Yo entrenaría con ellas, pero amanecí con una molestia en el estómago y lo mejor es que no me mueva mucho.

La capitana solía dar paseos por el barco con una taza de té en mano, fingiendo que se dedicaba a tareas de vital importancia.

– ¿Usted cree que yo podría entrenar con ellas? –le pregunté.

Me miró con una sonrisa algo socarrona.

– Llevas dos días aquí y la realización de tus labores deja mucho que desear. Aún así tienes la osadía de pedirnos una sesión personalística de combate...

Sabía que lo había querido decir era "personalizada", pero no sentí la necesidad de corregirla.

– Tiene razón. Lo siento, pero... creo que es peligroso seguir en el Grand Line sin poder defenderme. Usted vio lo que pasó. Solo... si pudiera aprender un par de cosas mis probabilidades de sobrevivir a mi búsqueda se multiplicarán por mucho ¿Me entiende?

La noté sorprendida por mi pregunta y respondió con celeridad.

– Si te refieres a si entiendo cómo hacer la multiplicación, te confirmo que lo sé perfectamente.

Eso no era... no importa. Madame Icarina podía ser un dolor de cabeza cuando se lo proponía. Estaba por volver a introducirme en el territorio de los arácnidos cuando la capitana volvió a hablar.

– Si presencio una mejoría significativa en tu realización de las tareas que te encomendó Dana... entonces podría considerar dispensarte de ellas algunos minutos al día para que entrenes. Pero estás muy lejos de ello y te lo advierto: Nailah es la maestra y es quien tiene la última palabra en este asunto.

Se retiró con un aspecto de sentirse bastante satisfecha consigo misma y yo me quedé algo descolocada. Incluso si me superaba a mí misma y perfeccionaba mis capacidades de mucama, siempre existía la posibilidad de que el odio aparente de Nailah mantuviera por siempre mi objetivo fuera de mi alcance. Llegué a la conclusión, mientras intentaba no vomitar el almuerzo al encontrar un nido de polillas, de que aún así debía intentarlo. Había tomado mis propias decisiones y tenía que lograr adaptarme a este nuevo contexto, que, estaba aprendiendo, podía ser terriblemente despiadado.

Los días siguientes los pasé dedicada por completo a la limpieza de ese barco pirata. Recorrí cada una de sus habitaciones, exceptuando la de Nailah, quien aún me evitaba como la peste, y llegué a conocer bien el tipo de suciedad que se escondía en un navío de tales dimensiones. Acosé a Dana con preguntas sobre cómo funcionaban los químicos que se utilizaban para deshacerse de las manchas difíciles, cómo debía mezclarlos sin generar una sustancia nociva. En mi tercer día llegué a un acuerdo con la escoba y empezamos a llevarnos mejor; una semana después, la maniobraba tan bien que me sentía capaz utilizarla como arma de combate. Cada noche, cuando terminaba de ordenar el cuarto de turno, repasaba los movimientos que había espiado en el entrenamiento de las chicas: elongaba, trotaba levemente y practicaba la rutina de golpes y patadas. Terminaba sudorosa, con la respiración agitada, y me iba a dormir. Al despertar me daba un baño y continuaba con mis labores, adolorida, pero con la energía renovada.

Cuando ya llevaba aproximadamente dos semanas a bordo, Évora hizo el siguiente comentario después de que retiré su plato de la mesa apenas este quedó vacío:

– ¿Por qué no le damos un trabajo permanente a esta chica? El servicio que hace es de lujo.

– No tenemos el dinero, pero estoy considerando ir en busca del One Piece para tenerle un sueldo de por vida –dijo Madame Icarina tocándose la nariz de manera juguetona.

Sonreí al escuchar eso y noté que todas en la mesa me miraban con simpatía, menos, por supuesto, Nailha. Tenía las uñas cortas pintadas de negro y frotaba el exterior de su vaso vacío con una servilleta. Siempre tenía esas pequeñas rutinas invisibles, pero curiosas que repetía en momentos específicos del día. Sabía que pronto se levantaría e iría a lavar su plato, dibujando en él círculos y rectángulos con la esponja. Y así ocurrió. Un par de segundos después ya estaba de pie y mirándome. Yo no me había dado cuenta de que la había estado observando fijamente. Tenía un vestido burdeo y corto, de tela suave, que caía grácilmente sobre su piel. Sus pecas solían ser tímidas, pero en ese momento se asomaban convertidas en una vía láctea, formando un sendero de estrellas que no solo se extendía sobre su rostro, sino que también marcaba el corte del escote y envolvía sus hombros en supernovas.

Ella parecía sorprendida ante mi escrutinio. El tenedor hizo mucho ruido cuando cayó de mi mano. Me agaché a recogerlo y anuncié en voz alta que nada se había roto y que todo estaba bien. Cuando me levanté ella ya se había ido y yo estaba roja hasta las orejas.

. . .

Siempre había escuchado historias sobre el espíritu sádico del Grand Line, ese que, apenas te librabas de un peligro mortal, te plantaba otro aún peor. Yo llevaba algún tiempo navegando en sus aguas, pero lo cierto es que aún no lo conocía realmente. Con el tiempo aprendí que el trozo de mar que está contenido entre el calm belt puede tener cambios de humor y un espíritu vengativo. Estaba disfrutando de un excelente día soleado a bordo del barco de las piratas de Beeros el día que entré a un armario a recoger un trapeador y cuando salí había una terrible tormenta.

– ¡Todas a sus puestos! –gritaba Madame Icarina desde algún lugar desconocido.

Las gotas de lluvia eran gruesas y de inmediato me empaparon el cabello. El suelo bajo mis pies se tambaleó y se volvió resbaladizo, por lo que hice lo posible por aferrarme a alguna saliente. Terminé asiéndome a la baranda de una escalera circundante. El mar rugía por todos lados y un trueno restalló contra el horizonte. Decir que estaba asustada habría sido un eufemismo; estaba horrorizada.

– Christine, refúgiate bajo techo. No te quiero ver en mi cubierta –de nuevo era la voz de la capitana, que al parecer daba órdenes desde la popa de la embarcación.

Vi a Marina corriendo cerca del ancla y a Nailah arriando la vela. Ya había abierto la puerta del armario para esconderme dentro cuando un grito de desesperación se mezcló con el bramido de la tempestad. Desde donde estaba vi claramente cómo una inclinación de la embarcación forzaba a la cocinera de la tripulación a zambullirse en las agitadas aguas. De repente llegó corriendo Dana al lugar del accidente y se asomó por la borda. Ella sabía tan bien como yo que Marina era una usuaria de fruta del diablo, incapaz de mantenerse a flote en agua de mar. También era consciente de que, de emprender un rescate, un desesperado intento de buceo, sería absorbida por el rabioso océano. Una catástrofe sin remedio y había ocurrido en cuestión de segundos.

Tenía que hacer algo. Y rápido.

Abrí la bodega que conocía tan bien, tomé el alicate que estaba guardado en una repisa baja y me dirigí hacia la esquina donde habían cuerdas desparramadas en el piso. Las arrastré hasta afuera, busqué el extremo de una particularmente larga y la amarré al alicate. Mis manos se movían con rapidez, pero con la minuciosidad que requería la tarea.

– ¡Dana! –grité en cuanto apreté el nudo.

Me miró y le lancé el alicate. La cuerda siguió a la herramienta como una cola gruesa y ridículamente larga. Dana la atajó en el aire y se la enroscó en la muñeca. A los segundos ya había saltado hacia el brioso mar. La soga empezó a correr a pocos centímetros de mi pie izquierdo, dando botes contra la madera húmeda, a la vez que el resto de su cola enroscada disminuía su tamaño con rapidez. Había cometido un error: el otro extremo de la soga no estaba anclado. Si no lo detenía, pronto se sumergiría en el agua y se perdería para siempre junto con el alicate y la sarcástica, pero muy amada secretaria del barco.

Agarré la cuerda e inmediatamente me quemé las dos manos. Por supuesto que no iba a poder detenerla, el mar tiraba de ella con demasiado brío, pero no la iba a soltar. Mis pies se resbalaban por el suelo húmedo. Grité debido al dolor que me causaba la herida que aún no sanaba en mi palma y que había vuelto a sangrar por la agresiva fricción. Me así a la culebra con mi mano sana y temí que la fuerza frenética contra la que luchaba me arrancara los dedos. Aún así no solté la cuerda, no podía hacerlo.

Un relámpago estalló demasiado cerca. La luz me cegó por unos momentos y, cuando volví a ver con claridad, Nailah estaba delante de mí. Había agarrado la cuerda y también se quemaba las manos. De repente, Évora estaba frente a ella y Madame detrás de mí. Esta última me quitó la soga de mis manos inútiles, que sangraban y que yo ya apenas era capaz de mover. Plantó ambos pies en el suelo y se aferró a la cadena de la que pendía la vida de su camarada. Sus nudillos se volvieron blancos. Tiró con una fuerza sobrehumana y, por fin, la culebra dejó de escaparse por la borda: empezó a retroceder. La habían detenido.

La conmoción no dejó que me enterara mucho de lo que pasaba, hasta que vi que una Dana empapada hasta los huesos subía a cubierta con ayuda de las chicas, sosteniendo en brazos a una criatura pequeña y temblorosa a la que identifiqué como Marina. No había tenido tiempo para celebrar el verlas sanas y salvas cuando el barco sufrió un terrible remezón que me hizo pensar que todas las historias sobre el Grand Line eran ciertas. Una bestia marina cuya cabeza era del porte de nuestro navío y que poseía terribles colmillos, se asomó en medio de la tormenta y nos miró con unos ojos de fuego que me hicieron estremecer.

Alguien me agarró las muñecas y me las colocó a ambos lados de la cabeza, como si quisiera que me tapara los oídos, pero me dolía la mano herida y apenas podía levantarla a la altura de mi rostro. Miré a mi alrededor y vi a todas las chicas cubriéndose las orejas, a excepción de Marina. Ella tosía y parecía querer decir algo.

No, no estaba hablando. Estaba cantando.

Luego todo se volvió negro.