Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Venganza para Victimas" de Holly Jackson, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.


Capítulo 31

Doce minutos.

Solo hicieron falta doce minutos. Bella lo supo porque comprobó la hora en el teléfono de prepago mientras ella y Edward lo hablaban. Ella pensaba que tardarían mucho más. Deberían haber tardado mucho más; al fin y al cabo, estaban planeando cómo inculpar a alguien de un asesinato. Horas interminables y un torrente de detalles mínimos pero críticos. Eso es lo que cabría pensar. Eso es lo que Bella había creído. Pero en doce minutos habían terminado. Una ida y venida de ideas, tapando agujeros y cubriendo los huecos cuando aparecían. Quién, dónde, cuándo. Bella no quería involucrar a nadie más, pero Edward le hizo ver que no podían hacerlo sin ayuda. Estuvo a punto de venirse abajo todo, pero a Edward se le ocurrió la idea de la torre de telefonía móvil, gracias a un caso en el que estaba trabajando en el bufete.

Y Bella supo exactamente a quién llamar. Doce minutos y ya tenían un plan, como si fuera algo físico entre los dos. Preciado y sólido y claro y vinculante. Jamás se recuperarían de eso, no volverían a ser quienes eran antes. Sería difícil y ajustado; no podían dar ni un paso en falso. Ni retrasarse. No había margen de error.

Pero el plan funcionaba, en teoría. Cómo salir impune de un asesinato.

Neil Prescott estaba muerto, pero todavía no; lo estaría en unas horas. Y Mike Newton sería quien lo habría matado. Por fin encerrado donde debería estar.

—Se lo merecen —sentenció Bella, haciéndose a un lado—. Los dos, ¿verdad?

Ya era demasiado tarde para Neil, pero Mike… Lo detestaba en lo más profundo de su ser. ¿Ese odio la estaba cegando? ¿Se estaba dejando llevar?

—Sí —la tranquilizó él, aunque Bella sabía que lo odiaba tanto como ella—. Han hecho daño a mucha gente. Neil asesinó a cinco mujeres; te habría matado a ti. Fue el desencadenante de todo lo que llevó a la muerte de Sid y Billy. Mike también. Y seguirá violando si no hacemos nada. Lo sabemos. Se lo merecen, los dos. —Le pasó el dedo con cariño por ese hueco seguro de la barbilla, y le levantó la cara para que lo mirara—. Hay que elegir entre tú y Mike, y yo te elijo a ti. No pienso perderte.

Bella no lo dijo en voz alta, pero no pudo evitar pensar en Elliot Greengrass, que había tomado una decisión exactamente igual que esa, convirtiendo a Billy en asesino para salvarse él y a sus hijas. Bella también estaba allí, en esa caótica zona gris, arrastrando a Edward con ella. El final y el principio.

—Vale. —Asintió, volviendo a convencerse a sí misma. El plan estaba consolidado, pero el tiempo no estaba de su parte—. Todavía tenemos que averiguar unas cuantas cosas, pero lo más importante es…

—Enfriar y calentar el cadáver. —Edward terminó la frase por ella, mirando de nuevo a aquellos pies abandonados. Aún no había visto el cuerpo de cerca, lo que Bella le había hecho a Neil. Ella esperaba que Edward no cambiara de opinión entonces, que no la mirara de forma diferente. Él señaló el edificio de ladrillo que tenían detrás, independiente del almacén de químicos, reforzado de acero—. Ese edificio de ahí parece de oficinas, será donde trabajan los administradores y demás personal. Seguramente tengan una cocina, ¿no? Con una nevera y un congelador.

—Sí, probablemente. —Bella asintió—. Pero no lo bastante grande.

Edward resopló para apartarse un mechón de pelo de la cara, tensa y apretada.

—Insisto, ¿Neil Prescott no podía haber sido el dueño de una fábrica de procesamiento de carne con frigoríficos enormes?

—Vamos a echar un vistazo por aquí —sugirió Bella, volviendo a girarse hacia la puerta de metal abierta, y hacia los pies de Neil sobresaliendo por el umbral—. Tenemos las llaves. —Las señaló con la cabeza, todavía en la cerradura, donde las había dejado él—. Es el dueño, debe de tener llaves de todas las puertas que hay aquí. Y me dijo que había desconectado las alarmas y las cámaras de seguridad. Que tenía todo el fin de semana, si quería. Así que no deberíamos tener ningún problema a ese respecto.

—Sí, buena idea —dijo Edward, pero no dio un paso adelante, porque eso suponía acercarse al cuerpo sin vida.

Bella fue primero, aguantando la respiración mientras se acercaba. Sus ojos se detuvieron en la cabeza abierta de Neil. Parpadeó, apartó la mirada y sacó el pesado llavero de la cerradura.

—Nos tenemos que acordar de todo lo que hemos tocado, es decir, que yo he tocado, para poder limpiarlo luego —indicó Bella, cargando con el montón de llaves en la mano—. Vamos por aquí.

La chica pasó por encima de Jason, evitando el halo de sangre que le rodeaba la cabeza. Edward la siguió de cerca y Bella vio que se quedaba mirando, parpadeando con fuerza, como si deseara que todo desapareciera.

Tosió al retomar el paso detrás de ella.

No dijeron nada. ¿Qué iban a decir?

Bella tuvo que realizar varios intentos antes de dar con la llave correcta para la puerta que había al final del almacén, junto a la mesa de trabajo. La abrió y apareció una estancia oscura y cavernosa.

Edward se agarró las mangas y pulsó el interruptor.

La sala parpadeó mientras las luces del techo se terminaban de encender con un zumbido. El edificio debía de haber sido un establo, Bella se dio cuenta al mirar el techo increíblemente alto. Y, delante de ellos, había filas y filas de máquinas. Segadoras, desbrozadoras, sopladores de hojas, máquinas que ni siquiera entendía y mesas con otras herramientas más pequeñas, como cortadoras de setos. A la derecha estaban las más grandes, que Bella supuso que eran tractores cortacésped, cubiertos con una lona negra.

También había estanterías con más herramientas metálicas, brillando bajo la luz, y latas de color rojo cereza y bolsas de tierra.

Bella se giró hacia Edward, que estaba analizando la habitación y movía rápido los ojos de un lado a otro.

—¿Qué es eso? —Señaló una máquina naranja, alta, con forma de embudo por arriba.

—Creo que es una trituradora —respondió ella—. O una astilladora de madera, no sé cómo se llama. Se meten las ramas y las tritura en trozos muy pequeños.

Edward torció la boca, como si estuviera pensando en algo.

—No —lo cortó Bella inmediatamente, porque sabía en qué estaba pensando.

—No he dicho nada —se defendió él—. Pero creo que es muy evidente que aquí no hay ningún frigorífico gigante, ¿no?

—No obstante… —La mirada de Bella se alineó con las filas y filas de cortacéspedes—. Estos chismes funcionan con gasolina, ¿verdad?

Edward la miró a los ojos, abriendo muchos los suyos al entender qué quería decir.

—Ah, para el fuego —dedujo.

—Mucho mejor —añadió Bella—. La gasolina no solo arde. Explota.

—Bien. Eso está muy bien. —Edward asintió—. Pero ese es el último paso de todos, y tenemos toda la noche por delante. Lo demás no sirve de nada si no averiguamos cómo enfriarlo.

—Y luego calentarlo —añadió Bella, que notó cómo aumentaba la desesperación en la mirada de Edward.

El plan podía estar acabado antes de empezar. La vida de Bella se encontraba en una balanza y las escalas se estaban alejando de ellos.

«Venga, piensa». ¿Qué podían utilizar? Tenía que haber algo.

—Vamos a ver qué hay en el edificio de oficinas —propuso Edward, volviendo a tomar el cargo, alejando a Bella del ejército de cortacéspedes por el almacén de químicos, rodeando el herbicida derramado y el río de sangre.

Pasaron junto al cadáver, cada vez más muerto, de puntillas, como si todo aquello no fuera más que un juego de niños.

Bella miró el almacén, los trozos de cinta americana con mechones de su pelo y manchas de su sangre.

—Mi ADN está por todas partes —observó—. Me llevaré la cinta americana y la tiraré junto con mi ropa, pero tendremos que limpiar también las estanterías. Dejarlo todo reluciente antes de quemarlo.

—Sí —dijo Edward, quitándole el llavero—. Y esto también. —Las agitó —. Supongo que en la oficina habrá productos de limpieza.

Bella volvió a verse reflejada en la ventana del coche de Jason cuando pasaron por su lado. Sus ojos estaban demasiado oscuros, tenía las pupilas muy dilatadas y se comían el fino borde de café chocolate. No debería mirar durante mucho tiempo, por si el reflejo se quedaba para siempre en la ventana de Neil y dejaba una marca de que había estado allí. Entonces se acordó.

—Mierda —exclamó, y los pasos de Edward dejaron de sonar.

—¿Qué? —preguntó él, uniéndose a su reflejo en la ventana con los ojos demasiado abiertos y demasiado oscuros también.

—Mi adn. Está por todo el maletero del coche.

—No pasa nada, también lo limpiaremos, Sargentita —dijo el reflejo de Edward.

Bella vio a la versión del espejo acercar la mano para intentar coger la suya, pero se acordó y se echó atrás.

—No. Me refiero a que está por todo el maletero —explicó ella, con el pánico de nuevo aumentando—. Pelo, piel… Mis huellas, que ya están registradas en el archivo de la policía. Dejé todo lo que pude. Pensaba que iba a morir y quería ayudar. Dejar un rastro de pruebas para que lo encontraran y lo atraparan.

Los ojos de Edward cambiaron, desolados y en silencio, y apareció un temblor en su labio, como si estuviera intentando no llorar.

—Has debido de pasar mucho miedo, princesa —murmuró.

—Sí —admitió ella.

Por mucho que le asustara el plan y lo que ocurriría si fracasaban, ni siquiera se acercaba al terror que había sentido en aquel maletero o en aquel almacén, cubierta por la máscara de la muerte. Sus rastros siguen ahí, en su piel, en sus ojos.

—Bueno, lo solucionaremos, ¿vale? —aseguró él en voz muy alta, hablando por encima del temblor—. Luego nos encargamos del coche, cuando volvamos. Primero tenemos que encontrar algo para…

—Enfriarlo. —Bella pronunció las palabras mirando más allá de su reflejo, dentro del coche de Neil—. Enfriarlo y luego calentarlo —dijo, con los ojos moviéndose sin control por el panel junto al volante. La idea había empezado pequeña, tan simple como un «¿Y si…?», y había ido haciéndose cada vez más grande, intentando llamar la atención de Bella hasta que era en lo único en lo que podía pensar—. Ya lo tengo —susurró. Y luego, más fuerte—: ¡Ya lo tengo!

—¿Qué? —preguntó Edward, mirando instintivamente por encima del hombro.

—¡El coche! —Bella se giró hacia él—. ¡El coche es nuestro frigorífico! Es relativamente nuevo, elegante, SUV, ¿cómo crees que será el aire acondicionado?

La idea apareció también en la mente de Edward, lo veía en sus ojos, algo muy próximo a la emoción.

—Bastante bueno —respondió él—. Con la configuración más fría y todos los ventiladores a máxima potencia, en un espacio cerrado… Sí, podría hacer mucho frío —dijo casi sonriendo.

—Un refrigerador estándar alcanza los cuatro grados; ¿crees que podemos poner el coche a esa temperatura?

—¿Cómo sabes cuál es la temperatura de un refrigerador estándar? — preguntó él.

—Edward, sé cosas. ¿Cómo puedes no saber a estas alturas que sé cosas?

—Bueno. —Él miró al cielo—. Hoy hace un poco de fresco. Dudo que pasemos de los quince grados. Si solo necesitamos que el coche se enfríe unos diez grados… Sí, yo diría que es bastante factible.

Bella notó un movimiento en las costillas, una sensación de alivio que le abrió el pecho y le concedió un poco más de espacio para respirar. Podían hacerlo. Era muy posible que lo lograsen. Jugar a ser Dios. Devolver a un hombre a la vida durante unas horas, para que otro pudiera matarlo.

—Y —añadió ella— cuando volvamos luego…

—Encendemos la calefacción al máximo. —Edward terminó por ella la frase, hablando muy rápido.

—Y le volvemos a subir la temperatura corporal —terminó Bella.

Edward asintió, mirando de derecha a izquierda mientras lo volvía a repasar todo mentalmente.

—Va a funcionar, Belly. No te pasará nada.

Era posible, sí. Pero todavía no habían empezado y el tiempo estaba en su contra.

—¿Te acuerdas de la última vez que hicimos esto? —le preguntó Edward, poniéndose unos guantes de trabajo que había encontrado en el edificio de oficinas, en un armario lleno de uniformes de repuesto con el logo de la empresa.

—¿Mover un cadáver? —preguntó Bella, dando una palmada con los guantes puestos que convirtió en polvo unos pequeños trozos de barro.

—No, eso no lo habíamos hecho nunca, técnicamente. Me refiero a la última vez que nos pusimos guantes de jardinería para cometer un crimen. Para entrar en casa de los Prescott. En su casa. —Señaló con la cabeza el almacén químico—. Se… —No dijo nada más.

—No —replicó Bella mirándolo con severidad.

—¿Qué?

—Ibas a hacer decir que «Se nos ha ido de las manos». Siempre me doy cuenta, Edward.

—Ay, se me olvidaba —dijo—. Sabes cosas.

Así era. Y sabía que el humor era el tic de Edward, su forma de lidiar con los asuntos escabrosos.

Agarró y levantó uno de los bordes de la lona que cubría el cortacésped descuidado. El plástico negro se arrugó cuando lo quitó y lo lanzó por encima de la máquina; Edward tiró por el otro lado. Se soltó y él lo dobló con esfuerzo.

Bella lo llevó hasta el almacén. Todavía estaban muy acumulados los gases del herbicida y había empezado a dolerle la cabeza.

Edward soltó la lona en el suelo de hormigón, junto al cuerpo de Neil, evitando la sangre.

Bella vio la tensión en la forma de su boca y en la mirada distante que estaba convencida que ella también tenía.

—No lo mires —le aconsejó—. No tienes que mirarlo.

Edward se acercó a ella, como si fuera a ayudarla con lo que venía después.

—No, bebé —dijo ella, apartándolo—. Tú no lo toques a no ser que sea imprescindible. No quiero que dejes ningún rastro aquí.

Eso sería mucho peor que impensable. Que la condenaran por asesinato y arrastrar a Edward con ella. No, eso no podía salpicarlo, así que él no debía tocar nada. Si fracasaban, recaería todo en ella, ese era el trato. Edward no sabía nada. No había visto nada. No había hecho nada.

Bella se puso de rodillas al otro lado de Neil y se agachó despacio para cogerlo por el hombro y el brazo. Todavía no estaba rígido, pero el rigor mortis no tardaría en aparecer.

Empujó para poner a Neil y su cabeza abierta bocarriba. Tenía la cara intacta. Pálida y quieta, pero casi parecía que estuviese durmiendo. Bella volvió a agarrarlo y a girarlo, ahora bocabajo, y otra vez, bocarriba en el medio de la lona.

—Venga —dijo, levantando un borde de la lona y poniéndola sobre el cuerpo. Edward hizo lo mismo por el otro lado.

Neil había desaparecido, lo habían limpiado. Los restos del Asesino de la Cinta se habían reducido a un charco rojo oscuro y una lona enrollada.

—Tenemos que tumbarlo bocarriba en el coche, para la lividez —indicó Bella, colocándose donde debían de estar los hombros de Neil—. Y, cuando volvamos, lo pondremos bocabajo. La sangre se reorganizará y será como si esas horas no hubieran pasado.

—Vale. —Edward asintió, agachándose y agarrando los tobillos de Neil a través de la lona—. Una, dos, tres, arriba.

Pesaba mucho, demasiado. Bella lo agarró con torpeza por detrás de los hombros sobre la lona de plástico. Pero juntos podían. Salieron despacio por la puerta de metal, Edward moviéndose hacia atrás, mirando hacia abajo para asegurarse de no pisar la sangre.

El suave ruido de un motor les dio la bienvenida cuando salieron. Ya habían arrancado el coche de Neil y habían puesto el aire acondicionado al máximo, con todos los ventiladores abiertos. Las puertas estaban cerradas para mantener el frío. Edward había encontrado algunas bolsas de hielo en el congelador del edificio de oficinas, presuntamente para accidentes laborales. No obstante, ahora estaban esparcidas por el interior del coche, cerca de los ventiladores, enfriándolo aún más.

—Voy a abrir la puerta —informó Edward, agachándose para soltar con cuidado los pies de Neil en la gravilla.

Bella adelantó una pierna y la apoyó contra la espalda del cadáver para que cargara con parte del peso.

Edward abrió la puerta del asiento de atrás.

—Ya hace bastante frío aquí dentro —comentó, volviendo a coger el otro extremo de Neil y levantándolo con un gruñido.

Con cuidado, con pasos pequeños, metieron la lona enrollada por la puerta del coche, soltaron a Neil en el asiento de atrás y lo empujaron hacia delante.

Ya hacía mucho frío, como si fuera un frigorífico. Bella vio la condensación de su aliento al empujar a Neil más adentro. La cabeza, la cabeza deshecha, no entraba.

—Espera —dijo Bella, rodeando el coche para abrir la otra puerta.

Metió la cabeza y alcanzó el extremo de la lona, agarró los tobillos de Neil y los empujó hacia arriba para doblarle las rodillas, utilizando el espacio que iba dejando para terminar de meterlo. Lo sujetó mientras cerraba la puerta con cuidado, y escuchó el golpe de los pies como si intentara salir a patadas.

Edward cerró la puerta del otro lado, dio una palmada y resopló.

—¿Se quedará encendido todo el rato? —Bella lo volvió a comprobar.

—Sí, el tanque está prácticamente lleno. Estará encendido el tiempo que necesitemos —respondió Edward.

—Bien —dijo. Otra vez esa palabra que carecía de sentido para ella—. Pues vámonos a casa. Empieza el plan.

—El plan —repitió Edward—. Es una locura dejarlo aquí, lleno de rastros invisibles tuyos.

—Ya lo sé —concordó ella—. Pero es seguro; no va a venir nadie. Neil mismo lo dijo. Había planeado matarme aquí, y tenía toda la noche, todo el fin de semana. Ni cámaras, ni alarmas. Así que ahora nosotros disponemos del mismo tiempo. Todo estará exactamente igual cuando volvamos. Y, entonces, eliminaremos esos rastros y pondremos unos nuevos.

Miró por la ventanilla del coche la lona negra enrollada, y al hombre muerto que había en ella, que todavía no estaba muerto. No si todo salía bien.

Edward se quitó los guantes.

—¿Te llevas tu mochila?

—Sí —dijo Bella, quitándose también los guantes y colocándolos junto a los de Edward dentro de la mochila abierta. La cinta adhesiva también estaba allí, la había sacado del almacén: tobillos, muñecas, la máscara desenrollada con el pelo arrancado.

—¿Y lo tienes todo aquí dentro? Todo lo que llevabas.

—Sí, está todo aquí —aseguró, cerrando la mochila—. Todo lo que guardé esta tarde. Y ahora, también, los guantes y la cinta adhesiva usada. El teléfono de Neil. No me he dejado nada.

—¿Y el martillo? —preguntó Edward.

—Eso se puede quedar aquí. —Bella se puso de pie y se colocó la mochila en el hombro—. Limpiaremos las huellas luego. Mike también necesitará un arma homicida.

—Vale —dijo Edward, poniéndose en movimiento hacia su coche, abandonado frente a la puerta abierta de Green Scene—. Vámonos a casa.