CAPÍTULO 1: En el séptimo cielo
Un paso tras otro, tras otro, tras otro…
No tenía ganas de hacer nada más que seguir caminando en círculos por sus aposentos. Bueno, no era exactamente un aposento, sinó un gran espacio blanco, diáfano, infinito. No había ni se oía nada, nada más que el sonido de sus propias pisadas repicando en aquel suelo brillante e inmaculado.
Hacía rato que había perdido la noción del tiempo que llevaba allí, pero el mismo concepto de tiempo había perdido gran parte de su sentido desde que regresó al Cielo.
La verdad era que no le gustaba mucho aquella "habitación". Era aséptica y fría, no había muebles que la hicieran más acogedora ni cosas bonitas en las que recrear la vista. No le llegaba ningún olor (cómo le hubiera reconfortado, en aquel momento, sentir el olor de unos croissants de mantequilla recién hechos) ni había nadie a quien observar. Pensó en lo mucho que le gustaría estar en la terraza de alguna cafetería, con una taza caliente entre las manos, viendo pasar a la gente. Suspiró profundamente.
No, no le gustaba aquella sala, pero era el único sitio donde podía estar solo. Nadie tenía permiso para entrar en los aposentos del Arcángel Supremo y eso era un alivio. Él, que tanto había disfrutado siempre de la compañía, ahora buscaba cada vez con más frecuencia aquella soledad. Necesitaba alejarse de las constantes demandas de los ángeles de rango inferior (es decir, todos los ángeles) para que les diera instrucciones o firmara órdenes divinas, del papeleo interminable y esencialmente absurdo, de que le obligaran a tomar decisiones a todas horas y, sobre todo, necesitaba alejarse del resto de los arcángeles.
Torció el gesto al recordar sus voces metálicas arañándole los oídos, siempre cuestionándole, contradiciéndole, siempre haciéndole saber que no gozaba de su respeto y que no tenían ninguna intención de apoyarle. Allí al menos podía estar solo, aislado, y perderse en sus pensamientos. Cuando le necesitaran, ya le llamarían.
Tampoco es que aquella soledad arreglara mucho las cosas. Cuando cerraba la gran puerta de cristal que daba paso a su espacio privado y ésta desaparecía a sus espaldas, el enorme peso de la añoranza caía sobre sus hombros y sentía una profunda desazón. Siempre era lo mismo: miraba durante unos instantes aquel vacío inabarcable que le rodeaba, suspiraba hondamente, y echaba a andar sin ningún rumbo ni intención determinada.
Solo para tener algo que mirar, bajó la vista hasta las puntas de sus zapatos, aquellos zapatos de color caramelo, relucientes, duros. Sintió otra punzada de amargura recordando su viejo traje color crema, tan cómodo, tan suavecito, tan bien adaptado a su cuerpo. Ni siquiera eso había podido conservar. Ahora le obligaban a vestir como correspondía al Supremo: un traje plateado y blanco como el que había llevado Gabriel. Aquellos colores fríos y aquellas telas rígidas se negaban a darle un cobijo agradable y crujían con sus movimientos como si protestaran por tener que cubrir a alguien tan indigno de ellas. Por suerte, en el Cielo no había espejos, ya que se consideraba una vanidad estar pendiente del propio aspecto. ¿Qué mal podía haber en disfrutar de la combinación de los colores, del agradable tacto de los tejidos, de la satisfacción que producía arreglarse por las mañanas y encontrarse con su propio reflejo sonriente, pulcro y satisfecho de tener un aspecto tan adorable? La idea de verse a sí mismo con aquel traje tan ajeno a él le hacía sentirse como unas tristes sobras de comida envueltas en papel de aluminio y olvidadas en el fondo de la nevera.
Finalmente, en un débil arranque de rebeldía, detuvo su marcha sin rumbo. Iba a hacer algo que NO debía hacer pero, en ese momento, no se le ocurría ningún otro remedio para contrarrestar su melancolía. Seguramente acabaría poniéndose más triste pero, tenía tantas ganas de hacerlo…
Dibujó un círculo en el aire con la mano derecha y ante él apareció un globo terráqueo virtual. Por primera vez en todo el día (o alguna unidad de tiempo celestial que se parecía a un día), sonrió.
No, definitivamente, no debía hacerlo. Se suponía que la tecnología divina no debía utilizarse para fines personales y mucho menos para el propio regocijo pero… En fin, si el Arcángel Supremo no puede permitirse una pequeña licencia de vez en cuando… Seguramente aquello traería consecuencias. Sí, definitivamente las habría, pero aquello hacía que se sintiera ilusionado, anhelante… Vivo. Se le escapó una risita de niño travieso.
Hizo girar el globo con las puntas de los dedos hasta tener frente a él la silueta de Inglaterra. El cosquilleo en el estómago no dejaba de aumentar. Usando el índice y el pulgar, aumentó la imagen a la altura de Londres. Una vez más, y otra, hasta poder distinguir las calles que tanto añoraba, hasta poder escuchar el sonido de la ciudad. Cada vez un poco más, un poco más. Se detuvo.
Había llegado al punto donde la cosa se ponía realmente seria. El alegre cosquilleo se transformó en desasosiego, pero no por ello era menos deseable.
Ahora podía ver el edificio donde vivía Crowley.
Titubeó. Aquello, sin duda, acabaría mal para él, pero ya no era posible echarse atrás. Aumentó un poco más la imagen sobre la parte de la fachada que le interesaba. Luego un poco más, un poco más… Ya tenía una vista aérea perfecta del balcón del piso de su ¿amigo?.
Se detuvo, emocionado y temeroso. Sabía que, si quería, podía seguir aumentando la imagen hasta ver sin ningún problema el interior de la casa, pero aquello le parecía un abuso de confianza imperdonable y una desfachatez. Además, ¿qué esperaba ver? Crowley tal vez ni siquiera estuviera en el piso. Seguramente andaría por ahí conduciendo su Bentley, que tan bonito quedaba en amarillo, por mucho que él lo negara. Su mente viajó hasta el día en el que había conducido ese coche y, por un momento, dejó de prestar atención a la imagen virtual que tenía delante. Se perdió en el recuerdo del tacto del volante, el habitáculo lleno de notas musicales que salían de la radio, el olor de las plantas mezclado con el del propio Crowley que permanecía encerrado en el interior del coche…
De repente, un movimiento en la imagen le sacó de su ensoñación. Alguien había salido al balcón, y ese alguien era, por supuesto, Crowley. En un acto reflejo, se tapó la boca con las manos para ahogar una pequeña exclamación de emoción, aunque allí no hubiera nadie que pudiera oírle.
Ahí estaba, con todo el aspecto de quien acaba de despertarse de un sueño poco reparador. La mañana estaba ya muy avanzada en la ciudad, pero eso poco podía importarle a Crowley, que marcaba sus propios horarios. El demonio, descalzo y despeinado, vestido con un pantalón de algodón y una camiseta, todo en negro, observaba el trasiego de la calle con cara de muy, muy pocos amigos.
Despacio, Azirafel fue bajando las manos, descubriendo una triste sonrisa. El dolor y la felicidad que le provocaba aquella imagen eran igual de intensos pero, necesitaba mantener, aunque fuera tan lejano y difuso, aquel pequeño contacto con quien tanto había compartido. Se atrevió a agrandar un poco más la imagen.
Ciertamente, Crowley debía de estar de un humor de perros. Tenía los labios apretados en una mueca de profundo disgusto y el ceño fruncido todo lo que daba de sí. Incluso a través de las gafas oscuras que su amigo se ponía siempre que quedaba expuesto a la vista de los mortales, por muy lejana que ésta pudiera ser, se notaba que Crowley observaba todo lo que pasaba a sus pies con una intensa animadversión, como si aquellas personitas que pululaban por allí le hubieran hecho algo.
Azirafel sintió una honda y asfixiante tristeza, no sólo por lástima hacia su… amigo, sinó por saber, sin ningún género de duda, que no era con aquellos indefensos humanos con quien el demonio estaba enfadado.
- ¡Oh!
Se le escapó otro gritito de asombro y esta vez, por lo inesperado de la escena, ni siquiera fue capaz de ahogarlo.
Crowley había alzado la cabeza y fijado la vista en algún punto indeterminado del cielo. Era exactamente como si le estuviera mirando. "Pero, eso no puede ser". Crowley ni siquiera sabía que él le estaba espiando y, aunque lo supiera, la distancia era demasiado grande, infinita, para que supiera hacia dónde mirar. Pero ahí estaba, con aquellas dos órbitas negras fijas en él, ceñudo, malhumorado, y rezumando rencor por cada uno de sus poros.
El pobre ángel deseaba con todas sus fuerzas haber podido tragar saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta, pero allí nadie tenía saliva, ni sentía aflicción por nada, ni salía al balcón a observar la ciudad por las mañanas.
De repente, Crowley hizo un movimiento brusco que sobresaltó a Azirafel. Con los labios todavía más apretados si cabía, el demonio alzó los dos puños, mostrándole, sin saberlo, un primerísimo primer plano de sus dos dedos medios levantados.
Azirafel dio un paso atrás, asustado ante aquella agresión virtual que, estaba seguro, iba dirigida al Cielo en general y a él en particular. El demonio, por su parte, cuando se cansó de hacerle una doble peineta a la nada, volvió a bajar los puños, soltó un bufido y se metió en casa con su andar desgarbado.
"Soy el Supremo Arcángel y estoy a punto de echarme a llorar… si pudiera hacerlo." Pero los ángeles no lloran. Se supone que viven en el Paraíso, envueltos en el amor de su Suprema Omnipotencia y en un estado ininterrumpido de felicidad absoluta.
En fin, no quedaba nada más por ver. Con un gesto distraído, Azirafel hizo desaparecer el globo terráqueo virtual. Como ya se temía, estaba todavía más deprimido que antes, y no se le ocurría nada con lo que pudiera consolarse.
Empezó a caminar otra vez y, mientras lo hacía, con otro gesto desganado hizo aparecer la puerta de cristal. Cuando estuvo delante de ella, se detuvo para recobrar la compostura. Allí nadie podía verle cabizbajo y arrastrando los pies. Debía mantener la cabeza alta y el paso firme, o sus compañeros de arcangelinidad se le echarían encima y le arrancarían las alas como si fueran las de un pollo. "Oh, qué bien me sentaría un jerez ahora mismo."
- ¿Otra vez, Azirafel?
Nada más salir de su habitación, el anímicamente maltrecho arcángel se encontró con la gigantesca cabeza flotante del Metatrón. Los dos sabían que su superior inmediato sabía lo que acababa de pasar en su habitación.
- Lo siento, señor. - Respondió, mirando al suelo y cerrando la puerta tras de sí, lo que la hizo desaparecer con un leve "puf".
- Tu comportamiento no es propio del cargo que ocupas.
- Lo sé, señor. - Ni siquiera pensaba molestarse en buscar una excusa.
- En fin, sólo llevas aquí dos años terrestres. Supongo que necesitas algo más de tiempo para descontaminarte de los sentimientos humanos y dejar atrás esos accesos de melancolía. Pero tranquilo, tienes toda la eternidad para readaptarte.
- Sí, señor.
La eternidad… Nunca hasta entonces había sido consciente de lo larga que era.
Por primera vez desde el inicio de su existencia, la vida eterna se le presentaba como una gigantesca y empinada escalera de peldaños altos, infinitos, que se veía obligado a continuar subiendo día tras día, siglo tras siglo, cansado, solo, y sin ninguna razón para continuar más que la obligación de hacerlo.
Mientras caminaba con la vista al frente y la cara deliberadamente inexpresiva, la cabeza del Metatrón flotaba a su lado.
- Sabes que espero mucho de ti. Y su Omnipotencia también.
- Sí, señor. - La respuesta mecánica salió de sus labios mientras procuraba, con todas sus fuerzas, silenciar un tremendo, furioso e iracundo grito que pugnaba por salir de lo más profundo de su alma. "¿Y POR QUÉ SU GRAN OMNIPOTENCIA NO RESUELVE SUS PROBLEMAS POR SÍ MISMA? ¿EEEEEEEH?"
- ¿Estás preparado la reunión de hoy?
En efecto, los dos arcángeles se dirigían hacia la sala de reuniones de la Corte Suprema Celestial, donde se decidía el destino de la humanidad. Al menos, eso es lo que se suponía que debían hacer pero, en los últimos tiempos, aquellas reuniones se habían convertido en un inútil y agotador intercambio de gritos y recriminaciones.
Desde su regreso al Cielo, Azirafel había intentado introducir los cambios que tanto deseaba hacer en el Orden Divino, pero con un éxito prácticamente nulo. Su inocencia le había llevado a creer que encontraría en los demás arcángeles un equipo que le ayudaría a llevar a buen puerto aquellas actualizaciones. Si todo cambiaba en la Tierra y su deber era cuidar de los habitantes de la Tierra, ¿cómo no iba a cambiar el Cielo sus principios? Llevado por este razonamiento que para él no tenía fisuras, Azirafel hizo su primera exposición ante la Corte lleno de un entusiasmo y felicidad que no conocían límites, pero los problemas en el Paraíso no tardaron en aparecer.
Miguel, aunque guardaba la compostura, no conseguía disimular su animadversión hacia Azirafel por haberle "robado" el puesto. Desde el primer momento, presentó argumentos cargados de veneno en contra de todas sus propuestas. En todos sus encuentros, afirmaba que lo que pretendía Azirafel era dejar vía libre a la pereza, la sensualidad y la autoindulgencia naturales del ser humano hasta que el mundo entero acabara siendo un lodazal de vicio; tergiversó sus palabras clamando que el nuevo Supremo pretendía autorizar la libre circulación de demonios menores entre los diferentes planos del Universo y malmetía a sus espaldas contando a todo ángel que quisiera escucharle, que la vanidad de Azirafel le llevaba a considerar que sus propios principios estaban por encima, incluso, de los de su mismísima Gran Omnipotencia. Y ya sabían todos a lo que conducía la soberbia de un ángel…
El pobre Azirafel, apocado y pillado por sorpresa ante aquella hostilidad que no entendía, trataba con buenos modos de defender sus propuestas, pero Miguel no perdía la ocasión de iniciar una disputa, alzando la voz y cargándose de razones en su contra. Invariablemente, las reuniones de la Corte terminaban por convertirse en un horrible griterío entre arcángeles ofendidos y las votaciones siempre resultaban nulas, así que resultaba imposible avanzar.
Desarmado ante la inquina de su compañera, Azirafel había intentado buscar apoyo en el resto de arcángeles, pero ninguno de ellos estaba realmente por la labor de facilitarle las cosas. Hablando claro, le tenían por un blando, un torpe y un hedonista. No estaban tan abiertamente en su contra como Miguel pero, sinceramente, alguien tan humanizado tampoco les inspiraba ningún respeto. Uriel acababa siempre apoyando con fría lógica las réplicas de Miguel, y Sariel, aunque tenía mejor voluntad, no conseguía encontrar la forma de respaldarle sin correr el riesgo de ganarse enemistades, un riesgo que no estaba dispuesta asumir por él.
Finalmente y con todo el dolor de su corazón, puesto que no le gustaba hablar mal de nadie, Azirafel acabó contando las dificultades que estaba teniendo al Metatrón, sintiéndose como un miserable chivato por ello. La Voz de Dios le preguntó si consideraba necesario echar a los actuales miembros y nombrar a nuevos arcángeles para la Corte Celestial, a lo que él respondió, horrorizado, que por supuesto que no. No había dejado atrás todo lo que amaba para ocasionar la caída en desgracia de más ángeles. Sin duda era solo una cuestión de tiempo. Sus intenciones eran buenas, él no tenía ninguna ambición personal y, cuando llegara el momento, los demás acabarían por entenderlo.
Pero el tiempo pasaba y las cosas no mejoraban en absoluto para el nuevo Supremo. Envalentonada por el buen resultado que estaba teniendo su sabotaje, Miquel ya mostraba sin reparos su aversión hacia Azirafel. El resto de arcángeles le ignoraba y Sariel… En fin, Sariel procuraba pasar desapercibida, oliéndose la cercana caída de su nuevo superior e intentando no caer con él.
Azirafel, ya sin entusiasmo pero igualmente convencido de la bondad de sus proyectos, intentaba persuadir al resto con palabras amables, sin conseguirlo nunca. Se sentía como el pobre Prometeo, cuya historia siempre le había inspirado tanta compasión. Confraternizaba enteramente con aquel titán bondadoso que se había ganado el castigo eterno por parte de sus compañeros del Olimpo por ayudar a los mortales llevándoles el fuego. Nunca se había sentido tan incomprendido y frustrado. Nunca se había sentido tan horriblemente solo.
- Sí, señor.
- Bien, pero debo informarte de un cambio en el orden del día.
- ¿Un cambio? - Respondió, sin poder disimular su temor. Los cambios de última hora no solían traer nada bueno.
- Sí. Hoy no habrá reunión. Tenemos un juicio.
