Estaba en su casillero, buscando su tarea para la clase después del almuerzo cuando sonó el celular. Lo sacó del bolsillo trasero de su pantalón corto y vio que era Bob. Sólo leer el nombre la exasperó. Dudó en contestarle, pues la última campana sonaría pronto y aún no encontraba la tarea en el desastre que era su casillero.

Unos meses atrás, atrasarse no le habría importado; sin embargo, tras una larga y densa conversación con Phoebe, había decidido volver a darle una oportunidad a su educación académica para poder progresar fuera del caos que era su vida actual. Y de verdad estaba intentándolo. Se reunía con Phoebe cuantas tardes pudieran para ponerse al día con las materias; estaba asistiendo a clases consistentemente; se había dejado de teñir el cabello y perforar el rostro en acuerdo al código de vestimenta. Actualmente sólo le quedaba tinte de diversos colores en las puntas del cabello que había cortado hasta los hombros y se había sacado las perforaciones de la ceja, el labio y la nariz, que eran los más visibles, conservando sólo la perforación en la lengua y las orejas.

Ignoró la llamada de Bob hasta que dejó de sonar. Encontró la tarea y los libros, mientras los escasos alumnos que quedaban en el pasillo se retiraban a toda prisa a sus aulas. Sonó la última campana y guardó todo sin cuidado alguno en la mochila. Cerró el casillero y el teléfono volvió a llamar. Ya sabía que Bob sólo le reclamaría idioteces de la casa o del negocio, que realmente no eran responsabilidad de ella; o tal vez había tenido una mala mañana y necesitaba descargarse con ella, llamándola "buena para nada", "desconsiderada", "difícil" e "impertinente", como solía hacer.

Desde que Miriam se había arrancado —sí, "arrancado" era el mejor término que Helga encontraba para describirlo—, Bob había perdido todo juicio. Ya no filtraba su frustración ni su ira, no pausaba su majadería, no se contenía.

Sintiéndose estresada con el tono insistente, contestó la llamada apurándose por el pasillo. Tal vez estaba siendo demasiado pesimista otra vez y sólo sería una conversación corta y precisa, y si contestaba ahora, se evitaba una serie de llamadas perdidas durante la clase y mayor sermón por no haber contestado antes. La voz de Bob le inundó el oído en un griterío de acusaciones, recriminaciones y amenazas. Sintió la irritación y el estrés burbujearle el cuerpo. Ya que no había nadie por los pasillos, se permitió contestarle a Bob con toda la insolencia que él se merecía. Le respondió cada absurdo reclamo. Cuando divisó la puerta del aula, decidió detenerse unos metros antes, pues ya se encontraba gritándole al teléfono y no quería que los alumnos dentro la escuchasen. Estaba yendo de un lado para el otro en el pasillo, defendiéndose de cada acusación e insulto, intentando que el llanto de cólera no se le notara en la voz, cuando giró y vio a Arnold parado frente a ella.

Mierda.

Bob seguía rugiéndole en la oreja, pero ella se había quedado muda.

Vio la puerta del baño de chicas tras el chico y corrió a meterse hasta al fondo de los lavabos.

Mierda. Arnold.

Habían salido unos meses en sexto grado tras regresar a Hillwood con los padres de él. Salidas infantiles e inocentes, claro. Sin embargo, ella se había dado cuenta que el joven necesitaba más tiempo y energía del que tenían en su día a día para reencontrarse con sus padres; y que en realidad ella, si bien estaba feliz por él, tampoco podía acompañarlo emocionalmente en todas las maravillas que él le contaba sobre su nueva vida familiar, mientras la suya se desarmaba más y más.

Si bien Big Bob's Beepers había comenzado a vender celulares también, intentando adaptarse a los tiempos; éstos no parecían ser de las marcas y modelos más populares, y el negocio seguía decayendo en conflicto con las ilógicas fantasías de Bob por expandirse. Cada inversión que Bob hacía, traía un nuevo fracaso y generaba más tensión en todos. Helga, sin querer eclipsar la felicidad del rubio, se había alejado paulatinamente, sin aviso ni escándalo. Finalmente, en séptimo grado, su padre se involucró en otra mal asesorada ambición, que en sus inicios pareció permitirles dejar de vivir en el negocio y pagar la renta de una pequeña casa en otro vecindario; por lo que Helga fue transferida a una escuela diferente.

Arnold la llamaba para saber de ella y la invitaba a seguir viéndose, aunque Helga solía mantenerse esquiva y cortante.

Cuando este nuevo proyecto definitivamente fracasó, Bob comenzó a descargar sus frustraciones con más agresividad verbal e intimidaciones físicas contra ella y Miriam. Cuando cursaba octavo grado, Miriam había comenzado a colapsar emocionalmente también y Helga dejó de responder las llamadas y mensajes de Arnold por completo. Sólo a Phoebe le confiaba lo que estaba ocurriendo, en términos muy generales.

Una noche, Miriam y parte de su ropa simplemente desaparecieron. Días después, Olga llamó a Helga para avisarle que Miriam estaba con ella y que necesitaría tiempo para volver a sentirse bien. Pero Helga sintió que la debilidad, la cobardía, el abandono y la traición de Miriam le dolieron aún más que la irracionalidad y agresividad de Bob, y la tendencia de la chica de desahogar su rabia en peleas físicas con quien se le cruzase se volvió más frecuente, generándole mayores conflictos con los maestros y perdiendo así el interés por su educación. Destruía propiedad de la escuela o faltaba a clases. Comenzó a fumar y a beber, porque creía que así se destruiría a sí misma más rápido.

Había vuelto a coincidir con Arnold, Phoebe y la mayoría de sus antiguos compañeros al iniciar la preparatoria, un año atrás. Si bien Arnold había parecido extasiado cuando se cruzaron por primera vez en la escuela, Helga sólo había podido concederle una patética sonrisa y excusarse. Tenerlo en frente la confrontaba con el desastre que se había vuelto su vida y lo destructiva que se había vuelto ella misma. Sin embargo, el chico siempre parecía determinado en acercarse a iniciar conversación con ella cada vez que la veía. Para su suerte, habían sido escasas las ocasiones en que se habían topado el año anterior, pues la adolescente seguía faltando a clases durante ese tiempo y si no faltaba clases, se ganaba suspensiones por peleas con otros alumnos, actitud oposicionista, rayar paredes, desobedecer el reglamento de vestimenta tiñéndose el cabello o perforándose el rostro.

Sabía que Arnold conversaba con Phoebe y se imaginaba que el chico le preguntaría a su amiga sobre ella, porque él siempre fue un metiche; pero Phoebe no le informaba y Helga no preguntaba al respecto. Imaginaba también que a través de su amiga, el joven había conseguido su nuevo número de teléfono, pues le había estado escribiendo, pidiéndole verse y conversar. Helga no respondía, pero atesoraba esos mensajes. Si bien hoy en día la rubia estaba intentando recuperar cierto control de su vida —especialmente, su destino académico— con el apoyo de Phoebe; no quería arrastrar a Arnold en sus batallas. Nunca lo había hecho.

A medida que había transcurrido el año, Arnold había reducido su insistencia. Sus interacciones parecían haberse limitado a mirarse mutua y descaradamente a la distancia, en la cafetería, en las aulas y los pasillos.


Aún con Bob reclamándole a través del teléfono, se miró en el espejo del baño. Pálida, delgada, desaliñada. Mierda. Ojos y nariz colorados, delineador corrido. ¡Mierda!. Y Arnold la había visto, desarmada e histérica. ¡A la mierda contigo, Bob, cállate ya! Aventó el teléfono contra el espejo. El vidrio se agrietó y el teléfono rebotó, cayendo al suelo. La pantalla se trizó y la voz de Bob dejó de escucharse. Abrió la llave e intentó limpiarse el rostro. ¡A la mierda con todos!. Miró nuevamente su reflejo, la respiración forzada, y sus ojos se desviaron a la grieta. ¡A la mierda con Miriam! ¡A la mierda con Olga!. Golpeó la grieta con el puño derecho. A la mierda con su vida, con la escuela, con el futuro, con todo ¡y con el estúpido de Arnold!. Golpeó y golpeó y golpeó hasta que el espejo se rompió por completo. Unos trozos cayeron al suelo y al lavabo, y Helga cogió uno y lo alzó contra su imagen fragmentada cuando una mano le agarró firmemente la muñeca. Asustada, vio el reflejo de Arnold parado junto a ella. El chico era casi de su porte, pero el grosor de sus brazos y hombros parecía resaltar en comparación con su estrecha contextura.

—Suficiente —dijo el chico quedamente.
—¿Qué... qué haces? —balbuceó. ¿La había seguido hasta el baño? ¿Cuánto había visto?— ¿¡Qué rayos crees que haces aquí?! —intentó empujarlo con todo su cuerpo, pero Arnold no se movió.
—Suelta el vidrio, Helga.
—¿¡Qué?! —continuó revolviéndose, tratando de liberar su mano— ¡Déjame en paz!
—Suelta el vidrio, Helga.

En un arrebato de frustración, la rubia abrió el puño que él sujetaba y el vidrio cayó al lavamanos salpicando sangre. Arnold relajó su agarre y giró la mano de la joven, examinándola.

—¡Vete de aquí! —Helga se soltó y dio un paso atrás chocando con la pared. Quería hacerse un ovillo para que no la mirara más.
—Hay un botiquín en la casa de huéspedes —dijo el chico, con voz átona.
—¿Qué?
—¿O quieres ir a la enfermería...?
—¡No! ¡Ándate ya, entrometido de mierda!
—Vamos a la casa de huéspedes entonces —Arnold hizo un ademán de tomarle la mano izquierda.
—¡No!

Pero esta vez, el rubio sí la agarró y la tiró hacia fuera del baño, recogiendo el celular roto del piso y las mochilas que habían quedado junto a la puerta. Helga intentó formar un puño con la otra mano para golpearlo, pero le dolía. Le tiritaba y le sangraba.

Sentía el rostro aún mojado y se limpió las lágrimas con el antebrazo, mientras llegaban a la entrada de la escuela. Nerviosa y descolocada, no lograba diseñar ningún plan de escape. Llegaron a la furgoneta de segunda mano del chico, quien, sin soltarla, abrió la puerta de atrás y arrojó las mochilas. Luego abrió la puerta del pasajero y la ayudó a entrar y sentarse, mientras ella se encontraba en un estado de disociación. Arnold se dirigió al lado del conductor, subió a su asiento y pasó su torso por encima de ella para coger el cinturón y amarrárselo.

—No —alcanzó a protestar, mientras él se amarraba su propio cinturón y echaba a andar el vehículo—. No, no —susurró Helga saliendo de su estupor—, ¿qué haces? —con su mano izquierda fue a soltar el cinturón, pero Arnold fue más rápido. La cogió de la mano que sostenía la lengüeta y le hizo volver a insertarla en la hebilla antes de ocuparse de la palanca de cambios nuevamente—. ¡No quiero ir a ningún lado! —le gritó la chica, volviendo a desabrochar el cinturón y girándose hacia la puerta; su mano herida torpemente intentando abrir el seguro—. ¡Me voy a bajar, Arnoldo, ¿me oíste?!
—No es buena idea bajarte de un auto en movimiento, Helga —respondió Arnold con voz forzada, mirándola de reojo. La cogió del brazo aún intentando conducir.
—¡Detente!

Justo en ese momento, llegaron a una luz roja. Arnold frenó con brusquedad haciendo que la chica se impulsara hacia adelante. El rubio aprovechó para tirar de su brazo, antes de que ella pudiera abrir la puerta. Helga chilló en lo que él la sentaba en su regazo, apoyándole la espalda contra la ventana del conductor y pasando ambos brazos por encima de las piernas de la chica para tomar el volante y la palanca de cambios, esperando por la luz verde— Déjame conducir.

Considerando su caos emocional y mental, y el riesgo de seguir batallando mientras Arnold manejaba, Helga finalmente se quedó quieta. Se sentía cansada, como la mayoría del tiempo. Intentó calmar su agitación. Apoyó la cabeza contra el vidrio y apretó los ojos. Le ardían.

—¿Quién está en la casa de huéspedes? —preguntó con voz ronca.

Arnold no respondió inmediatamente. Helga abrió los ojos y le encontró mirándola con cautela.

—Puede que mi abuela —respondió, devolviendo la vista al camino—. Mis padres y los inquilinos están trabajando a esta hora, o buscando trabajo al menos; y mi abuelo fue a pescar con un viejo amigo por unos días —su rostro y su voz se relajaron—. Pero cuando mi abuela se queda sola en casa, por lo general se embarca en alguna misión de cuestionables orígenes y desaparece la mayor parte del día —agregó con una pequeña sonrisa. Si Helga no hubiese estado tan emocionalmente agotada, se habría sonrojado.

Miró ella también la calle por unos minutos. Probablemente no habría nadie en casa entonces. Se esforzó por relajar los músculos.

—¿Y qué andabas haciendo en el baño de chicas, pervertido?
—Te seguí —Siempre tan sincero.

Hacía muchísimo tiempo que no lo tenía tan cerca.

Se deleitó analizando su rostro y expresiones a sus anchas, mientras él manejaba. Últimamente, su vía de comunicación era sólo intercambiar intensas miradas a la lejanía.

—¿Y por qué el estudiante de oro no estaba en clases?
—Me distraje.
—Bueno... no es nada raro que esa cabeza de balón ande por las nubes.
Sin despegar la vista de la calle, Arnold sonrió un poco más—"Cabeza de balón" —repitió en un susurro.
—¿Qué?
—Creo que extrañaba escucharte decirlo.
—Eres un rarito. ¿Y qué distrajo ese cerebro de camarón esta vez?
—Tú —le dijo tras una pausa.
—Porque eres un entrometido.
Arnold guardó silencio un momento, antes de llegar a otra luz roja. Esta vez detuvo el vehículo despacio— ¿No... no te distraes tú también, Helga Pataki?
Helga sintió su estómago dar un vuelco. Se cruzó de brazos— ¿Contigo?
—¿Sí?.

Claro que sí. Sobre todo porque Arnold seguía siendo dulce con ella, aunque ya no saliesen juntos y ella le evitara descaradamente. Helga no había escuchado que él hubiese salido con nadie más desde entonces; no había preguntado al respecto tampoco. ¿Sentiría él algo aún por ella o era todo sólo cordialidad?

Se quedaron mirando como tantas otras veces, mientras esperaban el semáforo.

Arnold inspiró largamente. Apartó la mano de la palanca de cambios para apoyarla ligeramente sobre el muslo de la chica. Helga hizo el intento de retirarle la mano, pero él sólo aprovechó de atrapar sus dedos.

Claro que ella también se distraía con él.

Se concentró en sus manos unidas. Su otra mano le ardía y se encontraba en una extraña posición sobre su vientre. ¿No le iba a preguntar al respecto?

—Al final no entregué la estúpida tarea.
—Le diré a los maestros que no te sentías bien y que te llevé a tu casa.
—Te preguntarán por qué no fui a la enfermería.
—Me darán el beneficio de la duda, lo dejarán pasar —probablemente tenía razón, pues los maestros eran bastante benevolentes con el chico.

La luz cambió a verde y Arnold la soltó para seguir conduciendo hasta estacionarse detrás de la casa de huéspedes. Apagó el motor y miró a la joven sentada encima de él por un rato. Helga se dedicó a mirar la casa que hace años no visitaba.

—¿No te vas a arrancar cuando nos bajemos? —le preguntó el rubio.
—Tengo todas las intenciones de hacerlo.
Arnold miró al rededor— Creo que me las arreglaría para hacerte entrar —Helga rio a través de la nariz ante su autoconfianza—. ¿Puedes hacerlo por las buenas?

La verdad es que no quería estar ahí. Quería correr lejos y fuera de la vista de todos, como su madre.

—Mi mamá hizo ayer ese plato de maíz que te gustaba —continuó el chico, sonriéndole—. Hoy no almorzaste, ¿no? Creo que rara vez te veo comer algo en la escuela.
—Te has convertido en todo un acechador, cabeza de balón.
—¿Podemos hablar sobre mis malos hábitos dentro de la casa, mientras nos ocupamos de tu mano y comes algo? —dijo él, tras vacilar unos segundos.

Se sintió incómoda al recordar cómo es que había llegado ahí. Sin embargo, Arnold se estaba mostrando muy paciente al no bombardearla con cuestionamientos al respecto.

Helga suspiró y movió la espalda para que Arnold pudiera pasar el brazo y abrir la puerta. Él giró su cuerpo hacia afuera del vehículo para que Helga pudiese bajar las piernas. En un segundo, el rubio sacó la llave, se bajó tras ella y la cogió de la mano derecha mientras cerraba la puerta. A pesar de la delicadeza del agarre, Helga dio un pequeño respingo.

—¡Perdón! —dijo Arnold volteándola a ver, y tomándola de la otra mano.

Helga no alcanzó a decir nada, pensando si acaso el chico se había manchado con sangre. Se miró la mano herida mientras Arnold les guiaba al otro lado de la furgoneta para sacar las mochilas y luego hacia la puerta de la cocina.

Su mano derecha tenía dos cortes sucios y la sangre se había desparramado por toda la palma, pero estaba seca. La piel de sus dedos meñique y anular estaba despellejada.

Una vez dentro de la cocina, Arnold dejó las mochilas junto a la puerta y la acercó al lavabo.

—Límpiate. Voy a buscar el botiquín —dijo mientras salía de la cocina.
—Ya, Arnoldo, ándate y déjame en paz—respondió la rubia haciendo correr el agua sobre su mano e intentando frotar la sangre. Se estaba sintiendo abochornada. Habían pasado años desde que habían estado tanto tiempo juntos en un sólo lugar, y en ese entonces habían sido sólo niños. Enamorados.

Se secó las manos con una toalla de papel y en el silencio y la soledad de la cocina se dedicó a apreciar los detalles de la casa que hace tanto tiempo no visitaba. El papel tapiz verde, el aroma de los muebles, la manera en que la luz entraba a través de las cortinas desgastadas, no había cambiado nada; sin embargo, una de las paredes ahora exhibía diversas fotografías de Arnold, sus padres y sus abuelos.

Sus pensamientos se trasladaron a su niñez, ¿cuánto tiempo había pasado rondando esa casa que estaba siempre llena de vida, intentando reparar alguna situación que se le había salido de las manos, creando planes intrincados para ayudar al ángel de rubios rizos en sus misiones samaritanas sin ser descubierta? Hasta que al fin estuvieron juntos unos efímeros meses y pasó tardes sentada en esa cocina, comiendo con los abuelos y los padres del chico, escuchando sus aventuras locas; o en la habitación del rubio, haciendo deberes y jugando videojuegos. Sin darse cuenta de que sólo huía de su propia realidad, de que se refugiaba de la negligencia y el abandono en fantasías románticas y proyectos altruistas.

Sintió la garganta cerrarse al pensar en su ingenuidad infantil y cómo habían evolucionado las cosas. ¿Qué hacía ahí, ensuciando un dulce recuerdo con su desdicha? Se dirigió a la puerta, agarró su mochila y trató de girar la manilla. Estaba trabada. Arnold había pasado la llave, pero ésta aún colgaba de la cerradura. La giró un par de veces y cedió.

—Helga —oyó la voz de Arnold con un tono más duro del que había usado en todo el día. Lo vio entrar por el arco de la cocina y dejar sobre la mesa unos frascos, un rollo de gasa y unas pastillas que traía en los brazos— Espera.
—M-me voy —avisó la rubia, abriendo la puerta—, ya hemos alargado esto bastante.
—¿De qué estás hablando? —replicó el adolescente, con expresión molesta, llegando frente a ella en un par de pasos—. Por favor, Helga —La miró tan intensamente que Helga creyó que habría podido ver su tristeza—. Deja de arrancarte y quédate a comer y curarte. Quiero que te quedes.
—Pues fíjate, Arnoldo, que la vida no se trata de lo que tú quieres —respondió con voz contenida.

Pero estaba equivocada; la vida sí se trataba de lo que Arnold quería, porque cuando Arnold Shortman quería algo de verdad, Helga movía el mundo para conseguírselo.

—Entonces, ¿qué quieres tú, Helga? —le preguntó con aprensión—, ¿quieres volver a tu casa o quedarte aquí a comer conmigo?

Quería llorar. Sentía que se ahogaba entre tantas atenciones y entre todo lo que extrañaba y le hacía falta.

Arnold cerró la puerta con suavidad, se acercó más y le limpió las lágrimas con el pulgar— No te arranques de mí, Helga Pataki.

Helga dejó escapar un ligero sollozo y Arnold la abrazó. No se atrevió a responder el abrazo; sólo escondió el rostro, esforzándose por llorar lo más discretamente.

Tras unos minutos, Arnold la acercó a la mesa. Mientras se calentaba la porción del pastel de maíz, se sentó a su lado y pasó el antiséptico y un ungüento por los cortes de la mano de la joven, y le puso la gasa. Helga apreció enormemente la serenidad con la que el chico había interactuado con ella en todo el día.

El rubio sirvió la comida y un jugo— ¿Quieres un analgésico? —le indicó las pastillas. Ella se tragó una sin decir palabra y tomó el tenedor con su mano recién vendada.

Cuando Arnold cogió su mano izquierda, que se encontraba sobre la mesa, ésta tuvo un pequeño espasmo. Helga inspiró profundo.

Se comió todo el pastel. Su estómago había protestado un poco al comienzo por las náuseas generadas por el hambre, pero estaba muy sabroso y tal como lo recordaba.

—¿Café? —le preguntó Arnold al acabar.

¿Por qué seguía él intentando prolongar esto? ¿No habían terminado ya con lo que habían venido a hacer?

—Está bien.

El rubio preparó dos tazones y los bebieron en silencio.

¿No le iba a preguntar qué había pasado, acaso? No sólo hoy, si no desde que la cambiaron de escuela. Qué había pasado que era aún más conflictiva que antes y había descuidado sus estudios, su aparienca y su estado físico.

—Ya. Ya está —anunció la chica al terminar, levantándose. Arnold le miró con cierto desconcierto—. Ya me alimentaste y me curaste, cabeza de balón.
El chico asintió levemente después de unos segundos—. Déjame llevarte a casa— dijo, levantándose también.
—No.

No quería ir a casa. Se iría probablemente a la biblioteca a estudiar hasta que Phoebe se desocupara.

—Quiero hacerlo —le insistió él.
—No quiero ir a casa.
—Entonces quédate aquí.
—¿No vas a volver a la escuela, Shortman?
—No —y luego de un momento, agregó—. ¿Quieres comer otra cosa?, ¿escuchar música?, ¿ver una película?
Helga suspiró— ¿Qué dirían tus padres si supiesen que te saltaste las clases?
—Les diré que estuve contigo y entenderán que era importante.
—¿No te cansas nunca de insistir, melenudo?
—No.
—Escuchar música estaría bien.

El rubio sonrió con todos los dientes y de tan sólo verlo feliz, Helga sintió que el mundo de fantasía romántica que se imaginaba en su niñez aún era alcanzable.

—Vamos —le dijo Arnold, tomando ambas mochilas y guiándola sonriente por la casa hasta su habitación.


El aroma del adolescente la envolvió por completo al entrar en el cuarto del chico.

—En algún momento me tendré que ir, Arnoldo —le advirtió la joven, mientras él dejaba las mochilas junto al escritorio—. No me puedes tener aquí para siempre.

Arnold prendió el equipo de música con el control remoto y se sentó en su cama, espalda apoyada contra la pared.

—Puedo intentar —le respondió, haciéndole señas para que ella se acercara—. Necesito aprovechar que me estés dejando hablarte por más de dos minutos... y que por fin estés aquí de nuevo —concluyó con una tímida sonrisa cuando ella se sentó junto a él.

Helga sintió calor expandirse desde el pecho hasta su rostro.

Desvió la mirada hacia la habitación del chico, muy similar a como era tres años atrás.

Se sentía cálido y agradable estar bajo el sol que entraba por el tragaluz, sentada en esa cama blanda, escuchando música, sin apuros.

—Extrañaba tu habitación —dijo sin pretenderlo. Arnold la miró bruscamente casi perdiendo la sonrisa. Helga se sintió enrojecer—. Sigue siendo tan estrafalaria como tu cabeza.

El rubio pareció abrir la boca para decir algo, pero no lo hizo; en cambio, le volvió a sonreír. Miró hacia abajo y se distrajo con su mano vendada.

—Helga... ¿qué pasó?

Ah.

—Nada nuevo, cabeza de balón —respondió la chica, permitiendo que el muchacho le acariciara la gasa de la mano con los dedos—. Bob está frustrado, enrabiado y solo. Se siente miserable, y yo estoy aquí para que se descargue con alguien y así seamos miserables todos.
—Helga, si necesitas un lugar tranquilo donde estar, siempre puedes venir aquí —le ofreció el chico—. Mis abuelos y mis padres se acuerdan todo el tiempo de ti, te mencionan mucho. Mi abuela cuenta las historias más extrañas de ti cuando niña —agregó con diversión, apretando suavemente su mano—, aunque creo que la mayoría deben ser inventadas.
» Puedes venir a cenar —continuó con su propuesta—. O si no quieres estar aquí, podemos hacer algo juntos. Quiero que cuentes conmigo, Helga —finalizó sonando apurado.
—Eso suena como algo que un cabeza de balón diría.
—Y quiero que dejes de hacerte daño —le interrumpió.
—Lo intento.
—Y quiero que dejes de apartarme, Helga. Quiero que—
—Bueno, bueno, melenudo —alzó la voz—. Nos estamos poniendo un poco exigentes. ¿Por qué crees que te voy a hacer caso?
—Porque cuando yo he querido algo, tú lo consigues, Helga.


—¿Qué?
—Cuando perdí mi gorra, tú la encontraste —replicó él rápidamente, su tono más enfático—. Cuando quise devolverme al restaurante, tras el desastre de las cucarachas, fuiste conmigo —se rio un poco—. Cuando quise hacer el carro alegórico, convenciste a... Bob de financiarnos. Cuando quise salvar al Viejo Pete, decidiste venir a ayudarme, incluso poniéndote en contra del mismo Bob. Cuando quise salvar al vecindario, estuviste guiándome como Voz Ronca. Y hace un par de años... —la voz del chico se quebró un poco— me enteré también que- que cuando quise encontrar a la hija del señor Hyuhn —carraspeó— para una Navidad, la encontraste tú.

Por Dios.

Helga sintió que había dejado de respirar.

¿Qué había pasado con el chico denso que Arnold solía ser?

—Y cuando quise ganar el concurso para ir a San Lorenzo, tú lo ganaste por mí.

¡Por Dios! A la mierda el sol, el calor y la calma. Sintió frío. Los músculos de sus piernas se contrajeron, listos para arrancar. Hizo un ligero intento de soltarse, pero él la tomó también del brazo y se acomodó para mirarla de frente.

—Cuando quise encontrar a mis padres, fuiste conmigo.
—Ya, cállate.
—Cuando quise pasar tiempo conociendo a mis padres, tú me lo diste —Arnold desvió la mirada—, pero yo tuve que haber hecho las cosas diferentes. Me pasé mucho tiempo intentando entender qué estaba sucediendo —continuó cada vez más agitado—. Tuve que haberte dicho que no quería que te alejaras. Yo no supe- era tan ingenuo. Tuve que haberme arriesgado más. Me he demorado demasiado en averiguar cómo recuperarte —Helga sintió su garganta secarse—. Ya no importa —agregó, mirándola a la cara y suavizando su voz—. El punto es que, cuando he querido algo, tú has estado ahí haciendo que ocurra. Aunque sea una locura. Aunque todos los demás me digan que es demasiado, que es imposible; lo haces realidad, Helga —tirándola del brazo, hizo que Helga se inclinara hacia él mientras se acercaba él también—. Y ahora entiendo que tengo que ser más juicioso, más directo, más claro. Y yo... quiero que dejes de hacerte daño. Quiero que dejes de apartarme —rozó la nariz de la chica con la suya—. Quiero que cuentes conmigo, Helga. Quiero que—
—Basta —musitó la rubia.

Arnold se quedó en silencio, pero no se apartó.

Helga se tomó unos segundos para respirar profundo y permitir que su cuerpo volviera a llenarse oxígeno, mientras el corazón le retumbaba por todo el cuerpo. Se sentía expuesta. Y desorientada.

—No sé si me agrada este cabeza de balón tan serio y analítico —le dijo con un hilo de voz.
—Si no fuese así, no podría descifrarte, Helga Pataki —le susurró el chico.
—¿Qué pasó con "lo que tú digas, Helga"?
—Me di cuenta de que lo que dices no tiene mucha relación con lo que haces. Con lo que quieres.

A pesar de la vergüenza y vulnerabilidad, se sintió segura ante la seriedad con la que hablaba el chico.

—De acuerdo, Shortman... —dijo débilmente— ¿y qué más quieres?
—Te extraño, Helga. Quiero que... lo intentemos de nuevo.

Le ardieron los ojos y le tembló el labio inferior.

Le encantaría, definitivamente, volver a las ilusiones infantiles en que su mundo ideal era estar cerca del rubio. Y si Arnold Shortman se lo pedía, ella lo concedería. Sin embargo, cuando se dieron la oportunidad, se les cruzó la vida por delante; en el caso de Helga, la vida le pasó por encima, la atropelló, la arrastró por el suelo, la hizo revolcarse entre la mugre.

Se echó para atrás y se soltó de sus manos.

—Arnold, las cosas son muy diferentes ahora —respondió con voz quebrada y negando con la cabeza.
—Lo sé, Helga, ya no soy tan denso —replicó el chico con severidad. Helga sonrió con nostalgia.
—Creo que los dos hemos cambiado, cabeza de balón. La Helga con quien quieres estar sólo es un recuerdo en tu mente. No queda nada de ella. Nada. Yo no soy la misma de antes.
—Yo sé que no somos los mismos, Helga —replicó Arnold alterado—. Pero aún cuando no me querías ver, ni contestar el teléfono, ni hablarme, yo he estado al pendiente de ti, pensando en ti. No te he perdido de vista, esperando- buscando una oportunidad. Sé que me demoré y tal vez hay muchos detalles que no sé, que aún no me puedo imaginar, pero quiero saberlos. Quiero ser parte de tu vida otra vez.
—No lo sé, Arnold.
—Dices que no queda nada de la Helga que fuiste —comentó el rubio tras un tenso silencio—, ¿y de lo que sentías por mí?, ¿de eso tampoco queda nada?

No quedan las ilusiones con las que solías alimentar esas emociones, Arnold. No queda espacio en toda la rabia que he acumulado para corresponderte como te lo mereces. No queda amabilidad dentro de mí.

—No sabría cómo... actuar.
—¿Qué?, ¿a qué te refieres?
—No sé si soy buena para ti, Arnold.
—Sí lo eres, Helga —protestó el chico, acercándose a ella de nuevo con mayor determinación—. Siempre fuiste demasiado buena para mí. Soy yo el que te está pidiendo una oportunidad para demostrarte que esta vez llegaré a la altura.
—Arnold—
—¿Qué es?
—¿Qué es qué?
—Lo que te asusta.

No tener vuelta atrás. Seguir siendo destructiva. Arrasar con todo como había aprendido de Bob.

Miró su mano vendada.

—Está bien —dijo Arnold, mirando sus vendas también—. Podemos dar pasos pequeños —Helga le miró—. Una cita, entonces, nada más. Para empezar a conocernos de nuevo.
—¿Una cita?
—Sí.

Una cita.

—Está bien.
—Y al final de esa cita te diré que quiero otra —agregó el rubio unos segundos después. Helga se rió quedamente.
—Entonces dos citas.
—No. Al final de cada cita te pediré siempre otra —el corazón de la chica dió un brinco. Sintió como la esperanza intentaba abrirse paso.
—Cabeza de balón —susurró, esforzándose por mantenerse racional—, ¿y si yo quisiera algo también?
—Lo haré, Helga —respondió él, cogiéndole las manos otra vez—. Te dije que quiero que cuentes conmigo.
—Quiero—
—Pero tienes que ser honesta. No haré caso sin son palabras necias, Helga Pataki.
—Ya, deja de interrumpirme. Quiero... que no me des falsas esperanzas.
—No son falsas esperanzas, Helga —replicó Arnold inmediatamente—. Te he buscado, te he esperado por mucho tiempo. Yo quiero estar contigo.
—No sería miel sobre hojuelas, Arnoldo. Yo no—
—No espero que sea así, Helga. Espero estar ahí cuando sea difícil. Espero ser más fuerte cuando lo necesites —el chico se inclinó hasta juntar su frentes—. Espero ser más perseverante cuando me evites. Espero estar más atento cuando intentes alejarte. Espero apoyarte con lo que tú quieras.

Conmocionada, Helga asintió con la cabeza, y Arnold besó su mejilla con suavidad.

Fin.