Capítulo 15

Robin's Pov

La nieve escarchada crujía bajo mis botas. La luz que se filtraba por los árboles no era lo suficientemente cálida para ahuyentar el frío que se colaba entre las capas de ropa que me protegían del ambiente.

No era el peor invierno que había pasado Moonacre, pero eso no lo hacía menos incómodo. Personalmente, prefiero el otoño a cualquier otra estación. Las prendas eran menos abultadas y me sentía con más libertad para moverme. El calor no era una opción, me parecía más desagradable que el frío. No te lo podías quitar de encima ni con un baño en el arroyo con las aguas más heladas del bosque.

Ajusté la bufanda que tenía enroscada en mi cuello, buscando más calor en esta, soltando un suspiro que creó una nube blanca frente a mí. Aún me quedaba un rato hasta llegar a la mansión Merryweather.

Padre me había dado el día libre junto a los muchachos, una recompensa por el esfuerzo del último mes, que apenas habíamos tenido jornadas libres para nosotros. A parte de las festividades navideñas, claro, las cuales eran una grata novedad para todos en el castillo De Noir. Así que, no se me ocurría mejor ocasión para invitar a Maria para dar el paseo que le prometí.

Cuando estuve de pie frente a la entrada de la gran casa, llamé y esperé pacientemente a que alguien me recibiera. No pasó mucho tiempo hasta que Digweed apareció a paso rápido por el recibidor.

—Joven Robin, no lo esperábamos hoy.

—Me pasaba para saludar —dije sin más.

—Pero, por favor, entre —señaló con la mano para que pasara antes que él—. ¿Se le ofrece algo de tomar? —negué con la cabeza y le agradecí por su hospitalidad. Un movimiento a nuestra izquierda llamó mi atención. Loveday se dirigía hacia nosotros con una gran sonrisa en su rostro.

—¡Hermano, qué sorpresa verte por aquí! —me abrazó por un momento—. Yo lo atiendo, Digweed. Puedes retirarte —lo relevó con amabilidad, a lo que el hombre asintió.

—Mi señora —se despidió antes de desaparecer por uno de los múltiples pasillos.

—Es bueno verte, hermanito —apretó mis hombros con afecto—. Pero, ¿por qué me da la sensación que no estás aquí para visitar a tu hermana?

—No seas así, sabes que padre y yo te echamos de menos en casa.

Mi hermana y yo siempre habíamos tenido muy buena relación. Ella había tenido que asumir la carga de criarme como si fuese mi madre, debido a la ausencia afectiva de mi padre. Eso hizo que nuestra relación fuera más fuerte y unida. Era mi mayor apoyo en casa cuando las cosas se ponían feas. Era la única que podía plantarle cara a mi padre.

Por eso, tras declarar que se había enamorado de un Merryweather y que mi padre la exiliara, me había sentido muy solo durante su estancia en la mansión, ya que no se me permitía visitarla debido a su traición, además de que estaba viviendo en casa del peor enemigo de mi padre. Pese al "odio" que él había inculcado en mí desde pequeño hacia esa familia, no tuve el corazón de repudiar a mi hermana por su elección. Sabía que amaba a ese hombre y él a ella. La manera en la que se miraban era espacial, como si compartieran una conversación en secreto con cada vistazo.

Después de que mi hermana desapareciera tan repentinamente tras la discusión con Ser Benjamin, tardé un tiempo en localizarla. Descubrí que se escondía en una de las cuevas más inaccesibles del valle. Cuando fui en su busca, me rogó que no le dijera a nadie que estaba allí, mucho menos al hombre que se desvivía día y noche en encontrarla. No me metería en sus asuntos, pero prometí que la visitaría a menudo en lo que sería su nueva casa por algunos años.

Las visitas menguaron con el tiempo, mi padre me tenía a su servicio prácticamente las veinticuatro horas del día y no me dejaba ni un momento de respiro. Loveday vagaba por el bosque en busca de frutas y otros alimentos para poder sobrevivir, pero nunca se acercaba demasiado a nuestras tierras o a los predios de la mansión. Incluso a ella se la estaba tragando el orgullo, como nos estaba pasando a todos los demás. Hacía tiempo que había desistido de su misión de "arreglar las cosas".

Todo habría resultado en una catástrofe, si no hubiese sido por Maria, quien llegó a Moonacre un día de otoño un par de años después. En cierta manera, ella había sido el milagro que necesitábamos.

—Lo sé —rió al ver mi expresión—. Y también sabes que siempre sois bienvenidos aquí —mi oído captó una melodía que sonaba lejos en alguna parte de la casa—. Vaya, debe tener mucho en mente. Lleva así toda la mañana.

—¿Quién? —fruncí el ceño.

—Maria —habló con obviedad—. Está tocando el piano desde muy temprano.

—¿Pasa algo con ella? —al notar mi tono de preocupación, me disparó una sonrisa pícara. La famosa "sonrisa De Noir", como la llamaba Maria.

—Creo que solo está aburrida. Has llegado justo a tiempo, seguro que estará encantada de acompañarte a donde quiera que tengas pensado ir con ella hoy.

—¿Por qué estás tan segura de que he venido a eso? —no quise sonar a la defensiva, pero a Loveday le encantaba molestarme con cualquier cosa en la que Maria estuviera metida directa o indirectamente.

—Mera intuición, querido. O puede que solo seas muy obvio —se burló, apartando mi sombrero para revolver mis cabellos—. En fin, tengo cosas que hacer. Ya sabes donde queda la sala del piano, confío en que encuentres tu camino allí por tu cuenta. ¡Pasadlo bien! —se alejó por el pasillo sin decir más, dejándome solo y con la palabra en la boca. Suspiré, negando levemente con la cabeza mientras me dirigía hacia donde me había dicho que estaba la princesa. Aún me sorprendía lo cómodo que me sentía caminando por esa casa que no hace mucho se me tenía prohibido el acceso.

Cuando encontré la fuente del sonido que emitían las teclas, no pude ir más allá del umbral de la puerta. Me quedé atrapado entre el pasillo y las escaleras que llevaban a la luminosa sala. Mi aliento me abandonó por unos instantes mientras observaba la escena.

Maria estaba inclinada sobre las teclas del piano en una esquina de la sala. La luz de las vidrieras se filtraba en el lugar, bañando su pelo castaño rojizo, dándole un aspecto mucho más vivo al color. Llevaba un vestido de color lila pálido, resaltando su piel blanquecina. Las usuales cintas que adornaban su pelo eran del mismo tono que su atuendo, complementando la imágen a la perfección. Ciertamente, parecía un ángel.

No había visto y mucho menos conocido muchas princesas en mi vida, pero estoy seguro que ninguna se veía como la que tenía a pocos metros de mí.

Me obligué a desembelesarme y carraspeé para llamar su atención. De inmediato dejó de tocar y se giró en mi dirección con el ceño fruncido. Parecía desubicada, como si no hubiese estado en el mismo espacio que yo por un momento.

—¡Robin! —sonrió ampliamente, llevando una cálida sensación a mi estómago. Bajé las escaleras para reunirme con ella.

—Te noto ilusionada por verme, princesa —apartó el rostro a un lado, mostrando una mueca de disgusto por mi tono burlón. Era mi mejor arma y defensa. Un sello de mi personalidad que llevaría conmigo hasta mi tumba. Y que me permitía decir o insinuar lo que sentía en situaciones que no me atrevía a expresarlo, disfrazado de ironías. Me consideraba como esos tipos de ciudad que se hacían llamar "poetas", aquellos que revelaban verdades con palabras. Yo era algo así, pero menos pomposo y refinado.

—No te lo tengas tan creído —me senté a su lado en el hueco que había en el banco de cuero. Miré el instrumento por encima, tan antiguo que tenía su encanto—. ¿Quieres acompañarme? —por mi cara, supo que la idea no había hecho mucha mella en mí y rió suavemente.

—Nunca he tocado el piano —me sinceré. En mi educación jamás habían entrado las lecciones de etiqueta, mucho menos el adiestramiento en talentos como la música.

—Bueno, nunca es tarde para aprender. Puedo enseñarte —hizo una pausa—, si quieres.

En otras circunstancias habría dicho que perdía su tiempo queriendo mostrarle a alguien como yo una cosa tan alejada de a lo que estaba acostumbrado, pero tan solo me encogí de hombros. Algo que tomó como un sí, ya que su sonrisa creció y se acomodó en su asiento, acercándose más a mí. Tomó mis manos, las cuales estaban apoyadas en mis piernas y las colocó sobre las teclas blancas y negras. El gesto envió un escalofrío que me recorrió de arriba abajo.

—Estas son las más agudas —tocó la pieza que estaba más alejada, al otro extremo, haciendo que el sonido se prolongara—. Y estas son las graves.

—Mi inteligencia llega hasta ese punto —murmuré con ironía, probando varias de ellas, creando un sonido peculiar.

—¡Mira, acabas de hacer un acorde! —imitó mi acción pero usando otra combinación de notas. Hice lo mismo, intentando que sonara parecido—. Tienes potencial.

—¿Me tomas el pelo? —rodó los ojos, sonreí al ver su frustración y le di un empujón con el hombro—. Literalmente, princesa, no he tocado ni una pieza entera.

—Eso requiere un poco más de tiempo. Pero hablo en serio. ¿Tienes un piano en el castillo?

—Si lo hay, no lo he visto en estos diecisiete años.

—Bueno, si te dedicas a practicar en tus ratos libres, creo que podrías llegar a ser muy bueno —habló muy segura de lo que decía. Porque me lo estaba diciendo Maria, y se la veía genuina, de lo contrario, si viniera de otra persona creería que me estaba tomando el pelo con una broma carente de gracia.

—Digamos que lo hiciera, necesitaría un profesor que me enseñara y en el castillo dudo encontrar alguno. En el pueblo menos, son incluso más brutos que yo y eso ya es decir —me dio un golpe en la parte de atrás de la cabeza. Me llevé la mano al lugar y la miré con los ojos entrecerrados—. ¿Y eso a qué ha venido?

—Por menospreciar tu valía —parecía irritada. Bajó la vista al instrumento—. Yo podría enseñarte —su voz fue casi un susurro, pero mi buen oído la captó a la perfección.

—¿Qué?

—Que yo puedo ayudarte a aprender —la noté nerviosa por alguna razón que no pude entender. Juraría que su rostro se enrojeció un poco, incluso—. Sé que estás muy ocupado con el trabajo y yo liada con las interminables y exhaustivas lecciones de la señorita Heliotrope, pero podríamos guardar un día a la semana para que vinieras aquí y así poder practicar juntos.

No respondí de inmediato, tan solo la observé respirar profundamente y retorcer los pliegues de su vestido con sutileza. Sonreí de lado, satisfecho.

—Bien, si insistes… —le brillaron los ojos con ilusión—. Creo que debo advertirte que soy un pésimo alumno.

—Acepto el reto —me ofreció su mano, levantando el mentón desafiante. La estreché casi de inmediato, rozando mi pulgar en su dorso. Su piel era tan suave y frágil en comparación con la mía, que a mi tacto casi se me asemejaba a la porcelana—. Será divertido, ya verás.

—Sí tú lo dices —alcé una ceja, observando cómo volvía a centrar su atención al piano, alejando su mano de la mía. La dejé ir a regañadientes, cerrando los dedos donde antes la había sostenido.

—¿Qué haces aquí, por cierto? —aquella pregunta me recordó el motivo principal de mi visita.

—Venía a recogerte. Los chicos y yo tenemos el día libre, así que habíamos pensado en dar el paseo que tanto querías —asintió con entusiasmo, levantándose del banco con rapidez.

—¡Espera aquí! Me cambio y enseguida bajo.

—Si tardas más de cinco minutos, me voy.

—¡No te atreverás! —reí por lo bajo al verla señalar en mi dirección, salir y perderse tras la puerta. Negué con la cabeza. Esa chica… Por algo admiraba su espíritu. Esperé allí sentado, pulsando de vez en cuando las notas aleatoriamente. He de admitir que le estaba cogiendo el gustillo al hábito.

Unos minutos más tarde, Maria bajó con un abrigo y las botas que le había regalado Ser Benjamin por su cumpleaños. Unas más adecuadas para caminar en la nieve, a mi parecer. Nos marchamos poco después y charlamos durante el camino.

Hablar con Maria era alentador, sentías que te escuchaba y siempre tenía una opinión o consejo que no dudaría en hacértelo saber. Fueron precisamente aquellas charlas las que me hicieron darme cuenta lo mucho que la había echado de menos durante aquellos días en los que estuve tan ocupado y no pude verla. Sin ellas, era como si me faltara algo.

"Cualquiera hubiera dicho que a Robin De Noir le traería de cabeza la ausencia de una mujer" había dicho Richard cuando se percató de mi mal humor. Y no mejoró cuando me enteré de que Maria había ido a visitarme al castillo y pillé a los nuevos guardias metiéndose con ella. Ese fue su primer y último día a nuestro servicio.

Pasamos el día fuera junto a Henry, Richard y David. La mañana transcurrió en el bosque, donde empezamos charlando con normalidad y de un momento a otro, no sabemos cómo, nos las arreglamos terminando en una encarnizada batalla de bolas de nieve. Para nuestra desgracia, la princesa nos dio una lección. Nos ganó con ingenio, argumentando con orgullo nuestra falta de este.

Debido al clima frío, decidimos ir al pueblo y comer algo en uno de los mesones. Estábamos pasando un buen rato hasta que un grupo numeroso entró en el lugar, helando la estancia con su sola presencia.

Luke y compañía nos miraron con descaro y sin ocultar su enojo hacia nosotros. Podía ver que seguían albergando rencor por lo sucedido. Intenté ignorarlos cuando se sentaron en una de las grandes mesas al otro lado de la sala. Y lo hubiese conseguido, si no fuera porque Maria se acercó a mí en el banco con algo de preocupación en su rostro, sacudiendo mi manga para llamar mi atención.

—¿Quiénes son? —miré hacia atrás por el rabillo del ojo.

—Marineros.

—No se supone que deban estar aquí tan pronto —Richard tomó su bebida—. Sí que les ha durado poco el viaje…

—El chico pelirrojo —dijo sin dejar de observar en esa dirección—, no deja de mirar hacia aquí. ¿Lo conoces de algo?

—De pequeños solíamos frecuentar los mismos círculos sociales, por así decirlo —murmuré, mirando a los tres muchachos frente a mí.

—No me gusta su mirada —dijo en voz baja. Me giré para ver a Luke observar a Maria de una manera grosera y poco sutil. La sangre me hervía en las venas. Estaba claro que mi advertencia se le había olvidado en el momento en el que dejé de golpearlo. A punto estuve de levantarme y recordárselo, pero Henry vio mis intenciones y me detuvo de inmediato.

—Creo que lo mejor será marcharnos, Robin —su tono de voz era tenso, como si temiera que lo ignorara—. El día se hace cada vez más corto y si no lo aprovechamos, defraudaremos a Maria con el poco tiempo que hemos pasado en su compañía. ¿No crees? —una sutil manera de decir que había otras cosas que importaban más que reventar a golpes a ese idiota. Miré a la chica, quién intentaba escrutar en mi rostro con mucho esfuerzo, a juzgar por su ceño fruncido. Asentí intentando esbozar una sonrisa.

Nos levantamos y caminamos hacia la salida. Maria pasó por delante de mí, dándome la oportunidad de encarar al grupo en su totalidad y sin gracilidad. Una última advertencia silenciosa. No pudieron aguantar mi mirada y apartaron los ojos con rapidez. Con un asentimiento de satisfacción, salí del lugar, reuniéndome con el grupo que esperaba fuera.

Terminamos la jornada sin muchos más contratiempos o problemas incómodos. Llevé a Maria a su casa y me hizo prometer que me presentaría el próximo domingo para iniciar nuestras clases.

Una vez llegué al castillo, ya había empezado a anochecer. Cené con mi padre entre charlas sobre el trabajo y algunos temas financieros de los que tendría que encargarme al día siguiente. Se mostraba genuinamente contento por el éxito del trato con el Tuerto, orgulloso por cómo se había manejado la situación, incluso. Desde que el negocio ya andaba en mejores circunstancias, parecía más afectuoso, algo que era de agradecer.

Me detuve unos segundo antes de preguntarle lo que andaba rondando mi mente durante toda la cena.

—Padre —cesó de masticar y miró en mi dirección, expectante por lo que tuviese que decir—, ¿tenemos un piano aquí?

—¿Un piano? —lo pensó detenidamente—. Loveday solía practicar cuando era pequeña. Debe estar en alguna parte —levantó una ceja—. ¿Por qué lo preguntas?

—Pues… Yo… Querría darle uso —su frente se arrugó aún más, haciendo que mi nerviosismo aumentara.

—¿Desde cuándo sabes tú tocar ese condenado instrumento?

—Desde hoy —no era mentira. Había aprendido un par de acordes.

—Bueno —volvió, con algo de perplejidad restante en su rostro, a su comida a medio terminar—, no cuestionaré lo que haces en tu tiempo libre, hijo. Tan solo te pido que no te absorba y te distraiga de tus deberes —asentí varias veces, reafirmando mi responsabilidad—. Aunque he de admitir mi desconcierto y me pregunto la razón por la que te ha dado por esto de repente.

—Me gustaría ampliar mis habilidades —sonreí, intentando que no viera más allá.

—Tanto tiempo que pasas en la casa Merryweather te tenía que contagiar su suntuosidad, supongo —suspiró negando con la cabeza.

Al terminar la cena, subí a los pisos superiores, buscando una sala en particular. Abrí la puerta del trastero, tosiendo por el polvo acumulado que albergaba el espacio. Busqué entre las sábanas que ocultaban los muebles que ya no usábamos, con la esperanza de encontrar lo que quería. Temía que mi padre lo hubiese mandado tirar cuando se enojó con mi hermana, como el resto de sus pertenencias que quedaron aquí.

Después de un buen rato mirando en todas partes, casi había tirado la toalla hasta que lo hallé detrás de un gran escritorio. Con agilidad, esquivé el mueble y quité la sábana que lo ocultaba. Sonreí complacido al ver el gran instrumento de color negro.

Me senté en el asiento, ignorando lo sucio que podía estar. Acaricié las teclas con cuidado.

«Con esto no me echará la bronca por vaguear en casa» —sonreí al visualizarla con su ceño fruncido.

Inspeccioné el piano, sorprendido porque estuviese allí después de tanto tiempo. Habría puesto la mano en el fuego jurando que estaría reducido a cenizas hace mucho. Mis ojos se fijaron en cuatro letras talladas en la madera del lateral. Bueno, más bien parecían iniciales. Estreché los ojos, intentando adivinar el significado. Se me hacían extrañamente familiares. Parpadeé al darme cuenta.

C.W y C.D.N

Entendí la razón por la que mi padre no había querido deshacerse de ese piano. Los recuerdos a veces permanecen en los objetos y perderlos significa renunciar a eso que te hace recordar el pasado con cada vistazo.

El amor que sentía por Claire Wood, mi madre, a pesar de los años transcurridos y la muerte que los separaba, era mucho más fuerte que el orgullo que lo había poseído en el pasado.

Me levanté y volví a tapar el instrumento con cuidado. Al día siguiente pediría ayuda para trasladarlo a un aula más amplia.

Prometí que me lo tomaría en serio y que practicaría en el tiempo que tenía libre para hacerlo.

Y así lo hice, durante años.